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14.11.22

Brasil: La "resurrección" de Lula y los nuevos desafíos del lulismo (I)

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Por Roberto Andrés (*)

LuizInácio Lula Da Silva vuelve al poder en un país transformado, en parte por las propias políticas del Partido de los Trabajadores y en parte por las reacciones conservadoras. Hoy el progresismo tiene una nueva oportunidad tras la derrota de la extrema derecha el pasado 30 de octubre. Pero las transformaciones no serán fáciles en una coyuntura como la actual.

Desde que salió de la prisión en la que estuvo recluido durante 580 días con una condena política, LuizInácio Lula da Silva ha llevado a cabo una empresa colosal. En noviembre de 2019, cuando el ex-presidente fue puesto en libertad, pocos hubieran dicho que lograría recorrer el camino que ha recorrido en tres años. Beneficiándose de una decisión del Supremo Tribunal de Justicia (STF) que permitía a los acusados permanecer en libertad hasta la última instancia del juicio, Lula salió de la cárcel, pero se le revocaron sus derechos políticos por la Ley de la Ficha Limpia. El número de casos por los que era juzgado indicaba que sería casi imposible que volviera a ser candidato. El Partido de los Trabajadores (PT) estaba aislado y carecía de renovación.

La secuencia de los acontecimientos que siguieron hizo justicia a historias como las de Getúlio Vargas y Nelson Mandela, líderes políticos cuyo paso por la cárcel fue seguido por un regreso con gloria, la reconciliación con antiguos adversarios y decisiones magnánimas. A raíz de Vaza Jato, una investigación periodística dirigida por TheIntercept Brasil que puso al descubierto las indecorosas relaciones entre jueces y fiscales en la operación Lava Jato, Lula fue acumulando victorias en el STF. En primer lugar, la anulación de las sentencias dictadas en Curitiba. Luego, la sospecha de parcialidad de Sergio Moro en las causas en las que juzgó al ex-presidente, lo que le devolvió sus derechos políticos. Finalmente, el desbloqueo de sus bienes por la justicia.

A finales de 2021, comenzó a circular la información de que Geraldo Alckmin podría acompañar a Lula como candidato a vicepresidente. La alianza de dos adversarios históricos, aunque prometedora desde el punto de vista de la confrontación con el bolsonarismo, parecía sin embargo poco factible. Al fin y al cabo, los años anteriores estuvieron marcados por los tiros en el pie del campo democrático. El sociólogo Celso Rocha de Barros, uno de los primeros entusiastas del binomio Lula-Alckmin, señaló que «quizás nosotros, como país, ya no tenemos el nivel de inteligencia colectiva, el sentido de la responsabilidad y el carácter necesarios para hacer algo así». Pero al final la cosa avanzó. Alckmin retiró su precandidatura a gobernador de San Pablo, se afilió al Partido Socialista Brasileño (PSB) y se incorporó a la fórmula presidencial.

Lula emprendió un movimiento de aproximación hacia antiguos adversarios y ex-aliados y fue construyendo un amplio frente de oposición al bolsonarismo. Comenzó reuniéndose con el ex-presidente Fernando Henrique Cardoso (FHC) y con otros tucanos históricos, como se conoce a los miembros del Partido de la Social Democracia Brasileña (PSDB, centroderecha). Restableció los puentes con los líderes del Movimiento Democrático Brasileño (MDB) que habían votado a favor de la destitución de Dilma Rousseff en 2016. Se reunió con movimientos sociales y nuevos líderes de la izquierda. En vísperas del comienzo de la campaña electoral, Lula consiguió atraer a André Janones, del partido Avante, que renunció a su candidatura presidencial y ayudó a impulsar la campaña del PT en las redes sociales. Se acercó de nuevo a Marina Silva, una antigua aliada con la que había roto durante una década, y a figuras como CristovamBuarque, Henrique Meirelles, los economistas del Plan Real y varios políticos situados fuera del espectro de la izquierda.

Nunca antes en la historia de este país un candidato a la reelección había perdido la carrera presidencial. Pero Jair Bolsonaro perdió. A pesar de lo destructivo que ha sido su gobierno extremista en todos los ámbitos, su derrota no era algo evidente. En primer lugar, porque los Bolsonaro son hábiles comunicadores, tienen un extraordinario músculo en las redes sociales y saben mantener el compromiso de su base. En segundo lugar, porque contaban con el apoyo de varias denominaciones evangélicas, lo que convirtió la lucha por su reelección en una auténtica cruzada. Finalmente, porque el gobierno federal realizó el mayor esquema de reparto de recursos públicos con fines electorales que se conozca, inyectando miles de millones en el denominado presupuesto secreto, en asignaciones monetarias como Auxílio Brasil, en programas de apoyo sectorial y en la reducción de los precios de los combustibles. La victoria de la oposición en este contexto fue algo parecido a una hazaña.

También estaba el reto de aplacar el golpe de Estado del presidente y su séquito de lunáticos armados. La amplia coalición que se armó en torno de la candidatura de Lula fue clave para que el país evitara el camino del caos. A diferencia de lo ocurrido en 2018, esta vez el campo democrático brasileño estuvo a la altura del momento político. El próximo paso es la toma de posesión, el 1 de enero de 2023, como presidente de la República de Brasil por tercera vez: su gobierno tendrá una tarea aún más ardua que la desarrollada hasta aquí.

En los últimos tres años, Lula y el PT han hecho bien lo que mejor saben hacer: articular, negociar y hacer campaña. A partir del año que viene, tendrán el reto de reconstruir un país destrozado, dialogar con un Congreso cuya política «fisiológica» tradicional se ha radicalizado hacia la derecha, y dar un rumbo a un gobierno formado por una coalición heterodoxa. Todo ello exigirá superar los límites de la primera versión del lulismo.

Cuando Lula asumió la Presidencia de la República en 2003, el índice de Gini en Brasil era de 0,583. Este índice mide la diferencia de ingresos entre los pobres y los ricos: varía de cero a uno y cuanto más bajo es, menos desigual es el país. El valor obtenido en Brasil indica que es una de las sociedades más desiguales del mundo. En la década de 1950, el índice era un poco más bajo. Durante la dictadura cívico-militar, que acentuó la concentración de los ingresos, subió a cerca de 0,6, y osciló en torno de este nivel durante tres décadas. Fue durante el segundo gobierno de FHC (1999-2002) cuando el Gini empezó a bajar, aunque de forma modesta.

Los gobiernos del PT, aprovechando un momento favorable en el mercado internacional, lograron producir la mayor caída histórica continua del índice de Gini en Brasil. En 2015, este se ubicó en 0,514. Aunque sigue siendo un valor elevado, el descenso es significativo, lo que indica una importante reducción de la pobreza en ese periodo. Entre las iniciativas que la explica se encontraban las políticas llevadas a cabo por el lulismo, como el plan Bolsa Família, el continuo aumento real del salario mínimo y el crecimiento económico impulsado por el aumento de la inversión pública y la expansión del crédito. 

Además de reducir la pobreza, estas políticas contribuyeron a activar el mercado interno al permitir a una población históricamente excluida acceder a artículos básicos. Las raíces de la desigualdad brasileña generaron una masa miserable incapaz de participar en las actividades económicas. La política del lulismo dio la primera oportunidad para que una parte relevante de esta población diera un salto adelante. Y el movimiento fue significativo. La clase E, compuesta por los más pobres, representaba 28,1% de la población brasileña en 2003 y cayó a 10,9% en 2012. Las clases D y E englobaban conjuntamente a 96,2 millones de personas en 2003 y se redujeron a 63,5 millones en 2011. En consecuencia, la clase C pasó de 65,8 a 105,5 millones de personas en el mismo periodo.

Este gran aumento de la clase C creó el espacio para una nueva fase del lulismo. En ella, el gobierno afrontó la crisis económica mundial de 2008 con medidas anticíclicas, haciendo hincapié en el estímulo a las industrias del automóvil y la construcción. Las etapas anteriores, que sacaron a millones de personas de los estratos inferiores, fueron cruciales para que fuera «posible presentar a los capitalistas la perspectiva de vender coches y casas a una clase C ampliada en Brasil», como argumentó el politólogo André Singer. Desde la perspectiva de la actividad económica, este esquema fue un éxito. Cuanto más ascendía la gente, más aumentaba la demanda de bienes de consumo, lo que impulsaba las ventas y la producción en la industria. Entre 2006 y 2010, el PIB creció una media de 4,5% anual, el mayor ritmo sostenido en muchas décadas.

En este marco, en Brasil se volvió conocida -de forma distorsionada por ideólogos de extrema derecha- la formulación del concepto de hegemonía del filósofo Antonio Gramsci, que utiliza dos ideas que remiten a la tradición del pensamiento marxista: infraestructura y superestructura. La primera se refiere a las bases económicas y productivas de la sociedad; la segunda, a las concepciones prevalecientes del mundo. Para el pensador italiano, la hegemonía se establece por la capacidad de un bloque de poder de articular las condiciones materiales de la sociedad con la cultura, la moral y las ideas que rigen los modos de vida.

Pues bien, el lulismo no solo estaba transformando la infraestructura de la sociedad brasileña, sino también su superestructura. Entre otras cosas, porque un aspecto alimenta al otro. El periodo de crecimiento económico con inclusión alteró las concepciones del mundo predominantes en la sociedad. Cada vez más personas pasaron de la pobreza extrema a los estratos medios y comenzaron a aspirar a un futuro diferente para sus hijos. La privación absoluta fue dejando de ser el centro de las preocupaciones. Las nuevas generaciones pondrían otras demandas sobre la mesa, y estas estarían marcadas por el mundo en el que estos jóvenes comenzaban a vivir, un mundo que estaba experimentando un cambio acelerado.

En noviembre de 1994, un informe del Jornal do Brasil contabilizó 28 sitios web alojados en el país. Los que tenían acceso a la red para ver estas páginas eran una mínima parte de la población. Poco más de una década después, en 2006, Brasil tenía el segundo mayor número de accesos a YouTube del mundo, unos 21 millones de usuarios activos en MSN y una de las mayores comunidades de la red Orkut. En 2012, ya había 94 millones de usuarios de internet en el país.

La primera década del siglo XXI fue de entusiasmo por las posibilidades que abrían las tecnologías de la información y la comunicación. Surgió la cultura de los blogs, seguida de las redes sociales. El modelo broadcasting de los medios tradicionales empezó a ser cuestionado por la comunicación en red: en lugar de un canal de difusión y una audiencia pasiva, una maraña de actores que son emisores, distribuidores y receptores de mensajes. Los más diversos discursos contrahegemónicos fueron ganando espacio en la sociedad. Cada vez más grupos comenzaron a organizarse a través de internet. Junto con esto, llegaron las políticas de educación y cultura del lulismo.

Cuando Fernando Haddad se convirtió en secretario ejecutivo del Ministerio de Educación en 2004, presentó al ministro Tarso Genro la propuesta de incluir a 400.000 estudiantes en la educación superior sin costo alguno para el gobierno. Las universidades privadas no cumplían una norma, establecida en la Constitución de 1988, que las obligaba a ofrecer becas a cambio de las exenciones impositivas de las que disfrutaban. La propuesta de Haddad consistía en hacer cumplir la ley y regular la concesión de becas, centrándose en la inclusión de los estudiantes de bajos ingresos. Así nació el ProUni, un programa que produjo un salto en el acceso a la educación. En cinco años, de 2005 a 2010, el programa atendió a 750.000 becarios. Casi la mitad de las becas se ofrecieron a personas de raza «parda» o «negra». La inclusión también se vería impulsada por la expansión de Fies, un programa de créditos para la educación.

Junto con el mayor acceso a la educación privada, el gobierno comenzó a ampliar las universidades federales a través del programa Reuni. Se crearon nuevos campus en regiones desatendidas, y las universidades establecidas abrieron cursos nocturnos, atendiendo a los estudiantes con menores ingresos. El país pasó de 45 universidades federales en 2003 a 59 en 2010, y duplicó el número de plazas en ese periodo. Todo ello ha propiciado un importante crecimiento del acceso a la educación superior. En 2003, había algo menos de cuatro millones de alumnos matriculados en la enseñanza superior. Diez años después, esta cifra ya superaba los siete millones. El sector privado aumentó su porcentaje de participación, pasando de cerca de 70% de las vacantes en 2003 a casi 75% en 2013.

De este modo, se redujo la desigualdad sociorracial en la educación. En 2003, la tasa de escolarización de los blancos era cuatro veces superior a la de los negros; en 2009, esta proporción se redujo a 2,6 veces. Todo ello contribuyó a satisfacer aspiraciones de cambio que fomentó la inclusión económica. Las familias de origen pobre que llegaron a la clase C comenzaron a ver cómo sus hijos llegaban a la universidad. Y aunque había reservas sobre la calidad de las universidades privadas, la promesa de movilidad social del lulismo parecía hacerse realidad.

Como complemento, se produjo una democratización en el acceso a la cultura. En su discurso de toma de posesión como ministro en 2003, Gilberto Gil señaló el reto de «reducir la distancia del Ministerio de Cultura respecto de la vida cotidiana de los brasileños» y hacerlo »presente en todos los rincones de nuestro país». Hasta ese momento, las políticas culturales se limitaban en gran medida a la financiación a través de la Ley Rouanet, a la que accedían principalmente sectores de la elite y la clase media. Nada más asumir el ministerio, Gil invitó al sociólogo Juca Ferreira a dirigir la Secretaría Ejecutiva del ministerio. No es exagerado decir que ese dúo lideró una revolución en las políticas culturales brasileñas.

Una de las acciones más notables fue la de los Pontos de Cultura, insertada dentro del programa Cultura Viva. Esta política apoyó a los grupos que actuaban en los territorios, con una distribución equilibrada y basándose en un concepto amplio de cultura. En 2004, cuando se concibió la propuesta, se firmaron acuerdos con 72 grupos. En 2010, ya había más de 2.500 Pontos de Cultura repartidos por todo el país, con los proyectos más diversos. Esto recibían un recurso mensual del gobierno para llevar a cabo sus actividades, contaban con apoyo para comprar equipamiento y participaban en redes de intercambio.

En este periodo, surgieron políticas de fomento en varios ámbitos. Al amparo del Ministerio de Cultura, de sus organismos autárquicos e incluso de los gobiernos estaduales o alcaldías, estas políticas ampliaron enormemente el acceso a la producción y el consumo cultural. Muchos de ellos atendieron pequeños proyectos o proyectos alternativos, permitiendo que segmentos históricamente excluidos accedieran a los recursos. Todo ello supuso un importante número de agentes que aprobaban proyectos, organizaban espectáculos, exposiciones, seminarios, festivales, publicaciones y encuentros. Es difícil medir hasta qué punto esta fuerza cultural repercutió en el tejido social, transformando las visiones del mundo y fomentando perspectivas alternativas.

En esos años también se produjo un importante aumento de la movilidad internacional. Gracias a la estabilización económica, el tipo de cambio favorable y la expansión de los programas de intercambio, cada vez más personas comenzaron a viajar al extranjero. El programa Ciencia sin Fronteras, que comenzó en 2011, amplió esta movilidad a los estudiantes de grado. Al llegar a países con una historia de Estados de Bienestar, los jóvenes brasileños experimentaron un choque de mundos. Acostumbrados a una sociedad marcada por la alta desigualdad y el déficit de ciudadanía, a ciudades segregadas, entregadas al tráfico motorizado y a espacios públicos abandonados, estos jóvenes comenzaron a experimentar otras formas de vida: sociedades más igualitarias, con servicios públicos de calidad, con un uso intenso y bastante democrático de los espacios públicos, con sistemas de transporte público eficientes. Estas experiencias se compartieron con quienes no viajaron, que de alguna manera bebieron de esas experiencias.

El impacto de este conjunto de cambios no es trivial. De pronto, había una generación de brasileños que crecía en un entorno democrático, que se informaba y construía conexiones a través de internet, que tenía acceso a la producción y el consumo cultural, que ampliaba su presencia en la educación superior, que se conectaba con experiencias vitales de otros países, que veía cómo se reducía la pobreza y aumentaban las expectativas. Una generación empoderada, con mayor potencial crítico e imaginativo, y atravesada por un deseo aspiracional de cambio y la promesa de ascenso social.

En poco tiempo, esta nueva generación chocaría con el modelo de desarrollo hegemónico en Brasil. Y se daría cuenta de que el techo era bajo. Durante el primer gobierno de Rousseff, las limitaciones empezaron a salir a la luz. El lulismo había hecho ascender a la sociedad brasileña unos cuantos peldaños, en una escala sin precedentes en la historia del país. Pero entonces el ascenso se detuvo, como si una trampilla se hubiera cerrado sobre las cabezas de los que ascendían. Y la vida en los pasos intermedios no estuvo a la altura de las expectativas.

La redistribución del ingreso durante los gobiernos del PT se produjo sin que los de arriba se vieran afectados. Esto solo fue posible gracias al crecimiento económico de la época; aun así, el proceso tuvo sus perdedores. Como muestra el economista Marc Morgan, la mitad más pobre de la población brasileña aumentó su participación en la renta total de 11% a 12% entre 2001 y 2015, mientras que el 10% más rico pasó de 54% a 55% -dentro de este rango, el 1% más rico vio crecer su participación de 25% a 28%-. La parte media de la pirámide, en la que se encuentra un 40% de la población, vio caer su cuota de ingresos de 34% a 32%. En una estructura económica desigual como la brasileña, este núcleo que pierde ingresos es, en comparación con otros países, pobre.

Esta fue la primera contradicción del lulismo: mientras una gran parte de la población emigraba a estratos medios, estos eran estrangulados por un modelo de inclusión sin lucha de clases. Para que los más ricos y los más pobres ampliaran sus ganancias al mismo tiempo, alguien tendría que perder. Paradójicamente, estos fueron precisamente los sectores que se beneficiaron de las políticas de inclusión social. Mientras el crecimiento económico continuó, la pérdida porcentual de los sectores medios no molestó. Cuando la economía se ralentizó, se experimentó el apretón. Y ese lugar estrecho no era precisamente cómodo. 

El modo de vida de la elite brasileña nunca se diseñó para que todo el mundo pudiera encajar en él. Como argumenté en el artículo «Vivendas do Alvorada», segmentos relevantes de los estratos más altos del país han optado durante mucho tiempo por soluciones privatistas cuya universalización sería inviable o incluso generaría efectos contrarios a los deseados. Se trata de un modelo de sociedad que no se basa en la idea de derechos, sino en la de privilegios, en el que no se puede democratizar la buena vida de los más ricos. Esta está estructurada por la organización territorial y las formas de desplazamiento.