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17.1.22

Un año después del primer intento de golpe en Norteamérica, sigue siendo real la amenaza de violencia

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Por Luca Celada (*)

En una democracia, asaltar el parlamento no presagia nada bueno, sobre todo si nunca se repudia ni se tiene en cuenta, sino que permanece como peligroso precedente. Esta es la sensación que queda en el aniversario del primer intento de golpe de Estado de la historia de los Estados Unidos, un aniversario en el que vemos un país dividido e inquieto.

Aunque la insurgencia ha fracasado, la ficción de las "elecciones robadas" en la que se basaba sigue estando muy extendida: el 76% de los republicanos afirma que la derrota de Trump fue resultado de un fraude, mientras que 147 representantes republicanos que hace un año votaron para anular el resultado de las elecciones siguen sentados en el Congreso.

Durante cuatro años, Donald Trump ha ido erosionando el tejido democrático del país. El pasado 6 de enero se hizo palpable la magnitud del desgarro que ha provocado, quizá irreversible. En esencia, uno de los dos partidos que configuran el sistema político norteamericano ha repudiado el presupuesto fundamental del cambio democrático: ha preferido la radicalización al discurso político y la conspiración al diálogo. No solamente ese día, en las escalinatas del Capitolio, cubiertas de gases lacrimógenos, sino en los demás días siguientes, mientras el Partido Republicano seguía alineado detrás de la gran mentira que seguía promoviendo a diario.

Mientras la comisión de investigación de la Cámara de Representantes continua trabajando para desvelar el trasfondo de la revuelta y el papel de Donald Trump en el ataque al Capitolio, ya está clara la estrategia adoptada por el partido del expresidente de cara a las próximas elecciones: desinformar hasta la saciedad para explotar de nuevo el resentimiento y la paranoia blancas.

En las tierras del gran crisol de razas, hay ahora una lucha a muerte,  más que una estrategia política: una cruzada religiosa que no admite términos medios. Más que política, la crisis estadounidense es ahora "epistémica": el relato trumpista, repleto de hechos alternativos y conspiraciones delirantes, invalida la realidad antes compartida con una mezcla mortal de negacionismo, tanto sobre las elecciones como sobre el clima y la Covid, la variante anticientífica del populismo que es tema de la película más discutida del año, No mires arriba [Don´t Look Up Now]. La demagogia está alimentando un culto que niega toda evidencia y rechaza todo compromiso. Sus adeptos son una minoría, pero siguen siendo decenas de millones de personas: por ejemplo, los cincuenta millones de votantes que consideran a Biden un presidente ilegítimo, reserva permanente de posible subversión.

Por otro lado, la coalición predominantemente urbana y multiétnica, defensora de la sociedad multicultural que durante mucho tiempo estuvo en el corazón de la idea estadounidense, se ve penalizada por los mecanismos de la democracia mediada que favorecen a los estados rurales frente a las mayorías populares. En la actualidad, el Colegio Electoral y el federalismo siguen siendo herramientas de supresión y manipulación estratégica del voto. Los dos últimos presidentes republicanos se hicieron con la Casa Blanca a pesar de haber perdido el voto popular, escenario plausible también para 2024, cuando la maquinaria republicana despliegue sus probadas tácticas para sesgar el resultado. Y si la supresión [de votantes], la propaganda y las demandas judiciales no son suficientes, esta vez el precedente -y la amenaza- de otro 6 de enero pesará gravosamente.

Los modelos de comparación más adecuados en este momento podrían ser Weimar, o -hablando de aniversarios- la Marcha sobre Roma: el tipo de erosión agresivamente antidemocrática que favorece el ascenso al poder de una facción minoritaria que se muestra ideológicamente fanática. Con los totalitarismos del siglo pasado, comparte también el trumpismo también la xenofobia, los ataques simultáneos a los migrantes y a las "élites", y los ataques frontales a la prensa. La idea del enfrentamiento existencial entre patriotas e "impostores" (que antaño se denominaba Blut und Boden ["sangre y tierra"] es defendida abiertamente por ideólogos que despotrican contra la "substitución racial" desde el púlpito de las emisoras conservadoras. La idea de una guerra civil de "limpieza" forma parte integrante de la extrema derecha estadounidense. Sin embargo, cada vez hay más estudiosos y expertos que consideran plausible la llegada de un conflicto y señalan que, al igual que ocurre con la emergencia climática, se está cerrando la ventana en la que puede evitarse.

¿Qué formas podría adoptar ese conflicto? En el último sondeo, un 34% de los norteamericanos declaraba que consideraba justificada la violencia política. Esta preocupante cifra se vuelve inquietante a la luz de los más de 400 millones de armas de fuego dispersas entre la población. De este pesimismo se hace eco el Institute for Democracy and Electoral Assistance, que recientemente incluyó a los Estados Unidos en la lista de "democracias regresivas" con "tendencias autoritarias".

El modelo ya se está probando en Tejas, Florida y otros estados gobernados por los republicanos, que en los últimos meses han prohibido el aborto y las vacunas obligatorias, han purgado las bibliotecas y hasta han cerrado "sus" fronteras internacionales. Mientras tanto, esta semana Trump ha reiterado su apoyo y admiración por Viktor Orbán, indicio de que el modelo húngaro de autoritarismo securitario y etnonacionalista podría convertirse también en el de una Norteamérica post-democrática.

Se está agotando el tiempo y las opciones son cada vez menos. Para el gobierno de Biden, con su escasa mayoría, la batalla decisiva se librará en las próximas semanas en torno a la reforma electoral.

 

(*) Luca Celada, periodista italiano radicado en Los Ángeles, es colaborador del diario "il manifesto".

Fuente: Il manifesto global, 7 de enero de 2022

Traducción: Lucas Antón