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1.8.22

Reconstituyendo la democracia política y económica para el siglo XXI

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Por Jennifer Klein (*)

Este post concluye el simposio en Law and Political Economy Project sobre La constitución anti-oligárquica, un nuevo libro de Joseph Fishkin y William E. Forbath. Puedes leer el resto del simposio aquí.

Los liberales de izquierda y los líderes demócratas por fin se están haciendo a la idea de que para garantizar la supervivencia y el florecimiento de la república debemos resucitar el movimiento obrero a través del uso de las leyes y la administración pública. Esto no era así durante los años de Obama. Aunque la reforma del derecho laboral había llegado a ser parte de la agenda nacional (en forma de la proposiciónEmployee Free Choice Bill), ni el presidente Obama ni el liderazgo del Partido Demócrata en el Congreso gastaron capital político para su promulgación. Hillary Clinton, como candidata presidencial del Partido Demócrata en 2016, habló del estancamiento de los salarios, de la necesidad de permisos familiares y seguros médicos remunerados y de la falta de "buenos empleos", pero eludió por completo la necesidad de facilitar a los trabajadores la afiliación a un sindicato y la negociación colectiva. La persona que Clinton eligió como su candidato a la vicepresidencia, el senador de Virginia Tim Kaine, estaba en sintonía con el hecho de que los demócratas - desde los libertarianos de Silicon Valley hasta los alcaldes de las grandes ciudades, pasando por los liberales sociales de Wall Street y los políticos del Sur - se han sentido políticamente cómodos con las leyes de derecho-al-trabajo [N.T.: right-to-work laws, legislación que impide diversas estrategias sindicales]. Clinton y el establishment demócrata no podían concebir las desigualdades económicas en términos del propio poder colectivo de los trabajadores, un síntoma de dos décadas y media de clintonismo general.

El trauma de los años de Trump, la pandemia de la COVID-19 y la parálisis política nos han llevado a un lugar diferente. La pandemia abrió conversaciones, largamente extirpadas de nuestra cultura política, sobre el riesgo, el trabajo y la seguridad. Los trabajadores de los almacenes de Amazon, los baristas de Starbucks y los trabajadores de cara al público han forzado conversaciones públicas acerca de la seguridad y la salud corporal, el bienestar de la comunidad y las relaciones de dominación y sumisión en el trabajo del siglo XXI. Al comenzar una batalla para hacer retroceder el control de la vida de los trabajadores por parte de la clase empleadora e insistir en su libertad de asociación y de expresión, estos trabajadores han hecho que los sindicatos sean relevantes social y políticamente.

Para Joseph Fishkin y William Forbath, este cambio representa un cambio positivo con respecto a los intentos de reconstrucción de los sindicatos en las últimas dos décadas. Mientras que las estrategias y tácticas de organización han evolucionado para hacer frente a los retos de los nuevos sectores y grupos de trabajadores, el lenguaje público de los representantes sindicales no lo ha hecho. Durante décadas, los representantes sindicales han hablado de la sindicalización como un billete hacia la clase media, como un gran paquete de salarios y beneficios. Pero las cúpulas directivas sindicales se han mostrado continuamente tímidas en lo que respecta a los derechos políticos fundamentales o la capacidad para crear y hacer valer derechos constitucionales. Como observan Fishkin y Forbath, el movimiento obrero no habla el lenguaje del constitucionalismo. Es un lenguaje que los sindicalistas del siglo XIX entendían en sus intentos de liberarse de la coacción. Este lenguaje permeó la política laboral y de clase de la década de 1930 cuando se hablaba de democracia industrial y se exigía un gobierno que utilizara los poderes legislativo y ejecutivo para reconstruir una economía política constitucional que deslegitimara o incluso proscribiera el poder empresarial arbitrario y abusivo. Los trabajadores en huelga - tanto en las décadas de 1930 y 40 como en la de 1890 - insistieron en que las estipulaciones de la 13ª, 14ª y 15ª enmiendas se aplicaran a sus lugares de trabajo. Los trabajadores de los servicios sanitarios y de los hospitales que se organizaron en la década de 1960 forjaron un sindicalismo de derechos civiles en nombre de la "Operación Ciudadanía de Primera Clase".

A finales del siglo XX y principios del XXI, el discurso y el formalismo del movimiento obrero organizado no dejaban espacio para el "constitucionalismo popular", como lo llamó James Pope. Durante la Convención Demócrata de 2016 - un evento en el que ningún representante sindical habló durante el horario de máxima audiencia -, la presidenta de la SEIU, Mary Kay Henry, utilizó su discurso de dos minutos del día para ofrecer un mantra de aumento de los salarios (un objetivo admirable, sin duda) con una breve y amorfa referencia a la "justicia económica" y a la "justicia racial." El jefe de la AFL-CIO, Richard Trumka, fue aún más funesto, ¡desperdiciando sus dos minutos presumiendo de que él y los mineros sindicalizados eran tíos más duros que Trump! El movimiento obrero se estaba deslizando posiblemente hacia el olvido, y Trumka sólo podía ofrecer una fanfarronada viril. En nuestro momento actual, por lo que puedo decir a través de una lectura ciertamente superficial del sitio web de la AFL-CIO, la palabra "democracia" aparece exactamente una vez, enterrada en la subsección de "Justicia Social y Económica".

¿Pueden los trabajadores luchar por la democratización de la economía y la política sin... bueno... luchar por la democracia? ¿Sin articular una visión de lo que es una sociedad justa, más allá de mejores contratos? ¿Podemos reformular los derechos laborales y económicos como requisitos constitucionales? La derecha, como señalan Fishkin y Forbath, nunca rehúye las reivindicaciones constitucionales; de hecho, sea cual sea el tema los conservadores lo empujan agresivamente hacia el territorio de las reivindicaciones constitucionales. Tomemos, por ejemplo, la decisión de la Corte Suprema en el caso Janus contra AFSCME. La derecha antisindical convirtió el mero cobro de una cuota de agencia por parte de los sindicatos del sector público en una supuesta violación de la expresión política amparada por la Primera Enmienda.

Aun así, tenemos que repensar lo que los sindicatos pueden hacer y harán, especialmente para frenar la oligarquía y generar lo que Fishkin y Forbath denominan "economía política constitucional, [en la que] las garantías de la constitución están vinculadas a la estructura de la vida económica y política". El sistema o la práctica de la negociación colectiva, tal y como se implementó en Estados Unidos durante la segunda mitad del siglo XX, no desafió en lo fundamental la concentración corporativa del poder económico o político. Para aquellos trabajadores y familias bajo el paraguas de la negociación colectiva, el contrato sindical trajo consigo un aumento de los ingresos, un mayor consumo, acceso a la asistencia sanitaria y a la jubilación, días libres; es decir, algo cercano a la "seguridad". Sin embargo, en términos generales, la negociación colectiva al estilo estadounidense fue un modelo de contención. Congeló el mínimo de poder que los trabajadores habían ganado, sin llegar a nivelar las condiciones. A partir de mediados de la década de 1950, la negociación colectiva para un solo contrato o con una sola empresa tuvo poco efecto sobre la estructura del trabajo; el control de la tecnología; el emplazamiento, la ubicación o el cierre de la empresa; el desplazamiento de comunidades y los problemas de territorio, espacio y agua que lo acompañan. Este modelo de negociación fue de contención hasta que las élites empresariales idearon estrategias suficientes - legales, geográficas, culturales, políticas y estructurales - para salir del lugar en el que les ponía. En algunos casos esto ocurrió en una generación, cuando las empresas se trasladaron al sur y a Asia. El ataque masivo, abierto y exitoso contra el sindicalismo tardó unas dos generaciones en completarse.

Ampliar la escala y reducir la escala

La construcción del poder de los trabajadores y de los sindicatos en los distintos sectores de la economía del siglo XXI, que está vinculada a una mayor democratización, requiere tanto la ampliación de nuestro sistema disfuncional de negociación colectiva basado en las empresas - para hacer frente al poder de la gran concentración empresarial - como la reducción hasta el nivel comunitario, que permitiría una mayor autodeterminación frente a los continuos asaltos a las condiciones de vida diaria decentes.

De manera significativa, Fishkin y Forbath apuntan a remedios ampliados: la negociación sectorial y las juntas corporativas o tripartitas o los comités industriales que negociarían los salarios, las normas de aplicación general, las prestaciones o la negociación de jornadas a nivel industrial. Las juntas salariales y los comités industriales recuerdan a experimentos similares en la industria textil de principios del siglo XX, a las juntas corporativistas de la Segunda Guerra Mundial y a la industria textil de Puerto Rico de los años 1950-1970. Kate AndriasBen SachsDavid Madland y César F. Rosado Marzán presentan la negociación sectorial como más acorde con la estructura económica y la experiencia laboral del siglo XXI. Un sindicato no puede enfrentarse a toda una industria, o como se ha visto, ni siquiera a toda una empresa. Un enfoque de negociación sectorial podría contrarrestar las estrategias empresariales de externalización de mano de obra, trabajo ocasional y manipulación de la clasificación laboral (contratistas independientes, falsos autónomos, fijos discontinuos) y trascenderlas representando a todos los trabajadores de un sector. Si todas las empresas del sector se acogen al convenio, saca a los salarios de la competencia. Extendería la representación sindical y los derechos laborales a un abanico más amplio de trabajadores. Las juntas salariales u otros comités de fijación de normas hacen que el Estado desempeñe un papel positivo en el establecimiento de los salarios y las normas del lugar de trabajo para todo un sector u ocupación. Por lo tanto, lleva a cabo el papel afirmativo del Estado en la generación de la "democracia de oportunidades" y la "economía política constitucional".

Pero el poder y la explotación de las empresas, por supuesto, se extienden más allá del lugar de trabajo e impregnan el paisaje. Por lo tanto, para contrarrestar el poder oligárquico es necesario operar también en otros niveles. La Negociación por el Bien Común (BCG), lanzada formalmente en 2014, es una estrategia y un movimiento para rescatar de sus límites a la negociación colectiva de mediados de siglo, tanto política como ideológicamente. Los trabajadores sindicalizados utilizan sus derechos de negociación y las negociaciones de los contratos para impulsar demandas que se extienden a la comunidad, más allá del lugar de trabajo o la empresa. Los sindicatos, los grupos de justicia racial y las organizaciones comunitarias trabajan juntos como socios para ampliar el alcance y el impacto de la negociación colectiva y redistribuir los recursos de las empresas en los tipos de inversión social y subvenciones que los socios de la alianza identifican como relevantes. Es una respuesta táctica a la política estatal de austeridad y limitación de impuestos. La negociación por el bien común desafía el dominio empresarial unilateral sobre la inversión y desinversión en la comunidad. El BCG incluye a más partes interesadas en la lucha y, por tanto, pretende "construir un poder laboral comunitario a largo plazo". Por lo tanto, "la campaña no termina una vez que el sindicato pacta sus contratos", ocupándose solo de sus propios miembros en términos de un estrecho interés propio. La coalición hizo un pacto para permanecer juntos y ganar en materia de vivienda, atención médica, escuelas, justicia ambiental y contra la polución o derechos de los inmigrantes. Tomar la ofensiva requiere desafiar directamente a los agentes que extraen recursos de las comunidades y perpetúan la represión, desde los bancos hasta las corporaciones y la policía.

El BCG no ejerce un poder nacional, por supuesto (aunque existe una red nacional). Sin embargo, lo que está haciendo en la práctica es construir la seguridad y la estabilidad, las alianzas y las capacidades para desafiar la posición de la élite sobre el poder político a niveles superiores. La Common Good Network está elaborando un índice nacional de contratos sindicales y fechas de vencimiento para sincronizar las campañas y las huelgas de forma más amplia, con el fin de cambiar los tiempos de los contratos de negociación colectiva, antes fragmentados y localizados, y utilizarlos para ganar poder. El establecer impuestos a los ricos y la redistribución de la riqueza son demandas explícitas de la red BCG por las que sus organizaciones asociadas han estado trabajando a nivel estatal en todo el país en un intento de contrarrestar la imposición neoliberal del riesgo sobre las comunidades y los individuos.

Han surgido otras iniciativas distintas para ejercer un mayor poder comunitario sobre la economía política local, impulsadas más bien por asociaciones de arquitectos, diseñadores urbanos, promotores negros y activistas comunitarios. Estas asociaciones se han formado recientemente en Chicago, Filadelfia y Detroit para incorporar a los grupos comunitarios y a los residentes a los principales proyectos de desarrollo, como Lincoln Yards y la Biblioteca Presidencial de Obama y los Navy Yards de Filadelfia. Influenciados por el trabajo pionero de LAANE (Los Angeles Center for a New Economy), han recurrido a acuerdos de "beneficios comunitarios", centrados en garantías de contratación, acuerdos de vivienda asequible, programas educativos o apoyo a empresas regentadas por minorías. El desarrollo de beneficios para la comunidad debería ser una base esencial. Sin embargo, sea cual sea el grado de cumplimiento de estos pactos, la "aportación de la comunidad" y los "puestos de trabajo" son lamentablemente insuficientes; no cambian la base subyacente de poder y control de los recursos.

Los enemigos del movimiento obrero

Interrumpiendo el camino de los trabajadores que buscan reconstruir los sindicatos y la democracia económica no encontramos solo a empresarios hostiles, sino también a sus entusiastas y agresivos cómplices: los bufetes de abogados especialistas en "evitar sindicatos". Estos bufetes, que instan a los empresarios a emprender una ofensiva total contra las campañas sindicales y los trabajadores que se manifiestan, son especialmente hábiles en tácticas de subversión e intimidación y, lo que es más importante, en separar la raza de la clase para reforzar el poder económico de las élites.

Tomemos, por ejemplo, a Littler Mendelson, Ogletree Deakins, Morgan Lewis y Proskauer Rose, que han asesorado a Starbucks, IKEA, Amazon.com y empresas de medios de comunicación, respectivamente, en sus batallas antisindicales. Cada uno de estos bufetes pregona el profundo compromiso de sus empresas con la "diversidad y la inclusión". Citando al bufete de abogados de Starbucks, Littler Mendelson, la empresa tiene una "cultura que prioriza la inclusión" como un "principio fundamental que vivimos cada día". Ogletree Deakins se esfuerza continuamente por lograr "una cultura vibrante, diversa e inclusiva", señalando que "nos comprometemos a promover una cultura en la que se fomente el diálogo abierto y las personas experimenten un sentimiento de pertenencia y empoderamiento que les ayude a alcanzar su máximo potencial." Morgan Lewis, ampliamente implicado en el agresivo antisindicalismo de Amazon, añade "bienestar" a "diversidad e inclusión" para sus propios empleados. Evidentemente, el bienestar no se aplicó al aluvión de operaciones de guerra psicológica, reuniones con público cautivo [N.T.: reuniones obligatorias en horario laboral de propaganda anti-sindical] o las falsas acusaciones legales y arrestos contra los trabajadores de Amazon en Alabama y Staten Island. La supresión del diálogo abierto y del empoderamiento, especialmente de los trabajadores de color, es precisamente el servicio especializado que estas empresas venden a las principales corporaciones e instituciones "sin ánimo de lucro" de Estados Unidos.

Estos bufetes han desarrollado una estrategia para desvincular perpetuamente la diversidad de las cuestiones de poder económico. Proskauer Rose ayuda a nuestras mejores universidades de élite (Yale, Columbia, Universidad de Chicago, Duke y Cornell, por ejemplo) en sus hostiles campañas antisindicales, garantizando que el trabajo académico continúe en su caída hacia la precariedad mal pagada. Además de sus orgullosos compromisos con la diversidad y la "comunidad", el sitio web de Proskauer también ofrece una inspiradora sección sobre su generosa asesoría legal gratuita para abordar "la raza y la pobreza", "la inseguridad alimentaria" y los problemas de los inmigrantes. Es como si la justicia racial y la equidad no tuvieran ninguna relación con las empresas que defienden. La pobreza y la inseguridad alimentaria no tienen nada que ver con las prácticas de sus clientes empresariales consistentes en pagar salarios bajos, promulgar aumentos de velocidad del trabajo perjudiciales para la salud, asignar estratégicamente horarios erráticos y despedir punitivamente a quienes alzan la voz. O por qué no hablar de los efectos racistas de la gestión autoritaria sobre los trabajadores negros e inmigrantes que conducen a una cultura de exclusión, miedo y desconfianza, y despidos punitivos. Sin embargo, el sindicalismo que haría posible que estos trabajadores tuvieran voz, contrarrestaran su marginación, desafiaran el racismo y abrieran caminos hacia mejores oportunidades es absolutamente insostenible. Estos bufetes ofrecen activamente sus servicios a empresas para que pisoteen y acaben con los sindicalistas, vendiendo a estos empleadores una "diversidad" que desempodera a los trabajadores. Para hacer realidad la transición a una democracia de oportunidades de base amplia, los licenciados en derecho tendrán que denunciar que estos servicios de "evasión sindical" violan los derechos constitucionales y obstruyen una economía política constitucional equitativa.

***

Como historiadora, suelo mirar hacia atrás y hacer balance. Así que aprovecharé la oportunidad de mirar hacia adelante y utilizar la constitución antioligárquica como base. La economía solidaria es una economía local que defiende sus espacios públicos sin vigilancia, reclama sus servicios públicos, construye la riqueza de la comunidad apoyando a las empresas que son propiedad de los trabajadores y de los residentes y dirigidas por ellos, mejora las capacidades de las personas sin importar sus facultades físicas o cognitivas, y construye nuevas vías para la participación de los residentes en el desarrollo social y económico democrático. Pero los puentes hacia la economía solidaria libre de opresión y explotación oligárquica pueden construirse en cualquier lugar y en todas partes. Deberían incluir: sindicatos; bancos públicos de tierras que trabajen conjuntamente con acuerdos de beneficios comunitarios; presupuestos participativos; reconstrucción de nuestra capacidad para intervenir en un registro público sobre los bienes comunes y los servicios públicos; recalibración feminista del tiempo y reimaginación de la vida familiar, el cuidado de la familia y el cuidado de la comunidad; y servicios públicos para reclamar nuestra infraestructura energética.

Los privatizadores y las sociedades con ánimo de lucro han tenido el tiempo necesario, desde los años 90 hasta ahora, para demostrar sus promesas de eficiencia, innovación y precios bajos. Han fracasado en todos los aspectos. En cambio, Enron, Pacific Gas & Electric, Eversource en Connecticut y la mayor parte de la red privatizada de Texas han obtenido sus beneficios por la fuerza y los han desviado de la inversión en modernización. Han demostrado que no están preparados ni dispuestos a enfrentarse a los retos del cambio climático y los fenómenos meteorológicos extremos. Según la economía política constitucional, el Estado debe actuar sin ambages para salvar nuestras condiciones de vida más fundamentales. Entonces, tal vez, todos podríamos respirar y prosperar.

Por estas y otras razones, aplaudo plenamente la idea central del libro. Sin embargo, tampoco puedo evitar decir "bienvenido a la economía política", ya que toda una generación de historiadores ha estado publicando trabajos extensos en este mismo campo durante los últimos quince años o más. El hecho de que el libro de Fishkin y Forbath cite una literatura histórica notablemente anticuada - de los años 70 y principios de los 80, en su mayoría, con un puñado de excepciones de gente que conocen y no pueden dejar fuera, como Nelson Lichtenstein - sugiere que no estamos comprometidos con un esfuerzo interdisciplinar. University of Pennsylvania Press, Princeton Press, Harvard Press y UNC Press tienen colecciones enteras de libros publicados por historiadores en la última década que son economía política. Más concretamente, me sorprende que Fishkin y Forbath dejen de lado muchos trabajos relevantes de economía política realizados por mujeres, como Alice O'Connor, Alice Kessler-Harris, Dorothy Sue Cobble, Eileen Boris, Elizabeth Shermer, Meg Jacobs, Marissa Chapell, Kim Phillips-Fein, Gail Radford, Talitha LeFlouria, Annelise Orleck, Margaret O'Mara, Tami Friedman y yo misma. Con su atención a la relación entre el trabajo productivo y el reproductivo, entre el hogar y el trabajo, y cómo el discurso sobre la ciudadanía ha oscurecido su interconexión, las historiadoras feministas suplen los huecos de la ciudadanía constitucional. Estas historiadoras han dado cuenta de las formas perpetuamente cambiantes en las que el riesgo social se descarga sobre las mujeres y las personas de color. Precisamente porque estas académicas han escrito sobre el trabajo en el sector servicios y en los hogares, han explicado el desarrollo de los aparatos estructurales e ideológicos y las innovadoras estrategias de resistencia y empoderamiento de los principales sectores económicos de nuestra época. Ciertamente, la "inclusión" debería aplicarse a los estudios que se leen y se tienen en cuenta. El hecho de que no se hayan tenido en cuenta parece bastante desalentador para nuestro proyecto colectivo; quizás ahora ya podemos dar los pasos para leernos los unos a los otros. 

 

(*)  Jennifer Klein es Bradford Durfee Professor de History en la Universidad de Yale. Su último libro, en colaboración Eileen Boris, es "Caring for America: Home Health Workers in the Shadow of the Welfare State" (Oxford University Press, 2012).

Fuente: https://lpeproject.org/blog/reconstituting-political-and-economic-democracy-for-the-21st-century/

Traducción: David Guerrero