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Academia embrutecida

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Por Sebastián Martín (*)

Enrolarte en la profesión académica requería de una vocación intensa. Marcada por la incertidumbre y la mezquindad de los salarios, solo la curiosidad intelectual y el afán de estudiar servían de motores a su prosecución.

La contrapartida residía en la reposada vida de estudiante que permitía abrazar: consagrado al estudio, la escritura y la difusión docente de las propias conclusiones, los universitarios podían abstraerse relativamente de las constricciones habituales en otras profesiones.

En esos tiempos a los que me refiero -la década de los 1990 y la primera del presente siglo-, no existían filtros ni controles suficientes para prevenir la endogamia ni la mediocridad. Era mucho más sencillo cruzarse con profesores solventes en la enseñanza media que en la superior, plagada como estaba de falsos asociados que habían escogido la carrera universitaria como segundo plato. Recién doctorados, y aún con la tesis sin publicar, los investigadores solían encontrarse pronto ante un tribunal formado expresamente para la obtención de su plaza de funcionario titular. La elección de dos miembros de la comisión sobre los cinco que la componían por parte del departamento reducía los riesgos. Bastaba con ganarse el favor de un tercero para alcanzar la mayoría necesaria con la que promocionar al candidato local. Una vez lograda la titularidad por el flamante doctor, podía echarse a dormir en los laureles. Muchos sestean todavía desde aquel éxito prematuro.

En este particular de garantías a la meritocracia y al esfuerzo investigador, la organización académica actual ha ganado enteros. El acceso a una plaza de profesor funcionario en la universidad de hoy es incompatible con un currículum limpio de medallas. Las estadísticas que no introducen en sus cuantificaciones esta inflexión incurren en conclusiones inicuas. Deberían dividirse dos mundos académicos para calibrar la productividad de sus integrantes: el anterior a la ANECA y el posterior a sus controles. Regatear este éxito a las reformas universitarias es una forma de trabajar contra la credibilidad social de la propia profesión. En algo de esto incurren quienes proponen que se equiparen por entero las carreras de los profesores que solo se dedican a la docencia y las de aquellos que también hacen investigación. Tal equivalencia comportaría una desnaturalización del oficio universitario y una bula inadmisible a la mediocridad.

El reconocimiento debido de los logros alcanzados no autoriza, sin embargo, celebración alguna. La dinámica propia de las agencias evaluadoras responde a los patrones de lo que Gilles Deleuze denominó "sociedades de control", diseñadas para la disciplina 'permanente' y el control 'continuo' de sus agentes. Partiendo de este postulado, el diagnóstico se torna catastrófico ante el hecho de que los mayores y mejores controles de mérito y capacidad han ido abasteciéndose de filtros irracionales, o, más exactamente, de una racionalidad extracientífica. Para valorar el trabajo de investigación ajeno se requiere leerlo y evaluarlo con la competencia necesaria para ello. Todo lo que esquiva esta necesidad autoevidente es una forma de fraude. Y en él se ha instalado por entero el procedimiento de ponderación de méritos investigadores vigente en las universidades europeas.

Se valora por indicios. La publicación en revistas 'de impacto' y en editoriales "de prestigio" es ya garantía indiciaria de la calidad del trabajo. La obtención de numerosas citas y reseñas constituiría una prueba hipotética añadida de su solidez, como si no pudieran tornarse en communis opinio doctorum auténticos dislates. La promoción académica empieza a regirse así por una competencia descarnada por publicar el mayor número de 'papers' posible en los mejores medios disponibles según los ranking oficiales. La evaluación de un trabajo por su calidad intrínseca tras su indispensable lectura competente queda fuera de escena, remplazada por un conjunto de indicadores de resonancia, coeficientes de citación y órdenes de prelación.

Ya está más que denunciada la primera perversión de este modelo. Atribuye a las grandes corporaciones editoriales que elaboran estos ranking la prerrogativa de pautar la producción científica y cultural. Menos se abordan las corruptelas a que da lugar. Al crecer la demanda de publicación en ciertas revistas se da ocasión a sus editoriales para que cobren por colocar artículos. Se intensifica el poder de sus consejos de redacción sobre el resto de académicos. Casi todas las revistas publicadas se lanzan a la obtención de los mejores indicadores posibles recurriendo muchas veces a efugios discutibles. La posición destacada de numerosas editoriales resulta compatible con la extendida práctica de cobrar hasta el último euro de los libros que imprimen. Colocar un volumen en una determinada casa depende muchas veces de la disposición de los fondos necesarios, no de la superación de filtro de calidad ninguno. Las reseñas y las citas dejan de obedecer a un proceso espontáneo de fiscalización y revisión mutua entre académicos; son ahora el fruto de favores, peticiones interesadas y colocación calculada, esto es, de motivos ajenos al debate científico.

Como sucede en todos los casos de hiperregulación, lo imaginado en la abstracción de las exigencias formales resulta invertido por las prácticas sociales, mucho más ágiles en la búsqueda de atajos que en el cumplimiento estricto de las previsiones. Parte fundamental de los dispositivos destinados a regular el acceso y promoción en el campo académico hunden así el oficio en un mundo ficticio, de apariencias, donde el valor viene atribuido por criterios extraños a la ciencia.

Estas nuevas reglas se ceban con los universitarios más jóvenes. Habitando un entorno de mayor incertidumbre, precariedad económica intolerable y competitividad descarnada, muchos de ellos se encuentran consagrados a la tarea de adaptar sus trayectorias a los imperativos de la elocuentemente llamada 'normalización'. Sabiéndose de memoria rankings, índices de revistas y mediciones de impacto, solo trabajan en función de la mejor colocación de sus textos y actividades, no de indagar, descubrir o avanzar en un asunto determinado, consumándose así la sustitución de lo principal por lo accesorio.

A ello se suma la cantidad abrumadora de deberes burocráticos que los académicos deben cumplir. Hay que invertir un tiempo creciente en cumplimentar aplicaciones para organizar la docencia, solicitar proyectos, informar sobre su seguimiento, pedir sexenios, acreditarse en cada uno de los niveles del escalafón y un largo etcétera. Entre la organización estratégica de la propia carrera en orden a promocionar lo antes posible, aun sin expectativas ciertas de hacerlo, y la invasiva dedicación burocrática, el estudioso en ciencias sociales y humanas termina disponiendo de tiempo y tranquilidad continuados para su trabajo reflexivo de lectura y escritura solo los fines de semana y en vacaciones.

A la vista quedan, por tanto, la subjetividad constituida por las reglas del campo académico y los modos de producción de ciencia y cultura en él operativos. Si de un lado nos encontramos con una celebración hiperindividualista de la competitividad, envuelta muchas veces en la ficción, el fraude y la repetición, de otro nos tropezamos con la superficialidad, la reiteración y la falta de reflexión y, sobre todo, de crítica. Aquel trabajo que, en virtud de su independencia económica e intelectual, presumía de emancipador se va tornando así, poco a poco, en una trama de hábitos a cual más embrutecedor.

Una elemental medida de reforma para rectificar estos derroteros sería la siguiente: exigir para las acreditaciones y las peticiones de sexenios solo la entrega del propio currículum para que los evaluadores puntúen el valor intrínseco del propio trabajo, ahorrando al profesorado centenares de horas inútiles que bien podrían dedicar a mejorar la 'calidad' de su ciencia. No hay un solo partido que la proponga.

 

(*) Sebastián Martín. Profesor de Historia Jurídica de la Universidad de Sevilla

Fuente: https://www.cuartopoder.es/ideas/opinion/2018/03/20/academia-embrutecida/


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