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5.5.25

Viva la libertad académica... mientras sea buena para el negocio

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Por Mario Ricciardi (*)

La declaración de Alan Garber, presidente de Harvard, ocupa un lugar destacado en la página digital de la universidad.

Ha sido compartida en todo el mundo, arrastrada por una ola de indignación contra nuevas medidas con las que amenazan Trump y funcionarios del gobierno estadounidense. Es razonable suponer que Garber debe haber sopesado cuidadosamente las palabras que eligió para resumir su propia posición y la de la institución que representa. Por eso mismo, merece la pena leerlas con detenimiento:

«Ningún gobierno -independientemente del partido que esté en el poder- debe dictar lo que las universidades privadas pueden enseñar, a quién pueden admitir y contratar, y qué áreas de estudio e investigación pueden seguir».

A primera vista, se puede estar de acuerdo sin reservas con estas palabras. Sin embargo, hay un detalle inquietante que plantea varias preguntas. ¿Por qué especificar que el principio de autonomía reivindicado por Harvard se aplica a las universidades «privadas»? ¿Está sugiriendo Garber que el tipo de control que con razón rechazó sobre su propia universidad sería perfectamente aceptable si se impusiera a universidades que no son privadas?

La respuesta a esta pregunta nos lleva al meollo del problema de las «universidades corporativas», como las llaman los estudiosos del tema -un término que describe a las universidades que, como Harvard y las demás grandes universidades privadas de los Estados Unidos, se han convertido de facto en una gran corporación, con un presupuesto que incluso empequeñecería el presupuesto de todo el sistema educativo de varios países, incluidos los europeos. Una corporación que produce resultados extraordinarios en términos de avance del conocimiento en diversos campos -como se destaca, una vez más, en la página digital de la universidad justo después de la declaración de Garber-, pero que reivindica estos resultados como buen rendimiento de la inversión, más que como una misión con valor intrínseco.

Desde esa perspectiva, la libertad académica se considera instrumental para el producto que es capaz de obtener; no tiene una justificación independiente.

Para una universidad así concebida, perder las exenciones fiscales garantizadas a los donantes supone una grave pérdida; al mismo tiempo, es precisamente ese régimen fiscal favorable el que ha dado a los financiadores privados de algunas universidades un poder cada vez mayor para influir en las decisiones que toman estas instituciones (como hemos visto de forma flagrante en los últimos meses en el caso del poderoso grupo de presión del multimillonario Bill Ackman en varias universidades norteamericanas). Si son inaceptables las pretensiones de control de Trump, ¿por qué no lo son las de un ciudadano particular? Uno sospecha que la cuestión subyacente no es la de la libertad académica, sino la de proteger el presupuesto de la institución.

Este carácter privado de la universidad corporativa ha demostrado ser totalmente compatible con un clima de represión de la disidencia e intimidación del movimiento de solidaridad con Palestina, que está alcanzando niveles comparables a los del macartismo. Poco importa que en muchos casos también protesten estudiantes judíos. Las protestas desagradan a los donantes y a una serie de organizaciones cuyo principal objetivo parece consistir en defender a Netanyahu y a sus compinches en lugar de (según afirman) a los ciudadanos de Israel o a los judíos de la diáspora.

En deferencia a este tipo de presiones, las universidades han adoptado medidas restrictivas (como el cierre de los campus) y en algunos casos han llegado incluso a llamar a la policía para que desaloje las acampadas de estudiantes.

Si la universidad es una corporación, una acampada no es un gesto político cuyo valor deba reconocerse como expresión legítima de disidencia, sino la violación de un derecho de propiedad. Por último, cabe señalar que, hace poco menos de un año, el mismo Adam Garber, que ahora defiende tan elocuentemente la libertad académica, no tuvo reparos en denegar la graduación a algunos estudiantes que habían participado en las protestas de Palestina, y se vio criticado por ello por parte de muchos profesores e investigadores de su propia universidad.

Si miramos más allá de las nobles palabras, a lo que asistimos es a una nueva derrota del liberalismo cuyos principales culpables no son otros que liberales como Obama, que ahora se pronuncia contra las exigencias de Trump y llama a las universidades a resistir, pero que no movió un dedo para blindar la libertad académica de todas las universidades -públicas y privadas-, haciéndose ilusiones de que los mecanismos de reputación eran suficientes para garantizarla. Y también se ilusionó con que la creciente influencia de los financiadores privados en la definición de la agenda docente e investigadora no iba a erosionar los presupuestos éticos básicos de la misión de las universidades en una sociedad democrática.

 

(*) Mario Ricciardi, profesor de Filosofía del Derecho en la Universidad de Milán, enseña también en la Facultad de Filosofía de la Universidad Vita-Salute San Raffaele de Milán. Especialista en Isaiah Berlin, forma parte del comité de dirección de la revista «il Mulino» y de diversas revistas académicas, como «Notizie di Politeia», «Iride» y Philosophical Inquiries». Colabora regularmente con el diario económico «Il Sole 24 Ore».

Fuente: il manifesto global, 21de abril de 2025

Traducción: Lucas Antón