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Uruguay: ¿todo mal?

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Por Esteban Valenti (*)

En política, como en otros muchos aspectos de la vida, entreverar todo -batir, anular prioridades, medir con el mismo rasero- es una de las mejores formas de ir por el mal camino, de favorecer lo peor. Umberto Eco decía que si se quiere ir al paraíso, lo primero es conocer las vías que llevan al infierno. El entrevero es una de esas vías maestras.

Sucede también con la crítica; cuando se pierden las proporciones y todo se carga en el mismo plato de la balanza, el peso -de la realidad, de la historia e incluso de la crónica- tendrá grandes deformaciones. Y ese peligro es el que asumo en toda su plenitud en este momento político, ideológico y cultural de la izquierda uruguaya, y en particular del Frente Amplio.

Vale la pena esforzarse en la crítica, en el análisis, en los reclamos en voz alta y firme, precisamente porque también se ha hecho mucho y en planos muy importantes. No todo -ni mucho menos- está mal; aunque ahora afrontemos una combinación de situaciones críticas. Los más de doce años de gobiernos nacionales del Frente Amplio representaron para el país un conjunto de grandes cambios, que demostraron simultáneamente avances importantes.

Primero: que es falsa la pregunta sobre si Uruguay es un país viable, interrogante que surgió con gran fuerza durante la crisis del 2002 y se había ido construyendo durante décadas previas de decadencia. El país tiene un enorme potencial de desarrollo. E insisto: de desarrollo, no solo de crecimiento. Para conseguir el desarrollo, la clave está en que el aumento de la producción no impacte de manera desproporcionada en lo que reciben sus habitantes. Desproporcionada, porque los que se hundieron durante décadas de bajos ingresos, de pobreza y de indigencia -en su inmensa mayoría, jóvenes, niños y mujeres- deben recibir más en la distribución de la torta, no solo por una elemental razón de justicia sino también para asegurar la sostenibilidad del crecimiento. Eso es aplicar una política de izquierda.

Uruguay creció porque cambió -aun cuando el cambio tenga todavía materias pendientes-. Y este reconocimiento no puede ser mera retórica ni un amague de crítica; tiene que ir a fondo sobre los puntos neurálgicos en los que no cambiamos lo suficiente o lo hicimos mal. Se trata de detectar las causas de nuestros errores.

Cambiamos en todos los indicadores sociales, en particular en los referidos al empleo, a la pobreza, a la indigencia, a la mortalidad infantil, y en resumen, al PBI y al PBI por habitante. Todavía no alcanzamos, ni siquiera rozamos nuestro objetivo de ser un país desarrollado y mucho más justo; estamos lejos de dar a todos los uruguayos oportunidades similares, en particular por los pocos cambios cualitativos que han tenido lugar en la educación.

Cambiamos en algunas columnas que sustentan el desarrollo nacional, por ejemplo, en nuestra matriz energética, al pasar a la masiva i ntroducción de energías renovables. Este cambio tiene sus bemoles, pero no podemos ni debemos desconocerlo; es una clave del presente y con proyección hacia el futuro. Para completar el ciclo, necesitamos una energía que a los productores, en especial en el campo, les llegue a no más de la mitad del costo actual, para poder encarar a fondo el riego artificial en amplias zonas del país y de esa manera multiplicar la producción agropecuaria.

Cambiamos en nuestro sistema financiero, que favorecía al peor capitalismo parasitario, el de las carteras pesadas, el de las crisis recurrentes que terminábamos pagando todos, menos los deudores contumaces y los banqueros. El proceso de la inclusión financiera debe llevarse a la práctica con gran inteligencia y sensibilidad, porque todo termina en la política, aunque algunos técnicos no quieran verlo. Y la oposición pretenda aprovecharse. No hay de qué quejarse: es lo que hacen las oposiciones, lo que hicimos nosotros cuando lo éramos.

Cambiamos la matriz productiva en sectores fundamentales, pero aun estamos sujetos de manera muy dependiente al precio de las materias primas. Los cambios y el avance no dependen del viento de cola, pero sí dependen de cómo manejemos con audacia y creatividad el timón en medio de todas las condiciones, incluso las turbulencias mundiales y regionales.

Casi no cambiamos en la "madre de todas las batallas"; no supimos, no pudimos o en el fondo no nos animamos a hincarle el diente a un Estado gordo, fofo, injusto, devorador de recursos y de tiempos y plagado de injusticias. Al contrario, en algunas áreas alimentamos al gran animal con galletitas. Y nunca se conforma. No hay proporción entre lo que invertimos, gastamos y aumentamos los recursos, y los resultados en múltiples actividades importantes del Estado y sus servicios.

Hay muchos jerarcas, funcionarios que cumplen cabalmente y con esfuerzo sus responsabilidades; pero hay también de los otros, y hemos consolidado la mala impresión de que si es "compañero" y fracasa o erra, igual siempre le conseguiremos un lugar en otro lado, siempre en el Estado. Y esa práctica es suicida. Los ejemplos son interminables. Las "ocho horas" no son una maldición, son la vida normal para la mayoría de los uruguayos. Primero no están los "compañeros" y su tranquilidad laboral a cualquier costo; primero siempre deben estar la gente y el proyecto social y económico.

Comenzamos a cambiar, luego de muchos años, en la seguridad pública, dándole un mínimo de dignidad, de medios, de recursos técnicos, de capacitación a la Policía, incluyendo cambios importantes en su despliegue operativo. Sin embargo, nos faltaron elementos que le dieran carácter integral a la batalla contra el delito, y eso no es culpa ni responsabilidad del Ministerio del Interior.

Cambiamos mucho y bien en los salarios y las jubilaciones, que habíamos recibido tan en el sótano. Siempre falta un escalón más, pero cualquiera puede medir los cambios en todos los sectores, así como en lo que tiene que ver con los derechos de los trabajadores. Lo que no hemos logrado es que hubiera un compromiso proporcional a todos esos avances; la cultura del trabajo es todavía una buena frase, pero con serias dificultades en su aplicación a la vida concreta.

Y nuestra relación con los sindicatos es tormentosa, porque estamos totalmente de acuerdo con la independencia de clase de los sindicatos respecto del gobierno, pero de igual manera debe haber una total, clara, independencia del gobierno -que representa a la nación- respecto de los sindicatos y de las corporaciones varias.

Cambiamos en nuevos derechos para diversos sectores de la sociedad y para avanzar en el reconocimiento de las diversidades y de las minorías; pero tenemos todavía un gran déficit en la igualdad de derechos para una mayoría, la de las mujeres. Asimismo, tenemos que estar en guardia ante algunas ideologías que pretenden invertir la ecuación e impulsar que algunos salgan de los roperos, pero a veces quieren que los demás sintamos vergüenza de nuestra opción de género y vayamos nosotros a otros placares sociales. En otro orden, debemos estar mucho más atentos a los que quieren menoscabar la laicidad para imponer cualquier ideología, incluso la ideología de género y de la deconstrucción del género.

Continuamos cambiando, con todas las fuerzas políticas nacionales desde que salimos de la dictadura, y logramos transformar a la política en la más pacífica de las actividades nacionales, aquí, en la "tierra purpúrea" de no hace muchas décadas. Ese es un gran mérito de todos los uruguayos. No obstante, no logramos los mismos resultados en lo relativo a la violencia generalizada en nuestra sociedad. Esta responde no a amplios factores sociales, sino a los derivados de preocupantes y marcadas carencias culturales.

Y ese el último aspecto al que me quiero referir: a nuestro mayor déficit, a la batalla cultural. La derecha se queja todos los días porque le hemos ganado la batalla cultural. Es falso, no hemos logrado -y estamos lejos de hacerlo- que la gente se apropie de los avances, de los cambios, de mejores prácticas laborales, de estudio, de esfuerzo, de valorar las mayores riquezas: las morales, las éticas, las de humanidad, aunque cada uno se esfuerce por construir su mejor lugar en esta vida, en este mundo.

La batalla por la moralidad, por la ética, no es solo un combate implacable contra la corrupción y por el manejo austero y responsable de los dineros públicos; es en el mundo actual la principal batalla cultural e ideal de la izquierda, de las fuerzas del cambio, del progreso. Es imposible, absolutamente imposible ser coherentes y firmes en el camino de las transformaciones económicas y sociales si descuidamos el flanco de la moral. No se sostiene ningún discurso ni ningún proyecto si no se encara este objetivo esencial, entre otras razones, para conseguir la mejor convivencia inclusiva de todos en comunidad.

Cambiamos mucho, pero tenemos que demostrar, ante los temas vitales, que seguimos siendo fieles a nuestros ideales, pero sobre todo a los miles y miles que entregaron sus vidas, su libertad; que afrontaron padecimientos, pérdidas y horrores en la lucha por la democracia, pero también por nuestra fuerza política. Y eso hoy está en discusión, en una dolorosa discusión. Recordemos siempre que decir la verdad sigue siendo revolucionario. Posiblemente hoy más revolucionario que antes, porque estamos en el poder.

  (*) Periodista, escritor, director de Uypress y Bitacora.


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