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5.12.22

Una vida entre los archivos soviƩticos (I) (Entrevista a Sheila Fitzpatrick)

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Sheila Fitzpatrick (*)

Sheila Fitzpatrick (Melbourne, 1941) es una de las historiadoras más importantes e influyentes de la actualidad. Dedicada al estudio de la historia de la Rusia soviética desde hace más de 50 años, ha hecho grandes contribuciones a la comprensión de la vida del campesinado y de la población industrial durante el estalinismo, a la vez que ha abordado cuestiones a

Profesora de Historia en la Universidad de Sídney y profesora emérita de la Universidad de Chicago, Fitzpatrick se ha destacado por la puesta en práctica de una «historia desde abajo» que permite ver aspectos decisivos y particulares de la vida cotidiana en la urss. En contraste con el modelo propuesto por la «escuela del totalitarismo» -que tendía a analizar el mundo soviético «desde arriba», considerando que alcanzaba con conocer las decisiones del Estado, los líderes y el Partido-, Fitzpatrick centró sus estudios en las relaciones sociales de los ciudadanos y en las complejas interacciones de estos con las instancias gubernamentales, incluidos los resquicios en los que las órdenes estatales eran desafiadas de distintos modos.

Reconocida internacionalmente por libros como Lunacharski y la organización soviética de la educación y de las artes (1917-1921), La Revolución Rusa, La vida cotidiana durante el estalinismo y El equipo de Stalin, acaba de publicar The Shortest History of the Soviet Union [Brevísima historia de la Unión Soviética], que será publicado próximamente en español y portugués. En esta entrevista de Mariano Schuster del verano de 2022, Fitzpatrick repasa su obra y su vida entre archivos soviéticos, comenta sus influencias y sus modos de hacer historia, y se adentra en algunos de los grandes debates contemporáneos que tienen como eje a la Rusia de Vladímir Putin.

Su último libro, The Shortest History of the Soviet Union, fue publicado a 30 años de la caída de la Unión Soviética y en un contexto en el que Rusia y sus vecinos vuelven a estar en el centro de los debates sobre la política global. ¿Por qué es importante volver sobre la historia soviética?

Si quisiera entender el presente, lo primero que abordaría como lectora de este libro serían, de hecho, los últimos capítulos. En ellos relato y analizo la ruptura y la caída de la URSS. Entender la desintegración de la URSS, así como las formas y las causas por las que se produjo ese proceso, resulta muy relevante para comprender el presente.

Desde mi punto de vista, la importancia de este libro es diferente, dado que yo, obviamente, no soy su lectora sino su autora. Me lo encargaron en 2020 y lo escribí en 2021. Y lo que me resultó realmente interesante fue el hecho de que, con el colapso de la URSS, esa historia tuvo un principio y un final. Normalmente, escribimos historia y no hay un final, se trata de un proceso continuo que se sostiene en el tiempo. Pero en esta historia contamos con un principio y un final que puede delimitarse con nitidez. Eso impone una perspectiva distinta a la de otros episodios históricos. Y ese es el interés para mí: dar un paso atrás y ver esa historia como algo finito y no como un proyecto en curso.

Su padre, Brian Fitzpatrick, fue un destacado activista por los derechos civiles, además de un socialista democrático que, como usted misma ha dicho, gustaba de escandalizar a la burguesía. ¿Cuánto influyó en usted el contexto familiar a la hora de definir la historia soviética como su campo de estudio?

Me influyó, aunque no siempre de forma directa. Yo identificaría dos cuestiones muy particulares. Una es que, siendo una adolescente, en la década de 1950, desarrollé el tipo de crítica que realizan los jóvenes de esa edad a todos los aspectos posibles de la vida de sus padres. En ese sentido, comencé a desafiar a mi padre, no tanto en sus creencias políticas fundamentales -que estaban asociadas y vinculadas profundamente a la lucha por las libertades civiles-, sino en relación con algo bastante periférico para él: su admiración por la URSS. O al menos su esperanza de que la URSS fuera en algún momento digna de un sentimiento de ese tipo. No sabía mucho sobre esa experiencia, pero al igual que otras personas de izquierda sentía que probablemente la URSS estaba siendo calumniada por la prensa capitalista y eso lo llevaba a algún tipo de apoyo. Yo consideraba que él no tenía suficiente información y por eso lo acribillé un poco con mis cuestionamientos. Sin embargo, pronto me di cuenta de que era extremadamente difícil formarse una opinión sobre la URSS porque la bibliografía disponible no solo era escasa, sino completamente contradictoria. Se trataba de libros partidistas a favor o en contra, y resultaba imposible comprender lo que realmente había ocurrido o estaba ocurriendo allí. Y ese me pareció un reto interesante.

La segunda cuestión que influyó en mi decisión de dedicarme a la historia rusa es que, en la Universidad de Melbourne, donde yo cursaba Historia, había que estudiar una lengua extranjera. Yo quería aprender alemán, pero no me dejaron hacerlo porque no tenía una base previa -dado que no lo ofrecían como parte del currículo en mi escuela secundaria-. Así que mis padres me sugirieron que estudiara ruso. El motivo que estuvo detrás fue el emblemático episodio de la Guerra Fría en Australia: la deserción del diplomático soviético Vladímir Petrov, que llevó a la creación en 1954 de una Comisión Real de Espionaje [Royal Commission on Espionage]. En el ambiente de histeria que siguió, algunos miembros del Parlamento empezaron a cuestionar la lealtad de la persona que dirigía el Departamento de Lengua y Literatura Rusa de la Universidad de Melbourne. Se trataba de una especie de campaña de difamación legalmente permitida. Era una rusa llamada Nina Mikhailovna Christesen, casada con el director de una revista literaria que era amigo de mi padre. Mis padres, como otros miembros de la intelectualidad de izquierdas con hijos en edad universitaria, me sugirieron que estudiara ruso para que el número de alumnos de Nina aumentara y las cosas fueran más fáciles para ella. Así que eso hice. Hice el primer curso de ruso, que era todo lo que se requería. Pero después de terminar ese curso, pensé: «No sé lo suficiente del idioma para que sea útil. Haré también el segundo año». Y, de hecho, cursé el segundo año en ruso, lo que me proporcionó suficientes conocimientos de lectura como para arriesgarme a tratar un tema utilizando fuentes rusas para mi ensayo de investigación de cuarto año en Historia. Y eso me llevó a convertirme en una historiadora de Rusia.

Pese a que usted es muy reconocida por sus trabajos sobre el estalinismo, y también por su libro La Revolución Rusa, su primer trabajo estuvo dedicado a la figura de Anatoli Lunacharsky, el Comisario del Pueblo para la Educación tras la Revolución de Octubre. ¿Por qué la atrajo ese personaje tan particular?

No fue exactamente porque fuera mi héroe, aunque lo miraba con interés y, en general, con benevolencia. Pero sí había algunas buenas razones para abordar un estudio sobre Lunacharsky. En primer lugar, en la URSS acababan de empezar a publicar sus obras completas. Es decir, estaban publicando el material necesario para desarrollar una biografía intelectual, que es lo que yo inicialmente pensaba escribir. En las bibliotecas de Oxford podía encontrar buena parte del material prerrevolucionario, pero entonces los soviéticos estaban publicando una colección bastante completa de sus escritos posteriores a la Revolución. A medida que me adentré en el tema, me alejé bastante de Lunacharsky como intelectual y, por lo tanto, de mi proyecto biográfico inicial. Se trataba de un divulgador, básicamente muy ecléctico, que recogía muchas ideas y las entrelazaba muy rápidamente en una especie de narración que no solía ser muy profunda. Sin embargo, su actividad como Comisario del Pueblo para la Educación (una suerte de comisario de la Ilustración), me resultó profundamente interesante, especialmente después de mi llegada a la URSS para investigar. Y terminé escribiendo mi disertación sobre eso.

Había otro aspecto que me interesó en Lunacharsky y era el que se vinculaba con su papel de autoproclamado mediador entre la intelectualidad y el Partido Comunista. Creo que esto tenía algo que ver con mi padre, quien, de hecho, había desarrollado un papel político informal en Australia como mediador de trastienda, alguien que no era miembro de ningún partido político pero que mantenía contactos con comunistas, así como con figuras del Partido Laborista e incluso con algunos liberales. Hoy en día no estoy segura de si admiraba el papel de mediador de mi padre o lo criticaba, pero me interesaba como autodefinición y modus operandi.

En 1966 fui a la URSS para un año de investigación como estudiante de intercambio británica, con la esperanza de que me permitieran trabajar en los documentos personales de Lunacharsky, que estaban en los archivos del Partido Comunista. A los soviéticos no les gustaba dar acceso a los archivos de la época soviética a los extranjeros y me negaron la consulta. Sin embargo, tras algunos meses de lucha, me permitieron ingresar en los Archivos Estatales, considerados menos sensibles políticamente, para trabajar en los archivos del ministerio de Lunacharsky (Narkompros) de la década de 1920. Esos materiales del Narkompros eran absolutamente fascinantes. A través de ellos aprendí sobre Lunacharsky, pero sobre todo empecé a entender cómo funcionaba la política en la URSS. La idea predominante sobre la urss, encapsulada en el modelo totalitario, sostenía que toda la política se formulaba en el Politburó y luego se transmitía hacia abajo. Pero lo que descubrí en los archivos fue que el Ministerio de Educación formulaba políticas (al igual que otros ministerios, departamentos del Comité Central del Partido, etc.) y luego intentaba presionar al Politburó, al gobierno, al Consejo de Ministros y a las personas que lo integraban para que sus políticas fueran aprobadas. A veces tenían éxito y otras no, pero yo estaba viendo un proceso político que el modelo totalitario simplemente no permitía ver.

Cuando usted comenzó sus estudios historiográficos sobre el comunismo soviético, esa perspectiva de la «escuela del totalitarismo» era predominante en la sovietología. Sin embargo, usted adoptó una postura diferente, enfocándose en una «historia desde abajo», que atendía y hacía eje en la vida cotidiana. ¿Cuáles eran sus críticas o sus reparos hacia ese paradigma y por qué eligió abordar la historia soviética desde un enfoque societal?

Mis primeros encuentros negativos con el «modelo del totalitarismo» se produjeron a partir de mi trabajo de archivo en la URSS. Eso sucedió antes de que me fuera a Estados Unidos, a principios de la década de 1970. Sin embargo, cuando me afinqué allí, la cuestión se volvió más importante para mí porque los estudios soviéticos en EE.UU. estaban entonces dominados por politólogos cuyo modelo favorito era el del totalitarismo. Era un campo muy politizado en la Guerra Fría, y el «modelo del totalitarismo» -basado en la idea de la similitud esencial entre el sistema soviético y el de la Alemania nazi- no solo servía a los fines académicos, sino también políticos.

Mi decisión de hacer «historia desde abajo» no se produjo durante mi primer periodo de investigación en la Unión Soviética, sino después de mudarme a EE.UU.. Eso reflejaba, en primer lugar, lo que estaba sucediendo en la historiografía profesional en su conjunto. Todos se dirigían hacia la historia social, que había sido cuantitativa, pero en ese momento estaba pasando a ser más cualitativa. Hacer historia social entonces era como hacer historia cultural en los años 90: todo el mundo se sentía atraído por ella. En el caso soviético, existía una cuestión adicional. Si la historia se escribía considerando que todo venía «desde arriba», hacer historia era muy fácil: se podían leer todas las declaraciones oficiales, las resoluciones del Comité Central, las leyes del Consejo de Ministros y decir: «Perfecto, esto es lo que ha pasado». Si, por ejemplo, alguien estaba interesado en el campesinado, podía leer todas las leyes y resoluciones relativas al campesinado y deducir la situación real. Pero las cosas no funcionaban de ese modo en la URSS. Como percibí más tarde con bastante cinismo, las leyes y las instrucciones eran a menudo más útiles para el historiador social por una especie de lectura inversa: te decían cómo las autoridades querían que fueran las cosas, no cómo eran; y sus listas de prohibiciones eran a menudo una excelente guía de los tipos de prácticas que eran habituales en la vida real.

Pensé que hacer historia desde abajo también era un reto especialmente interesante en la historia soviética porque nadie había intentado hacerlo antes. No estaba muy claro cuáles serían las fuentes, aunque era evidente que eran inadecuadas, especialmente para los años 30 y 40. Pero ¿era posible o no? Me gustan bastante los retos, así que pensé que podría ser factible. Pensé que podría ser factible incluso en lo que se refería a los archivos soviéticos, a pesar de todos los problemas de acceso a los archivos para los extranjeros, que incluían no poder ver nunca los catálogos o inventarios y, por tanto, tener que adivinar qué tipo de material podían contener los archivos. Sin embargo, a mediados de los años 70 yo era al menos una persona conocida, así que supuse que no iba a ser tan difícil. Ciertamente, los soviéticos estaban mucho más dispuestos a entregar el material relacionado con cuestiones sociales que políticas. Les preocupaba mucho que la gente buscara información sobre Trotsky o sobre Bujarin. Esas eran sus obsesiones. También podía ser un problema si se buscaba material sobre el campesinado en la época de la colectivización. Pero obtuve una buena cantidad de material, en particular sobre los sindicatos y la industria pesada a finales de los años 20 y 30. Lo que yo buscaba, en realidad, era analizar y comprender los procesos de interacción entre los trabajadores de base y la administración de las empresas. Y pude conseguirlo con esos materiales.

A la vez, descubrí que me interesaba la cuestión de la movilidad social ascendente. Cuando trabajé por primera vez sobre la educación en torno de Lunacharsky, se me hizo evidente que la cuestión de dar «preferencia a los proletarios» ocupaba un lugar muy destacado y nadie tenía un marco teórico en el que colocar esta cuestión. Lo que los soviéticos decían era que estaban dando poder a la clase obrera a través del partido. Pero lo que hacían en realidad, y que tenía cierta resonancia en los trabajadores reales, era ofrecer oportunidades de movilidad ascendente a los trabajadores pero, sobre todo, a sus hijos. Les daban preferencia en la admisión a la educación superior, por ejemplo. Pensé que era un fenómeno realmente interesante y que merecía la pena estudiarlo, y que era viable hacerlo pese a las limitaciones de acceso a los archivos.

Los soviéticos, por supuesto, habrían rechazado el término «movilidad social ascendente». No reconocían esa noción y, seguramente, no habrían estado a gusto con esa interpretación de las «reglas de preferencia proletaria». Sin embargo, tenían su propio enfoque que sus historiadores llamaban «formación de la intelligentsia soviética». Ahora bien, la «formación de la intelligentsia soviética» significa, entre otras cosas, el ascenso social de gente de origen obrero y campesino. Por lo tanto, bajo ese título de formación de la intelligentsia soviética pude conseguir material de archivo sobre la movilidad social ascendente.

En «New Perspectives on Stalinism» [Nuevas perspectivas sobre el estalinismo], un artículo publicado en The Russian Review en 1986, usted planteó, en consonancia con su crítica al modelo propuesto por la escuela del totalitarismo, que era posible pensar el estalinismo «desde abajo». Luego, efectivamente, fue lo que usted misma hizo y plasmó en su libro La vida cotidiana durante el estalinismo. ¿Qué modificaciones concretas implicó ese estudio sobre el estalinismo para comprender las formas del régimen? ¿Qué cuestiones salieron a la luz que no habían sido atendidas hasta entonces?

Como historiadora, siempre dudo de los modelos. Por lo tanto, lo que yo pretendía no era desarrollar uno alternativo al del totalitarismo, sino evidenciar y dar cuenta de aquellos aspectos que ese enfoque no permitía ver. En ese sentido, tampoco expresé mis ideas y mis análisis sobre el funcionamiento de la política soviética en términos de modelo. Al abordar la cuestión del funcionamiento de la sociedad, la imagen que ofrecí fue la de una amplia estructura institucional creada y controlada por el Estado, y la de individuos que no solo operaban dentro de esa estructura, sino en sus intersticios. En otras palabras, pretendí reflejar que para conseguir lo que necesitaban para la vida, las personas debían tener en cuenta esa estructura oficial y utilizarla de manera voluntaria o involuntaria. Para todo tipo de cosas necesitaban de esa estructura: para conseguir bienes de consumo, para hacer que los hijos recibieran una educación adecuada, etc. Allí operaban en los intersticios por medio de conexiones personalistas.

Es importante destacar la importancia del término soviético «blat». Blat es un sistema de intercambio recíproco de favores: yo tengo la oportunidad de hacer ciertas cosas por ti debido a mi posición; tú, en cambio, tienes otras oportunidades y puedes hacer otras cosas por mí. Pero no es una relación cruda que se pueda monetizar y tampoco la contrapartida tiene que ser inmediata. No, es un balance continuo. De hecho, en esa economía de favores nos consideramos amigos, aunque hasta cierto punto se trate de una amistad instrumental. Esa forma de operar, de la que me di cuenta porque estuve en la URSS en los años 60 y la observé de manera directa, fue muy importante, en mi opinión, desde el principio. Es interesante que, en China, donde se utiliza el término «guanxi» para definir este tipo de economía de favores, el sistema prevalece y muchos lo remontan a las raíces tradicionales chinas. Lo cierto es que allí tienen una estructura institucional y unas respuestas similares, formas análogas de lidiar con ella y de evadirla para desarrollarse.

Usted escribió un libro sobre la cúspide de poder del estalinismo. Me refiero a El equipo de Stalin, que usted misma definió como «una especie de etnografía del Politburó». ¿Por qué decidió, luego de trabajar la vida cotidiana, desarrollar un estudio sobre la estructura de poder en el estalinismo?

Nuevamente hay una serie de razones, pero quizás podría mencionar simplemente la principal: me gusta hacer cosas que no he hecho antes y no me gusta que me encasillen. Yo ya había pasado de ser historiadora cultural -o, más bien, historiadora de instituciones culturales- a trabajar en el campo de la historia social. Es decir, no me había mantenido en un solo campo.

Pero sobre esta cuestión específica, siempre había sabido algo sobre el Politburó en los años 20 debido a que, durante décadas, había cultivado una estrecha amistad con Igor Sats, el secretario de Lunacharsky. Sats había conocido a Trotsky, a Stalin, a Bujarin y solía hablarme de ellos, por lo que yo tenía una imagen de aquellos personajes y de sus interacciones personales que no estaba plasmada en la bibliografía de entonces. En particular, solía conversar sobre ello con el politólogo Jerry Hough, con quien entonces estaba casada. Jerry siempre me decía: «Deberías escribir esto porque da una imagen de la política soviética que simplemente no tenemos». Pero no lo hice porque quería hacer historia social. Mucho después de que Jerry y yo nos divorciáramos -de manera muy amistosa-, pensé: «¿Por qué no hacerlo?». Pero también pensé que algo de lo que había comprendido, a partir de mi trabajo sobre la vida cotidiana bajo el estalinismo, sobre la forma de hacer las cosas era, de hecho, perfectamente aplicable, por lo que me dije: «Si miro al Politburó, si aporto al Politburó soviético un cierto grado de conocimiento de segunda mano de las personalidades y un buen sentido de cómo operaba la gente en la URSS, podría hacer un trabajo de historia política realmente interesante». Y consideré que quizás esto podía aportar algo a la forma en que vemos y pensamos al propio Stalin. Porque ha habido una gran cantidad de estudios sobre Stalin, pero casi todos son biográficos. Yo no pretendía anular ese trabajo, ni decir «No, es el Politburó el que dirige todo, no Stalin». Intentaba ver cómo encajaba el Politburó en el sistema estalinista.

Stalin se reunía con los miembros de su Politburó (o a veces con un órgano ad hoc que se solapaba con el Politburó formal) prácticamente todos los días durante varias horas. Eso significa que el Politburó tenía una función que Stalin consideraba importante. Stalin era un hombre muy trabajador y era imposible pensar que fuera a pasar tiempo con ellos a menos que el Politburó tuviera un objetivo y una tarea definidos. Ese fue mi punto de partida: que el Politburó debía tener funciones y tareas de gobierno porque, de otra manera, Stalin no habría pasado tiempo dialogando a diario con sus miembros. Y estaba muy claro que pasaba tiempo allí porque los registros de su oficina estaban disponibles. Cada hora de su día en la oficina quedó registrada. Eso me permitió desarrollar mi trabajo, sobre todo porque esos registros estaban también publicados en Australia, y cuando comencé a trabajar el tema, me encontraba allí y viajaba periódicamente a la URSS.

Permítame preguntarle sobre su propia historia como investigadora. ¿Cómo fue trabajar en los archivos soviéticos?