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Sobre la falta de pensamiento que hoy nos acoquina e identifica

Hipermodernidad a la uruguaya, o el eclipse de la inteligencia

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Por Daniel Vidart (*)

Comienzo con un recuerdo del mediano pasado. Tiene que ver con los herederos de aquellos pensadores finiseculares que supieron sacudir la modorra de la siesta postcolonial: Mariátegui, Ingenieros, Rodó, Deustua, Vasconcelos, Henríquez Ureña, Korn, Hostos, Vaz Ferreira, entre muchos otros.

Los sucesores, de vuelo mas corto, no armaron un memorable estrépito en los pasillos de la fama; sus figuras y trayectorias, en general, fueron solamente celebradas en los centros intelectuales de los países de origen.

Las producciones de estos segundones, burlados herederos de viejas grandezas, despojados de los beneficios del mayorazgo intelectual, molieron aplausos puertas adentro, y, en la mayoría de las naciones latinoamericanas, fue más el ruido que las nueces.

En efecto, los méritos librescos y académicos de esta promoción de diadocos no saltaron sobre las fronteras como había sucedido con los tratados y prestigios de sus antecesores. Hubo excepciones, muy pocas por cierto, y estos mirlos blancos volaron, valerosamente, hacia el ancho mundo.

La fauna arrogante y pensante se refugió en las redacciones de los diarios y semanarios, que me animo a llamar iluministas: atrincherados en ellos los francotiradores de la inteligencia hicieron fuego a mansalva.

Paralelamente, algunos bien sabidos, ya que no sabios, aunque elocuentes e inteligibles comunicadores, le abrieron nuevos rumbos a la clásica cultura del café. Eso sucedía en nuestro Montevideo de las ruedas del bar Barruci, por ejemplo, donde entablaban famosos contrapuntos el Paco Espínola y Justino Zavala Muniz, verdaderos combates verbales que yo, sentado en una mesita aparte, junto con Luis Hierro Gambardella, escuchaba con el alma en vilo. Nos habían relegado, por ser chiquilines, a la categoría del Homo alalus - afinar los oídos sin intervenir, sin hablar, sin preguntar- pero por cierto que, entrañables amigos, nos desquitamos luego en interminables coloquios a lo largo de nuestras vidas de hombres hechos y derechos.

El semanario Marcha capitaneado por Carlos Quijano, quien tenía por contramaestre al tierno y nobilísimo Hugo Alfaro, el inolvidable Alfarache - corriá en dupla con el café Sorocabana. Estos dos ciclotrones emblemáticos llegados unos pocos años mas tarde, se convirtieron en providentes aceleradores de partículas mentales, en almácigos de pensamientos, en anaqueles de informaciones, en emporios de ideas, en cabildos abiertos de la pasión y de la razón.

Prosperaban por ese entonces, como caídos de una benéfica piñata, unos irrepetibles savoir être et savoir faire que dinamizaban los desplantes inconformistas de una muchachada en ascuas. Las cabezas, como pedía Pascal, no procuraban estar bien llenas sino bien hechas. Y por cierto que lo estaban.
Dichas virtudes, encarnadas en un auténtico ímpetu creador, disimulado tras en una pose provocativa y una actitud antietnocéntrica, abría las ventanas del pensamiento hacia un mundo colmado de incitaciones que, empero, nos negaba su completitud. Había discontinuidades y silencios; a menudo se escuchaban los ecos pero no las voces; era preciso hilvanar las piezas sueltas para hacerlas audibles e inteligibles. Buenos remendones intelectuales se encargaron de esa tarea.

Desde aquel escenario vernáculo, aunque no provinciano, la mirada intensa y el interés inquisitivo se orientaban tranqueras afuera: mientras en un rincón rioplatense peleaba el hombre borgiano de La Esquina Rosada, en las soledades del Océano el capitán Ahab arponeaba a la satánica Ballena Blanca. Entonces la oralidad y la escritura, polos de una dialéctica poco ostentosa aunque servicial, se cargaban de símbolos felices y meditaciones providentes.

Pero había mucho más: se barría semanalmente la casa con escobas implacables, se levantaban las alfombras para mostrar la mugre bajo ella escondida. Tales ejercicios contestatarios y fortificantes, provocaban discusiones apasionadas entre quienes amaban mas las singladuras de la nave - no la de los locos- que el puerto de la vida chirle donde ancla y sestea el alma colectiva: Navigare necesse est, vivere non est necesse . Tales baños en el río de Heráclito, higiénicas escapatorias a la quietud de Parménides, inauguraron un nuevo estilo de ósmosis empáticas, de diálogos de ágora rediviva, de aperturas a la cosmovisión Otra.

Y eso sucedía, día y noche, en ambientes malsanos y ruidosos, decorados por los pocillos humeantes de las mesas de los cafés que estiraban hasta la madrugada los humos tabacales de las redacciones. No volaba la paloma de la pacífica convivencia entre aquellos empinados maestros y agresivos discípulos, que no se resignaban a ser aprendices. Y menos aún entre los que se proclamaban dueños de los temas y al igual que el venado largaban baba para que no los atacaran las serpientes venenosas de sus colegas y detractores. Con los puchos distraídos y apagados otros eran los fuegos que ardían y humeaban- se discutía interminablemente acerca de las novedades políticas caseras y foráneas, como por entonces decía el misoneísmo terruñero. En las trastiendas de los diarios los periodistas conservadores y radicales estudiaban y se informaban antes de entrar en combate: de tal modo la doxa se transformaba en logos, cuando no en episteme (perdón por esta zambullida en el griego clásico, hoy arrojado a la papelera del olvido). Brahmines defensores del compositor y censores de su contrabando beethoveniano discutían sobre las excelencias y latrocinios de sus cuatro sinfonías. ¡Y con qué ardor! Se cuestionaban con conocimiento de causa en materia filosófica, artística y literaria a los quehaceres y menesteres del diario vivir: desde las crónicas de la vida cotidiana ascendía, por capilaridad, la columna esbelta de la teoría, término éste que vuelvo a la Hélade - significa contemplación, inducción, antesala del conocimiento. Para atenuar el rigor de este ejercicio, el ars jodiendi payaseaba en el circo de las sonrisas: censores implacables dejaban en cueros a las monas vestidas de seda, a los figurones de entre casa, a los industriales de su fama. Cosa normal, al cabo, en una república libertaria de almas atentas, lenguas diligentes y dedos incansables. De estos tres dones han sobrevivido los dos últimos. Pero van por mal camino.

Entre la vegetación arbustiva de meritorias artesanías se levantaban las frecuentes y a veces sorprendentes arquitecturas de un criollismo con vocación transatlántica, por no decir mundial. Año tras año se renovaban los expedientes intelectuales, las originalidades literarias y las novedades artísticas; a grito pelado y mecanografía incendiada los protagonistas de esa Comedia Humana atacaban, en un vaivén de lanzadera, los textos y los pretextos de una compartida intelligentsia consciente de su misión y de su oficio, en general poco presuntuosa pero también, ¡como no!, con pocas pulgas. Tolerancia cero, pues.

La olla de la curiosidad inquisitiva hervía a todo vapor; las ideas circulaban al igual que bumeranes de ida y vuelta, obedientes a la técnica de golpear y retornar a la mano traviesa, o aviesa; no proliferaba, muchedumbre afuera y cerebro adentro, la languidez indiferente de este universo tinellizado que despierta en ambas orillas del Plata cuando caen los atardeceres. Los únicos pasivos eran los jubilados; unos pocos aristócratas trasnochados del Espíritu, así, con mayúscula, como lo sentían y le gustaba decirlo, se refugiaban en los compartimentos estancos de la incomunicación; existía una fluida corriente horizontal de ideologías e ideales, muy distinta a los verticalazos de los días que corren, que no solamente son políticos. En efecto, cada ínsula Barataria, cada arrecife coralino de la hipermodernidad, que hoy en día nos frena con el verboten de una barrera comunitaria, posee un cielo e infierno propios, un ecosistema cultural cerrado, una orquesta laudatoria doméstica. Antes las había también, pero se las escuchaba derramar sus desafinados sones en un escenario amplio; estas tocan con sordina, encerradas en un sótano.

De veras que se extrañan las cabezas pensantes que discurrían antes de la inauguración de la feria de vanidades que actualmente nos agobia con la doble coyunda del consumo masivo y la dialéctica de! disparate! ¡Cuánta falta nos hacen aquellos hombres y mujeres de alta mar que eran legión y cuyas filiaciones omito con notoria injusticia! Sus presencias y docencias giraban, como planetas de luz tranquila, que en los perigeos de la razón se incendiaban con furia, en derredor del Sol que salía todas las semanas en las páginas de Marcha, una publicación insurgente y bienpensante a cuyo director, aquel implacable maestro que fuera Don Carlos Quijano, dedico mi emocionado recuerdo.

¡Hijos conformistas del tiempo cibernético: extraño al intrépido, al inspirado paterfamilias de aquel semanario malhumorado y sapiente que semana a semana nos enseñaba a decir que no!. Extraño a los verdugos de la sinrazón y del autobombo, siempre listos para denunciar a los charlatanes de feria y a los guarangos de bronce , como llamaba Borges a los monumentos, que celebran a los ídolos de hojalata encaramados en el imaginario colectivo , como hoy dice y repite una forzada prosopopeya.

No es mi propósito hacer comparaciones odiosas. Unos pocos desplumados gavilanes, que todavía no han renunciado a los altos cielos, aletean en este aire sucio, tupido de caranchos, cuando no de gorriones. Lejos quedaron las canciones de la resistencia republicana española. Que el gallo rojo de afiladas espuelas, llevado todavía en andas por la voz de los Olimareños acollárense de nuevo, queridos muchachos- no se distraiga ni cierre los ojos y el pico cuando ataca el gallo negro. ¡Cuidado!:este oscuro guardián del gallinero de la represión y el odio todavía cacarea entre nosotros.

Y bien, dado el estado actual del arte, como dice la Academia, es preciso recurrir a maniobras mágicas, ya que están en fuga las secuencias lógicas. Para apagar las luces malas que estaquean la noche recurramos entonces a la aruspicina y al vuelo de los pájaros. Hagamos fogatas en esta intemperie para convocar a las sombras friolentas de aquellos argonautas de la autenticidad, de aquellos destructores de figurones, de aquellos aguafiestas de los mitómanos. No los olvidemos, no les demos la espalda, aprendamos, arrebatadamente, a pensar y a pelear como ellos supieron hacerlo.

 

Estas desventuras y malandanzas, posadas como un mosquerío sobre la salud mental ciudadana, no solamente campean en la comunicación amarilla sino que ponen amarillos de vergüenza ajena a los sobrevivientes de la Vieja Guardia, los hoy apedreados y cada vez más escasos dinosaurios de la inteligencia pensante y actuante.

Toda la bronca descargada en las líneas anteriores de mi escritura se desató de modo súbito. Iba tras otro tipo de heurística, en pos de las explicaciones sociológicas y antropológicas aplicables al derrumbe de los programáticos, ya que no solemnes, valores morales e intelectuales que hasta hace algunos decenios los de pre-dictadura y pre-posmodernidad- nos asistían. Sentado al pie del ordenador- y no del computador, como se dice, porque las facturas que paso no son sumas de números sino nostalgias de neuronas bienhechoras - he procurado, enlazando metáforas y rumiando parábolas, desnudar el cuerpo de la deculturación rampante que impera en una etnia que nació puteando y ahora es pornográfica. El Gran Hermano se ha convertido en un ubicuo invasor.

Debemos soportar, tarde tras tarde, TV mediante, un Grand Guignol de insultos en carne viva, de infidelidades folletinescas, de Madrastras malignas y Cenicientas trasnochadas que cacarean en los novelones de rompe y raja. Y, pari passu, en las relampagueantes pantallas nocturnas menudean los contrapuntos entre los baños de sangre y el sexo explícito mientras que las ondas radiales se embadurnan con predicadores New Age, profetas ululantes, pitonisas del tarot y testaferros de la estulticia.

Les debo, ahora que tomé un resuello mientras despachaba mi nocturna copita de caña con pitanga, una aclaración a los pacientes lectores, si es que llegaron hasta el final del salivazo. Le apunté al cura y le pegué al sacristán, y vaya esto como tradicional frase hecha y no como memorial de agravios. En verdad, quería exponer, comedidamente, ciertas ideas inactuales sobre la falta de pensamiento que hoy nos acoquina e identifica, y salió, garguero afuera, un vómito inesperado. Eso pasa por comer diariamente fruta podrida.


(*) Antropólogo, docente, investigador, ensayista y poeta. Uruguay