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3.2.25

80 aniversario de la liberaciĆ³n de Auschwitz: recordar el mal radical. Dossier. (I)

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Por Pablo Pillaud-Vivien, Enzo Traverso, Moshe Zuckermann (*)

La banalidad del mal más radical

Pablo Pillaud-Vivien

El lunes 27 de enero se conmemorarán los 80 años de la liberación del campo de Auschwitz. En la confusión actual, ¿el mal está volviendo a convertirse en banal?

El concepto fue forjado por Emmanuel Kant (1724-1804) y retomado por Hannah Arendt (1906-1975): el mal absoluto se hizo concreto cuando, el 27 de enero de 1945, se liberó el campo de exterminio nazi de Auschwitz. Ese día, el mundo comenzó a descubrir los abominables abusos que se cometieron allí. Poco a poco se reveló la violencia bárbara del odio a los judíos, el antisemitismo, erigido como misión civilizadora por el Tercer Reich. ¿Qué queda hoy de ese asombro?

Se aleja y reina la mayor confusión. Los herederos de esta terrible ideología conmemorarán la liberación de los campos, junto con los últimos supervivientes y sus hijos. El hombre más rico del planeta, Elon Musk, agitador del presidente de extrema derecha estadounidense, acaba de hacer un saludo nazi a la multitud presente para la investidura de este último: se pregunta por el significado del gesto y finalmente no causa tanto revuelo. Otra parte del edificio construido al final de la guerra se está derrumbando: esta vez, es la memoria y la moral las que se convierten en polvo.

Sin embargo, no es conocimiento lo que falta. Muchas películas, documentales y programas escolares se esfuerzan por transmitir recuerdos y significados. En 2022, el 86% de los menores de 25 años afirmó haber oído hablar de él. Pero saber no siempre es entender cuando los vientos del confusionismo soplan con fuerza. Incluso un eminente editorialista político de izquierda escribió hace unos días sobre la liberación de los campos por los estadounidenses. Les atribuye a ellos mismos y solo a ellos este tiempo histórico y liberador. Este evento ya no es un momento de la humanidad triunfante, sino el reto de una victoria de un bando, el de los estadounidenses y sus aliados. Y nos deslizamos...

La banalidad del mal se pone en todas las salsas, comparando males que no tienen absolutamente nada que ver, más alla de compartir solo la cobardía y la banalidad. Cada vez más, nos atrevemos a comparar el nazismo con el Islam; las más altas instituciones francesas invitan a acoger a Rassemblement National en una marcha contra el antisemitismo; se comparan los genocidios, no para considerarlos en su cruel realidad sobre la base de fundamentos legales establecidos por la historia, sino para establecer jerarquías de lo peor en un relativismo desolador.

Las mecánicas innobles que condujeron al exterminio sistemático de los judíos, así como a la aceptación o incluso a la validación de los pueblos, deben seguir siendo una fuente de reflexión y marcar nuestra forma de ver el mundo. El antisemitismo no es prerrogativa de Europa; el crimen genocida contra los judíos en la magnitud que lo conocemos, sí. Recordemoslo - o perezcamos como unos tristes señores.

***

La singularidad de Auschwitz. Un debate sobre el uso público de la historia

Enzo Traverso


Definiciones

Desde hace algunos años el problema de la singularidad histórica de Auschwitz suscita un debate muy vivo, a menudo acompañado de polémicas estériles que, en ocasiones, no están exentas de desviaciones particularmente deplorables en el plano ético-político. Dicho de otro modo, es un debate capaz de cristalizar conflictos y pasiones que tienden a traspasar las fronteras de una reflexión racional.

Entre las numerosas variantes del discurso sobre la singularidad de Auschwitz,sólo tomaré en consideración las relacionadas con el campo histórico. Por ejemplo, no analizaré la tesis según la cual la unicidad de la Shoah pudo haberse debido a la elección del pueblo judío, ni la que pretende reducirla a una dimensión supra-histórica, es decir, a su carácter de acontecimiento que trasciende la historia, según las palabras de Elie Wiesel. La confrontación de los historiadores con tales planteamientos me parece imposible a priori, incluso aunque éstos no dejen de influir en el contexto en el que se elabora el relato histórico. La desviación más perniciosa de esta controversia ha sido analizada por Jean-Michel Chaumont en un trabajo reciente sobre "la rivalidad de las víctimas": judíos deportados contra políticos deportados, judíos contra cíngaros [gitanos], negros, homosexuales, etcétera. Uno podría sentir la tentación de hacer caso a la propuesta de Chaumont, es decir, archivar esas polémicas

[...] en una barraca de horrores, como se los presentaba antiguamente en las ferias. Igual que las monstruosidades que se exhibían allí, se trata de algo macabro, inútil y de gusto dudoso. Metámoslo, pues, sin más, en un tarro de formol [Chaumont, 1997:201].

La tentación es fuerte pero peligrosa, porque uno se expone al riesgo clásico de "tirar al bebé con el agua del baño". Ignorar el problema o declararlo inexistente no permite resolverlo. Con el fin de evitar malentendidos, deseo precisar desde el principio que no trataré ni de reivindicar la singularidad de Auschwitz (lo que me parece absurdo) ni trataré de negarla (lo que me parece dudoso). Me interrogaré más bien sobre las causas y las condiciones de tal debate, inexistente para otros grandes cambios históricos. Incluso sin ser unánime, la tesis de la singularidad de Auschwitz es compartida hoy por la mayoría de los historiadores del mundo contemporáneo. En pocas palabras, esta tesis podría resumirse así: el genocidio judío es el único de la historia que ha sido perpetrado con el fin de remodelar biológicamente a la humanidad, el único completamente desprovisto de naturaleza instrumental, el único en el que el exterminio de las víctimas no fue un medio sino un fin en sí. Esta tesis es defendida en decenas de libros. Me limitaré aquí a citar dos textos, el primero debido a la pluma de un historiador israelita, el otro a la de un historiador alemán.

Retomando una intuición esbozada por Hannah Arendt en su ensayo Eichmann à Jerusalem [1991:448], donde escribe que los nazis quisieron "decidir quién debía y quién no debía habitar este planeta", Saul Friedländer añade el siguiente comentario:

Aquí hay algo que ningún otro régimen intentó hacer, sin importar lo criminal que fuera. En este sentido, el régimen nazi ha alcanzado una clase de límite teórico exterior. Se pueden considerar incluso mayor número de víctimas y medios de destrucción tecnológicamente más eficaces; pero cuando un régimen, con base en sus propios criterios, decide que hay grupos que no tienen derecho a vivir sobre la tierra, así como el lugar y el plazo de su exterminio, entonces se ha alcanzado ya el umbral extremo. Desde mi punto de vista, este límite no se ha alcanzado más que una sola vez (only once) en la historia moderna, por los nazis [Friedländer, 1993:82 y s].

Esta tesis ha sido defendida, al grado de la polémica, por Eberhard Jäckel:

[...] el asesinato de judíos por los nazis -escribe durante la Historikerstreit- ha tenido algo de único (einzigartig) porque nunca antes había decidido y anunciado un Estado bajo la autoridad de su responsable supremo, que cierto grupo humano debía ser exterminado en su totalidad si fuera posible: los viejos, las mujeres, los niños, incluidos los niños de pecho; decisión que este Estado aplicó después con todos los medios que estaban a su disposición [Jäkel, 1988:97 y s].

Esta definición genealógica de la singularidad de Auschwitz se argumenta a menudo mediante comparaciones tipológicas con otras violencias y genocidios del siglo XX. Los campos de exterminio nazis se convirtieron en el símbolo de esta singularidad que distingue el genocidio judío, tanto de otros crímenes nazis como de las violencias del estalinismo. Buchenwald y la Kolyma siguen siendo universos de muerte, pero la muerte no era su finalidad inmediata, era, más bien, la consecuencia de un proceso más lento de "exterminio mediante el trabajo". La gran mayoría de las víctimas judías de los campos nazis prácticamente no conocieron el mundo del campo de concentración porque fueron eliminadas el día mismo de su llegada a Auschwitz-Birkenau y Treblinka, gracias a un sistema industrializado de exterminio que en múltiples ocasiones ha sido comparado con el funcionamiento racional de una cadena de producción: llegada de los convoyes, selección, confiscación de bienes, despojo de ropas, cámara de gas y, al final, el horno crematorio. Varios sociólogos e historiadores han subrayado el carácter comparable pero no identificable de los crímenes de Stalin y los de Hitler [Kershaw, 1996].2

Hace poco Sonia Combe examinó detenidamente esta distinción comparando a dos personajes siniestros: Evstigneev, el jefe del campo siberiano de Ozerlag, y Rudolf Hoess, el comandante de Auschwitz. La tarea del primero era la construcción de un ferrocarril, tarea que realizó pagando con la vida de millares de zeks; la tarea del segundo era la gestión de un campo, Birkenau, cuya meta esencial era exterminar a los judíos [Combe, 1991:226 y s].3 El rendimiento del primero se calculaba por los kilómetros de vía férrea, el del segundo por la cantidad de muertos. El primero podía derrochar o economizar vidas humanas de acuerdo con sus necesidades. El otro había recibido la orden de subordinar cualquier consideración de tipo productivo a sus órdenes de exterminio. El sistema concentracionario soviético tuvo una duración superior a la de los KZ nazis, empero, provocó un número considerablemente menor de muertos [cfr. Werth, 1993:24].4 En su gran mayoría, los prisioneros del goulag eran ciudadanos soviéticos, mientras que los prisioneros de los campos nazis (salvo una minoría de antifascistas alemanes), pertenecían todos, según el vocabulario hitleriano, a la categoría de Gemeinschaftsfremde, ajenos al pueblo (Volk) ario; estas diferencias no son despreciables. La dimensión genocida del estalinismo, en cambio, presenta mayores afinidades con el exterminacionismo nazi en el curso de la colectivización de las campañas soviéticas entre 1929 y 1933, especialmente en Ucrania. No obstante, la liquidación de los kulaks (terratenientes rusos) no correspondió a un proyecto de depuración biológica y racial; fue, más bien, la consecuencia de una guerra social declarada por el poder soviético contra el mundo tradicional heredado del imperio de los zares. El propósito de Stalin no era la creación de un orden racial, sino la transformación a fondo de la sociedad rusa, lo cual fue puesto en práctica mediante métodos autoritarios y violentos en extremo. Es decir, Stalin tenía su propia "racionalidad", aunque totalitaria. El exterminio de los judíos, al contrario, refutó cualquier criterio de racionalidad económica o militar. La tensión entre explotación y exterminio, superada en el fondo por la prioridad otorgada a la segunda, determina el conjunto del proceso de la solución final. Dicha tensión estuvo también en el origen de las reservas -de orden estrictamente utilitario y no humanitario- expresadas por algunos sectores de las SS (Schutzstaffel) en la política genocida del nazismo (por ejemplo, la Oficina Central de Administración de la Economía dirigida por Oswald Pohl).

Esta definición de la singularidad histórica de la Shoah puede revelarse fecunda, en el plano metodológico, como hipótesis de investigación, no debe ser postulada como una categoría normativa ni impuesta como un dogma. Auschwitz no es un acontecimiento históricamente incomparable. Además, comparar, distinguir y ordenar no significa jerarquizar. La singularidad de Auschwitz no funda ninguna escala de la violencia y el mal. No hay un genocidio "peor" o "menor" que otro y la calidad de Auschwitz no confiere a sus víctimas un aura especial, ni les concede privilegio alguno en el martirio y, en consecuencia, tampoco en la memoria colectiva. Definida así, la singularidad de Auschwitz no excluye otras -por ejemplo las del gulag o Hiroshima-5 porque se inscribe en el contexto de una edad bárbara a la cual pertenecen otras violencias y genocidios. En lugar de favorecer un enfoque exclusivo sobre la Shoah, se convierte en herramienta para elaborar una hermeneútica de la barbarie del siglo XX, salvo que tal singularidad se sustraiga a los procedimientos tradicionales de historización. Asimismo, los conflictos de interpretación que ella suscita no son del mismo orden que las discusiones escolares sobre la especificidad del Renacimiento italiano, de la Reforma en Alemania o de la Revolución francesa.

La conciencia histórica no puede integrar a Auschwitz como un acto fundacional o una etapa del proceso de civilización, sino solamente como un desgarro de humanidad. Bajo esta perspectiva, la insistencia sobre la singularidad de Auschwitz no es más que otra manera de designar las aporías de una historización inacabada. El genocidio judío es uno de los acontecimientos del siglo mejor conocidos y más frecuentados por la historiografía. Los investigadores han podido sacar a la luz las causas, las estructuras, las etapas y la dinámica del conjunto, pero el hecho del exterminio sigue siendo, como ha escrito Dan Diner [1987:73] "una no man´s land de la comprensión" o "un agujero negro", como decía Primo Levi [1987] poco antes de su muerte.

Ahora es necesario intentar explicitar los problemas subyacentes a este debate en torno a la singularidad de la Shoah. En primer lugar, el problema de la relación de la memoria con la historia (con sus singularidades respectivas); luego, el problema de la relación de Auschwitz con la historia de Occidente (que cuestiona la racionalidad propia de nuestra civilización); y por último el problema más controvertido, lo que Jürgen Habermas llamó "el uso público de la historia" (la conciencia histórica como uno de los fundamentos de nuestra responsabilidad ético-política en el presente).

La singularidad de la memoria y la de la historia

La irrupción del problema de la singularidad de la Shoah en la tarea del historiador se debe también a los itinerarios de la memoria judía, a su emergencia en el seno del espacio público en el transcurso de estos últimos años, y a su interferencia con las prácticas tradicionales de la investigación, ante todo gracias al desarrollo de la historia oral, archivos audiovisuales que reúnen los testimonios de los sobrevivientes de los campos. Si un trabajo tal se ha revelado extremadamente fructífero, no debería, sin embargo, ocultar una constatación metodológica tan banal como esencial, a saber, que la memoria singulariza la historia; ésta es, por definición, subjetiva, selectiva, con frecuencia irrespetuosa con las cronologías lineales, con las reconstrucciones de conjunto, con las racionalizaciones globales.

Elabora la experiencia vivida y, en consecuencia, su percepción del pasado es irreductiblemente singular. Allí donde el historiador no ve más que una etapa de un proceso, un detalle en un cuadro complejo y en movimiento, el testigo puede captar un acontecimiento crucial, el vuelco de una vida. El historiador puede descifrar, analizar y explicar las fotos conservadas del campo de Auschwitz. Sabe que son judíos los que bajan del tren, sabe que las SS que los observa participarán en una selección y que la gran mayoría de las figuras que aparecen en dicha foto no tienen ante sí más que unas horas de vida. A un testigo, esta foto le dirá mucho más. Le recordará sensaciones, emociones, ruidos, voces, olores, el miedo y el extrañamiento de la llegada al campo, el cansancio de un largo viaje efectuado en condiciones horribles, quizá la visión del humo de los hornos crematorios; dicho de otro modo, será un conjunto de imágenes y recuerdos completamente singulares e inaccesibles al historiador. Este último puede acercarse sólo sobre la base de un relato a posteriori, origen de una empatía comparable a la que experimenta el espectador de una película y no a la que siente el testigo. La foto de un Häftling representa a los ojos del historiador una víctima anónima; para un pariente, un amigo o un camarada de detención, esta foto evoca todo un mundo absolutamente único. Para el observador exterior esta foto no representa más que una realidad "no liberada" (unerlöst), como diría Siegfried Kracauer [1977:14]. El conjunto de estos recuerdos forma la memoria judía, una memoria que el historiador no puede ignorar y que debe respetar e incluso, explorar y comprender tanto como sea posible, pero a la que no se debe someter. El historiador no tiene derecho a transformar la singularidad inevitable y legítima de esta memoria con un prisma normativo de escritura de la historia. Su tarea consiste más bien en incluir esta singularidad de la experiencia vivida, en su contexto histórico global, intentando aclarar sus causas, sus condiciones, sus estructuras, su dinámica de conjunto. Esto significa aprender de la memoria, pero también pasarla por el tamiz de una verificación objetiva, empírica, documental y fáctica, detectando, de ser necesario, sus contradicciones y sus trampas. Si puede haber en ello una singularidad absoluta de la memoria, la de la historia será siempre relativa [Chaumont, 1994:87]. Para un judío polaco, Auschwitz significa algo terriblemente único: la desaparición del universo humano, social y cultural en el que nació. Un historiador que no llegue a comprender esto jamás podrá escribir un buen libro sobre el genocidio judío.

Pero el resultado de su investigación no sería apenas mejor si sacara la conclusión -como lo hace, por ejemplo, el historiador estadounidense Steven Katz- de que el genocidio judío ha sido el único de la historia [1996:19-38].6

En una época de discriminaciones y persecuciones, los judíos no podían evitar hacerse la pregunta: "¿Esto es bueno o es malo para los judíos?", cuya respuesta determinaba en alguna medida una norma de conducta. Ahora bien, esta actitud no puede guiar al historiador, quién, según Eric Hobsbawm, no debe sustraerse a un deber de universalismo: "Una historia destinada a judíos solos (o a los negros americanos, o a griegos, mujeres, proletarios, homosexuales, etcétera) no podría ser una buena historia, aun cuando pueda reconfortar a quienes la ponen en práctica" [Hobsbawm, 1997:277]. Evidentemente, no se trata de oponer de manera mecánica una memoria "mítica" -en la estela de tan vasta literatura en la materia-, a la aproximación científica y racional del historiador.7 Este último está lejos de trabajar encerrado en la clásica torre de marfil. Sufre los condicionamientos de un contexto social, cultural y nacional; no escapa a las influencias de sus recuerdos ni a las de un saber heredado, ni a los condicionamientos e influencias con las que se enfrenta, de las cuales puede intentar librarse, no negándolas, sino mediante un esfuerzo de distanciamiento crítico.8 En esta perspectiva, su tarea no consiste en intentar evacuar la memoria -personal, individual y colectiva-, sino en incluirla en un conjunto histórico más amplio.