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14.11.22

Brasil: La "resurrección" de Lula y los nuevos desafíos del lulismo (II)

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Por Roberto Andrés (*)

LuizInácio Lula Da Silva vuelve al poder en un país transformado, en parte por las propias políticas del Partido de los Trabajadores y en parte por las reacciones conservadoras. Hoy el progresismo tiene una nueva oportunidad tras la derrota de la extrema derecha el pasado 30 de octubre. Pero las transformaciones no serán fáciles en una coyuntura como la actual.

El modo de vida privatizado que se ha intensificado en Brasil desde la dictadura tenía como engranaje central el automóvil privado. Sin automóviles, las clases altas no podían vivir en condominios, ir a los centros comerciales, vivir una vida apartada y sin contacto con los espacios públicos. El modelo nunca pretendió tener un alcance universal. No se trataba -como podría argumentarse que ocurrió en algunas ciudades estadounidenses- de adaptar las ciudades a la vida suburbana y vial, sino de producir un tipo de organización en la que coexisten dos modos de vida, con separaciones e intersecciones bien definidas: por un lado, las elites y la vida privatizada de condominios, centros comerciales, clubes y servicios privados, articulados en torno del automóvil; por otro, la mayoría pobre que frecuenta los espacios y servicios públicos subfinanciados y hace uso del transporte público y la movilidad activa.

Este modelo no fue inventado por el lulismo. Se remonta a la arraigada segregación nacional, profundizada al final de la dictadura. Pero el periodo de crecimiento de los gobiernos del PT le dio una aceleración sin precedentes, basada en la premisa de que no se trataba de formas de vida opuestas, sino de etapas de ascenso social. Desde esta perspectiva, los que históricamente habían sido relegados al estilo de vida de los pobres empezaron a tener la oportunidad de ascender en teoría al de los ricos, lo que se produjo mediante la migración a los servicios privados. Ante la mala calidad del transporte público, la gente compró autos y motos en cuotas; ante la lentitud de la educación pública, optó por las escuelas privadas; las dificultades con el Sistema Único de Salud (SUS) fomentaron la contratación de planes de salud privados; la falta de espacios públicos para el ocio y la recreación indujo la búsqueda de opciones privadas.

He aquí la segunda contradicción del lulismo: el ascenso social no fue acompañado de políticas de bienestar social urbano. La superación de las privaciones básicas elevó a las personas a un nivel superior, pero el paquete de servicios privados que había que contratar apenas podía ser costeado por los que habían ascendido. Estos gastos pesaban mucho sobre los que llegaban a la clase C, que algunos llamaban la «nueva clase media». El resultado fue un elevado endeudamiento familiar y la progresiva frustración de las expectativas. Además, la masificación de soluciones exclusivas genera impactos en todo el tejido social. La extensión de las ciudades por los nuevos condominios hizo que las distancias se alargaran. La proliferación de automóviles aumentó la degradación de los centros urbanos y la contaminación y repercutió en el transporte público. La vida cotidiana en las ciudades no estaba a la altura de las mejoras prometidas.

Si el descanso de la escalera en el que estaba la clase C era incómodo, el siguiente escalón era demasiado alto. Aunque hubo migración a las clases A y B, no alcanzó al 25% del total de personas que entraron en la clase C entre 2003 y 2011. Esto creó un conflicto para millones de jóvenes que comenzaron a acceder a la educación superior. Con el diploma en la mano, la mayoría de ellos no pudo encontrar un trabajo que se ajustara a sus expectativas. Como resume el economista MárcioPochmann, que presidió el Instituto de Investigación Económica Aplicada (IPEA, por sus siglas en portugués) durante el segundo gobierno de Lula, 94% de los puestos de trabajo formales creados entre 2004 y 2010 no superaron 1,5 salarios mínimos. Una buena parte de ellos estaba en el sector de los servicios, en el telemarketing y en otras actividades marcadas por la precariedad.

Desde la apertura comercial iniciada por el gobierno de Fernando Collor de Mello, Brasil ha sufrido una fuerte desindustrialización. La participación de la industria manufacturera en el PIB se redujo de alrededor de 25% a principios de la década de 1990 a aproximadamente 12% en 2013. La caída ha provocado una disminución de los empleos de mayor productividad y mejor remunerados. Sin embargo, una mirada atenta a este proceso permite constatar que la desindustrialización fue selectiva, lo que es evidente en el caso del sector automotriz. Desde el RegimeAutomotivo promulgado por Cardoso en 1995, las políticas industriales solo han beneficiado a un eslabón de la cadena: los fabricantes de automóviles. Estos últimos se han visto favorecidos por políticas proteccionistas y diversas subvenciones. Sin embargo, los ensambladores representan alrededor de 5% de los puestos de trabajo de la cadena de producción de automóviles. El sector de las autopartes, más intensivo en mano de obra, fue debilitándose y comenzó a ser sustituido por importaciones.

En el segundo gobierno de Lula comenzó lo que sería el mayor boom automovilístico de la historia de Brasil. Entre 2006 y 2012, la matriculación de vehículos nuevos pasó de 1,9 millones de unidades al año a más de 3,8 millones. Este crecimiento fue impulsado por las exenciones fiscales del impuesto sobre los productos industrializados (IPI) para los fabricantes de automóviles, que alcanzaron los 10.500 millones de reales entre 2009 y 2013 (casi 5.000 millones de dólares a la cotización de 2013). Por no hablar de los beneficios en los niveles estaduales de la llamada «guerra de impuestos». El periodo fue muy rentable para los fabricantes de automóviles, que en 2008 enviaron a sus sedes el mayor volumen de recursos de la serie histórica. Entre 2005 y 2013, estas remesas superaron en casi 20.000 millones de dólares las inversiones realizadas en Brasil. Los estudios señalan que el margen de beneficio obtenido en Brasil era, por término medio, tres veces superior al que tenían las empresas en otros países.

En resumen, uno de los principales motores del desarrollo de la segunda fase del lulismo tenía pies de barro. Las enormes exenciones fiscales ofrecidas a los fabricantes de automóviles socavaron recursos que podrían haberse invertido en servicios públicos. Provocaron un aumento de las ventas, de la rentabilidad y de las remesas a sus casas matrices, pero no del empleo, que se mantuvo relativamente estable entre 1990 y 2010. Por otro lado, el crecimiento de las flotas ha producido una degradación de la vida urbana y ha afectado al transporte público. Con las calles congestionadas, los tiempos de viaje en autobús se dispararon. Esto aumentó los costos y presionó las tarifas al alza. La ausencia de políticas de transporte público desencadenó la bomba de relojería que finalmente estallaría.

Pocos lo entendieron cuando eclosionaron las manifestaciones de 2013, pero los elementos que había detrás eran reales y palpables. Los jóvenes recién llegados a la clase C, cuyas aspiraciones habían elevado las políticas de inclusión del lulismo, empezaban a ver el techo bajo, el descanso de la escalera incómodo y la puerta de salida estrecha. Los gobiernos del PT habían contribuido a que el hijo del albañil y la empleada doméstica pudieran ir a la universidad, pero no plantearon políticas para que pudieran vivir con calidad en el nuevo nivel, y mucho menos aspirar a seguir ascendiendo. 

El lulismo se caracterizó por alojar tendencias conflictivas entre sí. Junto con la movilidad social ascendente y la transformación de los valores de los jóvenes, se produjo un aumento del conservadurismo popular, relacionado con la difusión de las iglesias evangélicas. A partir de cierto momento, una tendencia comenzó a alimentar a la otra, por oposición. Una nueva generación salió del armario y asumió las relaciones homosexuales en la esfera pública, algo que, hasta finales del siglo XX, estaba bastante restringido en el país. Las mujeres empezaron a enfrentarse cada vez más al sistema de opresión patriarcal. Este nuevo universo de valores se convirtió rápidamente en el blanco del campo conservador, en un tipo de reacción que la escritora norteamericana SusanFaludi denominó «backlash».

La población evangélica de Brasil ha crecido constantemente durante varias décadas. El catolicismo popular, que estuvo muy presente durante la dictadura militar y la redemocratización, ha ido perdiendo lugar frente a la teología neopentecostal. Varios investigadores han estudiado las razones y características de este proceso. Aquí vale la pena destacar un punto: cómo el mantenimiento de la precariedad de las periferias urbanas crea vacíos que son llenados por las iglesias. La Iglesia católica solía llenar este vacío mediante la solidaridad, a través de las comunidades eclesiales de base y el trabajo pastoral. Con la progresiva reducción de la presencia de la Iglesia católica en las periferias, las denominaciones evangélicas han ocupado el espacio con otros valores.

Esta es otra incoherencia del lulismo. En los años 90, los gobiernos municipales del PT fueron ejemplares en la elaboración de políticas públicas destinadas a mejorar las periferias de las ciudades. Los presupuestos participativos, que se hicieron conocidos en todo el mundo y se aplicaron en varias ciudades, reforzaron la ciudadanía y remediaron, si bien parcialmente, la precariedad de los barrios. La llegada del PT al gobierno federal no fue acompañada sin embargo de una política coherente para los graves problemas de las ciudades. Las políticas urbanas concebidas en la primera administración del Ministerio de las Ciudades no fueron priorizadas por el gobierno. A partir del final del primer gobierno de Lula, la cartera pasó a manos de un partido reaccionario y las políticas quedaron a merced de los contratistas.

La expansión de las iglesias evangélicas fue acompañada por el crecimiento de la «bancada de la Biblia» en el Congreso. Concebidas como proyectos de poder, algunas denominaciones evangélicas se expandieron a los medios de comunicación y la política. La elección de parlamentarios fundamentalistas ha ido creciendo año tras año. Y los conflictos con la otra vertiente del cambio social no tardaron en surgir. Pocos lo recuerdan, pero uno de los personajes más atacados en las calles en junio de 2013 fue el diputado Marco Feliciano, quien unos meses antes había ocupado la presidencia de la Comisión de Derechos Humanos de la Cámara de Diputados y había iniciado un proyecto de ley que contemplaba la «cura gay». El enfrentamiento entre la bancada de los partidarios de la Biblia y una juventud moralmente progresista guiaría la política nacional en el periodo siguiente.

Otras tendencias conservadoras se cobijaron bajo el paraguas del lulismo. Una de ellas fue la normalización de lo que el filósofo Marcos Nobre denominó pemedebismo [en referencia al Partido del Movimiento Democrático Brasileño, conocido por su pragmatismo]: el arreglo en el que un grupo «fisiológico» y conservador está permanentemente en el poder, sea cual fuere el matiz ideológico del gobierno, y opera mediante un sistema de acuerdos en las trastiendas. En la década de 1990, el modelo contó con la oposición del PT, que denunció las tramas de corrupción y levantó la bandera de la ética en la política. Pero con la adhesión del gobierno de Lula al pemedebismo, el sistema se quedó sin contrapesos. El blindaje del sistema político y la reproducción de sus vicios oligárquicos condujeron a la furia anticorrupción que finalmente desembocó en la Operación Lava Jato.

El periodo lulista también supuso un salto en la importancia de la agroindustria en el país. La desindustrialización en el sureste fue acompañada por el crecimiento de la producción de commodities y la consolidación de un fuerte sector agrícola en el centro-oeste. Volviendo a la terminología marxista, el crecimiento de la agroindustria produjo un cambio no solo en la base económica, sino también en la superestructura: reforzó un conjunto de valores y concepciones del mundo diametralmente opuestos a los que surgieron en los centros urbanos. Por un lado, la maquinaria agrícola, los agrotóxicos, la deforestación, los enormes automóviles, los valores conservadores; por el otro, la protección del medio ambiente, la vida urbana cosmopolita, el feminismo, los derechos LGBTI+, la despenalización de las drogas, etc.

Finalmente, la elite económica que se había llenado los bolsillos durante los gobiernos petistas comenzó a molestarse por los cambios sociales. Sus espacios privilegiados comenzaron a ser invadidos por los pobres. La gente se quejaba de que los aeropuertos parecían estaciones de autobuses y que una estación de metro como Higienópolis, ubicada en un exclusivo barrio paulista, atraería a «gente diferente». Cuando algunos jóvenes, en su mayoría negros, empezaron a pasear en grupo por los centros comerciales de las ciudades, fue un escándalo. La elite estaba perpleja ante la petulancia de quienes se atrevían a abandonar el inamovible lugar de origen y alterar la calma de sus zonas VIP. Los rolezinhos (fiestas alrededor de un coche) hicieron explícito que el hiato de la inclusión era más profundo. Las puertas de los centros comerciales se cerraron, dejando claro que el modo de vida privatizado brasileño no era para todos.

Las divisiones electorales de 2022 permiten apuntar algunas pistas sobre los retos del próximo gobierno. La segmentación por clase, género, raza, religión, grupo etario y territorio ilumina las tendencias resultantes que han chocado en Brasil desde principios de la década pasada. Además del gran rechazo de Bolsonaro entre las mujeres, fruto de la postura misógina, agresiva y violenta del candidato derrotado, los otros clivajes se refieren a cuestiones relacionadas con el Brasil que se ha transformado desde los gobiernos petistas.

En la base de la pirámide, Lula ganó las elecciones por goleada... En los estratos de ingresos medios, sin embargo, Bolsonaro obtuvo mejores resultados. Esto incluye a la clase media baja, que aumentó su piso durante los años del PT. La categoría «clases ingratas», utilizada en el debate internacional para la clase media baja que abrazó la extrema derecha, es de poca ayuda en este caso. Es más interesante entender cuáles son las aspiraciones de estos segmentos y cómo abordarlos desde una perspectiva progresista, como ha defendido la antropóloga Rosana Pinheiro-Machado.

Las principales promesas de la campaña de Lula para 2022 estaban dirigidas a la base de la pirámide: sacar al país del mapa del hambre de nuevo, aumentar el empleo, los ingresos y el acceso a la sanidad. Estas políticas son fundamentales, pero no es posible repetir la fórmula de hace 20 años. Será difícil tener un escenario económico favorable para una nueva etapa de inclusión «sin lucha de clases». Será necesario tomar de los más ricos para elevar el nivel de los más pobres. Una reforma que corrija la injusta fiscalidad brasileña puede ser el primer paso. Para ello, el nuevo gobierno tendrá que enfrentarse al descontento de las clases privilegiadas, que perderán algo de sus ingresos. Si no lo hace, corre el riesgo de no aportar las mejoras que promete a los más pobres.

Incluso si logra producir un nuevo ciclo de inclusión, el gobierno tendrá que dar el siguiente paso. El conjunto de políticas que podrían estructurar un Estado de bienestar urbano no estuvo en un lugar destacado en la campaña, aunque está presente en las formulaciones de sectores del PT. Si el próximo ciclo lulista reduce la pobreza y genera una nueva migración masiva a los estratos medios, ¿cómo será la vida de los que suban un escalón? ¿Cómo crear un modelo de movilidad ascendente que encaje en el presupuesto de estos sectores, estructurado en torno de la idea de derechos, vida urbana compartida y amplio acceso a los servicios públicos?

Otro público entre el cual Lula destacó en las últimas elecciones fue el de los jóvenes. En la mayoría de las encuestas, ganó con un buen margen entre los menores de 24 años. Este fue también el segmento en el que el candidato Ciro Gomes obtuvo la mayores porcentajes. Hay una parte importante de la juventud del país con valores progresistas que vuelve a apostar por el PT como alternativa electoral. Las aspiraciones de estos jóvenes se expresaron en las manifestaciones de 2013 -educación y salud «calidad FIFA», transporte público con tarifas bajas y eficiente, enfrentamiento a la corrupción, democratización del Estado-, en la primavera feminista y en las ocupaciones estudiantiles de la última década.

Del otro lado, Bolsonaro tuvo su mayor fuerza entre el electorado evangélico y en los estados del sur y del centro-oeste. El mandatario de extrema derecha reunió en su candidatura a los votantes que están en la base de las llamadas bancadas del buey, la Biblia y la bala (BBB). Durante los gobiernos de Lula y Rousseff, estos grupos se acomodaron, de una u otra manera, en la amplia coalición gobernante. Los representantes del sector agrícola dirigieron el Ministerio de Agricultura y elaboraron políticas favorables a sus negocios. Los partidos y las cadenas de televisión de los grupos neopentecostales fueron importantes aliados del gobierno. Con el fin del ciclo lulista, los sectores conservadores no parpadearon antes de unirse a la derecha radical y autoritaria.

El reacomodamiento de estas tendencias conflictivas no parece ser una opción en el próximo ciclo. El país se encuentra en una nueva polarización, y el bolsonarismo hará una estridente oposición, con el objetivo de volver al poder en 2026. Por supuesto, el próximo gobierno necesitará un armisticio con el liderazgo evangélico, los representantes del agro y la elite económica, pero tenemos que considerar esto como una etapa intermedia de un proyecto a largo plazo. Un proyecto orientado a una mayor transformación de la sociedad y que priorice los valores progresistas. Para ello será necesario estructurar políticas que mejoren efectivamente la vida de los sectores medios de los centros urbanos y creen aspiraciones colectivas de futuro vinculadas a este público.

El bolsonarismo no es solo un fenómeno ligado al resentimiento, sino también al deseo. Este proyecto reaccionario fue capaz de dar cohesión a las tendencias conservadoras, apuntando a un futuro. Un futuro ilusorio e inviable, pero es lo que está hoy sobre la mesa. Para debilitarlo, será necesario producir perspectivas reales de futuro que vayan más allá de la vuelta a los años dorados del primer lulismo. Esto solo puede ocurrir a través de un proceso incremental de cambio social, en el que las tendencias progresistas se fortalezcan a través de opciones políticas. El reto es enorme y parece difícil de ejecutar. Pero quienes vieron a Lula salir de la cárcel aquel noviembre de 2019 difícilmente podían imaginar que ganaría la carrera de obstáculos necesaria para asumir la Presidencia tres años después.

Nota: una primera versión, en portugués, de este artículo fue publicada en la revista Piauí. Puede leerse el original aquí

 

(*) Roberto Andrés. Urbanista, profesor de la Universidad Federal de Minas Gerais (UFMG).

Fuente: Nueva Sociedad, octubre de 2022 https://www.nuso.org/articulo/Lula-Brasil/?fbclid=IwAR1Ww7wUTF3cYS5P9c0bdJ28tgtaKQGNc7np1S2pt6lEL3aeMvWYA0N-_qs

Traducción: Pablo Stefanoni