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Las guerras culturales de la extrema derecha

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Por Mariano Martín Zamorano (*)

La cultura es central en la escenificación de un retorno a un momento original de la nación, que debe ser rescatado de las manos de los inmigrantes o la izquierda.

Viktor Orbán, líder de Fidesz, el partido de ultraderecha que actualmente gobierna Hungría con supermayoría parlamentaria, ha promovido el establecimiento de una red de intelectuales en torno a la Academia Húngara de las Artes (MMA), cuya actividad fomenta una visión conservadora de la cultura nacional. A partir del Programa de Cultura de Fidesz de 2009, se realizaron diversos cambios programáticos y administrativos en la política cultural, que han incluido la asignación discrecional de recursos y cargos y la promoción de los valores nacional-católicos. En 2010, el Ministerio de Cultura fue rebajado a una Secretaría del Ministerio de Recursos Humanos. Desde entonces, mediante una retórica de modernización de las instituciones culturales, se reforzaron particularmente las bibliotecas, museos y casas de cultura tradicionales. Pero otro de los principales instrumentos utilizados en este marco ha sido el patrimonio monumental, como la enorme escultura denominada "Unión Nacional para los húngaros", inaugurada en 2012 en la ciudad de Ópusztaszer, con la presencia del propio Orbán. En su discurso, el primer ministro habló de una nación húngara pura, caracterizada por los lazos de sangre.

Por su parte, el Gobierno liderado por la ultraderecha polaca Ley y Justicia, también reformó sus políticas culturales. Tanto el periodo 2005-2007 de Gobierno, conducido por el ministro conservador Kazimierz Michal Ujazdowski, como la gestión actual, presentan similitudes con la gestión húngara. El Gobierno amplió el apoyo público al sector cultural, estableció nuevos museos e instituciones (incluido el Museo de Historia de Polonia en Varsovia) y defendió la promoción de los valores y la moral católicos a través de las políticas culturales. Mientras el sector patrimonial fue clave en este desarrollo, el apoyo a las artes ocupó una parte más limitada de la actividad del Ministerio. De hecho, se ha observado cómo las políticas culturales se han visto atravesadas por escándalos en torno al arte contemporáneo, particularmente en exposiciones y obras considerados como opuestas a la moral católica. Por ejemplo, en 2015, menos de un mes después de que Ley y Justicia llegase por segunda vez al poder, el ministro de Cultura Piotr Glinski instó a cancelar Der Tod und das Mädchen (La muerte y la doncella), mediante una carta oficial dirigida al gobernador de Baja Silesia. Se trata de una obra teatral escrita por la ganadora del Premio Nobel Elfriede Jelinek, que iba a ser presentada en el Teatro Polaco de Varsovia. "La pornografía dura no debe ser subvencionada por el Estado", declaró Glinski.

Estos proyectos político-culturales, que comparten asimismo su antiislamismo y anticomunismo, cuestionan algunos de los elementos hegemónicos de la política cultural europea hasta fines del siglo pasado. Tras un primer período de institucionalización en la Francia de posguerra bajo la impronta del ministro André Malraux, la política cultural de la década de los años sesenta asentó las bases de la llamada democracia cultural. Este nuevo paradigma de actuación del Estado en el ámbito cultural puso un mayor acento en el patrimonio cultural popular, ampliando el repertorio estético, identitario e ideológico de las manifestaciones promovidas por las instituciones públicas. Dicho desarrollo, que fue acompañado por el movimiento de mayo de 1968, integró las demandas de diversos partidos y colectivos sociales, que promulgaban también una mayor participación comunitaria en cultura. Desde entonces, el modelo centro-europeo de política cultural, caracterizado por una importante inversión en la prestación de servicios culturales descentralizados y la defensa del patrimonio material e inmaterial, sirvió de referencia para la política bienestarista para el conjunto de la Europa continental.

Sin embargo, cabe recordar que las políticas culturales europeas han servido históricamente a otros proyectos político-sociales. Por una parte, las élites liberales de inicios de siglo XX habían desarrollado una administración cultural centralizada en las grandes metrópolis, que articulaba una visión del patrimonio mayormente vinculada a la alta cultura. Dichas políticas se pusieron en práctica a través las grandes instituciones de las artes y se focalizaron en la reafirmación de la lengua y los símbolos nacionales considerados legítimos. Se trató de un proyecto con un claro sesgo de clase, heredero de las monarquías o señoríos que sirvieron de base a la configuración de cada Estado, y por lo tanto reproductor de diversos elementos de su filosofía civilizatoria. Cabe tener en cuenta asimismo que estos proyectos nacionales tuvieron un claro reflejo en el colonialismo de la diplomacia cultural europea alrededor del mundo. 

Décadas más tarde, los totalitarismos de derecha desarrollaron la expresión más acabada de la exclusión político-cultural, en línea con la idea del "Estado total". Como expuso Hannah Arendt, los movimientos autoritarios que dieron lugar a estos regímenes políticos, se caracterizaron por un acento en la superioridad de la raza, no solo derivada de su pretendida singularidad biológica, sino también basada en la cultura e identidad nacionales. El nazismo y el fascismo intensificaron aquellos elementos nacionalistas de la mediación estatal en la cultura, mediante la represión, la censura y la persecución de cualquier actor o expresión subalterna al ideal cultural originario. La promoción de la arquitectura monumental, el cine o las artes por parte de Hitler y también de Mussolini fueron relevantes para la construcción y legitimación del régimen, a través de la exaltación simbólica de la raza, el líder y el destino imperial. Así, un marcado historicismo nacionalista atravesó la gestión de las instituciones artísticas y académicas.  

Teniendo en cuenta estos antecedentes, cabe preguntarse por las posibles singularidades de las políticas culturales autoritarias desplegadas actualmente en Europa. La crisis financiera iniciada en 2008 y las políticas de "austeridad" impulsadas desde las instituciones europeas y financieras internacionales que le sobrevinieron, propiciaron diversas reacciones nacionalistas y el avance de la ultraderecha en diversos parlamentos europeos. Este proceso se vio acompañado por el desarrollo de discursos nativistas, que fueron legitimados por el cuestionamiento del paradigma multiculturalista realizado por diversos líderes europeos en 2010. Ese año, la canciller alemana Angela Merkel destacó que el enfoque multicultural había fallado en la integración de los inmigrantes. En este marco, diversos actores políticos fueron colocando en el centro de la agenda pública ejes culturales de exclusión e inclusión nacional y occidental, instrumentalizando los efectos sociales y políticos de la crisis de los refugiados y los sucesivos ataques terroristas de base islamista radical.

De este modo, un primer factor singular de estas nuevas políticas culturales autoritarias ha sido su desarrollo en el marco de democracias consolidadas, o de lo que las ciencias políticas han llamado "nuevos autoritarismos", "autoritarismos competitivos", asimilado a "democracias iliberales". Los instrumentos clásicos de estas formas de gobierno son la manipulación electoral, la ruptura de la división de poderes o diversas limitaciones de las libertades civiles. Las políticas culturales pueden verse profundamente transformadas en el marco de estos nuevos autoritarismos, como se expone en el reciente informe de Freemuse: "El estado de la libertad artística de 2019: ¿de quién son las narraciones?". El texto analiza 673 casos de violaciones a la libertad artística que ocurrieron en diferentes ámbitos culturales en 80 países a lo largo de 2018. En España, por ejemplo, 14 raperos fueron acusados ??en este período de "enaltecimiento del terrorismo" en virtud del artículo 578 del Código Penal, y muchos de ellos condenados a prisión. El gobierno del Partido Popular avanzó sobre el ámbito cultural el marco de la represión que acompañó las políticas de austeridad. Su política cultural se vio marcada así por la llamada Ley Mordaza y transfiguró la política de Marca España en un instrumento de corte hispanista al servicio de la deslegitimación del derecho a la protesta. 

Un segundo elemento singular en este marco es la integración de las políticas culturales como herramienta privilegiada de las estrategias populistas. Como hemos mencionado, estos nuevos autoritarismos han adoptado la cultura nacional del "pueblo" como un eje de antagonismo con distintas definiciones de élite. La caracterización moral de esta oposición, donde las elites y otros enemigos de la nación son portadores de diversos males, se articula de modo frecuente mediante la cultura. La llamada agregación de demandas, teorizada por Ernesto Laclau, se ha basado frecuentemente en la interpelación del pueblo por parte de un líder carismático que actúa en la defensa de diversas expresiones de la cultura tradicional, como sucedió con el patrimonio monumental católico en Hungría. Los discursos culturales o las artes han servido así para la "construcción del pueblo", por ejemplo mediante la instrumentalización de acontecimientos culturales en la esfera digital. Hay que recordar cómo la líder de la extrema derecha francesa, Marine Le Pen, rechazó en su blog el uso de burkinis en Francia sobre la base de la figura de Brigitte Bardot, y sus posados en la playa. Así, estos movimientos de extrema derecha difunden su ideal nacional excluyente y racista utilizando nuevas estrategias populistas apuntaladas en los medios digitales, cuyos mensajes son asiduamente replicados por los grandes medios de comunicación.  

En línea con lo anterior, mientras hasta hace poco tiempo los debates académicos e institucionales en torno a la política cultural se veían atravesados por la cuestión de la tensión entre democratización y elitización en el campo cultural urbano, hoy la identidad ha recobrado importancia para su análisis y desarrollo. En el caso español, el partido de la ultraderecha Vox preside la Comisión de Cultura y Memoria Histórica en Andalucía, desde donde han comenzado a promover un revisionismo histórico-cultural con raíces hispanistas. Desde el espacio privilegiado que les asigna su ingreso en el Parlamento Español buscarán impulsar a escala nacional una noción singular de la policía cultural. Del breve apartado dedicado a política cultural en el programa electoral de Vox del pasado domingo, hay que destacar sus similitudes con los planes culturales de Fidesz en Hungría o Ley y Justicia en Polonia. El programa, liberal en lo económico y ultraconservador en lo moral, plantea: 

"66.Impulsar una ley de mecenazgo, para que particulares y empresas puedan participar en la creación cultural, aumentando la deducción fiscal de las aportaciones así como en la restauración y protección del extenso patrimonio cultural nacional. A nivel cultural, fomento del arraigo a la tierra, manifestaciones folclóricas y tradiciones de España y de sus pueblos dentro de la óptica de la Hispanidad. 67. Impulsar una ley de protección de la tauromaquia, como parte del patrimonio cultural español. 68. Se protegerá la caza, como actividad necesaria y tradicional del mundo rural. Promoción de una licencia única a nivel nacional eliminando el sistema de licencias autonómicas e inter autonómicas".

Si observamos las prioridades de este programa, queda claro que una visión de la política cultural limitada a su dinámica institucional y a la gestión de los sectores culturales podría hacernos perder de vista la importancia de las políticas de representación y reconocimiento en este ámbito. Dicha política no se reduce a las mencionadas políticas lingüísticas y patrimoniales u orientadas a colectivos sociales específicos, sino que, en el mundo actual, se relaciona con la comunicación política en un sentido amplio. Los símbolos culturales operan en el marco de la oposición pueblo-élite que hoy se expresa en el debate público. La cultura es central en la escenificación de un retorno a un momento original de la nación, que debe ser rescatado de las manos de los inmigrantes, las corporaciones internacionales, el relativismo cultural o la izquierda. En el caso español, por ejemplo, esta estrategia ha encontrado en Cataluña un "enemigo interno" fundamental, mediante la instrumentalización lingüística o simbólico-ideológica. 

Así, mientras diferentes actores político-ideológicos vieron, a fines del siglo pasado, la dilución de los proyectos nacionales en un cosmopolitismo multicultural, hoy la disputa por la hegemonía en el ámbito de las políticas culturales ha recolocado la nación excluyente en el centro. Dicha cuestión está destinada a ser un eje central de las políticas culturales en el futuro. Pero, como demuestran diversos casos de nuevos autoritarismos al servicio de las políticas económicas neoliberales en todo el mundo, esto representa no solo un riesgo para la convivencia democrática y las políticas de reconocimiento, sino que puede devenir en un instrumento que contribuya a sostener y acrecentar la desigualdad material entre las élites económicas nacionales y aquellos grupos sociales que los gobiernos autoritarios sostienen representar. En estos nuevos autoritarismos, las políticas culturales bienestaristas pueden verse relegadas a un segundo papel, dado que las políticas de exaltación de los símbolos nacionales, afianzadas mediante estrategias populistas y articuladas en torno a políticas represivas y excluyentes, podrían facilitar el deterioro de los servicios culturales públicos, limitando la participación social y la redistribución de capital cultural. Queda por ver cómo juega el ascenso de la ultraderecha en España en este sentido.

 

(*) Mariano Martín Zamorano es doctor en Gestión de la Cultura y el Patrimonio e Investigador del CECUPS, Universidad de Barcelona.