bitacora
ESPACIO PARA PUBLICIDAD
 
 

PATRIMONIO (Quinta parte)

Voces indígenas incorporadas al habla de los uruguayos

imagen

Por Daniel Vidart (*)

Debo dar término a esta exposición con un recuento de las voces que las lenguas indígenas del área rioplatense y aún las sudamericanas y caribeñas han incorporado al habla cotidiana de los uruguayos. Dividiré este capítulo en tres partes.

En la primera voy a ofrecer una sumaria noticia acerca de las tribus que, antes y después del arribo de los invasores europeos, en un ir y venir constante, se aposentaban y abandonaban nuestro actual territorio, o partes de él , según sus necesidades de subsistencia, sus conflictos interétnicos y sus choques o alianzas con los españoles, portugueses y padres misioneros de las Reducciones. Dichas Reducciones que no solamente fueron las guaraníticas –las franciscanas, situadas en las bocas del rio Negro son las primeras y desaparecen prontamente- , aunque aquellas, que duraron casi dos siglos (1605-1767- tuvieron fundamental gravitación económica y política en el Río de la Plata. Hubo un verdadero Imperio jesuítico, cuyos pro y contra han dado un copioso alimento a los historiadores y apologistas desde el momento de su disolución por la Real Pragmática de Carlos III, el monarca español que reinó en la época de la Ilustración o el Iluminismo, como se ha llamado al “Siglo de las Luces” europeo , en el que reinaba la Diosa Razón.


En la segunda voy a referirme a los documentos en los que cronistas avezados o simples testigos recogieron datos dispersos e incompletos de las lenguas o palabras sueltas correspondientes a los idiomas hablados por los guaraníes, charrúas, chanás y minuanes.

Y en la tercera ofreceré un breve nomenclátor de los términos de los hijos de la tierra – me refiero a los de la región rioplatense- incorporados por españoles y criollos a los pobres vocabularios que, escritos en el siglo XIX, guardan una raquítica lexicografía indígena. Los oídos extraños mal escuchaban lo dicho por boca de las parcialidades indígenas y los torpes o doctos amanuenses peor las escribían. De ahí que las traducciones de muchas palabras sean disímiles, dadas sus distintas grafías e interpretaciones, sin que pueda considerarse correcta la versión que en verdad correspondía a la cosa, persona, cualidad o hecho nombrados.

Un reiterado error escolar, fosilizado en mapas estáticos, ubicaba a los charrúas en la casi totalidad del territorio del país, situaba a los chanás en la desembocadura e islas del río Negro, a los yaros en ambas orillas del río Uruguay , a los bohanes en los alrededores del Salto Grande, a los arachanes- cuya existencia nunca fue comprobada como tal- en el este, desde Cerro Largo hacia el sur, y a los guenoas, guinuanes, martidanes o minuanes, que todos estos nombres se los endilgaron a una sola tribu ubicada en la Mesopotamia argentina, con algunos grupos nomadizando entre el sur del Brasil y algunos fragosos rincones de nuestro actual territorio, al norte del río Negro.

Hoy la arqueología y la etnohistoria han echado abajo este castillo de naipes. Los actuales estudios de Diego Bracco (Guenoas, 1998; Una degollación de charrúas,1999; Charrúas, Guenoas y Guaraníes, 2004); José M. López Mazz y Diego Bracco ( Minuanos, 2010) quienes consultaron documentos hasta ahora no conocidos, han demostrado que los charrúas tenían su centro en Santa Fe, la Mesopotamia argentina, el norte de la provincia de Buenos Aires y una pequeña porción del departamento de Colonia. Todo ello confirmó - para sobresalto y sorpresa de los charruófilos- que, en comparación con los tan alabados y “originarios” charrúas, los minuanes fueron los indígenas predominantes, desde el punto de vista cronológico, territorial y numérico en la Banda Oriental.

Existen irrefutables documentos donde se establece que la ofensiva española de fines del siglo XVII hizo que los contingentes Charrúa originarios de la actual Argentina y desde allí expulsados por la gran purga de indígenas desencadenada luego de la Guerra Guaranítica(174-1756) penetraron en nuestro territorio a fines del siglo XVII y principios del XVIII. Acá chocaron entonces con los españoles, los jesuitas misioneros y… los minuanes. Los charruistas repudian, y yo los acompaño – mi libro El mundo de los Charrúas (l998) así lo confirma - la encerrona y matanza realizadas por Rivera y Lavalle , pero callan este episodio que multiplicó por cinco las bajas del “genocidio” de 1831. Alrededor de cuatrocientos minuanes, aliados con dos mil misioneros armados con “vocas de fuego”, mataron y degollaron en el combate del Yi, acontecido en el 1702, más de quinientos charrúas y los otros quinientos sobrevivientes – la “chusma” compuesta por mujeres y niños- fueron llevados y distribuidos como esclavos en Buenos Aires entre familias pudientes.

Por otra parte, a partir de los trabajos de Eduardo Acosta y Lara (La guerra de los charrúas, 1961) quedó demostrado con fehacientes datos, para desencanto de los que hacen trepar las virtudes de estos guerreros a la cumbre de la excelencia humana y los convierten en dueños de una espiritualidad y una moral superiores a las del “hombre blanco”, que aquellos ínclitos varones hacían prisioneros de toda laya para venderlos como esclavos a los portugueses, con quienes muy bien se entendían, mientras que los minuanes se aliaban o se distanciaban , según las circunstancias y sus intereses, con los españoles y los jesuitas misioneros.

A mayor abundamiento, Bracco demostró además que Montevideo, la incipiente fortaleza- presidio que defendía las casuchas de una endeble aldea, sobrevivió a un inminente y arrollador ataque minuan gracias a los buenos oficios de los enviados españoles, entre los que figuraba el abuelo de Artigas. Mas tarde, a principios del siglo XIX, cuando ya definitivamente los minuanes y charrúas eran extranjeros en su tierra, unieron sus destinos y vendieron caras sus vidas en las batallas de Salsipuedes, Mataojo, Cueva del Tigre y alrededores, allá por el año de 1831.Y no fueron los hombres de Rivera quienes llevaron a cabo la masacre. Sigilosamente convocados y de idéntico modo presentes, a tal punto que apenas si algun historiador lo recuerda, Lavalle y sus guaraníes se encargaron del trabajo sucio: a costa de muchos muertos acabaron con mas de cien guerreros charrúas y minuanes. En esa mortífera faena los guaraníes de la vanguardia cayeron como moscas. Las fuerzas de Rivera, en cambio, sufrieron una sola baja.


Sobre los idiomas indígenas hablados en esta tierra hay muy pocos datos. El Sargento Mayor Benito Silva, que vivió entre los charrúas y llegó a comandarlos, y una china del sargento Arias – ya veremos lo que significa china- proporcionaron al Dr. Teodoro Vilardebó un listado de voces charrúas que no llega al centenar, las que, por otra parte, poco o nada ayudan a reconstruir la estructura gramatical de la lengua. Por su parte el Padre Dámaso Larrañaga escribió un Compendio del idioma de la Nación Chaná, que reúne mas voces que el cuaderno del Dr. Vilardebó, pero nadie, que yo sepa, trata de coser con el hilo de la imaginación conversaciones con los vocablos este idioma muerto y realizar ceremonias rememorativas - pues no se conocen ni nadie se apiada del fin de los chaná-timbú-beguá- de las celebradas por aquellos ceramistas canoeros. Para ello habría que inventarlas, como lo hace la mitomanía y carnavalización de los charruistas, que le faltan el respeto al coraje y dignidad de aquellos guerreros que formaron la guardia de hierro en derredor de Artigas en los duros combates contra los portugueses.

Los antropólogos y las mentes sensatas desaprueban el juglaresco revival de los actuales “integrantes” de la Nación Charrua cuyas pantomimas circenses, orquestadas con tambores murgueros, “guacharacas “al estilo rioplatense y osamentas aporreadas ce celebran vistiendocon quillapíes del “gran poder”, jerigonzas inventadas y burdas imitaciones del desconocido ritual charrúa. Dichas parodias, como antes dije, agravian la memoria de aquellos bravos guerreros nomádicos a los que, nada menos, alguno de sus capitostes los convierten en primigenios “agricultores” escondidos en los bosques nativos que se convirtieron en guerreros luego de la Conquista. Y no solamente hilvanan lo que los actuales representantes de esa mítica Charrulandia miman como congruentes y redivivos discursos, costumbres y cosmovisiones de “sus” antepasados sino que en su propia condición de charruas presentan los niños recién nacidos a la luna ignorando que esta ofrenda a Yacy es un rito de auténtica cepa guaraní. Esos pretendidos charrúas subjetivos de ojos azules o aquellos descendientes de caciques – y de ahí no se bajan, ironizaba Renzo Pi - no solamente repudian a la Academia, morada de la Diosa Razón: también ignoran que los “ojitos de yacaré” y los “pelos chuzos” que aún pueblan el norte del río Negro tienen antepasados misioneros y que los índices de ADN que ostenta el 30% de los pobladores rurales, atribuído exclusivamente a el ancestro charrúa , son las hojas secas de aquel gran arbol guaranítico que prosperó en nuestros campos. Si alguna duda tienen, amables lectores, acerca de lo que afirma este “enemigo de los charrúas” – con tales terminos soy tildado públicamente por los charruófilos- consulten el documentado y más que convincente libro de Susana Rodríguez y Rodolfo González (En busca de los orígenes perdidos. Los guaraníes en la constitución del ser uruguayo, 2010) y verán que me he quedado corto en este valpuleo a la ignorancia. la simulación y la mentira.

¿Cuántas voces en charrúa o minuán-guenoa guarda la memoria de la gente de tierra adentro l o se han incorporado a nuestro idioma hablado o escrito?; ¿cuántos accidentes geográficos, salvo media docena (Betete, Casupá, Carapé, Marmarajá, Bequeló, Mahum , o sea asperezas de Mahoma) y algunos dos o tres mas de dudoso origen, ostentan nombres minuanes o charrúas?.

No es el momento oportuno para repetir esas pocas voces devoradas por el olvido que sobreviven en el pomposamente llamado Código Vilardebó o que se reproducen en el tercer tomo de las obras completas del Padre Larrañaga, en el que incorpora una memoria dedicada a un pálido esbozo de la lengua de los mansos chanáes.

Voy si, para finalizar, a proporcionar listas incompletas de las voces indígenas que sobreviven en nuestro idioma. Descarto las de los accidentes geográficos, fauna y flora, tan abundantes, de origen guaraní. Los guaraníes siempre estuvieron presentes en nuestro actual territorio. Eran muy pocos en el momento de la conquista. Su concentración mayor se hallaba en la tierra de los chandules, en el Delta del Paraná. Restos de su hermosa alfarería han aparecido en las cercanías del rio Santa Lucía. La cerámica de los tapes corona las capas arqueológicas de los Cerritos de los Indios, probablemente levantados hace miles de años por los láguidos- los despreciados tapuya- que provenían de los sambaquies de la costa brasileña. Es en el período histórico que la presencia guaraní se acrecienta y hacia fines del siglo XVIll cubren casi totalmente el norte del río Negro, particularmente Tacuarembó y Paysandú. (En Paysandú, tierra de valientes, nací yo y desciendo, por parte de mi abuela paterna, de una india misionera que tuvo una hija con Artigas). Año tras año llegaban por cientos los arrieros, denominados camiluchos, guiados por los padres jesuitas a la Vaquería del Mar, situada al norte de Maldonado, para arrear vacunos hacia Yapeyú y la Estancia de los Pinares. De continuo hombres y mujeres “reducidos”, hartos de la rigidez teológica, política y económica impuestas en aquellas laboriosas colmenas, se desgajaban de la teocracia que imperaba en las Misiones y, escapando de los trabajos fatigantes impuestos por los padres, tal cual narra Anglés y Gortari (Los Jesuita en el Paraguay, 1769), que contó hasta 30 negros esclavos al servicio de cada soldado de Cristo, se refugiaban en las tolderías de los charrúas y minuanes, con quienes se mestizaron. Miles de aquellos tapes levantaron las murallas de Montevideo y dieron vida a otros centros poblados en la era colonial, como en los casos de Paysandú y San Carlos. Combatieron, en varias ocasiones, bajo el mando de los españoles, contra los portugueses que habían fundado Colonia. Ello sucedió en los sucesivos sitios que sufrió ese enclave fundado por marranos, o sea judíos conversos, y criptojudíos que desembarcaron en el 1680 al mando del tambien marrano – el apellido lo dice todo- Manuel de Lobo. Miles de guaraníes pelearon junto con Artigas, comandados por Andresito, Sití y otros jefes. Pero antes, hacia el 1767, cuando el rey Carlos III desmanteló las Misiones, emigraron, según el testimonio del padre Nussdorffer, 15 000 guaraníes a la Banda Oriental y otros tantos a la Mesopotamia argentina. Tienen, numérica y culturalmente, mucho más influencia que los charrúas en el poblamiento y fisonomía étnica del país rural. Buenos agricultores, también manejan racionalmente el ganado de las estancias, poseen oficios, son músicos, escultores y fabricantes de barcos, están cristianizados y eurotecnificados por los integrantes de la Compañía de Jesús, y, sobre todo, tratan de mimetizarse con la gente de los nuevos pagos cambiando sus nombres, españolizándolos, mezclándose con los criollos.

Este país debe mucho mas a los guaraníes que a todas las tribus nomádicas juntas, incluyendo los canoeros y ceramistas chaná- beguá. En el lenguaje de tierra adentro subsisten palabras guaraníes por todos conocidas. No voy a referirme, pues, a las denominaciones de los ríos, cerros, sierras y cuchillas( Arapey, Queguay, Aceguá, Tacuarembó, Daymán, Yacaré-Cururú, Yi, Batoví, etc.), asi como a las de la abundante flora autóctona (sarandí, ñandubay, timbó, ñapindá, viraró, etc.) y los bichos de monte, pradera o agua : guazubirá, ñacurutú, caburé, ñandú, mangangá, patí, surubí, biguá, saguaipé, etc.).

Pero hay voces de origen muy lejano, hijas del quechua, que ni siquiera se sospecha su lugar de origen. En efecto, desde el Alto Perú los carreteros no traían y llevaban solamente mercaderías de ida y vuelta: arrearon tambien decenas de voces altiplánicas, más abundantes aún que las subsistentes del charrúa. Va una lista muy incompleta :queresa, pisingallo, marlo, molle, choclo, lechiguana, locro, quincho, guano, guayaca, garúa, guampa, guacho, guanaco, guasca, chirlo, frangollo, charque, charango, suncho, ñato, vinchuca, caucho, china ( o sea la servidora, la sirvienta) chuza, chicha, chuño, chúcaro, cuzco, cucha, chala, cholo, puma, chaura, poroto, zapallo, achura, chacra, papa, chasque, y aquí paro, porque la lista sigue y fatiga.

No se detiene aquí la cosa. Llegaron tambien voces del arahuaco, porque, como en el caso del antropolito de Mercedes, una escultura del pretiahuanaco con una depresión en el vientre para quemar paricá, un alucinógeno, los objetos y las palabras caminaban con los nómadas, se aprendían en los parlamentos, se intercambiaban en las entrevistas, se ofrecían en los trueques, se exhibian en los mercados. Del arahuaco antillano los conquistadores cargaron en su mochila lingüística y las difundieron en muchas regiones de Sudamérica las voces sabana (llanura con altos pastos), batata, colibrí, hamaca, tiburón, canoa, carey, maíz, barbacoa, yuca, bohío, tabaco, cacique, iguana y macana, entre otras. En los diccionarios de voces americanas se dice que macana es un palo para golpear, un garrote pequeño, una “maza contundente de los indios”, una especie de azada, una piedra gruesa atada al extremo de un palo, y no abundo en las demás acepciones ( ver Augusto Malaret, Diccionario de Americanismos, 1946) para no fatigar y fastidiar al lector. El Diccionario del Español del Uruguay de nuestra Academia por su parte dice: “Macana (de etimología controvertida).Hecho o situación lamentable…embarrada….embuste de palabra…arma policíaca de disuasión, que consiste en un palo de 50 cm de largo y 4 cm de grosor…” Luego de completar los sentidos de la voz, emparejando la expresión criolla ¡qué macana! con la española ¡“qué crimen”! (sic) se dedica a esclarecer una familia de palabras utilizadas diariamente por los uruguayos: macaneada, macaneador, macaneo, macanudo, si bien esta última no tiene un sentido negativo sino de admiración y aprobación.

Pero ninguna de estas atribuciones acierta con el origen del término. En mis viajes por el Departamento colombiano de Boyacá, visité la población de El Macanal, una bellísima aldea de la vertiente andina. Pregunté el por qué de su nombre, convencido de que las antiguas indiadas allí residentes usaban macanas para dirimir sus querellas. Nada de eso. La madre del borrego es un árbol de recia madera que se llama macana. Y de sus ramas salieron los pesados garrotes y con ellos todo el macaneo lexicográfico posterior. Viajando, preguntando y viendo – el ver es profundo; el mirar, superficial- se aprende más que con los libros.

Y como la ocasión convida les cuento a los lectores que por ese entonces, subiendo a los páramos cubiertos de musgos acuíferos y descendiendo a los guaduales de los valles, yo andaba tras la pista de las siembras experimentales que los •narcos” de aquel país estaban practicando, en busca de escondites para plantar la amapola de donde se extrae la papaverina, el alcaloide de la adormidera que, navegando por los somnolientos ríos del opio y la morfina, desemboca en el maléfico estuario de la heroína.

En lo que sigue, que lo traigo por los pelos al caso porque en eso de las titulaciones de futuros libros me pegaron donde mas duele – es decir, en la vergüenza ajena- contaré brevemente una desventura, ya que no aventura, intelectual. Como ya estarán enterados los lectores de BItacora. el anunciado libro sobre las drogas, en especial el cannabis , la pasta base y el crack, que estoy escribiendo y publicaré a fin de año, se iba a titular La marihuana y otras yerbas. Ya no se llamará así pues acaba de aparecer, oh milagro, otro con idéntico título. Perdonen entonces amigos, si no adelanto el nombre sustituto, que tal vez sea mas expresivo aún que el que voló sin tener alas. El anteriormente propuesto, que ya había sido anunciado en Bitácora y encabezaba mis notas semanales (La marihuana y otras yerbas), fue gentilmente sustraido por un escribidor que se adueñó de la cáscara, pero no del grano. Sin presunción, opino que mi texto, que engorda día tras día, vuela un poco más alto que los gorriones callejeros. Es el fruto de las experiencias de un antropólogo de pies descalzos que experimentó en vivo los efectos de los psicotropos que crean estados alterados de conciencia caminando por las selvas, maniguas, caatingas, páramos y pantanales de esta América, no tan globalizada como se cree. Y agrego, por si queda alguna duda en el espíritu de quien se regodea con la titulación ajena, que el texto en el que actualmente trabajo no es el pasatiempo de un improvisador sino el tercero de los libros por mi escritos sobre el tema de las drogas. Es el fruto de más de 45 años de tuteo con el tema, cuyo estudio a plein air, tal vez guiado por un genio psicopompo, me obligó a viajar por cuatro continentes. En consecuencia, sospecho que será un poco más atractivo, documentado y honesto que el que hoy, con crudo oportunismo, circula por las librerías montevideanas. No hay temas con dueño, por cierto. Pero las reales, si bien notorias prioridades, no solo demandan explícitos juicios de realidad. Los de valor, quiérase o no, vienen por añadidura. Y finalizado el desahogo de una bronca provocada por una ofensa menor, termino ya este paréntesis personal, que se lo debía a mis lectores.

A “La región más transparente” como llamaba Carlos Fuentes a la meseta mexicana en su novela homónima – la frase, pronunciada por Guillermo de Humboldt en 1804 “Viajero, has llegado a la región mas transparente del aire “ fue repetida luego por Alfonso Reyes en su Visión de Anahuac, 1917- se le debe sumar los peladeros de Yucatán donde me entere de una noticia sensacional cuyo informante: hay un codice maya en las cercanías de Mérida, guardado celosamente por una familia que lo pasa, sigilosamente, de generación en generación. Me pidieron guardar el secreto y cumplo con mi palabra. Merece estar en manos de los descendientes de los antiguos mayas , como un tesoro familiar, y no en el Museo Nacional de Antropología de México, que visite muchas veces y conozco a fondo. Desde esa Mesoamérica manoseada por el turismo, y por ello tan poco conocida en estas latitudes, llegan palabras por demás familiares entre nosotros: tomate, chocolate, chicle, petate, petaca, aguacate, hule, jején, tiza, cacao, cacahuete…Y del pampa de los araucanos que fueron exterminados por el General Roca en la “Campaña del Desierto” parece que proviene la palabra vincha. Sentado, allá por las Sierras Bayas, en la piedra que fuera la “silla de Catriel”- un famoso cacique pampa - , evoqué aquella matazón que, junto con la de Jackson en los EE.UU. y la de Rivera-Lavalle en los campos de Paysandú, acabó con el aire libre y la carne gorda de los indios nomádicos de las dos Américas.


Y ahora, para finalizar lo dicho anteriormente con un cabildeo de desatinos, errores e ignorancias voy a referirme al nombre de nuestro país, el Uruguay, una voz guaraní prestidigitada y desvirtuada a mas no poder por etimólogos de postín. Los cronistas y cartógrafos de los siglos XVI y XVII, que mal escucharon y peor entendieron el nombre originario, pronunciado por bocas indígenas, lo escribieron de muy diversas maneras y lo tradujeron al español como les vino al gusto. Vamos a pasar revista a la tripulación de esta nave de los locos.

En el mapa de Sebastián Elcano (1523), limitado a nuestras costas y las del sur del Brasil, aparece el nombre Yruguay. Diego Ribeiro, en su mentado Mapamundi de 1529, incluye el " Rº negro de Uruay”. El analfabeto navegante portugués residente en Galicia, Diego García, el primero que habló de charruases, a quienes también denominó “chaurrucíes” en la famosa Memoria al Rey, dictada en España (1530 o 1531) a un torpe amanuense, luego de sus viaje al rio de la Plata - y de ahí su lastimosa redacción y pésima ortografía-, registra dos distintos toponímicos: Luriay y Uruay. Barlow, el inglés que vino con Gaboto, le llamó Ornay, y el propio Gaboto, en un mapa sucinto dado a luz en 1544, escribió Huruay. Un documento publicado hacia el l970 por nuestro compatriota Rolando Laguardia Trías, cuya fecha se ubica entre 1560 y 1572, registra la voz Huruguay. Hacia 1587 Ortelius, en una célebre carta geográfica lo denomina Urualt y en el mismo año el franciscano Fray Juan de Rivadeneyra lo transforma en Oroy.

El surgimiento de la grafía Uruguay, que ha sobrevivido a este secular desfile de inexactitudes, es consagrado por el arcediano Martín del Barco Centenera, cuyas chambones versadas (Argentina y conquista del Río de la Plata, 1602) denominé en una de mis libros “Ilíada indiana en tono menor”. De idéntico modo escribe dicho toponímico el paraguayo Ruidíaz de Guzmán en su Historia del descubrimiento, conquista y población del Río de la Plata (1612). Pero, a pesar de la coincidencia en el empleo de dicha denominación, cuna genética de la actual y consagrada grafía, el nombre no estaba aún firmemente establecido. En las Cartas Anuas de los padres jesuitas y otros documentos por ellos redactados se vuelve a escribir "Provincia del Uruay"(1613) y se considera, erróneamente, al "Huruay” como “nación copiosísima de gente "(1615). Este variable nomenclátor confirma una vez más el halo de imprecisión que rodea la toponimia indígena incorporada por los exploradores y viajeros de la primera hora en los documentos que utilizamos en nuestros días. Es posible que el término originario no fuera siquiera el de Uruguay, aunque ya no es tiempo para rectificaciones.


Una semejante vaguedad invade también el campo de las etimologías, como se comprobará de inmediato. En mis tiempos de escolar, las maestras y los libros de lectura me habían enseñado que, según el dictamen de los poetas Juan Zorrilla de San Martín y Fernán Silva Valdés, que nada sabían del idioma guaraní, el nombre Uruguay significaba " río de los pájaros " o , mejor aún, lirismo fantasioso mediante, "río de los pájaros pintados". En efecto, es posible que alguno de estos compatriotas conociera la interpretación dada por el naturalista y antroplogo alemán Karl von Martius, el cual opinaba que Uruguay quería decir " río de las aves de diversos colores". Pero esta interpretación, como se verá, sacrificaba a la belleza del calificativo la enigmática sustancia del verdadero nombre. Años después, ya metido de lleno en el gran tema de mi vida cual ha sido el de esta tierra y su gente - y lo que dice al oído la geografía y calla la historia - me interesé en conocer el origen y el significado del nombre de la corriente en cuya orilla sanducera yo había nacido. Averigüé entonces que el urú no era un pájaro sino una especie de gallineta y que algunos investigadores preferían la prosaica traducción de dicho término. Entre ellos figuraban Félix de Azara, que lo convirtió en " río del país del urú " ( urú, gua, ï ); Deletang, que se inclinaba por el admirativo "¡cuántos urúes hay en esta corriente de agua ! "; Borges Fortes, que lo transformó en " río de la gruta del urú"; Faber Halembek quien, al dar un paso más hacia el divino macaneo, lo traducía como " río de los grandes urúes de grito lastimero", y de nuevo Zorrilla de San Martín, no decidido del todo entre pájaro o gallineta, aunque en este último caso aceptaba que fuera una especie de pava de monte con la condición de que el tal avechucho emitiera un canto melodioso...

El ejercicio de la desconfianza – la duda metódica cartesiana- del que no he dejado de ser tributario desde mis lecturas juveniles y mis posteriores andanzas por el ancho mundo, me llevó luego hacia otras inquisiciones y aprendizajes. Ducho ya en el manejo de libros y documentos, hube de enfrentarme con una criolla Torre de Babel, habitada por un conjunto de encontrados pareceres, algunos quizá más acertados que los que revolotean en el jaulón de las aves que acabo de enumerar. Los jesuitas Nicolás Durán Mastrilli y Antonio Ruiz de Montoya, que conocían bien la lengua de los guaraníes reducidos, afirmaron tempranamente, cada uno por su lado, que Uruguay significaba "río de los caracoles" (uruguá, caracol; ï, agua ). Lo acompañaron en este parecer Andrés de Oyárvide, José María Cabrer, Pedro de Angelis, quien no desechaba que pudiera traducirse también como " río de las gallinetas", Arsène Isabelle, quien suponía que, en vez de caracoles, a lo mejor se trataba de las abundantes conchas acumuladas en sus orillas, provenientes de los moluscos bivalvos, y el ingeniero geógrafo José María Reyes, que agregó la interpretación de "río de las vueltas", por los bucles que presenta su curso. Como el idioma guaraní es frondoso en metáforas, la traducción correcta sería, “ río acaracolado" (Vargas Gómez) o " tortuoso como un caracol" (Mantilla).

Ello nos conduce hacia otro grupo de significados, provenientes de las características del caudal: "río de los remolinos" (Xavier de Oliveira) , o del trazado del curso, " rio de las vueltas " (Juan Manuel de la Sota, quien coincide con la interpretación de José María Reyes). No para aquí el devaneo, cuya reiteración encamina a veces a las oscuras provincias del desatino. Aubin habla de un " agua que brota de la cueva", Luckock, de la "gran agua roja ", Rafael Schiaffino, del " río que nunca es negro " (aunque duda entre esta traducción y la que lo convierte en " tierra de los antepasados"). Paúl Groussac no sabe si conviene llamarlo " río de las juntas " - ¿las confluencias? - o " río de la boca".

Buenaventura Caviglia, que escondía como veinte etimologías en la manga, deja caer la traducción de " río que viene desde lejos". Cúneo Vidal se inclina por la de "río de los guaraníes bajos", en tanto que Faber Halembek alterna su anterior preferencia ornitológica con la de "agua horriblemente podrida" o cosa parecida. Hay todavía más: para Borges Forte se trata del " río de la cola de gallo", Bautista C. de Almeida Nogueira lo convierte en el " río principal"(Yruguaï) o " del canal" (Iruguá), confirmando así una antigua variante propuesta por el sabio padre jesuita Ruiz de Montoya : " canal por donde va la madre del río".

Como habrá podido comprobarse hay para todos los gustos y , al cabo, pese a que el erudito Daniel Granada afirmaba que se estaba en lo correcto al traducirlo como "río del caracol" (Urzúa, caracol ; ï ,río. agua), no podemos sostener con total convicción que los guaraníes lo denominaban Uruguay y que la etimología preferida por el citado autor es la correcta. Siempre merodea la duda; siempre persiste aquella persistente ambigüedad que arranca desde el mismo fondo de la historia. Y aquí dejamos el asunto, para no ahogarnos en las aguas revueltas del etimoloqueo.

Quise cerrar –y tambien lo hago ahora- mi larga exposición realizada en el Teatro Solís en el Dia del Patrimonio por encargo de la Academia Uruguaya de la Lengua, trascribiendo unos fragmentos del ensayo que dediqué hace algún tiempo al estudio lexicológico y etimológico de la palabra Uruguay. Mal escuchada, mal escrita, mal traducida por los viajeros y cronistas de la era colonial, la voz que designa a nuestra tierra configura un verdadero intríngulis, una charada entre divertida y grotesca. Pero lo que importa es en lo que, ya sea el espejo de una verdad, ya el disparadero de locas fantasías, hemos convertido a nuestro país, pese a los baches de la historia lejana y la del tercer tercio del siglo XX, un doloroso trecho mojado por la sangre y las lágrimas. De tal modo esta patria y su patrimonio son una insignia, una divisa, un símbolo, una realidad cotidiana, una historia de amor y dolor, un proyecto colectivo, una utopía perpetuamente renovada, un rincón del planeta que concede sentido a nuestras vidas , y tanto, que vale perderlas en la defensa de sus bienes y valores para que los conserven, disfruten y perfeccionen nuestros descendientes. Y ello sin dejar de ser ciudadanos del mundo. Pero con las raíces en nuestros pagos.


(*) Antropólogo, escritor y poeta.