bitacora
ESPACIO PARA PUBLICIDAD
 
 

Defensa apasionada de la democracia desde el socialismo. Prólogo a 'La revolución tranquila', de Bruno Estrada

imagen

Por Joaquín Estefanía (*)

Al atribuir a Marx y Engels la frase "nosotros no tenemos ninguna intención de cambiar libertad por igualdad" (1847) el autor presenta desde las primeras páginas la tesis principal de La revolución tranquila:

que la democracia no es un factor instrumental para llegar al socialismo, como tantas veces se ha utilizado, sino que forma parte de su naturaleza intrínseca, y que al perder su centralidad en el proceso de construcción de una sociedad inclusiva (o "de alta sociabilidad"), la izquierda olvidó la hegemonía cultural y dio paso a la potencialidad del neoliberalismo dominante en las últimas cuatro décadas.

Bruno Estrada pretende con este texto una actualización de las tesis de la socialdemocracia clásica a las características del capitalismo del siglo XXI. La izquierda ha determinado fundamentalmente hasta ahora su discurso y su práctica política en garantizar para toda la población, gracias a la progresiva ampliación del Estado de Bienestar, una serie de bienes y servicios que ofrecieran confort y seguridad. Pero ello no ha sido suficiente para mantener aquella hegemonía cultural que se citaba y disputársela a la derecha en los países desarrollados. Se ha constatado que no vale solo con garantizar unos bienes materiales básicos (individuales y colectivos), sino que también debe impulsar una revolución tranquila que sitúe en la agenda política la ampliación de las libertades y nuevos espacios relativos a la autorrealización personal, a la motivación y a la creatividad; la izquierda, además de preocuparse por el crecimiento económico y su reparto igualitario, también debe hacerlo por cómo ese crecimiento económico inclusivo aumenta la libertad de los ciudadanos en todos los campos de la vida personal y social. Es lo que el libro denomina "libertad de alta sociabilidad": seguir la propia voluntad de uno en todo aquello que no contradiga las normas en cuya decisión se ha participado mediante mecanismos democráticos.

Este modelo es el de las "sociedades de la abundancia inclusiva", aquellas economías capitalistas con un alto grado de intervención pública con fines redistributivos, con un sólido Estado de Bienestar, con fuertes sociedades civiles en las que los sindicatos tienen una importante presencia y con una historia democrática que se reivindica por sí misma. Los países que acogen a las "sociedades de abundancia inclusiva" gozan de un elevado grado de desarrollo humano (según los índices de las Naciones Unidas). En ellos lo importante ya no es "ser ricos" sino "ser felices". En la mayor parte de ellos, el Estado no sólo actúa como un actor redistribuidor ex post de las desigualdades que genera a priori el mercado, sino que también influye en la distribución primaria de la renta y de la riqueza (predistribución), estableciendo un marco normativo que equilibra el poder de los trabajadores y de los poseedores del capital en el reparto del beneficio empresarial. Las sociedades de la abundancia inclusiva no están instaladas en los países con la renta per cápita más elevada sino en los que poseen una distribución de la renta más equitativa, con una extensión de la democracia al ámbito de la economía.

Así, Estado y libertad no son antitéticos, como se puede observar en los altos grados de libertad individual alcanzados, por ejemplo, por los países nórdicos europeos, en los que el Estado gestionó más del 50% de su Producto Interior Bruto. Con esta tesis el autor se confronta, sobre todo, con el Hayek de Camino de servidumbre, en el que el Premio Nobel ultraliberal defiende que cualquier presencia del Estado en el mercado conduce a sociedades autoritarias o incluso totalitarias. La obra de Hayek se une a las del Cándido de Voltaire (éste es el mejor de los mundos posibles) y al Gatopardo de Lampedusa (que cambie todo para que nada cambie) para formar una triada reaccionaria -desarrollada por Hirschman en sus retóricas de la intransigencia- justificativa de la inacción política económica y social.

La principal herramienta conceptual del libro, el procedimiento en que se instala, es el concepto de hegemonía cultural desarrollado por Gramsci, con el objeto de analizar lo ocurrido en el periodo de dominio intelectual de la revolución conservadora en sus diferentes etapas. La hegemonía cultural como compendio de percepciones, explicaciones, valores y creencias de los grupos sociales privilegiados que llevan a ser vistos como la norma de la sociedad, trasformándose en los estándares de validez universal o de referencias en una sociedad como lo que beneficia a todos, cuando en realidad sólo beneficia, o lo hace preferencialmente, a los grupos sociales privilegiados. Lo neocon-neolibtrató de dotar, a partir de la década de los ochenta del siglo pasado, de una superioridad moral -y por tanto "natural"- al individualismo insolidario. El neoliberalismo se apropió, inteligentemente, del concepto de libertad, aunque esa libertad sea en sus manos la libertad de los desiguales, aquella de la que solo pueden disfrutar unos pocos individuos (los que tienen poder y dinero). La pérdida de la hegemonía cultural de la izquierda se basa, en buena parte, en el camino equivocado tomado por una parte de ésta (aunque no solo), la comunista, que a partir de la revolución de 1917 siguió el camino equivocado, el "pecado original" de renunciar estructuralmente a la libertad al confrontarla con el otro valor central de su ideología: la igualdad. 

Pero ni la igualdad y la libertad son incompatibles (sólo en la ideología hayekiana del ultraliberalismo), ni la igualdad -que debe ser una tendencia de cualquier sociedad- es una idea suficientemente atractiva desde el punto de vista de los ciudadanos si a cambio las libertades y su canal de expresión colectiva, la democracia, son cercenadas. Se describe cómo la derecha olió sangre, detectó el error cometido por la izquierda, y actuó inteligentemente hasta hacerse con el monopolio retórico de la defensa de la libertad, con el único fin de reforzar la posición del poder de sus representados ( a los que denomina "latifundistas del capital") por encima del resto de la sociedad.

La democracia como el mejor instrumento de la cooperación social inventada por el ser humano, y una de las dos piezas que caracterizan al socialismo deseable (la otra es la mejora del bienestar material). El capitalismo ha sido una gran herramienta para generar riqueza pero no ha sido útil para construir una sociedad justa; un capitalismo que generó una enorme fascinación en el propio Marx por su capacidad transformadora (Hannah Arendt consideraba el Manifiesto comunista de los dos barbudos como "el mayor elogio del capitalismo jamás visto"). Por tanto, la extensión de la democracia (ampliación del perímetro de quienes participan en la toma de decisiones y ampliación, asimismo, del ámbito de las decisiones a los aspectos económicos de la vida que determinan el bienestar ciudadano) es uno de los caminos que conducirán al socialismo. El logro del sufragio universal permitió que el Estado democrático pudiera configurarse como un cierto contrapoder al poder económico, y ello explica buena parte de los cambios que tuvieron lugar en la política económica europea y americana a partir de los años treinta del siglo pasado y, sobre todo, después de la Segunda Guerra Mundial. Por otra parte hay que insistir en la elevada capacidad redistributiva de la democracia, ya que permite una disputa más equilibrada de la riqueza generada, entre el trabajo y el capital. El capitalismo, al ser corregido por la acción política y social (y sindical) no depauperaba a los trabajadores como pronosticaron los padres del marxismo, a los que corrigió el revisionista Bernstein. Existe una clara interrelación entre igualdad social, creación de riqueza y emergencia de una nueva hegemonía cultural basada en los valores de justicia social y libertad. Las democracias más avanzadas, según el Índice de Democracia de The Economist, tienen al menos tres características centrales: disponen de un fuerte sistema de instituciones públicas democráticas que ha permitido conformar sociedades más igualitarias e inclusivas, disfrutan de activas sociedades civiles (incluyendo sindicatos fuertes) en las que los ciudadanos pueden participar libremente, y tienen un peso creciente la justicia social, la libertad individual y lo laico en su escala de valores.

Ello no significa que esté ausente la contradicción estructural de que por una parte el capitalismo es un fuerte motor de colaboración social que permite garantizar unas suficiente provisión de bienes materiales a la que vez que tiende a generar una creciente desigualdad que debilita a la democracia (en el extremo la impide). A partir de la segunda postguerra mundial los fuertes mecanismos redistributivos que se pusieron en marcha en diversos países europeos (como lección central de las dos conflagraciones habidas en tres décadas), más el hecho sindical que fortaleció el poder de los más débiles en la negociación colectiva, conformó un sistema político, económico y social que se define como un capitalismo de bienestar, con una fuerte regulación público-democrática que permitió la generación de suficiente riqueza material y una distribución más equitativa que en el pasado. Son las políticas hegemónicas en los treinta gloriosos, o en la Suecia de mediados de los años ochenta. En lo que se ha denominado la "edad dorada del capitalismo" (desde la segunda mitad de la década de los ochenta hasta la primera parte de los setenta) se destacan entre otras las siguientes características: una fuerte regulación sobre la capacidad de creación de capital por parte de los bancos y empresas, con el objeto de garantizar la estabilidad macroeconómica y el pleno empleo (en esta acción tuvo importancia la existencia de una banca pública); el fortalecimiento del Estado de Bienestar, de forma que se garantizan unos servicios básicos de calidad (educación, sanidad,...) para toda la población; y un mayor equilibrio en la disputa del excedente empresarial entre trabajadores y accionistas, a través de una regulación que aumentaba la protección de los derechos laborales y fortaleció el papel de los sindicatos en la negociación colectiva, incluyendo en algunos países avanzados (Alemania, Suecia, Austria,...) la participación de los asalariados en la propiedad y en la gestión de las empresas. Es lo que se denominó "capitalismo renano".

En lo que se refiere al modelo sueco que culmina en la primera mitad de los años ochenta, representado por Olof Palme hasta su asesinato, estuvo a un paso del "socialismo de mercado", con tres fases diferenciadas con el objetivo final de lograr una democracia plena política, social y económica. Primero, la democracia política, con el voto universal que venía de atrás. A continuación, la democracia social, fundamentada en una mayor igualación de las rentas de la mayoría de la población a través de un robusto Estado de Bienestar y de un sistema de negociación colectiva centralizado, en el que los sindicatos jugaban un papel crucial: el cauce para transformar la sociedad capitalista no era la nacionalización de los medios de producción (como en otros modelos socialdemócratas, como el laborista británico) sino las políticas públicas y el Estado de Bienestar, lo que generaba una economía mixta con importante presencia del Estado, y que ayudaba a democratizar la inversión. La tercera fase de este proyecto ideológico de transformación social, la correspondiente específicamente al periodo de Palme, teorizaba el abandono paulatino de las relaciones productivas capitalistas y su sustitución por unas relaciones de producción democráticas. El instrumento de ello consistía en dotar a la economía de un "capital colectivo" (los Fondos de Inversión Colectivos de los Trabajadores), propiedad de los asalariados, situado entre el capital público y el capital privado. Mediante estos fondos, los trabajadores accederían a parte del capital de sus propias empresas de forma colectiva a cambio de una moderación salarial: las decisiones que definirían el escenario estratégico de una empresa a medio plazo (reinversión de beneficios, creación de empleo, esfuerzo en I+D, formación de trabajadores,...) tendrían que compartirse de forma creciente entre los accionistas capitalistas, los directivos y los trabajadores, y la tasa de rentabilidad a corto plazo del capital invertido dejaba de ser el único factor a tener en cuenta. El laboratorio sueco producía sus experimentos todavía en los años previos a la actual etapa de globalización creciente.

En La revolución tranquila (por cierto, así es como fue definida la práctica política de José Mujica, el gran presidente uruguayo) se desarrollan las utopías factibles del capitalismo de bienestar y del experimento socialdemócrata sueco. Sin embargo, su eje, su idea-fuerza, como ya hemos visto, consiste en dotar de superioridad política (electoral) y hegemonía cultural a la izquierda de hoy, tras el terremoto que supuso para ella la revolución conservadora: la libertad y la igualdad, con profundos nexos de relación. Una sociedad socialista y, por tanto, verdaderamente libre, se construye a partir de una sociedad entre iguales: iguales ante la ley, iguales en derechos y oportunidades; y con un reducido grado de desigualdad económica tanto de ingresos como de patrimonios. El socialismo no puede tener como único objetivo cubrir las necesidades materiales sino proporcionar mayores cotas de esa libertad que se define como "de alta sociabilidad".

Porque las revoluciones que sacrificaron la libertad son revoluciones fallidas. Porque el gravísimo error de la izquierda en el pasado ha sido dejar la defensa de la libertad en manos de quienes sólo reivindican esa libertad para mantener sus privilegios, a costa de los derechos de la inmensa mayoría de la sociedad. La libertad de la zorra en el gallinero. La percepción de que no se debe dejar atrás a nadie es uno de los principales factores que determina la felicidad individual y colectiva. Bruno Estrada dixit.

(*) Joaquín Estefanía. Fue director de El País entre 1988 y 1993. Su último libro es Estos años bárbaros (Galaxia Gutenberg).