30.6.25
CRISIS. Uso y abuso de la responsabilidad política
Por Javier Franzé (*)
No resulta coherente que un partido progresista reduzca la democracia a la competencia electoral.
Hoy en día nadie niega explícitamente que la ética política sea la ética de la responsabilidad. Ética política quiere decir que es posible hacer el bien en política y ética de la responsabilidad significa que el modo de obrar bien es hacerse responsable de las consecuencias de lo que uno hace.
Se enfatiza la responsabilidad personal porque se presupone que la política es, en general, más allá de los regímenes, épocas y lugares, toma de decisiones guiada por valores en un mundo imprevisible, no regido por leyes ni por principios que nos permitan saber exactamente qué va a pasar con la decisión que elegimos tomar.
Subrayar la responsabilidad no significa olvidar el contenido de la decisión. Los valores que la alimentan y las políticas que se buscan implementar son relevantes. Sin embargo, ese contenido es necesario pero no suficiente, porque no hay valores ni fines que per se hagan buena o mala la decisión.
La reflexión sobre la ética política presupone que no se puede saber a ciencia cierta qué valores son buenos y cuáles malos. También da por sentado que el mundo no tiene un sentido inherente, como cree la religión cristiana, por ejemplo. La consecuencia de todo esto es que el mundo no está hecho de modo tal que asegure el triunfo de los valores buenos y el fracaso de los malos. Así que el que toma una decisión política debe pensar que el valor que lo guía, aunque sea bueno para él, no por eso tiene asegurado producir resultados buenos, sino que puede traer consecuencias totalmente opuestas a lo que quería conseguir. El bien puede traer el mal y viceversa. Además, el que toma una decisión política desde puestos de poder no decide sólo ni principalmente para él ni para los suyos, sino para todos los miembros de la comunidad política. Su decisión es en un sentido personal, pero centralmente es general, porque se vuelve obligatoria para todos los habitantes de su comunidad, ya que el Estado posee el monopolio de la violencia legítima.
En definitiva, la ética de la responsabilidad es el modo de intentar hacer el bien en política en un mundo dominado por la incertidumbre y la contingencia.
Pero la responsabilidad política no sólo se relaciona con lo que uno hace, sino también con lo que uno no hace y con lo que hacen otros. En efecto, parte de la decisión de los cargos de "máxima responsabilidad" es designar subordinados. Quien los nombra no sólo es responsable de elegirlos, sino también de que éstos desempeñen apropiadamente su cargo. Si un subordinado comete ilícitos o, incluso sin violar la ley, realiza acciones abiertamente reñidas con los valores que impulsa el gobierno, es responsable el que lo nombró: si lo sabe, porque ha elegido mal, y si no lo sabe, porque es un peligro para la comunidad que quien ejerce la máxima responsabilidad no se entere de lo que pasa a su alrededor.
En cualquier caso, como la asunción de la responsabilidad política es una decisión personal, la honestidad intelectual resulta crucial.
Ahora sabemos por qué no debemos alegrarnos tanto de la generalización del uso del término "responsabilidad". Es que a menudo se utiliza para dar lustre a las propias decisiones, pero sin respetar sinceramente su espíritu.
En España hemos asistido recientemente al uso quizá más deshonesto que se pueda ya no encontrar, sino imaginar. Me refiero al del presidente de la Comunidad Valenciana en relación a lo ocurrido durante la DANA del octubre pasado. Siendo responsable, por acción y por omisión, de las consecuencias humanas, sociales y ambientales de la DANA, no sólo no ha renunciado a su cargo, sino que ha invertido el sentido del concepto de responsabilidad, desvinculándolo de las consecuencias reales acaecidas en términos de muertes humanas y destrucción, para ligarlo ahora a las potenciales consecuencias futuras en clave de reconstrucción de los lugares afectados. Así, ha reconvertido la exigente e impersonal responsabilidad política, que no da más que una oportunidad a los dirigentes, en la concesión personal de una autoindulgente segunda oportunidad para demostrar que, ahora sí, puede estar a la altura del cargo.
Por su parte, el caso del presidente del Gobierno de España en relación a las presuntas comisiones cobradas por los dos anteriores secretarios de organización de su partido, nombrados por él, entra de lleno en la casuística de la responsabilidad política. Por acción u omisión resulta indudable la responsabilidad del presidente, más si cabe dado que además era el presidente del partido en el momento del nombramiento.
Por acción u omisión resulta indudable la responsabilidad del presidente
En todo caso, no cabe resignificar la idea de responsabilidad en clave personal, como lo hizo en su primera comparecencia tras conocerse el informe de la UCO. Pedir perdón a la ciudadanía no lo exonera de su responsabilidad política, que es personal, pero no en el sentido que el presidente le dio, sino en términos de responsabilidad institucional. Lo que obliga a un gobernante ante los gobernados no es un vínculo afectivo personal, sino unas reglas institucionales. No son sus amigos, sino sus conciudadanos.
La vida de una comunidad no es reductible a ese tipo de disculpas personalizadas y personalistas, sencillamente porque además los ciudadanos y las ciudadanas no tienen la capacidad de controlar esa promesa del gobernante de no repetición del error. Y, aunque la tuvieran, la vida comunitaria se rige por la confianza no sólo derivada de la afinidad ideológica que pueda haber, sino sobre todo de estar a la altura de las exigencias del cargo. En ese sentido, el presidente del Gobierno utilizó la misma vía que el rey emérito cuando, tras el escándalo de su viaje de caza a África en medio de la crisis económica en España, pidió disculpas y compungido aseguró que lo sucedido no volvería a ocurrir.
En sus siguientes comparecencias, primero ante la prensa y después en el Congreso de los Diputados, el presidente del Gobierno pasó directamente a la ofensiva. Sin dejar de mencionarlo, el primer movimiento de pedido de disculpas personal dio lugar al consabido "y tú más", dirigido contra el PP y Vox. De este modo, la responsabilidad política pasó ahora a consistir en asumir la carga de que su renuncia daría lugar a un mal mayor, el muy probable gobierno PP-Vox. La responsabilidad volvió a desplazarse del pasado al futuro. Formalmente, es un modo de hacerse cargo de las consecuencias, pero con un cambio sustancial: en lugar de responsabilizarse por las decisiones que él mismo tomó (aquellos nombramientos), súbitamente pasó a hacerse cargo de la decisión que deberían tomar los ciudadanos en las urnas en unas potenciales futuras elecciones, esto es, elegir un gobierno. Esto último quedaría causalmente relacionado con una hipotética decisión de renunciar a la presidencia del gobierno (al fin, todo se relaciona con todo), pero ética y políticamente no tendría vínculo alguno. En efecto, resultaría inadmisible atribuir responsabilidad a un presidente del Gobierno saliente por la libre decisión del electorado en las elecciones posteriores, únicamente por haber presentado su renuncia, y con mayor razón si dicha renuncia obedeció a un ejercicio coherente de asunción de la responsabilidad política. Pero, sobre todo, no sería democrático ni que el presidente la asumiera, ni que nadie se la endilgara.
Así, paradójicamente, lo que comenzó con una estrategia presidencial de elusión de la responsabilidad política por la vía de la personalización, termina en el soslayo de esa responsabilidad por la asunción personalísima de una decisión que no le compete.
El problema de fondo es que la responsabilidad política es formal pero no vacía
El problema de fondo es que la responsabilidad política, como dijimos, es formal pero no vacía. Es formal porque se vincula a las consecuencias de las acciones, cualesquiera sean sus contenidos. Pero no es vacía porque aunque no haya valores buenos o malos en sí mismos, el criterio para evaluar las consecuencias es cuánto se han plasmado en la realidad los valores que se quiso impulsar con la decisión elegida. Si tras la decisión los valores y/o el programa están menos realizados o más desprestigiados, somos responsables de esa situación, por más que podamos decir que el mundo es imprevisible. Lo es, pero nuestra responsabilidad es calcular las consecuencias probables de nuestra acción. Y aun cuando nadie pudiera prever con exactitud lo que finalmente ocurrió, debemos hacernos responsables, porque nuestra decisión provocó -aunque no lo quisiéramos- ese desprestigio. Y la política es confianza en los que toman decisiones: cuando el jarrón se rompe, se puede pegar, pero ya nunca vuelve a ser el mismo.
Más específicamente, el problema radica en que los valores que una fuerza política defiende en democracia, de los cuales debe hacerse responsable, pueden distinguirse en dos niveles. Uno más particular, los que hacen al partido como tal: los valores del socialismo, del liberalismo, del conservadurismo, etc. El otro nivel es más general: los valores de la democracia. Éstos también hacen al partido, porque son comunes y porque no todas las fuerzas políticas entienden la democracia de igual manera. Pero en cualquier caso es también responsabilidad de cada partido defender esos valores, los del espacio general que le permite luchar por sus valores particulares.
Lo que está ocurriendo en España es que nadie parece preocupado por hacerse responsable de la vigencia de esos valores generales democráticos
Lo que está ocurriendo en España es que nadie parece preocupado por hacerse responsable de la vigencia de esos valores generales democráticos. Claro que pueden entrar parcialmente en contradicción con los propios valores particulares, pues renunciar al Gobierno es abandonar un lugar privilegiado para difundir tus valores, pero a la vez, si es por honrar la responsabilidad política, es un modo de defender la democracia, que también forma parte de los propios valores, pues al fin son su requisito. Salvo que se piense que como la democracia es de todos no es de nadie, o que hay democracia simplemente porque no corre peligro la decisiva institución del voto. Pero no resulta coherente que un partido progresista tenga ese concepto de democracia, reducida a la competencia electoral. Su idea es que la democracia es social y participativa o no es, precisamente porque piensa que lo común no es una yuxtaposición de individuos ni resulta de la búsqueda del interés privado egoísta, sino que lo común de la comunidad es de todos y algo más que la suma de las partes.
El problema de esa desatención de lo común es doble. Por un lado, resulta en sí misma contraproducente para la vigencia de lo común y, por otro, en el contexto actual mundial de corrosión del espíritu de la democracia, parece la vía más eficiente de alimentar el descontento ciudadano con la democracia y con la política que luego aprovechan sus enemigos. De estos polvos vendrán nuevos lodos: luego no deberían quejarse políticamente los sectores progresistas y democráticos del avance de la extrema derecha, ni del lawfare, ni de la prédica autoritaria de muchos medios masivos. En política, precisamente por sentido de la responsabilidad, no cabe esconderse: si lo común es de todos, el derrotero y el estado de lo común es por lógica también responsabilidad de todos, por acción u omisión.
(*) Javier Franzé es profesor de Teoría Política en la Universidad Complutense de Madrid.
Imagen: Santos Cerdán, Sánchez y Montero, en la Ejecutiva Federal del PSOE, en enero de 2023. / Eva Ercolanese - PSOE