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Lo que la reforma fiscal de Trump significa para la economía de Estados Unidos

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Por James K. Galbraith (*)

El objetivo declarado de política económica de la administración Trump es incrementar el crecimiento en Estados Unidos de la tasa post-crisis financiera de 2 a por lo menos 3 por ciento.

En términos históricos, alcanzar ese nivel de crecimiento no es imposible. El crecimiento real (descontando la inflación) del PIB rebasó el 3 por ciento en 2005-2006 y alcanzó el 4 por ciento en el periodo 1997-2000. En cada uno de los últimos dos trimestres la economía ha crecido a una tasa anualizada de 3 por ciento. La cuestión es si ese ritmo de crecimiento puede sostenerse.

A pesar del bajo desempleo (4,1 por ciento en diciembre) la economía estadounidense no está en un nivel de pleno empleo, ni se encuentra constreñida por el lado de la oferta de trabajo, como algunos han argumentado. La razón empleo-población se ha incrementado de 58 por ciento, su nivel más bajo después de la crisis, a un nivel ligeramente superior al 60 por ciento, pero todavía se encuentra tres puntos porcentuales por debajo del nivel de 2007 y cinco puntos por debajo de su punto más alto en 2000. Aunque muchos trabajadores se retiraron durante o después de la recesión post-crisis, algunos podrían ser atraídos nuevamente para trabajar a cambio de un salario. Y aunque la inmigración neta se ha ralentizado, podría recuperar fuerza si se necesitaran más trabajadores.

Debido a que la inversión en infraestructura y el proteccionismo duro han sido (aparentemente) retirados del orden del día, la estrategia de crecimiento propuesta por Trump y los republicanos en el congreso ahora se reduce a la reforma fiscal promulgada precipitadamente en diciembre. Esa reforma despliega una importante reducción en la tasa de impuestos para las empresas y en materia de depreciación acelerada para las inversiones en capital y podría tener dos efectos distintos: un efecto de política fiscal sobre la demanda agregada y un efecto por el lado de la oferta sobre la capacidad productiva de la economía.

Durante los primeros cuatro años en la vida de esta reforma fiscal, cuando los efectos netos de las reducciones de impuestos serán iguales a aproximadamente el 0,9 por ciento del PIB anual, el efecto de estímulo dependerá de la proporción del ingreso privado que sea gastado cada año y del multiplicador fiscal aplicado a ese gasto. Suponiendo (con generosidad) que el 60 por ciento del ingreso privado adicional sea gastado cada año, y que el multiplicador fiscal sea 1,5, el recorte fiscal añadiría inicialmente casi un punto porcentual a la tasa de crecimiento del PIB. Pero ese efecto sería por una sola vez. El PIB anual aumentaría por una sola vez, pero la tasa de crecimiento de largo plazo no se vería afectada.

Es más, si el sacrificio fiscal es compensado con recortes al sistema de salud Medicare y a los apoyos que proporciona el Seguro Social, o con reducciones al gasto realizado por los estados o los gobiernos locales, el paquete fiscal tendrá un efecto fiscal neto menor porque reduciría las compras privadas y del sector público de bienes y servicios. Sin embargo, con el supuesto adicional (también generoso) de que la Reserva federal no responda, la reducción de impuestos podría mantener la tasa de crecimiento real por encima del 3 por ciento durante 2018, y quizás a lo largo de 2019.

La cuestión del crecimiento

Para determinar si la nueva ley fiscal tendrá un efecto acumulado sobre la tasa de crecimiento de largo plazo, debemos revisar el debate (publicado en Project Syndicate) entre Robert J. Barro y sus colegas de Harvard, JasonFurman y Lawrence H. Summers. En la primera parte del debate, Barro utilizó un modelo neoclásico de crecimiento y concluyó que la ley fiscal aumentaría la tasa de crecimiento en un 0,3 por ciento anual, lo que implicaría un incremento de 2,8 por ciento del PIB per capita  para los próximos diez años.

En su respuesta, Furman y Summers aceptaron el modelo de crecimiento utilizado por Barro, pero criticaron la forma en que fue aplicado. Su estrategia circunscribe el campo de batalla. Después de hacer varias correcciones a los supuestos introducidos por Barro sobre la ley fiscal, utilizaron su propio modelo para demostrar que su cálculo estaba errado por "un orden de magnitud". Lo que era un efecto modesto se convirtió en algo esencialmente despreciable.

Pero Furman y Summers dejan los supuestos teóricos medulares de Barro intactos. De este modo, destruyen su aseveración de que la reducción de impuestos tendría un efecto significativo sobre el crecimiento de largo plazo, pero aceptan el que un plan con aún mayores beneficios para las ganancias de las empresas y aún mayores ventajas para las inversiones en bienes de capital podría alcanzar mejores resultados. Desde mi punto de vista, esta inferencia es falsa y podría inducir al error a los hacedores de política económica en un debate futuro sobre la legislación fiscal.

Para entender por qué esto podría suceder, debemos primero considerar el modelo de Barro, modelo cuya utilización él mismo insiste que es consistente con la práctica común de los economistas. A lo todo lo largo de su análisis, lo que Barro dice al usar su modelo es "No me molesten con nimiedades sobre la teoría económica". Y en su conclusión, Barro sostiene que el paquete fiscal añadirá otros 10 billones (castellanos) al acervo de capital de Estados Unidos, que en la actualidad tiene un valor aproximado de 50 billones.

Después de hacer un pequeño ajuste a la baja, Barro concluye que este incremento en el acervo de capital impulsaría el crecimiento de largo plazo del PIB por un 7 por ciento, o el equivalente a 1,2 billones de dólares (de 2009). Esto significa que él espera que el recorte fiscal neto sería de 1,5 billones para los siguientes diez años (de los cuales las empresas sólo recibirían 644 mil millones de dólares), lo que implica que cada dólar de incentivo fiscal se traduciría en (aproximadamente) seis dólares de incremento en el acervo de capital y 80 centavos por dólar en el producto real al final de catorce años.

Todo esto sería un milagro como el de los peces y los panes. Obviamente, los números de Barro son descabellados y Furman y Summers tienen razón al cuestionarlos. Sin embargo, estos autores todavía describen el modelo subyacente de Barro como "sensato". Quizás están siguiendo al pie de la letra el código de buenas maneras de Cambridge que les impide llamar a las cosas por su nombre verdadero.

Falacias neoclásicas

El modelo de Barro supone que la reducción de impuestos a las corporaciones, al aumentar la productividad después de impuestos para el acervo de capital, sirve para inducir a las empresas a crear más capital hasta que el producto marginal (unidades de producto por unidades de insumos) regrese a su nivel de equilibrio de largo plazo, determinado por las tasas de descuento y depreciación. Si el trabajo está en empleo pleno, el incremento del capital aumentará el producto total. Y, entre tanto, la parte del producto total que corresponde al capital también crecerá mientras que la parte que corresponde a los salarios declinará porque la inversión inicial en capital debe ser pagada con los recortes a los salarios, mayores impuestos sobre el trabajo, recortes en el gasto de programas sociales, o a través de endeudamiento y nuevos costos de intereses y pagos al principal en el futuro. Después de todo, en la economía neoclásica nada surge de la nada.

El primer problema con el modelo de Barro es que no existe ninguna buena razón para suponer que las mayores ganancias después de impuestos van a generar inversiones en métodos de producción más intensivos en capital. Barro confunde la rentabilidad después de impuestos de la actividad existente con la rentabilidad futura de las nuevas inversiones. Furman y Summers entienden esto y es por eso que prefieren mayores incentivos bajo esquemas de depreciación acelerada para inversiones en capital y una menor reducción en los impuestos a las empresas.

Pero Barro añade más confusión con su tratamiento de la rentabilidad esperada sobre nuevas inversiones y el coeficiente capital/trabajo resultante. Su modelo considera al capital como algo homogéneo y sólo hace una distinción entre estructuras (como los edificios de las fábricas) y el equipo (maquinaria). Pero el hecho es que las empresas toman decisiones sobre inversión tomando en cuenta no sólo las ganancias futuras, sino también el estado de la tecnología al momento de invertir.

Normalmente, las nuevas tecnologías determinan la combinación correcta de construcciones, equipo y trabajo. Y como las tecnologías digitales tienden a ahorrar tanto capital como trabajo, un menor precio relativo de los bienes de capital no necesariamente conduce a un uso mayor de capital en términos relativos. Si el precio de las construcciones y los bienes de capital como las computadoras o las pantallas que responden al toque de un dedo se reducen mientras que los salarios permanecen constantes, la actividad resultante de las empresas aparecería como más intensiva en trabajo de lo que era anteriormente. De hecho, esto paree describir correctamente muchas operaciones de negocios en la actualidad. La baja proporción de la inversión en el PIB es un reflejo del bajo costo relativo de la nueva maquinaria electrónica. Esto ha trasladado el peso para sostener el crecimiento hacia el consumo.

Es una falacia de la teoría neoclásica el pensar que las empresas pueden simplemente reemplazar trabajo con nuevas construcciones para incrementar el coeficiente capital/trabajo y así alcanzar sus objetivos de producción al costo deseado. El punto de construir estructuras no residenciales (sean hospitales, fábricas o una gran tienda) es llenarlas con trabajadores y máquinas. Si las empresas aprovechan las medidas de mayor generosidad en materia de depreciación acelerada para construir o adquirir estructuras adicionales sin las máquinas y los trabajadores, entonces no estarán aumentando ni su producto ni su productividad. Simplemente estarán ocupando más espacio.

Además, como el equipo electrónico nuevo es físicamente compacto y tiende a desplazar trabajo de oficina y administrativo, las estructuras o construcciones para las empresas son ahora menos necesarias que en las épocas doradas de la industria automotriz, o de los bancos y las aseguradoras. Y como mucho del equipo nuevo es importado, el multiplicador de muchas inversiones no se dejará sentir en Estados Unidos sino en los países que producen esos bienes de capital. Ninguna ley fiscal va a cambiar este estado de cosas.

Por lo tanto, aún cuando se lleven a cabo las nuevas inversiones, lo más probable es que no contribuyan a aumentar el coeficiente capital/trabajo o la tasa real de crecimiento. Y a pesar de que Barro, Furman y Summers quieran argumentar que el nuevo equipo de capital es "mejor" y que por lo tanto eso significa "mayor" capital, eso no altera el hecho de que el costo efectivo del equipo y la parte de la inversión en el producto (en términos monetarios) puedan estar reduciéndose.

El regreso a la realidad

Es evidente que el modelo de Barro (y no solamente la forma que él tiene de usarlo) es absurdo. Una mejor alternativa sería enfocarse más sobre la economía política y el comportamiento de las empresas. Tal análisis rinde resultados que son menos absolutos en lo que concierne a la certidumbre, y eso es algo positivo.

En el mundo real, las empresas invierten por dos razones: expandir la producción o reducir costos. La primera razón requiere confianza en el crecimiento de las ventas futuras. Puede esperarse que la nueva ley fiscal pueda aumentar las ventas en el corto plazo debido a que tendría un efecto que por cierto será de una sola vez únicamente. Y sin embargo, al mismo tiempo esa reforma fiscal arremete contra el poder de compra de la clase media al poner un tope sobre las deducciones de pagos de intereses por hipotecas y por los impuestos locales y estatales. Eso resultará en una menor demanda por parte de los consumidores y un menor gasto en servicios públicos. En lugar de crear un clima favorable al consumo privado y la inversión, la redistribución regresiva del ingreso y la riqueza que entraña esta reforma fiscal deprimirá el gasto, independientemente de si las empresas sean autorizadas a retener una proporción mayor de su flujo de efectivo.

Queda por ver cuáles serán los efectos de los ajustes en la política monetaria y la respuesta de la Reserva federal frente a la nueva ley fiscal. En el pasado se han presentado ocasiones cuando un aumento en la tasa de interés ha sentado las bases de un crecimiento del sector privado, como por ejemplo en 1994, cuando la política de la Reserva federal indujo a los bancos a salir del ámbito de los instrumentos de renta fija para incrementar el volumen de préstamos comerciales e industriales. Pero en ese tiempo la revolución tecnológica apenas asomaba en el horizonte y los bancos necesitaban ese empujón para reducir su dependencia de una curva de retornos muy pronunciada. Ese patrón no se repetirá hoy.

Si la Reserva federal decide aumentar rápidamente la tasa de interés, el valor del dólar se fortalecerá y los bienes de capital importados serán todavía más atractivos que los producidos localmente y eso frenará el crecimiento. Además, algunos analistas están preocupados por las perspectivas de una crisis en el resto del mundo, lo que detonaría una fuga de capitales hacia activos más seguros, como los bonos del Tesoro, lo que fortalecería todavía más el valor del dólar. Si eso conduce a otra crisis financiera, la debilidad de muchos bancos sería evidente y el período de crecimiento se terminaría. El modelo de Barro ignora por completo todo lo relativo al riesgo financiero. Pero las empresas que están siendo incentivadas para realizar nuevas inversiones ciertamente sí lo toman en cuenta.

Oligarcas, quédense tranquilos

Existen dos posibilidades para los meses y años que vienen. Primero, la reforma puede generar un aumento de flujos de caja (después de impuestos) que será desviado hacia la compensación de los ejecutivos, recompra de acciones y adquisición de bienes raíces. En este escenario, la oligarquía estadounidense podría crecer y diversificarse, y su nivel de gasto podría proporcionar un modesto impulso al crecimiento de corto plazo del PIB. Pero aeso le seguiríainevitablementeunaexplosión.

La otra posibilidad es que las empresas, habiendo obtenido un trato fiscal más favorable, procedan a reducir sus inversiones. Los ejecutivos no ignoran que una ralentización general de la actividad económica tendría lugar después del impacto inicial de la reforma fiscal debido a los recortes en el gasto de gobiernos locales y estatales. En este escenario se aplica la sentencia del economista polaco MichalKalecki: los capitalistas reciben lo que gastan. Las ganancias después de impuestos no aumentarán mucho y los oligarcas estadounidenses seguirán estando gordos y contentos mientras trabajan menos. El costo será cargado a la clase media con sus hipotecas y casas que ahora querrían vender y, como siempre, a los pobres que sufrirán mayores impuestos, recortes en el gasto social y mayor desempleo. Y ¿por qué habría de esperarse un resultado distinto? Después de todo, éste no es solamente el plan fiscal de Trump. Es lo que la clase que siempre ha respaldado con dinero a los republicanos siempre ha deseado.

(*) James K. Galbraith es profesor de gobierno y relaciones empresariales en la Escuela Lyndon B. Johnson de Asuntos Públicos de la Universidad de Texas en Austin. Presidente de la AssociationforEvolutionaryEconomics, sus últimos libros son "Inequality and Instability", una soberbia investigación empírica y teórica sobre el capitalismo de nuestros días, y "TheEnd of Normal".

Fuente: https://www.socialeurope.eu/trumps-tax-cut-really-means-us-economy

Traducción: Alejandro Nadal