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20.6.22

Más allá de la melancolía de izquierda (II)

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Por Stathis Kouvelakis (*)

De un militante de izquierda radical y comunista de mi generación, que vivió veinte años en la «gran pesadilla de los ochenta» (François Cusset), y que comenzó a militar a fines de los años setenta, podría decirse que fue educado esencialmente en y por las derrotas.

Las razones profundas de la derrota

Por lo tanto, tenemos que considerar las razones de la capitulación. Mencioné la ausencia de un plan de autodefensa, la negativa del gobierno a apoyarse sobre la movilización popular y las ilusiones ideológicas sobre los posibles márgenes de maniobra en la UE. Pero, en cierto sentido, no hice más que describir el problema. ¿Por qué no fue posible actuar de otra manera cuando la catástrofe se perfilaba en el horizonte? ¿Por qué no pudimos cambiar de dirección si en el interior de SYRIZA había un ala minoritaria, pero importante, que no paraba de crecer y que hacía sonar las alarmas mientras trazaba las grandes líneas de un plan de autodefensa como el que necesitábamos? Por mi parte, desconfío de todas las visiones psicologistas, que reducen todo al carácter -o más bien a la falta de carácter- de ciertos dirigentes, o que querrían hacernos creer que todo estaba determinado de antemano, que los dirigentes de SYRIZA siempre habían tenido la intención de firmar un tercer memorándum y que simplemente mintieron para llegar al poder y concluir el trabajo sucio. Estas tesis contienen ciertos elementos de verdad: los dirigentes, con Tsipras a la cabeza, efectivamente mostraron no tener coraje cuando empezaron a titubear frente a la dificultades y sostuvieron un doble discurso con metas que sabían perfectamente desprovistas de fundamento. Pero la cuestión es más compleja. 

No tengo una explicación definitiva, que exigiría acceder a fuentes que todavía no están disponibles, pero, en función de mi propia experiencia, de mis lecturas y de mis intercambios con otros compañeros, presento a continuación la hipótesis que considero más probable. Creo que el momento de oscilación decisivo, aun si no era del todo irrevocable, llegó en la primavera de 2012. En las elecciones legislativas de mayo y junio, SYRIZA dio un salto extraordinario: de ser un pequeño partido que sacaba 4 o 5% de los votos, se convirtió en la fuerza de oposición más importante y por poco no quedó en primer lugar. Las oleadas de movilización popular todavía estaban frescas; de hecho, el partido no había logrado todavía una plena normalización interna y sostenía un firme discurso rupturista. A comienzos de junio, pocos días después del escrutinio, Tsipras declaró por última vez que para él la cuestión del euro, es decir, del abandono de la moneda única, que simbolizaba una ruptura definitiva con la situación, no era un tabú. De hecho, esa era la posición oficial del partido. Entre los escrutinios de mayo y junio de 2012 empezaron a correr vientos de pánico en toda Europa. Todos los días, Merkel, Hollande y los otros dirigentes de la UE advertían a los electores griegos que no debían elegir personas «irresponsables» que conducirían el país hacia el caos. Las clases dominantes europeas y sus funcionarios percibieron que Grecia representaba una amenaza real.

¿Cómo vivió esa situación la dirección de SYRIZA? Fue percibida como un momento de verdad, es decir, un momento en que había que llevar las decisiones a la práctica. Estoy convencido de que la posibilidad de una confrontación real con las clases dominantes nacionales y europeas provocó mucho miedo en la organización. Porque una cosa es tener un discurso radical cuando uno está en la posición -hasta cierto punto cómoda- de fuerza minoritaria, y otra cosa es medirse con la posibilidad de pasar directamente a la acción. 

Hay un episodio, poco comentado, que no deja de llamarme la atención. Durante el verano de 2012, poco después del esplendoroso triunfo en las urnas, Tsipras desapareció durante varias semanas. En teoría estaba agotado y necesitaba descansar. Cuando reapareció empezó a enviar «señales de moderación», según la expresión consagrada, a los poderes europeos y mundiales. Cada vez que hablaba en sus viajes al extranjero, en eventos de organismos no gubernamentales o de instituciones internacionales, era para decir algo como: «Escuchen, no somos tan peligrosos ni tan radicales como se dice. Y nos merecemos una recompensa por haber adquirido ese sentido de la responsabilidad». 

Era una música familiar para todo aquel que hubiera vivido la derrota de otros gobiernos de izquierda en países europeos. En ese momento, éramos muchos los militantes de SYRIZA que percibíamos que Tsipras estaba preparando una movida similar a los giros de las izquierdas francesa o italiana de los años 1980 o 1990. Con la salvedad de que, una vez que decidido, no se contentó con el «rigor» de Mauroy-Fabius de los años 1980, sino que subastó el país y aplicó un plan de austeridad sanguinario frente al que hasta la política de Macron parece moderada.

Tratemos de ir un poco más lejos: ¿por qué la dirección de SYRIZA tuvo tanto miedo? Hay que examinar más de cerca los materiales de los que estaba hecho SYRIZA, y sobre todo su dirección. Tsipras había infundido esperanzas en todo el mundo porque era el miembro más joven del núcleo dirigente. Era un personaje nuevo, descontracturado, despojado de las taras de la izquierda tradicional. Pero la verdad es que, a pesar de su corta edad, había dado sus primeros pasos en la militancia a comienzos de los años 1990, en las filas de la juventud del PC griego ortodoxo. Como sea, detrás de él estaba la dirección de SYRIZA, compuesta de cuadros relativamente experimentados (y, en proporciones abrumadoras, de hombres), salidos sobre todo de diversas rupturas del Partido Comunista de Grecia. Eran personas marcadas por la derrota de la izquierda comunista del «corto siglo veinte» y que, en su mayoría, habían incorporado los frutos de esa derrota. No formaban parte del orden existente, a diferencia de los social-liberales, pero tampoco creían que las cosas pudieran cambiar radicalmente, que fuera posible construir otra realidad, que ese programa estuviera al alcance de la mano, y que, en consecuencia, concretarlo planteaba la necesidad de una confrontación importante. No percibían en la crisis paroxística del país una oportunidad de cambio sin parangón histórico; simplemente no era esa su manera de pensar. Y sin pensar de esa manera es imposible hacer frente a los Schäuble, a las Merkel, a los Draghi y a todo su gremio, porque, librada a sí misma, la lógica despiadada que deriva de las relaciones de fuerza existentes termina imponiéndose siempre.

Quiero aportar un testimonio personal en este sentido. No tuve más que una reunión a solas con Tsipras, en mayo de 2012. Hice de intérprete cuando vino a París con ocasión de una conferencia de prensa con Pierre Laurent y Jean-Luc Mélenchon en la Asamblea Nacional.

París, Asamblea Nacional, 21 de mayo de 2012. En la primera fila, de izquierda a derecha, Jean-Luc Mélenchon, Alexis Tsipras, Pierre Laurent, Panagiotis Lafazanis (portavoz del grupo parlamentario y dirigente del ala izquierda de SYRIZA). En la segunda fila, Aliki Papadomichelaki, responsable del sector internacional de SYRIZA, Stathis Kouvélakis y Clémentine Autain (de pie).

Después de esa inolvidable conferencia de prensa, Tsipras paseó por todos los medios, así que tuvimos que hacer largos recorridos en taxi en un París de tránsito embotellado. La conversación era relajada, hasta cálida, pero cuando abordamos nuestros desacuerdos sobre el plan B, me dijo: «Pero, ¿por qué esa idea de que vamos a tener que romper inevitablemente con el euro? Hay algo en su lógica [la del ala izquierda de SYRIZA] que no comprendo». Y yo le dije: «Me parece que va a llegar un punto en el que no te van a dejar opción. Van a intentar quebrarte, bloquearte por todos los medios posibles, y la única respuesta va a ser precisamente esa». En aquel momento, su respuesta me dejó perplejo. No me la esperaba y por eso la recuerdo hasta el día de hoy. Con total espontaneidad, algo bastante raro en un dirigente político, se me acercó y me dijo: «Pero, ¿por qué harían eso? ¿Por qué motivo?». Por lo tanto, Tsipras era un tipo que no solamente ignoraba la lucha de clases, sino que carecía del realismo de base inherente a todo conflicto político y social, ese realismo del que los políticos burgueses suelen ser perfectamente conscientes. El germen de la derrota está ahí, en esa asimetría de posiciones y en la ceguera que reveló tener la parte más débil. 

Pienso que cuando se convirtió en primer ministro, Tsipras no quería capitular ni sufrir la humillación de la noche que separó el 13 del 14 de julio de 2015. Pensaba que sería capaz de triunfar con su «honestidad política» y con esas pequeñas maniobras tácticas que hasta entonces habían rendido sus frutos. No había comprendido, porque no quería comprender, y, hasta cierto punto, no podía comprender, que frente a él había enemigos dispuestos literalmente a todo, determinados a aplastarlo para dar un ejemplo y mostrar que ninguna política distinta era posible en el interior de la Unión Europea. Y tuvieron éxito porque no solo lo condujeron a la capitulación, sino que lo transformaron en un instrumento dócil de sus dictados y lo hicieron repetir: «Es triste, pero no había otra opción».

¿Qué aprendimos?

Pienso que la lección que nos deja el desastre griego queda bien resumida en esta proposición: toda fuerza política de izquierda que pretenda iniciar una política de ruptura con el neoliberalismo, pero que no explique por qué ni cómo lo hará, como fue el caso de SYRIZA y de Tsipras en 2015, no amerita ni un minuto de nuestra atención. Tomemos un ejemplo concreto: consideremos el programa de Francia Insumisa, L'Avenir en commun [El futuro en común]. No se trata de una propuesta marginal, sino de un programa aprobado en 2017 por cerca del 20% del electorado francés y retomado en lo esencial por Mélenchon en la campaña de 2022 (con una llamativa excepción, sobre la que volveré más adelante). Si Mélenchon no considera que realizar ese programa -solo ese programa, ni más ni menos- implicará importantes niveles de confrontación con las clases dominantes francesas y europeas, es imposible que lo tomemos en serio cuando afirma que lo implementará «pase lo que pase». Tomarse en serio esa confrontación quiere decir prepararla, ser consciente de que hará falta aplicar una serie de medidas contra las que el enemigo reaccionará violentamente. El verdadero poder de Francia no es el del palacio del Elíseo ni el de Matignon, es el poder económico, el de los patrones, los grandes bancos, las finanzas y todo el poder alojado en la cumbre del aparato de Estado: los funcionarios de Bercy tienen mucho más poder que el ministro de Finanzas. Eso por no decir nada de los aparatos represivos, del ejército y de la policía, garantes en última instancia del orden existente que cumplieron un rol fundamental en la transición hacia el régimen actual de la Quinta República. 

A todo eso hay que sumar la enorme presión internacional, que no tardará en hacerse sentir. Francia no es una isla y no es la potencia mundial que pretende. En ese sentido, además de la burguesía francesa, los que reaccionarán rápidamente serán los «mercados internacionales» y las instituciones europeas en tanto expresiones concretas de las clases dominantes del continente. Estas disponen en particular de un arma confiable, la moneda, blandida por una institución, el BCE, que vimos cómo actuó en el caso de Grecia (y ya había amenazado con hacer lo mismo en el caso de Irlanda). También están los tratados europeos y sus instancias de control, aun si sus medios concretos de sanción son más débiles. Ese marco hace que las políticas neoliberales sean intangibles y, si se considera la regla de unanimidad necesaria para modificar cualquier acuerdo, se notará que fueron concebidos como irreformables. No cabe duda de que esos tratados, flexibilizados temporalmente a causa de la pandemia, serán reactivados una vez que pase la emergencia y, en cualquier caso, siempre que algún Estado miembro de la Unión Europea decida poner en cuestión el orden neoliberal. 

No sirve de nada sesgar ese dato y pretender, como deja entender el programa de Mélenchon de 2022, que será posible abstraer selectivamente ciertos rasgos de esos tratados y negociar el resto sin comprometerse en una verdadera confrontación. Excluir de antemano la idea de una salida del euro -esa es la diferencia fundamental con el programa anterior- implica aceptar el marco fijado por el BCE. Pero si uno se toma en serio la idea de una ruptura con la situación existente, el plan B se vuelve inevitable. A decir verdad, es el único plan válido, incluso si, desde un punto de vista táctico, la idea de la dualidad plan A/plan B tiene ciertas ventajas. El repliegue de Mélenchon frente a estas cuestiones no augura nada bueno, ni para Francia Insumisa ni para la izquierda francesa y europea en general. 

Pero volvamos a la cuestión de la confrontación. Dadas las poderosas armas de las que dispone el adversario, ¿qué fuerza, además de las precisiones programáticas, tenemos nosotros? La movilización popular. Conquistar la mayoría en las elecciones es, sin duda, una etapa indispensable -y SYRIZA demostró que, por lo menos en ciertas condiciones, no es un límite insuperable para la izquierda-, pero no es suficiente. Contrariamente a lo que parecen creer los partidarios del «populismo de izquierda» -Francia Insumisa o, antes de ellos, Podemos- no basta con un movimiento reducido a mera máquina electoral (en realidad, un movimiento reducido a una máquina que sirve para una sola elección, la presidencial). Hace falta una organización digna de ese nombre, dotada de un verdadero anclaje a nivel local y nacional, con presencia en los barrios populares donde viven y trabajan los hombres y las mujeres de las clases explotadas. Hace falta tejer vínculos sólidos con el movimiento sindical, con el movimiento social, con formas comunitarias y de participación directa... En fin, para contar efectivamente con la movilización popular, hace falta construir una red compleja de alianzas. Esa conclusión no surge del a priori ni de la realidad intangible de la «forma partido», ni siquiera de una posición previa sobre el rol de las «vanguardias», sino de un realismo político elemental, cuando menos equivalente al que determina las acciones de nuestro enemigo de clase.

La organización es un concentrado de política, pero no es toda la política. Necesita una orientación que sirva para intervenir en la coyuntura inmediata: algo así como un programa de transición, medidas inmediatamente aplicables que inicien un proceso de ruptura capaz de modificar la relación de fuerzas, abrir posibilidades para la movilización popular y un horizonte nuevo. Supongamos, a título provisorio, que un programa del tipo de L'avenir en commun [El futuro en común], o, en 2015, el denominado programa «de Tesalónica» de SYRIZA, podrían cumplir o cumplieron esa función. Pero no alcanza: hace falta un horizonte de largo plazo. Digamos más precisamente que ese horizonte de largo plazo revela ser en realidad una condición para elaborar un programa de transición coherente y, sobre todo, para construir los medios de su implementación efectiva: la organización y la movilización de las fuerzas populares. No se trata de definir los detalles de una sociedad ideal, sino de los grandes trazos de un proyecto nutrido de la experiencia histórica y de problemas concretos a los que se enfrentan las clases dominadas, que haga creíble la idea de un «orden nuevo», para retomar la expresión de Gramsci y de sus compañeros turinenses.

Por eso importan las palabras como «socialismo» y «ecosocialismo». Para comenzar a cuestionar los fundamentos del orden actual, es necesario nombrar y decir que eso contra lo que hay que arremeter, si queremos ir más allá del control social de los grandes mecanismos económicos, es el capitalismo, y eso implica avanzar en una transición ecológica al servicio de las clases populares (y no de entidades indistintas como «el planeta» o «los seres vivos»). La noción de «planificación ecológica», que tiene un fuerte componente participativo y de relocalización de actividades productivas, abre una vía fecunda en ese sentido.Y, después, está la estrategia que permite vincular todos esos elementos de forma coherente. Daniel Bensaïd hablaba del «eclipse de la razón estratégica» como epicentro, a la vez síntoma y causa, de la crisis de la izquierda anticapitalista, del estado de impotencia en el que se encontraba después de la derrota del comunismo del siglo veinte. 

Desde este punto de vista, América Latina tiene mucho que enseñarnos. Pienso que la experiencia más avanzada sigue siendo la de Allende, es decir, la de Chile durante el gobierno de la Unidad Popular. No pretendo restarle importancia a todo lo que sucedió después, las experiencias de Bolivia, Venezuela y, en términos más generales, los movimientos sociales y los gobiernos progresistas latinoamericanos de la década del 2000, ni tampoco a lo que sucede ahora, sobre todo en Chile. Pero la Unidad Popular fue otra cosa, fue mucho más lejos. Fue un proceso verdaderamente revolucionario, que emergió en condiciones bastante parecidas a las de nuestro mundo actual, o al menos más parecidas que las que posibilitaron la Revolución china, la cubana o la rusa de 1917. La etiqueta «vía democrática al socialismo», utilizada con frecuencia en el caso de Chile, remite al hecho de que el proceso se fundó en la articulación entre un movimiento obrero y popular en ascenso y una coalición de fuerzas de izquierda que logró ocupar posiciones en el Estado mediante triunfos electorales (sobre todo la presidencia, pues nunca tuvo mayoría en el parlamento y eso no dejó de ser un problema). Lo esencial, no obstante, es que ese proceso revolucionario no supo defenderse frente a la contraofensiva feroz de los Estados Unidos, de sus aliados y de la burguesía chilena, que hicieron todo lo que estuvo a su alcance para sofocar el movimiento y tuvieron éxito.

Hay cierto narcisismo, típico de lo que podemos denominar la «ideología francesa», bastante extendido, incluso en la izquierda, que consiste en decir que Francia es una excepción y que lo que sucedió en Chile con Allende o, de manera menos trágica aunque igualmente devastadora, en Grecia con Tsipras, nunca podría suceder aquí. Es verdad que Francia, en tanto país, tiene más peso que la pequeña Grecia de 2010-2012, y que los Estados Unidos y las otras potencias capitalistas no contarían con los mismos mecanismos para ejercer presión en este país. Sin embargo, la diferencia es menor de lo que parece: el arma de las sanciones económicas, utilizada cada vez con más frecuencia contra los países acusados de desobedecer el orden mundial actual, siempre hegemonizado por el imperio estadounidense, no deja de ser temible. Más en el caso de economías como la de Francia, abiertas y modeladas según las necesidades de la mundialización capitalista. 

Otro aspecto de la cuestión es que Francia tiene una clase dominante mucho más poderosa y aguerrida que la decadente clase dominante griega, que cada vez que tuvo que enfrentar a su propio pueblo, se vio obligada a recurrir a tutores y protectores extranjeros. De hecho, la burguesía griega jamás habría podido mantener su posición durante la guerra civil (1944-1949) sin el respaldo de los imperialismos británico y estadounidense (el napalm fue utilizado por primera vez contra los guerrilleros del Ejército Democrático, formado por el Partido Comunista de Grecia). Pero en Francia, en 1871, a la clase dominante no le tembló el pulso cuando tuvo que prender fuego París y bañar las calles de sangre, masacrando a decenas de miles de ciudadanos porque la Comuna representaba una verdadera amenaza contra el orden social. Tampoco dudó cuando pactó con el nazismo porque prefería a Hitler en vez del Frente Popular. En mayo de 1968, cuando De Gaulle sintió que la situación se le iba de las manos, decidió dar un paseo por Baden-Baden y recurrió a las tropas de Massu para calmar las aguas. Más recientemente, aun cuando estemos lejos de toda situación de insurrección popular, vimos que muchísimos militares -no necesariamente retirados- firmaron columnas de opinión llamando a una guerra civil. También escuchamos a un filósofo y exministro de Educación decir que los policías deberían utilizar sus armas contra los manifestantes. Esa declaración testimonia perfectamente el «asalvajamiento» de la burguesía francesa. Si esa clase se siente amenazada, no cabe duda de que avanzará cuanto pueda para controlar a un pueblo al que considera indisciplinado e inclinado a la revuelta.

Una estrategia de transformación radical de la sociedad no puede hacer caso omiso a la violencia inherente a todo proyecto de ese tipo. Aun cuando difiera de la vía insurreccional, la «vía democrática» hacia el socialismo no equivale a una vía pacífica o no violenta, porque la democracia, y la necesidad de defenderla cuando es amenazada por la rebelión de las fuerzas reaccionarias, nunca está exenta del uso de la violencia. Un gobierno popular, que se apoya en las urnas, no puede renunciar al derecho de defenderse «por todos los medios necesarios». 

Y, al mismo tiempo, la experiencia histórica nos enseña los riesgos de la deriva autoritaria que comporta todo estado de excepción, incluso cuando es instaurado por revolucionarios sinceros. Por lo tanto, se trata de crear condiciones políticas que permitan minimizar su necesidad y duración, y repensar sus formas, subordinándolas lo más posible al control popular y a un marco legal. Sin excluir el recurso a la fuerza, priorizar la lucha de masas y la construcción de la hegemonía de un bloque mayoritario de los sectores subalternos es el pilar de una estrategia de ese tipo. Es la única manera de limitar el campo de acción de las fuerzas que resistirán todo cambio y de expandir las fracturas que atravesarán el núcleo duro del Estado facilitando todas las acciones que apunten a desmantelarlo. 

Pero volvamos aquí y ahora. Porque pensar la acción política implica partir de las cosas como son y no como querríamos que fueran (aunque, por supuesto, no con el fin de someternos a ellas, sino con el de transformarlas). En el caso de Francia, constatamos que durante los últimos años, aun sin triunfos definitivos, hubo muchas luchas sociales importantes. Por lo demás, todos los intentos de construir el instrumento político de una izquierda rupturista fracasaron absolutamente, dejando al descubierto ciertos límites que no podemos obviar. Tenemos que comenzar haciendo el esfuerzo de construir organización y hacer converger a los movimientos sociales en un plazo más largo. Ese trabajo no tiene nada de espontáneo y requiere muchísima paciencia. Por otro lado, este frente social debe interactuar con un frente político: son las dos patas sobre las que se asienta una estrategia de «guerra de posiciones», susceptible, si la evolución de la situación y la temporalidad del conflicto así lo determinan, de transformarse en una «guerra de movimiento». 

Para llegar a ese punto, para intensificar el nivel de la lucha de clases, necesitamos una táctica capaz de conquistar victorias parciales, condición necesaria para pasar de una posición de repliegue defensivo, como la actual, a una acción contraofensiva. Por lo tanto, nuestra táctica debe apuntar a cambiar las relaciones de fuerza en las instituciones. Debemos combatir las ilusiones anarquizantes, aun si son, hasta cierto punto, comprensibles después de tantas decepciones y derrotas políticas. La acción política desborda ampliamente el terreno electoral, pero las elecciones no son un terreno que debamos ceder al enemigo. No basta para tomar el control efectivo de las instituciones estatales, pero en los países que disponen de regímenes parlamentarios y de una «sociedad civil» fuerte, el triunfo electoral es una etapa ineludible. Y, tal vez desafortunadamente, no podemos desentendernos del Estado -del núcleo duro del Estado, no de los servicios públicos o de los cargos administrativos inferiores, más fácilmente transformables- porque el Estado nunca se desentiende de nosotros: está siempre frente a nosotros y contra nosotros.

*****

En 2010, cuando empezó la revuelta en Grecia, me dije: «Bueno, ya está, tengo que dejar todo y concentrar mis energías en esto porque va a ser la lucha política de mi vida, de mi generación». Aunque el ciclo cerró con una derrota, había que hacerlo y no me arrepiento de nada. Sabiendo que no digo nada original, soy de los que piensan que la belleza del mundo se revela por y en el combate que busca transformarlo. No son aguas calmas las que enfrentamos. Entonces -y esto tampoco es nada nuevo- tenemos que apostar a que, entre los más jóvenes, siempre hay energías de lucha disponibles capaces de sacarnos de la rutina. En ese sentido, la transmisión de la experiencia pasada -herencia teórica incluida- es fundamental. Esa es nuestra responsabilidad, la de los más viejos. No asumirla es condenarnos a la impotencia, resignarnos a este mortífero clima de época, que es una mezcla de cinismo, desesperación y autocomplacencia melancólica. Pero cuidar la memoria del pasado sin que se convierta en un objeto de museo, despolitizado y despolitizante, implica fecundarla, esclarecerla a la luz del presente, ponerla en relación con las experiencias actuales. Y esa es una labor colectiva y transgeneracional. Tenemos tarea para los próximos años.

 

(*) Stathis Kouvelakis. Profesor de filosofía política, antiguo diputado y miembros del Comité Central de Syriza, es militante de la Unidad Popular griega.

Fuente: https://jacobinlat.com/2022/05/23/mas-alla-de-la-melancolia-de-izquierda/