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Impotencia

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Por Esteban Valenti (*)

La peste del coronavirus produce muchas cosas, pero sobre todo una enorme impotencia a todos los niveles, desde los más encumbrados a la gente común y desprotegida.

Es un sentimiento bastante desconocido por los seres humanos, que a lo largo de una larga historia fueron construyendo la sensación del poder, incluso contra eventos superiores a sus propias fuerzas, como las catástrofes naturales. Finalmente a los terremotos, los tsunami, los grandes incendios y otras catástrofes, las enfrentamos con todo el peso de nuestras tecnologías, nuestras máquinas, nuestras instituciones y nuestra voluntad. Dejaron heridas profundas, pero finalmente las derrotamos basados en nuestras capacidades.

Incluso dos terribles guerras mundiales, en poco más de dos décadas del siglo XX, con el exterminio por parte de los nazis de 6 millones de personas en campos de concentración y un total de 54 millones de muertos, entre civiles y militares, luego de 10 años de dos feroces enfrentamientos logramos superarlas y reconstruir la producción, las viviendas, las reliquias y hasta mejoramos las instituciones, mundiales y europeas. Esto es otra cosa, no hay una generación viva que haya visto algo parecido.

La impotencia es exactamente el sentimiento, la sensación opuesta a la cultura dominante y abrumadora que reina en el mundo actual. Podemos con todo y contra todo. Y la mutación de un virus que pasó de los animales a los seres humanos nos tiene totalmente impotentes desde hace más de cuatro meses y en medio de la pandemia y sin un horizonte claro a la vista.

Hubo pestes mucho más devastadoras en el número de infestados, en los millones de muertos, pero difícilmente una sensación universal de impotencia como la que genera esta peste.

Nuestra cultura de la capacidad de superarlo todo, excepto la muerte, que además la hemos hecho retroceder año tras año, hasta alcanzar promedios de vida que hace un siglo eran 20 años más cortos, es la base de nuestra civilización e incluso de todas las religiones.

Todas, absolutamente todas las religiones, las tres monoteístas, con el Papa en una misa solitaria en medio de la Plaza de San Pedro, con el cierre de La Meca a los pelegrinos y el aislamiento de barrios enteros en Jerusalén, sobre todo de judíos ortodoxos, son la muestra de que las plegarias actuales, aún en el más profundo significado religioso de la fe, son también un mensaje de impotencia.

Proliferan, me incluyo, las más diversas teorías e interpretaciones sobre la peste y todas tienen una alta dosis de delirio, de especulación, nunca antes en esta época sucedió algo similar, ni parecido.

Las cuarentenas en todos sus formatos y que han paralizado buena parte de la economía mundial y cuyos efectos han desatado un concurso de expertos y organismos internacionales a los peores vaticinios, son una de las más terribles expresiones de la impotencia. Los monstruos sagrados y gigantescos del sistema tiemblan con cada sesión de sus bolsas de valores y con ellas las grandes empresas (no todas...) y las enormes economías.

El rechazo frontal y total a la impotencia no es un gesto cultural, es la base del sentido de autosuficiencia y de progreso sin límites como destino de la humanidad. Nuestras ciencias, nuestras tecnologías, nuestra inteligencia artificial y natural, nuestras interpretaciones antropológicas, sociológicas, sicológicas van dando cuenta de la historia y la marcha del mundo. Y hoy están en el limbo, balbucean.

La impotencia no refiere solo a los grandes procesos, a la marcha de la humanidad o de nuestra sociedad y nuestro barrio, sino a nuestros afectos más próximos y hoy lejanos, intocables, que visitamos por una imagen defectuosa de nuestros artefactos electrónicos. Es también una importancia ante cualquier dolor, angustia, enfermedad, de nuestros seres queridos.

Es la impotencia ante las fronteras que antes podíamos superar de un solo gigantesco salto pare alcanzar cualquier tierra lejana y hoy son barreras imposibles de superar. Pero lo peor de todo es que hoy la frontera está en la puerta de cada casa, más o menos clausurada de acuerdo al riesgo.

Dos conceptos que siempre han ido de la mano, el presente al servicio del futuro hoy están enfrentados. Hay cosas que si las hacemos en la actualidad podemos comprometer todavía más "el día después" y también exactamente lo contrario, si seguimos detenidos y encerrados, ¿Cuánto podremos aguantar?

La impotencia es una madre primorosa de las mejores y las peores cosas humanas. Desata la necesidad de ayudarse, de ser más generosos, de descubrir la fraternidad como una forma suprema de la vida en sociedad y en comunidad y por otro lado enfervoriza los nacionalismos, el egoísmo más perverso, los gobernantes más estúpidos e irresponsables, escudados en la excepcionalidad. Para no hablar de los que calculan con frialdad y premeditación los beneficios que pueden resultar de esta peste. Y que los hay, los hay.

La impotencia tiene una trágica relación con el tiempo y con un enemigo invisible e implacable que no responde en todas partes de la misma manera. Cada día que pasa, cada noticia que nos llega de nuestro país y del resto del mundo, agrava nuestra impotencia.

Hay 400 institutos, organismos, laboratorios en todo el mundo investigando curas contra el Covid-19 y todos vaticinan que con suerte y viento a favor se necesitaran varios, muchos meses para poder producir una medicina adecuada. En el fondo y no tanto eso alienta la impotencia.

De esa impotencia se alimentan oráculos de todo tipo, como siempre sucedió en la historia, desde las primeras pestes, como la de Atenas en pleno siglo V, llamado el siglo de oro de Atenas que mató incluso al propio Pericles.

Es una impotencia con comodidades diversas para cada uno de los habitantes del planeta, pero bastante democrática, pues el virus no respeta jerarquías sociales, reyes, primeros ministros, famosos y gente común. Claro, en proporciones diferentes.

En tiempos de encierro, de más lecturas de lo habitual, encontré una frase de Charles Chaplin "Hay una cosa tan inevitable como la muerte: la vida." Es esa inexorable e inevitable lucha por la vida, no como vegetación, no como espera impasible, sino como una batalla cotidiana para conquistarla, enriquecerla, darle valor para nosotros pero sobre todo para los demás, que podemos intentar combatir la impotencia que actualmente nos tiene atrapados.

(*) Periodista, escritor, director de UYPRESS y BITACORA. Uruguay.