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Veinte años a la sombra de Neruda

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Por Miguel Ángel Ortega Lucas (*)

El verano es ese espigón del puerto donde regresar a los veinte poemas y la canción desesperada adolescente.

"Encima de mi cabeza el cielo tenía un azul tan violento como jamás he visto otro. Yo escribía en el bote, escondido en la tierra. Creo que no he vuelto a ser tan alto y tan profundo como en aquellos días. Arriba el cielo azul impenetrable. En mis manos el Juan Cristóbalo los versos nacientes de mi poema. Cerca de mí todo lo que existió y siguió existiendo para siempre en mi poesía: el ruido lejano del mar, el grito de los pájaros salvajes, y el amor ardiendo sin consumirse como una zarza inmortal".

Raras veces volveremos a ser "tan altos y tan profundos" como en aquellos días de la adolescencia, de la adolescencia tardía. Cuando el mundo no descabalgaba jamás de su fragor palpitante: la gozosa catástrofe de ser tan jóvenes y de saberlo. Cuando nos perdíamos hacia nosotros mismos, en la muchedumbre de nuestra soledad; bajo el crepúsculo del muelle del verano y a la sombra de los versos de Pablo Neruda.

Inclinado en las tardes tiro mis tristes redes
a tus ojos oceánicos.

Allí se estira y arde en la más alta hoguera
mi soledad que da vueltas los brazos como un náufrago.

Como náufragos eufóricos y delirantes, como capitanes dementes de un navío varado en la locura y el deseo (y la melancolía que produce el deseo, y el placer diabólico que exhala esa tristeza), miles de adolescentes durante el último siglo han llevado alguna vez en el bolsillo esos poemas del mago Neruda, escritos -será delincuente- cuando él mismo tenía veinte años; poco después de renunciar a llamarse Neftalí Ricardo Reyes Basoalto.

Hace un siglo o veinte años o veinte minutos que leímos esos versos del Neruda veinteañero, fundacional y adolescente, los Veinte poemas de amor y una canción desesperada. ¿Por qué parece que el tiempo aquí no existe? Los escribió -contaba- entre la ciudad del interior y los viejos muelles de Carahue, en Chile, en la desembocadura del río Imperial: "...los tablones rotos y los maderos como muñones golpeados por el ancho río; el aleteo de gaviotas se sentía y sigue sintiéndose en aquella desembocadura".

¿Por qué parece que los escribimos con él? Él escribía esos poemas "en el bote": cualquier bote pobre, abandonado, varado en algún recodo de esos muelles del sur de Chile; nosotros lo leímos varados en la desembocadura de cualquier curso, entre la nostalgia y la expectación de lo que pudo ser y quizás, quizás sería al fin; de lo que no será jamás, tal vez, pero qué importa, qué importaba...: era la borrachera continua de estar vivo y de saberlo. Era la ebriedad de mundo y brisa y costa, y de anhelo y de abandono y de "blancas colinas, muslos blancos..."

Oscuros sauces donde la sed eterna sigue, 
y la fatiga sigue, y el dolor infinito.     

Nos hacían falta estos poemas, entonces, en el instituto, como la confidencia de un amigo, como la copa primera, como la noche en que vivirlo y sufrirlo todo. Éramos ingenuos, idiotas y temerarios: gracias a eso podíamos inventar el amor de cada día, que no existía más que en nuestra sed eterna, en nuestro dolor infinito... y en unas cuantas canciones, unas cuantas películas, unas cuantas páginas leídas una y otra vez, acuchilladas a lápiz, tratando de sellar en ellas el temblor de lo irrepetible que no había llegado en realidad a consumarse aún... ¿Por qué parece que escribimos estos poemas con él, con Neruda? Porque quizá lo hacíamos. Cualquier obra de arte no está viva del todo hasta que llega el mensaje dentro de la botella hacia la orilla del Otro Lado. Donde puede ocurrir el cumplimiento: que alguien que escribió algo sobre otro alguien en algún lugar, alguna vez, seamos ahora nosotros, escribiendo (proyectando) en este, esta alguien de aquí, exactamente la misma aventura.  

"Siempre me han preguntado cuál es la mujer de los Veinte poemas", escribía él mucho después: "pregunta difícil de contestar. Las dos o tres que se entrelazan en esta melancólica y ardiente poesía corresponden, digamos, a Marisol y a Marisombra. Marisol es el idilio de la provincia encantada con inmensas estrellas nocturnas y ojos oscuros como el cielo mojado de Temuco. Ella figura con su alegría y su vivaz belleza en casi todas las páginas, rodeada por las aguas del puerto y por la media luna sobre las montañas. Marisombra es la estudiante de la capital. Boina gris, ojos suavísimos, el constante olor a madreselva del errante amor estudiantil, el sosiego físico de los apasionados encuentros en los escondrijos de la urbe".

Porque el fulgor del erotismo y la creación adolescentes (la misma cosa son en realidad) no se contentan con perder cada día a una sola imagen para su sed, para la fecundidad escandalosa que quiere cantarlo y nombrarlo todo, la fantasía, el anhelo y la pasión se bifurcan, van a dar a muchas tentativas posibles (¿recuerdas?; cuando podíamos enamorarnos en cada estación de una, o de uno distinto)... con el fin secreto de esbozar una sola imagen definitiva de todo aquello que se sueña.

Ese vaivén sentimental de Neruda, exprimiendo del óleo de cada tarde un fulgor y una esperanza y una pérdida distinta pero paralelas, es el mismo de la barcarola de nuestros pensamientos a la deriva, fantaseando sobre todos los amores, todas las tentativas (adolescentes o no) por vivir.

Entonces, ya es otra -tú sabes quién-, ya es alguien que tú sabes, aquella del último otoño, "la boina gris y el corazón en calma": quien esperarás encontrar quizás, todavía, a la vuelta de este verano, cuando suenen los tambores íntimos de nuevo al volver a clase, a la ciudad. (Soñarás de nuevo, cuando ella se vaya otra vez sin esperarte al mediodía:

Siempre, siempre te alejas en las tardes
hacia donde el crepúsculo corre borrando estatuas.)

Otra u otro será quien te evoque, ahora, aquí, en las tardes del puerto o en la desembocadura del río, algún silencio que lo dice todo,

pensando, enterrando lámparas en la profunda soledad,

preguntándole (preguntándote)

¿Quién eres tú, quién eres?

...¿Por qué parece que aún estamos allí -dios mío-, al volver a estos versos? ¿Por qué volvemos al espigón de la costa, al parque solitario, a los atardeceres irreparables? ¿A la ventana de la luna donde sellar que éstos serán definitivamente los últimos versos que yo te escribo?  

"Cerca de mí todo lo que existió y siguió existiendo para siempre en mi poesía". Tenía veinte años, Neruda, al escribir sobre toda aquella "zarza inmortal" del amor en la costa. Pudimos leer hace veinte años esos veinte poemas; podíamos tener veinte años entonces. Podemosvolver a tenerveinteañosahora.

 

(*) Miguel Ángel Ortega Lucas. Escriba. Nómada. Experto aprendiz. Si no le gustan mis prejuicios, tengo otros en La vela y el vendaval (diario impúdico) y Pocavergüenza (ficha policial). 

@Ortega_Lucas


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