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CARTA A LA PATRIA

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Por Daniel Vidart (*)

A Germán Wettstein, mi hermano en la patria y los exilios.

Tierra adentro el verdor prevalecía,

cada punto cardinal tenía sentido,

tenía nombre, límite, sustancia,

población, historial, ruta y memoria.

 

Al sur eran el mar y su lámpara salobre,

medialunas de arena, herraduras de oro,

un parejo sistema de olas en cuadrigas

incitaba el galope de oceánicos caballos.

 

Al sur eran, agrego, la densa arquitectura,

las grúas rechinantes en el clamor portuario,

el fútbol del domingo, la sopa del obrero

y la muerte con botas marchando calle arriba.

 

Al norte eran la lluvia y sus pálidos juncos,

lagartos en su siesta, galaxias de luciérnagas,

colmenares de cuarzo destilaban miel viva,

una brisa filosa rebanaba los cerros.

 

Al este eran las aguas de la flora flotante,

los azules lunares de lagunas con frío,

el pantano y su ofidio de cuerpo sigiloso

dormían bajo el humo mojado de la niebla.

 

Al oeste era un trueno estival de cigarras,

el músculo del río se hinchaba rumoroso,

cinturones de islas empollaban mil pájaros,

y crecía solemne la catedral del bosque.

 

Al centro eran los pastos del viejo latifundio,

la humanidad arcaica del sudor campesino,

lustrosos toros gordos atendidos a diario

mugían sus ensalmos de albricias al patrono.

 

El feudo de potreros grandes como provincias

guardadas por el casco de la estancia artillada

tenía bosta fresca, alambrados, tranqueras

y un tirador de plata sobre el riñón forrado.

 

Tenía gurises flacos, sarnosos como perros,

costillas como roncas guitarras proletarias,

taloncitos cuarteados pataleando en el polvo

y caras de patíbulo con bocas nauseabundas.

 

Paraíso vacuno, edén de los corderos,

pradera memorable, esmaltada delicia;

la Feria Ganadera vaciaba las cabañas

y el Prado celebraba su fiesta jineteando.

 

Palacio de la carne, jubileo de ovinos,

rodeos de copiosas lecheras imperiales,

solamente a los pobres tocaba el privilegio

del hambre entre las reses opíparas y ajenas.

 

Todo ese mundo verde de gramas y horizontes

abierto en las distancias como un cuero estaqueado

se junta en los espacios de la melancolía,

revive en el recuerdo de una antigua promesa.

 

Revive y me golpean las suertes desparejas,

la bucólica lana estibada en galpones,

las moscas mercenarias de los "pueblos de ratas"

y el insomnio friolento del rancho agujereado.

 

Aquí, desde lejos, la extensión se comprime,

revive en el recuerdo el paisaje ondulado,

veo tu rostro entero a la luz de un relámpago

desde el brocal violento de sangre coagulada.

 

Y digo, patria ausente, solar de las cuchillas:

el éxodo reitera su cíclico destino,

volamos como chispas de un cardal incendiado,

volveremos un día al gran fuego materno.

 

Volveremos lo mismo que el pampero perdido,

a recobrar su aliento de inolvidable aroma,

a reformar la tierra de inmensidad pecuaria,

a levantar escuelas en los pueblos remotos,

 

a inaugurar la harina puntual del bracero,

a construir ciudades de noches apacibles,

a distribuir los panes y los peces del hombre,

a plantar alamedas de risas populares,

 

a erguir una república de libres albedríos

a encender los motores del amor postergado,

a pasear la justicia por las casas sin miedo,

a repartir la dicha en todos los bolsillos.

 

Iremos al terruño montados en la pólvora,

vamos a ti bebiendo los vinos del coraje

a consagrar las actas de una paz verdadera

después de un siglo y medio de una guerra perdida.

 

Uruguay, patria en duelo, no hay montaña que pueda

sofrenar la tormenta que en espiral desciende,

que encamina avisperos de amor a tu pecho

y abraza tu cintura con arroyos plateados.

 

Esta tormenta antigua castiga a los verdugos,

consuela al torturado, socorre al compañero,

despierta a los difuntos, inunda las prisiones,

fabrica una bandera con la piel de los mártires.

 

Uruguay, patria rota, escucha mis palabras,

mojo en sangre mi dedo desterrado,

abro mis brazos y el corazón te entrego,

cierro los ojos y veo un camarada.

 

A tí vuelvo, aguárdame, ya llego,

echa a volar tus águilas tranquilas,

dame un rincón, un techo o una tumba,

erige un pedestal a la esperanza.

 

Desde los 13 años (1972-1985) de mis exilios en Chile, Colombia y Venezuela, mis otras patrias.

 

 

(*) Daniel Vidart. Antropólogo, docente, investigador, ensayista y poeta.