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27.7.20

¿Ficción? El virus total

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Por Esteban Valenti (*)

La pantalla de la computadora de José, apoyada sobre un modesto escritorio en el barrio del Cerro, en Montevideo, parpadeó dos veces y luego se puso negra, totalmente negra, sin un destello de luz, de color, de nada.

A miles de kilómetros de distancia, en Tokio, en las antípodas de Uruguay, Fugaku, con sus siete millones de núcleos, la más potente supercomputadora del planeta, sufrió exactamente a la misma hora los mismos agónicos parpadeos y luego la nada. La única que quedó prendida fue la luz ambiental.

En el mundo, a todos los mortales les sucedió exactamente lo mismo. Algunos se dieron cuenta algo más tarde, porque no estaban conectados a la red en ese momento, insólitos usuarios de la web que se encontraban insólitamente haciendo otra cosa, o no hacían nada de nada.

Los miles de millones de internautas, desesperados, se lanzaron sobre las radios (las pocas que habían quedado) y sobre los televisores. Los que eran Smart habían sufrido el mismo idéntico apagón. Los celulares Smart también estaban en negro profundo, así que los afortunados que tenían un teléfono de línea en sus casas u oficinas se concentraron alrededor de ellos. Los ya casi inexistentes teléfonos públicos, con o sin caseta, fueron atropellados por las multitudes. La esperanza duró poco, porque también los teléfonos fijos dependían de las computadoras.

Lentamente, los comités de emergencia, que se reunieron de urgencia en todos los países que contaban con instituciones para afrontar los desastres ambientales o climáticos, trataron de hacer circular algunos informes. Se estaba ante un virus desconocido, que casi simultáneamente se había difundido por todo el planeta e inutilizado todos los equipos: computadoras gigantes, medias, pequeñas, laptops, tablets, celulares. Los teléfonos y los televisores habían demorado un poco más; pero como estaban vinculados a la red de computadoras, también habían caído en picada.

Solo las estaciones de radio que disponían de algún viejo equipo pudieron iniciar alguna emisión de emergencia. Las empresas de telefonía celular sobrevivieron al principio unos minutos y luego se las tragó el virus.

El caos se extendió a todo: los semáforos eran monumentos metálicos a la inutilidad. Los aeropuertos permanecían ciegos, sordos y mudos, porque su funcionamiento dependía de sus computadoras. Se preocuparon de que los aviones aterrizaran lo antes posible, ayudados por señales luminosas o banderas agitadas en los extremos de las pistas.

Los centros de salud avanzados, que mantenían tanto las historias clínicas en formato digital como los equipos para los diversos estudios totalmente manejados por computadoras, coleccionaron en poco tiempo un gigantesco depósito de costosos fierros inútiles.

Los parques de diversiones se transformaron en enormes intervenciones artísticas de colores totalmente paralizadas, frente a las cuales millones de familias, y en especial los niños, quedaron boquiabiertos e insatisfechos.

Las cadenas de distribución de mercancías, en particular de alimentos, entraron en crisis profunda. Nadie sabía qué llevar y a dónde llevarlo. Por suerte, los camioneros repartidores tenían memoria y comenzó a funcionar la costumbre. No era muy precisa, pero era.

Hasta las empresas de pompas fúnebres y los cementerios, que disponían el más eficaz manejo de sus negocios o cumplían con sus obligaciones sociales ordenados por ordenadores -rebautizados como "desordenadores"-, incluso en España se vieron desbordados y tuvieron que ingeniarse para tratar de cumplir con sus importantes cometidos. En ese tipo de actividades, verse desbordados no es por cierto muy cómodo.

El único sistema seguro, o casi seguro, era la transmisión oral, boca-oído, porque boca a boca nunca funcionó; es un mito. Aunque por falta de práctica, la información, que comenzaba a ser transmitida de una manera, se había inflado y deformado gravemente cuando llegaba a la décima persona que la recibía. Así que la transmisión oral no era, a esa altura, muy confiable. Ni entre las propias familias.

La redacción, escrita en viejas máquinas desempolvadas o a mano con todo tipo de adminículos, comenzó a ser la forma más confiable de comunicarse. La enorme cantidad de papel que se ahorraba imprimiendo instructivos para el uso de aparatos electrónicas o para las impresoras pudo ser utilizada para escribir a mano. Los correos y las mensajerías experimentaron un auge explosivo.

Lo peor es que nadie llevaba una estimación de la enormidad de lo que se estaba precipitando por el caño más voraz desde que existieron las pandemias en la historia, incluso desde antes de la que asoló a Grecia en el siglo V, su Siglo de Oro, cuando hasta Pericles falleció a causa de la enfermedad.

Los organismos internacionales y los propios gobiernos no sabían qué entidad o persona debía en definitiva asumir la conducción de la lucha contra el nuevo virus tratando de dar respuesta al caos generalizado. Por otra parte, aquello era de relativa importancia, porque no había manera de transmitir indicaciones, y dirigir sin transmitir y comunicar es remar en la arena.

La Organización Mundial de la Salud -sin Estados Unidos, ya que la había abandonado hacía tres pandemias- reclamaba competencia en la materia; la Unión Internacional de Telecomunicaciones, que también como la OMS tenía sede en Ginebra -una ciudad elegida como sede de múltiples organismos internacionales por tener un clima laboral frenético, vivir regida por la moral calvinista, y más que nada, por su costo de vida muy accesible-, gritaba en su Asamblea General (el virus los había sorprendido en plena reunión) que ese era un asunto de ellos. Solo de ellos. Resolvieron por unanimidad, una unanimidad inútil.

Uno de los sectores más afectados y desorientados era el de los militares, y sobre todo los de las grandes potencias, porque sus armas -en especial las que importan: sus misiles intercontinentales con cabezas nucleares múltiples, sus submarinos y portaviones, sus tanques y todo tipo de vehículos de combate y de artillería, así como sus comunicaciones, dependían exclusivamente de sus computadoras. Era en ese frente, el de la sofisticación de sus redes, que se jugaba la gran batalla tecnológica.

Ni que hablar de lo que ocurría con las aeronaves militares de todo tipo y tamaño, alineadas de cualquier manera y más inútiles que un cenicero en una moto, en tierra o en las cubiertas de muchas naves, que por otro lado navegaban casi a ciegas o se mecían al vaivén de las olas. Daba casi lo mismo.

A las dos semanas de que irrumpiera la peste de alcance global, lo que estaba cada día más claro era que un virus, habitualmente alojado en el llamado caracol romano, el famoso escargot, el Helixpomatia, había mutado. Arrastrándose, arrastrándose, había tomado contacto con la madre de todas las redes, y en pocas horas había atacado a todas las computadoras del mundo y las había hecho pomada.

Se llegó a esa conclusión luego de numerosas investigaciones y de las tradicionales acusaciones cruzadas entre norteamericanos, británicos, chinos, rusos y franceses, además de haber descartado como presuntos culpables de aquella pesadilla viral a muchos animales, y muchísimos tipos de cables y chips de todo tipo.

Así fue que se inició la caza del Helixpomatia en todo el mundo.

Las más grandes multinacionales de computación, en realidad las más grandes empresas del mundo, pusieron a todos sus técnicos, sus científicos y hasta a sus porteros a buscar con ahínco cómo fabricar una cura contra la Pomatia-22 (ingenioso nombre con que se bautizó al virus).

La mitad de los recursos que las diferentes naciones destinaron a trabajos científicos fueron enfocados a que la competencia no descubriera por dónde rumbeaban sus investigaciones y pruebas en miles de computadoras enfermas. El remedio, el antivirus, valdría una fortuna incalculable.

Las comprobaciones y los ensayos se sucedían de manera endemoniada, mientras de manera mucho más maléfica el virus mutaba entre los equipos y se resistía. No había una sola computadora, en el más recóndito lugar del planeta, o entre las instaladas en los miles de satélites girando alrededor de la Tierra, que diera alguna señal de mejoría. Un parpadeo, un guiño. Nada.

En un pequeño pueblo africano, donde las computadoras casi no habían llegado, en los bordes del enorme desierto del Sahara, un artesano hurgó en su memoria. Recordó a los colonialistas, y con algunos alambres y unas cuentas de colores, se puso a fabricar un sistema muy simple de hacer cuentas. Cuando un ejemplar de aquel engendro llegó a Europa les pareció conocido: era un ábaco. Y como no había forma de registrar los derechos de autor de esa creación, se apresuraron a fabricarlos en masa, de todos los colores y formas posibles. Siempre seguían siendo ábacos.

A todo esto, se continuaba trabajando para dar con el antivirus adecuado o con alguna vacuna efectiva para combatir al invasor. Lo que incomodaba con tenacidad y persistencia era la cantidad de babosos caracoles aplastados por doquier. El mundo se hizo entonces mucho más resbaloso.

(*) Periodista, escritor, director de Bitácora y Uypress. Uruguay