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La subjetividad gay: un problema literario

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Por Carlos Pott

La construcción del 'yo' en dos textos recientes: una novela confesional ('El amor al revés', Luisgé Martín) y un ensayo libertino ('Elogio de la homosexualidad', de Luis Alegre), muestran que la subjetividad, más que una posición desde la que se construye el individuo, puede ser un herencia literaria políticamente envenenada. Porque siempre ha habido quien ya nos había imaginado mejor que nosotros mismos.

Cuando, en una carta a su abuela materna, Marcel Proust declaraba su inclinación por una mujer con las siguientes palabras: "te lo juro por Artemisa la blanca diosa y por Plutón el de los ojos ardientes [...] que me da un poco de vergüenza decirle que me parece guapa" (o, si se quiere, que "la encuentro hermosa"), remitía a una forma de cortejo en la que mediante una retórica de diletante languidez parecía negar todo interés en el encuentro amoroso con mujeres. Tras una serie de gestos de apropiación que tuvieron que lidiar con la inestabilidad de los yoes que Proust mostraba en los ensayos, la ficción y en sus comunicaciones privadas, se eligió la suya como una de la primeras subjetividades gays de la literatura, definida por la hiperestesia melancólica del artista antes que por el deseo homosexual.

En Reflexiones sobre la cuestión gay, Didier Eribon estableció un corpus que sirvió a la construcción de una genealogía de exclusividad espiritual y presunción aristocrática que se encarnó en autores como Oscar Wilde o André Gide y que incluyó también la atribución de rasgos de sublimidad a la sodomía -por vía pedagógica-, así como de una sensibilidad distintiva garantizada por el encuentro estetizante con el cuerpo masculino. Es difícil saber en qué forma la invención médica del homosexual en la segunda mitad del siglo XIX aceleró un trabajo consciente de constitución de una identidad cultural gay, pero esta no se constituyó mediante posicionamientos inequívocos, sino que necesitó del ejercicio de una lectura crítica posterior que hizo cargar a los textos con el peso biográfico de sus autores.

Hoy reconocemos la aparición de un sujeto literario gay en el periodo de entresiglos gracias a una lectura híbrida de ciertas obras para la que se convocaron categorías prestadas de otros lenguajes teóricos

Hoy reconocemos la aparición de un sujeto literario gay en el periodo de entresiglos gracias a una lectura híbrida de ciertas obras para la que se convocaron categorías prestadas de otros lenguajes teóricos. Por ejemplo, aquí «subjetividad» no refiere únicamente un resultado de la enunciación literaria, sino también la tarea política de imaginar nuevos sujetos o formas de vida (tarea que fue gay y que retomarían las estéticas trans y queer). Digamos que "ser gay" fue ya en su origen un proceso en el que el cuerpo era el principio de la subjetividad, y donde el deseo disidente impuso la construcción de la identidad en un espacio de confluencia entre política y literatura, aunque la expresión del deseo pudiera desviarse a través de los mecanismos de la ficción (como en la actitud desafecta del protagonista de El inmoralista de André Gide, que predefinía lo que Butler llamó la "melancolía del homosexual"). La afirmación del deseo fue mucho tiempo ambigua, pero eso no impidió que se asociaran a ese sujeto emergente otros atributos (la hipersensibilidad, la melancolía) por los que todavía reconocemos parte de lo gay (lo gay arcaico, quizás).

El amor del revés, de Luisgé Martín, publicado el otoño pasado, hace de su autor un heredero sin riesgos de aquellos sujetos que aprovecharon sus posiciones de privilegio socio-cultural para imaginar el futuro. La novela comienza con una reflexión somera sobre la performatividad del sujeto gay y nos habla de "la primera vez que pronuncié en voz alta las palabras terribles: 'Soy homosexual'". Independientemente de la verdad que esas palabras desvelan y de cómo fueran pronunciadas, el relato (épico) que se pone en marcha es el de la canalización del deseo homosexual a través de una identidad gay que, una vez constituida, puede ya desproblematizar ese deseo. La novela narra la construcción de la subjetividad del autor y de su encuentro en ese proceso con una lógica cultural que permite su integración social. Esa lógica no es la de la cultura gay urbana que le es contemporánea, sino la del prestigio social, punto de partida de los gays arcaicos. Pasados los meses, se puede decir ya que el libro ha servido al mismo proceso que el libro cuenta, tanto por la atención mediática que ha recibido (muy superior a la del resto de su obra), como por la celebración crítica de la valentía del autor (y quizás sea momento de esforzarse por pensar qué podría decir de sí mismo un autor que se ponga verdaderamente en riesgo).

Por otro lado, en mayo de este año, con el título Elogio de la homosexualidad, uno de los fundadores de Podemos, Luis Alegre, publicó un astuto ensayito con el que a partir de la celebración de ciertas formas de socialización gay marcadas por la liberación sexual (el libro desecha considerar a las lesbianas como sujetos igualmente oprimidos porque, dice, han tenido mucho más fácil disimular su deseo), desarrolla una fantasía de dominación global en la que la promiscuidad y la experimentación deberían dar a los heterosexuales, que nada saben de identidades flexibles, las claves para constituir un mundo de libertad individual y tolerancia (por ejemplo, nos dice, que el hecho de que a los gays les dé morbo todas las razas es una garantía de su actitud abierta frente a la inmigración). El libro, que podría leerse como una parodia de la idea -ya inmoderada- de John Stuart Mill de que la excentricidad es un motor para la mejora social, es una muestra de cómo la subjetividad gay ostenta una visibilidad capaz de opacar toda otra forma de vida urgida por la antinormatividad del deseo (la imprudencia del título así lo prueba). Pero a través de la fantasía cultural, el libro de Alegre tiene algo de lo que carece el de Martín: imaginación de futuro y un mínimo compromiso con lo disidente. Cuando Martín nos cuenta que durante un tiempo acudió a un psiquiatra para que le curara de su homosexualidad y que dio credibilidad a ese proceso, se excusa después -con una escalofriante muestra de aquiescencia normativa y esclerosis política- al recordarnos que fue ingenuo, a pesar de que "he viajado por todo el mundo: alrededor de cuarenta países en cuatro continentes. He trabajado para grandes ejecutivos de empresas, para ministros y para presidentes de Gobierno".

Quizás a una subjetividad queer como la de Jean Genet, que hizo de la sumisión una postura subversiva, le hubiera horrorizado leer cómo Luisgé Martín trata en su novela el deseo con una retórica que parece en ocasiones heredada de la suya. Porque Martín no solo usa el sufrimiento como marca de distinción, sino que El amor del revés parece una revocación (lánguida) del poder de la disidencia para construir a partir de ella una identidad. La maniobra de Alegre representa, en este punto, una subjetividad gay muy diferente, aunque no menos inquietante, al incorporar la disidencia para apuntalar una posición de solidez social basada en la pujanza del consumo sexual y en el proselitismo cultural. 

En cualquier caso, el pasaje más memorable de El amor del revés es de carácter genetiano: aquel en el que relata un amor -que llevó al autor al borde del suicidio- por un chico del que durante meses no supo más que lo que podía vislumbrar de él desde la otra esquina de una biblioteca. Martín toma de Genet la idea literaria de una pasividad que hace a quien desea de un material dúctil para que pueda someterse mejor a la voluntad o el deseo del amado (en palabras de Genet: "Durante aquellos años de desmadejamiento, cuando mi personalidad adoptaba cualquier forma, cualquier varón podía oprimirme los costados con sus paredes y abarcarme. Yo tenía una sustancia moral [y física, que es la forma visible de la moral...] sin perfil claro"). La incapacidad del homosexual de afirmar públicamente su deseo se transforma en Genet en un estado de vulnerabilidad y sumisión en el que solo el otro es una subjetividad que desea (y, como tal, nombra, elige e impone límites); esa pasividad en bruto es lo que describe Genet en variaciones poco menos que infinitas en Milagro de la rosa. El yo de las obras de Genet adopta una posición, si bien enferma de elocuencia, socialmente muda y comprometida con la disolución de la voluntad. La reiterada aparición de la santidad en sus novelas (como en la obra de Pasolini) no es gratuita ni proviene, como se ha dicho, de una identificación del gozo y la ascesis, sino de la necesidad de enunciar un yo capaz de sostener un deseo pasivo y sumiso (de-subjetivado) que realice el estado de unión al que aspira y para el que, bien el cuerpo, bien el alma, es un estorbo.

Explico esto porque se trata de otro punto en el que la herencia literaria revela la palidez de la empresa literaria de Luisgé Martín. Parece evidente que en El amor del revés se ha pensado a sí mismo, en parte, a través del estilo de Genet, pero, así como el dualismo (cuerpo/alma) solo le es útil para ennoblecer su figura al preguntarse si ha sido el sufrimiento de origen carnal lo que le ha hecho intelectualmente exigente, el lenguaje religioso, como consecuencia, no tiene más valor allí que el de un cliché de representación ("Mi acercamiento a Dios, a esa enajenación mística que alza el cuerpo del nivel del suelo y oscurece cualquier acto racional, se ha producido invariablemente a través de la belleza humana": hipersensibilidad, melancolía). Hacia el final de la novela, la retórica de la sumisión, heredada sin vida, dará paso a gestos de sometimiento efectivos en los que el autor se pliega ante las mismas fuerzas sociales que un día fueron responsables de su martirio. Por norma general, no debería sorprender que a la constitución de una subjetividad políticamente estéril le corresponda una literatura inane.


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