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Una intensidad crítica de excepción

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Por Matías Serra Bradford

Conversación con Beatriz Sarlo, una de las intelectuales más destacadas del último medio siglo argentino.

Si el año pasado el Premio Ñ a la Trayectoria Cultural fue concedido a un maestro en el estudio de las imágenes, José Emilio Burucúa, en 2017 la distinguida es una maestra en los usos e interpretaciones de la letra escrita. Beatriz Sarlo sucede también a Griselda Gambaro -la primera en recibirlo, en 2003-, Clorindo Testa, Sara Facio y Nicolás García Uriburu, entre otros. No importa qué terreno o arte toque, discuta a Barthes o Godard, política nacional o Manuel Puig y Hollywood, Sarlo hace pasar todo por el ojo de la aguja del lenguaje. Allí están sus libros para ratificarlo, de Una modernidad periférica a Escritos sobre literatura argentina, La ciudad vista -sus columnas en Viva-, Viajes y Zona Saer.

En la que fuera la redacción de Punto de Vista, un departamento de la calle Talcahuano, en compañía de cuadros de Juan Pablo Renzi y Eduardo Stupía -"y mi Malévich", agrega en broma, señalando un rectángulo de madera blanca, de marco blanco, rescatado en una feria-, a su espalda está su coto de caza: cientos de libros de literatura argentina. En la página y en persona, con una voz límpida y afilada como un cristal, Sarlo transmite una fortaleza inquebrantable, acaso la misma que han podido apreciar o temer sus alumnos de la UBA, de Berkeley y Cambridge, y sus rivales en teoría o política.

La autora de La batalla de las ideas -el título que mejor habla por ella- jamás se dejó ubicar fácilmente, y le cabe lo que apuntó en una ocasión: "Como vanguardista y buen visteador criollo, Borges nunca está por completo allí donde se cree encontrarlo". Y sus intervenciones políticas la acercan a lo que la propia Sarlo comentó sobre Sarmiento: "Sabe que en esta relación única, privilegiada, inescapable con lo escrito está su fuerza pero también una señal clara de su distancia con el poder". No por nada una característica que Sarlo ha destacado de las vanguardias es su "vocación de antagonismo". La suya es una posición invariablemente crítica (no necesariamente negativa), más allá del asunto entre manos.

Si bien hoy se ha replegado de la escena pública -en la que tuvo intervenciones difíciles de olvidar-, ese repliegue parece un antónimo de retiro. Sigue trabajando lealmente en aquello que valora como ninguna otra cosa y que son las dos caras de una misma moneda, antigua pero siempre en circulación, de curso legal y a menudo letal: leer y escribir.

-Mirando atrás, ¿en qué momento y con quién se te presentó un modelo a seguir?

-Me parece que para gente que tiene mi edad, es decir que vivió el golpe de 1966, es difícil establecer la idea de la continuidad de un modelo a seguir. Escribí mi tesis de licenciatura en 1965 y en el 66 viene el golpe. Me dan el título y quedo fuera de la universidad. Trabajaba en ese momento en Eudeba; Boris Spivacow y los que trabajábamos ahí renunciamos. Y dejo una universidad a la que no vuelvo hasta 1984. Había sido profesor mío Jaime Rest, que era el adjunto de Borges. Lo admiraba enormemente pero me parecía un modelo demasiado culto para mí. Sabía que a los 24 años ya se me había pasado el tiempo para construir semejante cultura.

Amistad en librería Gandhi. B.S. Ricardo Piglia, Juan José Saer, Carlos Dámaso Martínez, Hugo Vezzetti, Carlos Altamirano, María Teresa Gramuglio y Beatriz Sarlo.

-¿Y David Viñas?

-Claro, la otra persona que conocí también muy temprano fue Viñas, que conocí en el mundo de las editoriales. Los veía mucho a él y su hermano, Ismael. No sé si fueron mis modelos, eran demasiado para constituirse así. Viñas ya había publicado Literatura argentina y realidad política. Mi vida era demasiado precaria para que yo dijera "voy a tener a estos intelectuales como modelos". Pero tuve la suerte de tenerlos como amigos. Ambos tenían una relación muy igualitaria con cualquiera. Con cualquiera que no los aburriera. Y como reivindicación para ellos hay que decir que no tenían ni un rasgo de machismo. Lo que te transmitía David era que tu trabajo con la literatura y la cultura tenía que tener un valor público y una repercusión pública. Te alejaba del tipo de discurso académico. Si esta pregunta me la hacías en 1980, ahí ya te hubiera respondido que mi mayor modelo fue Tulio HalperínDonghi, la persona más inteligente que conocí en mi vida, cuya escritura es de un interés absoluto.

-Hay nombres ineludibles en tu recorrido: Borges, el filósofo alemán Walter Benjamin, RolandBarthes. Quizá haya otros menos visibles.

-Yuri Tiniánov y Mijaíl Bajtín fueron muy importantes para mí, y le dieron una formación formalista a alguien que nunca dejó de tener algo de análisis sociocultural. Por otra parte, hay que tener en cuenta que me consideré marxista a partir de determinado momento y por tanto la formación estética tenía que hacerla siguiendo los pasos de las estéticas marxistas. El filósofo Theodor Adorno no estaba de moda como lo está hoy, así que lo primero que uno leía si seguía los pasos de la estética marxista era György Lukács. Toda una generación leyó el artículo de Lukács "Kafka o Thomas Mann", y se salteó a Mann para afirmar a Kafka. Ese fue mi caso. Me di cuenta muy tarde de que Mann era un novelista extraordinario. Llegué a Doctor Fausto y La montaña mágica en los 90.

-¿Te importa llegar tarde a ciertos autores? ¿Le adjudicás algún valor a llegar temprano a ciertas lecturas?

-No, no le adjudico ningún valor. Lo que sí quisiera mantener como una de las cosas que uno ha logrado en su vida intelectual es haber traído a algunos escritores que no se leían en la Argentina. Fue Punto de Vista la que puso a Pierre Bourdieu en Argentina. Lo mismo cuando trajimos la estética de la recepción de Hans Robert Jauss y compañía. Punto de Vista hizo una serie de exploraciones en teoría literaria y en sociología de la cultura, que es casi de lo único de lo que siento orgullo. En verdad, de lo único que siento orgullo en mi vida es de haber hecho Punto de Vista; todo lo demás me parece secundario. Esos 90 números de una revista independiente, completamente autofinanciada y hecha por un grupo de intelectuales brillantes. Ese es mi eje. Si tengo que sintetizar mi biografía es eso. Yo la dirigía pero todo lo que hice y soy es producto de esa revista.

-Punto de Vista se plantó firmemente a favor de autores como Juan José Saer, un escritor de clara pulsión literaria, no comprometido en términos partidarios. Es interesante que una revista que pensaba y discutía la política, estéticamente se identificara con Saer.

-Ahí hay que ver cómo son las historias de las lecturas. La crítica María Teresa Gramuglio y Altamirano hacen reseñas muy tempranas de las primeras obras de Saer en la revista Los Libros y en una revista del Partido Comunista. La idea de que la gente de izquierda no podía ser receptiva a esa literatura tendría que ser revisada... Por otra parte, hasta hoy conservo la tensión, y a veces el conflicto, como intelectual, entre una preocupación de izquierda -me considero una intelectual de izquierda- y un muy fuerte entendimiento con las vanguardias. Ambas cosas hoy pueden parecer arcaicas. Tuve la suerte de trabajar hacia el 64-65 en un programa de radio del Instituto Di Tella que me daba libre acceso al Di Tella y yo ahí era invisible -las personas que no son conocidas son invisibles-. Deambulaba por el Di Tella como si fuera la cocina de mi casa. Entraba al laboratorio de música experimental de Francisco Kröpfl o hablaba con el ingeniero de sonido Reichenbach. Mi relación con el mundo de las vanguardias fue muy temprana y eso se mantuvo siempre, en convivencia y en tensión con el mundo político.

-Has sido profesora, crítica, ensayista. Más hacia acá fuiste autora de una autobiografía en viaje, libretista y letrista, en el reciente ciclo de canciones "Cien años", sobre la Revolución rusa. ¿Te pensás más como escritora o como intelectual?

-Depende de los períodos. Para empezar, mis períodos son cortos, a diferencia de otras trayectorias literarias o intelectuales. Cuando me di cuenta de que había pasado 19 años en la universidad, me dije "de acá me tengo que ir. Adónde sea". Mis temporalidades son cortas incluso cuando hago periodismo. Hay etapas en las que me siento muy bien en un medio y de pronto algo sucede y paso a otro o a ninguno. Nunca hubo algo deliberado en el diseño de mi vida. Ahora, en cuanto a cómo me pienso a mí misma, sé que nunca escribí "quickies", ninguno de mis libros es un libro escrito rápido, para la coyuntura. Los míos pueden ser libros malos, buenos, pero nunca escritos para la coyuntura. Me gustaría considerarme como escritora, cuyas intervenciones son intelectuales, en el sentido en que con aquello que sabe hacer mejor, no digo bien, trata de leer fenómenos que no pertenecen a su campo. Quizá lo que sé hacer mejor es cierta lectura en profundidad o vertical de los textos literarios, y trato de aplicar ese tipo de lectura a fenómenos que son socioculturales o sociopolíticos.

-O aplicar la matriz de la lectura a la ciudad.

-Exacto. Eso lo dice CliffordGeertz en uno de sus ensayos, no es un descubrimiento mío. Uno aplica modalidades de lectura a ciertos discursos o configuraciones. Yo, por supuesto, estoy sensibilizada a la lectura de origen literario, esa fue mi formación de origen.

-¿Percibís que cambian tu metodología y tu mirada según el género que trabajás?

-Cambia el objeto. Por ejemplo, La ciudad vista sale de cuatro, casi cinco años de mis columnas semanales en la revista Viva, que fueron despreciadas por muchos intelectuales. Esto me gusta mucho subrayarlo. ¿Qué hace Sarloescribiendo en Viva?, decía gente que posiblemente no pueda escribir bien una carta. Lo cierto es que esa columna me daba la legitimidad de estar vagando por Buenos Aires de manera ininterrumpida. Esa especie de vagancia -no hay flâneur en una ciudad como Buenos Aires- empezó a producir el objeto. En un punto, soy una escritora profesional, en el sentido en que son las formas en las cuales me gano la vida las que definen cuáles son los rumbos. Excepto en un libro como Viajes, que nadie pedía ni nadie esperaba.

-El lugar del intelectual público se fue replegando. Estuviste dispuesta a correr el riesgo, digámoslo así, de ponerte en una posición en la que el intelectual sólo se vuelve interesante para el resto si habla de la coyuntura.

-Es un riesgo y es también una trama de malentendidos. Al intelectual la política lo mete en una trama de malentendidos inevitable. Y se comprueba que lo que uno escribe sobre papel y luego sale en la Web no es la imagen que se tiene de uno en la calle. Con lo cual tendríamos que concluir: qué pocos somos los que leemos 7 mil u 8 mil caracteres con espacios sobre papel. Después están los malentendidos típicamente argentinos. Es decir, como fui profundamente antikirchnerista, los macristas me reprochan que no sea macrista. Al mismo tiempo, tengo la convicción de que las redes sociales son como el primer hijo de una familia, porque cuando nacen otros hijos los padres se dan cuenta de que no todo ruido que hace un niño es la invención de un nuevo lenguaje. Dicho de otro modo, las redes no mejoran el tono de la política.

-A propósito, en general en los políticos se da un uso bastante o muy irresponsable del lenguaje. Como si creyeran que la lengua posee una cualidad inimputable, que se puede decir una cosa y al otro día asegurar que se había dicho lo contrario. ¿Esto te desanima a intervenir, o te impulsa a tratar de defender, por decirlo así, un valor de verdad del lenguaje?

-En estos dos últimos años traté de defender el valor de verdad que tiene el lenguaje, pero cuando vi que se banalizaba una de las grandes palabras que tiene el constitucionalismo moderno, que es la palabra felicidad, que está en la constitución estadounidense, y que inspiró a la constitución argentina, y lo hicieron siguiendo las directivas de un letrista de canciones, no de un filósofo político, intervine tratando de reconstruir la historia de esa palabra que marca los últimos dos siglos. Ahí, preguntándome si tenía sentido salir a hacer este tipo de aclaraciones, es que uno pierde la fe en cierto tipo de intervenciones.

-Podría decirse que lograste seducir a los medios, de 678 a Fantino, pero me pregunto si no sentís una deuda para con vos misma al no haberte podido proyectar de un modo más directo sobre la política. Pienso en tus conversaciones con la Alianza, con Graciela Fernández Meijide y Margarita Stolbizer.

-Las conversaciones en el Frepaso de Chacho Alvarez, Auyero y Fernández Meijide fueron muy intensas, y hubo momentos de gran entusiasmo. Pero cuando se firmó la Alianza me fui. Y ahí quedé huérfana, hasta que tuve una relación de mucho respeto con Margarita. Pero no debo ser muy eficaz en la política o debo ser una huérfana de la política, o aquello que busco imprimirle a la política, la política argentina no puede recibirlo. Tiendo a pensar más bien que no debo estar muy dotada para la política.

-Has escrito sobre el peronismo numerosas veces y desde diversos ángulos. ¿Se podría decir que el peronismo buscó deliberadamente volverse indescifrable, como cuando James Joyce decía que iba a tener ocupados a los críticos durante cien años?

-Los políticos y los intelectuales peronistas tienen un refugio retórico muy consolidado, que es decir "las cosas son siempre más complicadas". Es como un reflejo que tienen. Pero su supervivencia tiene que ver con que no hubo otras alternativas que duraran. ¿Qué hubiera sucedido si Frondizi o Illia hubieran durado más de tres años? Ahí tenemos que volver al tema de las interrupciones.

-En tus vidas paralelas, la literaria y la pública, en literatura fuiste claramente fiel a un puñado de nombres. ¿Sentís que en política te autorizaste a más virajes, a más arrepentimientos?

-Hice todos los virajes. Las elecciones políticas nunca se toman en soledad. En cambio, a la elección literaria uno la toma en soledad, y puede equivocarse o no en soledad. Y yo debo haber carecido de cualidades políticas. Saber hablar no es tener una cualidad política.