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9.5.22

La rebeliĆ³n de los idiotas

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Por Antonio Lafuente (*)

La pandemia nos ayudó a entender mejor la urgencia por facilitar la ciencia abierta y limitar la influencia de las grandes corporaciones.

El maltrato a los idiotas fue una de las piezas clave que explican el éxito de la ciencia moderna. Fue Isabel Stengers quien lo explicó con brillantez al comentar la estrategia seguida por Galileo para asegurar el éxito en la comunicación de sus descubrimientos. Su Diálogo sobre las dos nuevas ciencias (1638) es un hito en la consolidación del italiano como lengua moderna y en la lucha de los modernos para abrirle paso en la Universidad barroca al método experimental. 

El Diálogo que inventa Galileo se realiza entre tres personajes reconocibles: uno, el principal, él mismo, que es un moderno convencido; otro, llamado Simplicius, que representa todos los valores a superar y, por fin, un tercero, que opera como un diplomático y que aparenta la equidistancia, pero que siempre se las arregla para que el lector sea seducido por los argumentos del moderno. Los diálogos fueron parte de una estrategia retórica eficiente en las luchas ideológicas, hoy diríamos culturales y postmodernas, que alumbraron la modernidad. 

Lo importante no es el género empleado, sino la forma en la que los modernos lo usaron para derrotar a los antiguos. El Diálogo de Galileo es un manual sobre cómo denigrar, ridiculizar, menospreciar y, en definitiva, maltratar a quien, más que seducir hemos decidido destruir. Y Stengers nos ha mostrado este vínculo disimulado entre los que saben y los idiotas, quienes, si siguiéramos el ejemplo del sabio, deberían ser ferozmente expulsados del espacio público.

De pronto, los científicos privilegiaron el bien común y comenzaron a compartir sus resultados por la vía del preprint, sin aguardar a los revisores

Los idiotas son el genérico que describe a los amateurs o las brujas y, en general, a todos los no acreditados, a quienes se atreven a expresarse en el espacio público con un lenguaje no validado, o con unas formas irreverentes, impías o incrédulas. Un idiota, nos enseñaron los griegos, es alguien que balbucea, que no sabe hablar bien y que, en definitiva, no merece ser escuchado. Los emigrantes, los campesinos y las mujeres eran idiotas de origen. Un idiota es un problema al que instruir y, mientras aprende, representa un peligro, manifiesta una resistencia. No sabe que todo se hace por su bien. Ni entiende ni agradece. Es un bulto que retiene el progreso. Un obstáculo a superar. Una resistencia ingrata, alguien desdeñable.

Esta reflexión se hace particularmente necesaria hoy, un momento en el que los hechos son controvertidos, los valores están en disputa, los asuntos son de importancia y las decisiones urgentes. Para estos saberes, adaptados a tiempos tan difíciles, contamos hasta con un concepto que los describe: ciencia post-normal. La pandemia y la crisis climática nos ayudan a entender el problema. Las tenemos tan cerca, sus desbordamientos son tan cotidianos, que es muy difícil hablar de esos asuntos como si sólo fueran objetos de laboratorio, temas exclusivamente científicos. 

La pandemia nos ayudó a entender mejor la urgencia que había en facilitar la ciencia abierta y en limitar la influencia de las grandes corporaciones. De pronto, los científicos privilegiaron el bien común y comenzaron a compartir sus resultados por la vía del preprint, sin aguardar el dictamen de los revisores, ni temer el peligro de que les plagiaran. La preocupación por la prioridad en el descubrimiento pasó a segundo plano. 

La crisis climática ha hecho visible a un colectivo creciente de expertos que abogan por una rebelión de científicos, cansados de hacer recomendaciones y de que no se les preste atención. Por desgracia han llegado a la conclusión de que predican en el desierto y que sólo la protesta en las calles hará reaccionar a los gobiernos. El diagnóstico es tan triste como acertado. 

La ciencia abierta y la ciencia del clima son expresión de dos rebeliones promovidas por investigadores: la primera contra los intereses corporativos que avalan el llamado academic capitalism y que sostienen que no hay ciencia sin propiedad intelectual; y, la segunda, contra los estados que siempre posponen las decisiones complejas y que nos abogan al desastre. ¿Para qué tantos laboratorios, artículos, congresos e informes si luego no pasa nada? 

Algo se mueve en la ciencia que merece atención. Los que saben, quienes se alzaron contra Simplicio, son ahora los últimos en movilizarse. Está bien que busquen una alianza con los que no saben, pero deben saber, entre los precedentes, que hay muchas rebeliones de idiotas que merecen ser recordadas.

La Asociación Francesa contra las Miopatías se creó en 1953 para dar visibilidad a un problema que el Estado y el mercado eran incapaces de abordar. Siendo pocos los afectados y rabiosos por no ser atendidos, los enfermos se organizaron de una forma tan eficiente que lograron convertirse en un actor relevante en el panorama de la genética francesa. Para lograrlo supieron cosechar grandes sumas de dinero que invirtieron en la contratación de científicos y en incentivar la investigación de sus problemas. Y lo hicieron modificando la tradicional relación médico-enfermo, de forma que eran los pacientes quienes dirigían las instituciones, establecían las prioridades y asignaban los recursos. 

Los expertos estaban al servicio de quienes les pagaban y eran los enfermos quienes exigían a los doctores que les escucharan. Y así fue como lograron transformar la experiencia que tenían de su propia enfermedad en signos a partir de los cuales se crearon patrones de diagnóstico. Los pacientes fueron entonces codiseñadores en todas las fases del proceso. Tanto se implicaron, que se ganaron la calificación de expertos en experiencia, un concepto que nos ayuda a hacer más porosa la frontera entre los que saben y los que no saben. Hay mucha literatura accesible sobre esta exitosa rebelión de idiotas.

Los científicos del clima acaban de decidir una revuelta para que de una vez se les escuche, sin más excusas ni dilaciones

Tampoco falta literatura que explica la forma ejemplar en la que las feministas reclamaron nuevos enfoques respecto al cáncer de mama. Una simple revisión de los datos disponibles probaba que el número de incidencias no había dejado de crecer en las últimas décadas y que sólo un porcentaje menor del 10% tenía un origen genético. Eso significa que el incremento hay que atribuírselo al estilo de vida y que, en consecuencia, tiene que ver con lo que comemos, bebemos, vestimos o respiramos. Y, sin embargo, seguimos poniendo el énfasis en la curación y no en la prevención. No es raro entonces que las feministas focalizaran su cólera en el logro de cambios substantivos en las políticas públicas. Y también tuvieron éxito, aunque fuera parcial.

Las rebeliones de idiotas se parecen mucho entre sí. Luchan por un diagnóstico que haga visible su mal o, alternativamente, combaten un diagnóstico que les estigmatiza, como fue el caso de los enfermos de sida, el de las personas con capacidades diferentes y, más recientemente, el de las personas incluidas dentro del espectro autista. En todos los casos la movilización se aferra a un lema que debiera ser paradigmático: nada sobre nosotros sin nosotros. 

No son rebeliones contra los expertos sino a favor de una nueva manera de organizar la relación entre los que saben y los que no saben. Escuchar a los idiotas implica tomarse en serio los saberes que tienen sobre su propio cuerpo. Supone incorporar en nuestras discusiones el material empírico que proporciona el conocimiento experiencial. Significa admitir que la experiencia no es el territorio de lo contingente, lo circunstancial, lo caprichoso o lo cambiante. Implica aceptar que tenemos todavía pendiente inventar la manera de tratar con las experiencias individuales, las percepciones singulares o las diferencias no cuantificables. 

Los modernos nos adiestraron para sacar del laboratorio todo lo que pudiera resonar con las emociones personales, los enraizamientos locales y los saberes ancestrales. Los cartesianos declararon la guerra a todo cuanto la razón no supiera cómo pensar. Declararon la guerra a lo particular, lo arraigado y lo encarnado. Y por eso las rebeliones de idiotas son rebeliones contra Descartes.

Y también contra el despilfarro que supone dejar fuera de la tarea del conocer la experiencia de la inmensa mayoría de la población. Nadie puede negar que de lo que pasa en nuestro cuerpo, nuestra calle y nuestra comunidad sabemos mucho. No lo sabemos todo, pero cada vez será más difícil prescindir de lo que podemos aportar. Y eso nos obligará a repensar la relación entre los expertos y los idiotas. 

Los expertos descubrieron que sin ciencia abierta la lucha contra la pandemia se demoraría innecesariamente. En paralelo, los científicos del clima acaban de decidir una revuelta para que de una vez se les escuche, sin más excusas ni dilaciones. Ambas movilizaciones señalan al Estado como culpable por inhibirse y dejar de actuar en situaciones que están bajo su responsabilidad. Los idiotas, por su parte, vienen reclamando otros modos de interactuar con los expertos y toda la parafernalia de agencias gubernamentales, nacionales e internacionales, que regulan esas relaciones. 

Lo que hemos descubierto es que las cosas son más complejas de lo que imaginábamos. Y las soluciones reclaman compromisos más amplios. No sobra nadie, pero sí faltan actores. Los nuevos arreglos reclaman un nuevo pacto social por la ciencia. En el anterior, todavía vigente, se otorgaba a los científicos recursos a cambio de que ofrecieran evidencias, es decir, conocimiento contrastado. No es que dicho conocimiento sobre ahora, sino que necesitamos que los que saben se hagan cargo de los problemas del mundo. El pacto no debería incluir solamente a quienes pagan, los Estados y las corporaciones, sino también a los ciudadanos organizados. Los científicos del clima han reconocido la necesidad de los idiotas. Por el momento se han limitado a pedir que se movilicen como agentes políticos, aunque ya se han ganado el derecho a ser tratados también como agentes cognitivos. En todo caso, parece claro que la ciencia para las corporaciones no garantiza la vida en común. Para garantizarla necesita de los ciudadanos, sean o no idiotas.