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¿Son los vertiginosos beneficios de la industria editorial malos para la ciencia?

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Por Stephen Buranyi (*)

 "El propósito de las publicaciones de alto impacto es un sistema de incentivos tan podrido como el de las comisiones bancarias" 

 

"En el futuro solamente quedarán un puñado de compañías editoriales inmensamente poderosas, y llevarán a cabo su actividad comercial en una era electrónica sin costes de impresión, convirtiéndose casi en puro beneficio."

El año 2011, Claudio Aspesi, un veterano analista financiero del centro londinense Bernstein Research, apostó a que la empresa líder en una de las industrias más lucrativas del mundo se acercaría a la caída financiera. La empresa Reed-Elsevier, una gigante editorial multinacional que cuenta con unos ingresos cercanos a los 7.000 millones de euros, era un delicioso caramelo para cualquier inversor. Se trataba de una de las pocas editoriales que había manejado exitosamente la transición a Internet, y un reciente informe de actividades societarias preveía al menos un año más de crecimiento. Aspesi, sin embargo, tenía una razón para creer que esa predicción -junto a la de todos los analistas financieros importantes- era incorrecta.

El núcleo de actividad de Elsevier está en las revistas científicas, publicaciones de periodicidad semanal o mensual en las que los científicos comparten sus resultados. Pese a su reducida audiencia, la publicación científica es un negocio extraordinariamente mayúsculo. Generando un total de ingresos globales por encima de los cerca de 22.000 millones de euros, su volumen está entre el de la industria discográfica y el de la industria del cine, pero es mucho más rentable. En 2010 la rama de publicaciones científicas de Elsevier declaró 827 millones de euros en beneficios, de un total de 2.300 millones de ingresos. Eso implicaba un margen del 36%: superior al que declararon Apple, Google o Amazon ese año.

Pero el modelo de negocios de Elsevier tenía algo de enigmático. Una editorial tradicional, pongamos una revista magazine, debe cubrir primero una multitud de gastos para después llegar a ganar dinero: pagar a los redactores por los artículos; emplear a editores para hacer encargos de artículos, darles formato o revisarlos, y pagar por distribuir el producto final a suscriptores y vendedores. Todo eso es caro y esas revistas ganan típicamente entorno al 12-15% de beneficios.

La forma con la que se gana dinero con un artículo científico es aparentemente muy similar, salvo que las editoriales científicas se las arreglan para eludir la mayor parte de los costes reales. Los científicos producen bajo su propia dirección -financiados mayoritariamente por los gobiernos-  y se lo dan gratis a las editoriales; la editorial paga a editores científicos para que juzguen si el trabajo merece ser publicado y revisan el formato, pero la mayor parte de la carga editorial -revisar la validez científica y evaluar los experimentos, un proceso conocido como revisión por pares- la realizan científicos de forma voluntaria. Las editoriales venden entonces el producto a bibliotecas de universidades y otras instituciones, financiadas públicamente, para que lo lean los científicos -quienes, como colectivo, crearon el producto en primer lugar- .

Es como si la revista New Yorker o The Economist exigieran a los periodistas que escribieran y editaran el trabajo los unos de los otros gratuitamente, y pidieran al gobierno que pagara la factura. Los observadores externos tienden a caer en una suerte de incredulidad estupefacta cuando se les describe esta trama. Un comité parlamentario sobre ciencia y tecnología sacó en 2004 un informe sobre esa industria, en el que se observaba secamente que "en un mercado tradicional los proveedores son pagados por los bienes que aportan". Un informe del Deutsche Bank de 2005 se refería a ésta como una "extraño" sistema "de triple pago", en el que "el Estado financia la mayor parte de la investigación, paga los salarios de la mayoría de los que revisan la calidad de la investigación, y luego compra la mayor parte del trabajo publicado".

Los científicos son muy conscientes del mal trato que supone para ellos. El negocio editorial es "perverso e innecesario", según escribía  en un artículo para elGuardian de 2003 Michael Eisen, biólogo de la Universidad de Berkeley, denunciando que "debería ser un escándalo público". Adrian Sutton, físico del Imperial College, me dijo que los científicos "son todos esclavos de las editoriales. ¿Qué otra industria recibe la materia prima de sus propios consumidores, hace que los propios consumidores se encarguen del control de calidad de ese material, y luego vende ese mismo material de nuevo a los consumidores bajo un precio altamente inflado?". (Un representante del grupo RELX, el nombre oficial de Elsevier desde 2015, me contó que tanto ellos como otras editoriales "sirven a la comunidad investigadora desempeñando tareas que necesita pero no es capaz de hacer, o no hace por sí misma, y cobra un precio justo por ese servicio").

Muchos científicos también creen que la industria editorial ejerce demasiada influencia sobre lo que estos eligen estudiar, algo básicamente malo para la ciencia misma. Las publicaciones premian los resultados novedosos y espectaculares -al fin y al cabo su negocio es vender suscripciones-, y los científicos, sabiendo exactamente qué tipo de trabajos se publican, adaptan sus entregas conforme a ello. Eso genera un constante arroyo de artículos, la importancia de los cuáles es visible de forma inmediata. Pero también conlleva que a los científicos les falte un mapa preciso de su campo de investigación. Los investigadores pueden acabar explorando inadvertidamente callejones sin salida con los que otros colegas pueden ya haberse enfrentado con anterioridad, simplemente porque la información sobre fracasos previos nunca tiene lugar entre las páginas de las publicaciones científicas relevantes. Un estudio de 2013 exponía que la mitad de todos los ensayos clínicos realizados en los Estados Unidos no se han publicado nunca en ninguna revista.

De hecho según los críticos el sistema de revistas frena el progreso científico. En un ensayo de 2008, el Dr. Neal Young, del National Institutes of Health (NIH), que financia y lleva a cabo investigación médica para el gobierno de los Estados Unidos, argumentaba que dada la importancia de la innovación científica para la sociedad "hay un imperativo moral para reconsiderar cómo la información científica es deliberada y divulgada".

Después de hablar con una red de más de 25 prominentes científicos y activistas, Aspesi llegó a la conclusión de que la ola estaba a punto de girarse contra la industria que Elsevier lideraba. Cada vez más y más bibliotecas de investigación, que son las que compran las revistas para las universidades, alertaban que sus presupuestos estaban agotados tras décadas de incrementos de precios, y amenazaban con cancelar sus multimillonarios lotes de suscripción, a no ser que Elsevier bajara los precios. Algunas organizaciones estatales, como el NIH americano o la Fundación Alemana de Investigación (DFG) se comprometieron a poner al alcance su investigación por medio de revistas online de libre acceso. Aspesi creía que los gobiernos darían un paso adelante para asegurar que toda la investigación públicamente financiada estuviera disponible gratuitamente para cualquiera. Elsevier y sus competidores se verían metidos en una tormenta perfecta, con sus consumidores rebelándose desde abajo y la regulación gubernamental acechando por arriba.

En marzo de 2011 Aspesi publicó un informe recomendando a sus clientes que vendieran las acciones de Elsevier. Unos meses más tarde, en una teleconferencia entre los gestores de Elsevier y empresas inversoras, presionó al CEO de Elsevier, Erik Engstrom, aludiendo a la relación deteriorada con las bibliotecas. Preguntó qué andaba mal en el negocio si "los consumidores están tan desesperados". Engstrom esquivó la pregunta. Al cabo de dos semanas las acciones de Elsevier cayeron más de un 20%, con una pérdida de valor de más de 1.000 millones de euros. Los problemas que Aspesi había visto eran profundos y estructurales, y creía que se desarrollarían a lo largo de la siguiente media década, de hecho las cosas ya parecían moverse en la dirección a la que había predicho.

A lo largo del año siguiente, sin embargo, la mayoría de bibliotecas recularon y consignaron contratos con Elsevier, y los gobiernos fracasaron ampliamente en impulsar un modelo alternativo de divulgación de la investigación. En 2012 y 2013 Elsevier declaró márgenes de beneficios de más del 40%. Al siguiente año Aspesi revertió su recomendación de vender. "Nos atendió de demasiado cerca, y se quemó un poco", me decía recientemente David Prosser, director de Bibliotecas de Investigación del Reino Unido y una de las voces más notorias en favor de reformar de la industria editorial. Elsevier estaba aquí para quedarse.

Aspesi no había sido la primera persona en predecir incorrectamente el fin del boom editorial científico, y probablemente no será el último. Resulta difícil de creer que, lo que no deja de ser esencialmente un oligopolio lucrativo, operando en un sector que por otro lado está altamente regulado y públicamente financiado, pueda evitar su extinción a largo plazo. Pero la industria editorial ha ido echando sus raíces en la profesión científica a lo largo de muchas décadas. Todo científico sabe hoy en día que su carrera depende de tener publicaciones, y el éxito profesional está especialmente determinado por el emplazamiento de sus trabajos en revistas de prestigio. El largo y lento esfuerzo, sin apenas dirección, que han llevado a cabo algunos de los más influyentes científicos del siglo XX ha dejado de ser una opción viable de carrera. Bajo el sistema actual, el padre de la secuenciación genética Fred Sanger, alguien que publicó muy poco a lo largo de las dos décadas que pasaron entre su primer premio Nobel (1958) y el segundo (1980), podría perfectamente encontrarse sin empleo.

Científicos que incluso están luchando por una reforma a menudo desconocen las raíces del sistema:  el modo en que en los años de bonanza tras la segunda guerra mundial salieron emprendedores que amasaron fortunas arrebatando a los científicos las editoriales y expandiendo el negocio a una escala nunca antes imaginada. Y nadie fue más transgresor e ingenioso que Robert Maxwell, quien convirtió las revistas científicas en espectaculares máquinas de hacer dinero. Maxwell llegó a ser candidato como diputado, a retar a Rupert Murdoch como magnate de prensa y a devenir una de las figuras más infames de la sociedad británica. Pero la verdadera importancia del tipo fue mucho mayor de la que pensamos. Por improbable que parezca, poca gente hizo más que Maxwell en el siglo pasado por configurar el funcionamiento de la ciencia.

En 1946, con solo 23 años, Robert Maxwell estudiaba en Berlín gozando ya de una buena reputación. Aunque se había criado en una pobre aldea checa, combatió para el ejército británico durante la guerra como parte del contingente de europeos exiliados, ganándose así el mérito de una Cruz Militar y la ciudadanía británica. Tras la guerra sirvió como agente de inteligencia en Berlín, sacando provecho de sus nueve idiomas para interrogar a prisioneros. Maxwell era alto, intrépido, e inconforme con el considerable éxito ya alcanzado. Un conocido de la época traía a la memoria el mayor deseo que expresaba por aquél entonces: "ser un millonario".

El gobierno británico preparaba al mismo tiempo un peculiar proyecto que permitiría a Maxwell cumplir su cometido. Científicos británicos de primer nivel, desde Alexander Fleming, descubridor de la penicilina, al físico Charles Galton Darwin, nieto de Charles Darwin, compartían la preocupación  por el estado deplorable del mundo editorial a pesar de que la ciencia británica gozaba de prestigio mundial. Las editoriales científicas eran famosas principalmente por ser ineficientes y estar en constante quiebra. Las revistas, normalmente impresas en papel del fino y barato, no se producían normalmente más que como accesorio de las asociaciones científicas. La British Chemical Society (Sociedad Británica de Química) acumulaba colas de artículos pendientes, con meses de espera para ser publicados, apoyándose financieramente en la Royal Society para llegar a imprimirlos.

La solución del gobierno fue agrupar la venerable firma editorial Butterworths (hoy en día propiedad de Elsevier) con la reconocida editorial alemana Springer, recurriendo así a la experiencia que gozaba ésta. Butterworths podría así aprender a sacar beneficios de las revistas, y la ciencia británica podría cumplir su cometido a un ritmo más alto. Maxwell había establecido ya su propio negocio ayudando a Springer a enviar artículos científicos a Gran Bretaña. Los directores de Butterworths, siendo también ex-agentes de inteligencia británica, contrataron al joven Maxwell para que les ayudara a gestionar la compañía, y a otro ex-espía, un metalúrgico llamado Paul Rosbaud que se había dedicado durante la guerra a pasar secretos nucleares de los nazis a los británicos a través de resistentes franceses y holandeses, lo contrataron como editor científico.

No podrían haber empezado en mejor momento. La ciencia estaba apunto de entrar en un período de crecimiento sin precedentes, en la transición de ser una ciencia desperdigada, sostenida de forma amateur por gente rica, a una profesión respetada. En los años de posguerra se llegaría a convertir en un símbolo del progreso. "La ciencia ha permanecido entre las bambalinas. Debería traerse al centro del escenario, pues en ella yace en buena parte la esperanza para el futuro", escribía Vannevar Bush, ingeniero norteamericano miembro del proyecto Manhattan, en un informe de 1945 dirigido al presidente Harry S. Truman. Después de la guerra, el gobierno se erigió por primera vez en el mayor patrocinador de la empresa científica, no sólo con fines militares sino también a través de agencias de nueva creación, como la US National Science Foundation, y con una rápida expansión del sistema universitario.

Cuando Butterworths decidió abandonar en 1951 aquél proyecto bisoño, Maxwell ofreció 13.000 libras (lo que hoy serían unos 480.000 euros) tanto por las acciones de Butterworth como las de Springer, adquiriendo así el control total de la compañía. Rosbaud permaneció como editor científico y bautizó la nueva empresa bajo el nombre Pergamon Press, a raíz de una moneda de la ciudad de Pérgamo en la Antigua Grecia en la que aparece la figura de Atenea, diosa del conocimiento. Esa fue la imagen que adaptaron como logo de la compañía, con un trazo simple de línea que venía justamente a representar conocimiento y dinero.

En aquél nuevo ambiente cargado de dinero y optimismo, fue Rosbaud quien abanderó el método que llevó Pergamon al éxito. A medida que la ciencia se fue expandiendo, comprendió que se necesitarían nuevas revistas que cubrieran nuevas áreas de estudio. Tradicionalmente las sociedades científicas que fundaban revistas eran instituciones anquilosadas, que tendían a la lentitud provocada por debates internos entre sus miembros alrededor de los límites de su campo. Rosbaud no tenía límites de ese tipo. Todo lo que necesitaba hacer era convencer a académicos prominentes de que su campo particular requería una nueva revista para mostrarla como es debido y luego emplazar a esas personas al frente la revista. Pergamon empezaría entonces a vender suscripciones a bibliotecas universitarias, que de golpe pasaron a disponer cantidad de fondos públicos.

Maxwell aprendía rápido. En 1955 él y Rosbaud asistieron la Conferencia Internacional sobre los Usos Pacíficos de la Energía Atómica de Ginebra. Maxwell alquiló una oficina cerca de la conferencia y se pasó por seminarios y actos oficiales en los que ofrecía la publicación de cualquier artículo que los científicos hubieran parido, pidiéndoles que firmaran contratos exclusivos para editar revistas de Pergamon. Otras editoriales quedaron sorprendidas por semejante descaro. Daan Fran, de la North Holland Publishing (hoy en día propiedad de Elsevier) se quejaría después de la "deshonestidad" de Maxwell al alzar en brazos a científicos sin reparar en el contenido específico.

Tampoco Rosbaud aprobaba del todo el afán lucrativo de Maxwell. A diferencia del humilde científico que había sido anteriormente, Maxwell prefería ahora trajes caros con el pelo engominado hacia atrás. Perfeccionó su viejo acento checo hasta hablar como un elegante presentador de noticiario, aparentando aquél magnate que deseaba ser. En 1955 Rosbaud le contó al premio Nobel de la física Nevill Mott que las revistas eran sus queridos "corderitos", y que Maxwell era el rey bíblico David, se encargaría de sacrificarlos y venderlos para sacar provecho. En 1956 tuvieron una disputa y Rosbaud abandonó la compañía.

Por entonces Maxwell había convertido el modelo de negocios de Rosbaud en algo de su exclusivo dominio. Los congresos científicos tendían a ser reuniones de caverna, pero Maxwell volvió a la conferencia de Ginebra ese año y alquiló una casa en Collonge-Bellerive, un pintoresco pueblo cercano en la orilla del lago, donde entretenía a los invitados en fiestas con alcohol, puros y salidas en barco. Los científicos no habían visto nunca a nadie como él. "Siempre decía que nosotros no competimos en ventas, competimos en autores" me decía un antiguo director adjunto de Pergamon, Albert Henderson. "Asistíamos a congresos específicamente para reclutar editores para nuevas revistas". Existen muchas historias de fiestas en el tejado del Hilton de Atenas, o de vuelos Concorde regalados, o de científicos acomodados en cruceros privados por las islas griegas para que planificaran su nueva revista.

En 1959 Pergamon publicaba 40 revistas, 6 años más tarde ya eran 150. Eso puso a Maxwell en una aplastante ventaja respecto a los competidores (el rival de Pergamon en 1959, Elsevier, tenía solamente 10 revistas en inglés, y tardaría todavía una década más para alcanzar las 50). En 1960 Maxwell ya se movía en un Rolls-Royce con chófer, se mudó de casa y trasladó el centro de operaciones de Pergamon de Londres a la finca palaciega Headington Hill Hall de Oxford, en la que residía también la editorial británica Blackwell's.

Algunas sociedades científicas, como la Sociedad Británica de Reología, viendo las señales de advertencia incluso empezaron a quedar a cargo de Pergamon a cambio de escasos honorarios regulares. Leslie Iverson, antiguo editor del Journal of Neurochemistry, recuerda cómo cayó seducido en espléndidas cenas en la finca de Maxwell: "era muy impresionante, este gran emprendedor", decía Iversen, "nos servían cena y buen vino, y al final nos presentaba un cheque, unas cuantas miles de libras para la sociedad. Era más dinero del que nosotros, científicos pobres, habíamos visto jamás".

Maxwell insistía en los grandes títulos, "Revista Internacional de" era su prefijo favorito. Peter Ashby, antiguo vicepresidente de Pergamon, me lo describía como un "truco de relaciones públicas", pero también reflejaba un profundo entendimiento de cómo la ciencia, así como la actitud de la sociedad frente a la ciencia, habían cambiado. Colaborar y mostrar el trabajo de los investigadores en un escenario internacional se volvió una nueva forma de prestigio para estos. Y en muchas ocasiones Maxwell tenía el mercado domado antes de que cualquiera se hubiera dado cuenta de que existía. Cuando la Unión Soviética lanzó el Sputnik en 1957, el primer satélite hecho por humanos, los científicos occidentales se peleaban por alcanzar el nivel de la investigación espacial rusa, y quedaban sorprendidos al descubrir que Maxwell tenía ya negociado un trato exclusivo para publicar en inglés a revistas de la Academia Rusa de la Ciencia desde mucho antes.

"Tenía intereses en todos sitios. Fui a Japón: tenía a un americano al cargo de una oficina. Fui a India, había alguien ahí", contaba Ashby. Y los mercados internacionales podían ser extremadamente lucrativos. Ronald Suleski, que dirigía la oficina japonesa de Pergamon en los 70s, me dijo que las sociedades científicas japonesas, desesperadas por ver sus trabajos publicados en inglés, regalaron a Maxwell los derechos sobre los resultados que obtenían sus miembros. Gratis.

En una carta en la que celebraba el 40º aniversario de Pergamon, Eiichi Kobayashi, director de Maruzen (distribuidor de Pergamon por muchos años), evocaba a Maxwell puntualizando que "cada vez que tengo el placer de encontrarme con él, me vienen a la memoria las palabras de F. Scott Fitzgerald: un millonario no es un hombre ordinario".

El artículo científico se ha convertido esencialmente en la única manera sistemática en que la ciencia se presenta al mundo. (Robert Kiley, director de servicios digitales de la biblioteca de la Wellcome Trust, el segundo mayor proveedor de fondos privados en investigación biomédica, lo ponía del modo siguiente: "gastamos mil millones de libras al año y recibimos artículos a cambio".) Es el recurso primordial de nuestro más respetado campo de expertos. "Publicar es la expresión de nuestro trabajo. Una buena idea, una conversación o correspondencia, inclusive de la persona más brillante en el mundo... no cuenta para nada a no ser que se haya publicado", dice Neal Young del NIH. Si controlas el acceso a la literatura científica es, para todo propósito, como controlar la ciencia.

El éxito de Maxwell se fundaba en una perspicaz observación de la naturaleza de las revistas científicas que a otros les requirió años para poder comprender y replicar. Mientras sus competidores le recriminaban que diluyera el mercado, Maxwell sabía que en realidad en ese mercado no había límites. Crear la Journal of Nuclear Energy no acabó con el negocio de su rival, la revista Nuclear Physics de la editorial North Holland. Los artículos científicos versan sobre descubrimientos únicos: un artículo no puede ser sustituido por otro. Si aparecía una nueva revista seria, los científicos simplemente pedían a la biblioteca de la universidad que también se suscribiera a ésta. Si Maxwell creaba tres veces más revistas que sus competidores, haría tres veces más dinero.

El único límite potencial era una disminución de fondos públicos, pero no se daban casi señales de que eso fuera a pasar. En 1960 Kennedy costeó el programa espacial, y al comienzo de los 70s Nixon declaró una "guerra al cáncer", al mismo tiempo que el gobierno británico desarrollaba su propio programa nuclear con ayudas financieras americanas. Independientemente del clima político, la ciencia gozaba de una cantidad boyante de dinero ofrecido por los gobiernos.

En sus primeros años Pergamon había sido foco de tensos debates éticos, respecto a que los intereses comerciales se dejaran entrometer en el mundo supuestamente desinteresado y no lucrativo de la ciencia. En una carta de 1988, conmemorando el 40º aniversario de Pergamon, John Coales, de la Universidad de Cambridge, señaló que inicialmente sus amigos "consideraban [a Maxwell] el mayor villano todavía pendiente de ajusticiar".

Pero a finales de los 60s la publicación comercial era ya un statu quo, y se veía a las editoriales como socios necesarios para el avance científico. Pergamon ayudó a poner un turbo a la gran expansión aquél ámbito acelerando el proceso de publicación y presentándolo en un paquete con un estilo mejorado. Las reservas de los científicos respecto a la pérdida de derechos de copyright quedaban sobrepasadas por la conveniencia de tratar con Pergamon, por cómo hacía brillar sus trabajos, y por la fuerza de carácter de Maxwell. Parecía que los científicos quedaran ampliamente contentos con el lobo que había entrado por la puerta.

"Era un abusón, pero me caía bien", dice Denis Noble, fisiólogo de la Universidad de Oxford y editor de la revista Progress in Biophysics & Molecular Biology. Ocasionalmente Maxwell invitaba a Noble a su casa para reunirse. "A menudo veías que habían fiestas, tocaban buenos conjuntos musicales, no habían barreras entre su trabajo y su vida personal", dice Noble. Maxwell procedía entonces a vacilarlo o a cautivarlo alternativamente, para que dividiera la revista bianual en una publicación mensual o bimensual, lo que aportaría un incremento de pagos por suscripciones.

Con todo, a fin de cuentas, Maxwell casi siempre cedía ante los deseos de los científicos, y estos venían a apreciar su estilo de mecenas. "Debo confesar que, a pesar de darme cuenta de sus ambiciones depredadoras y empresariales, no obstante llegó a causarme una gran simpatía", escribía Arthur Barrett, editor de la revista Vacuum, en un texto de 1988 sobre los primeros años de la publicación. Y el sentimiento era mutuo. Maxwell mimaba las relaciones con científicos famosos, que eran tratados con una inusitada deferencia. "Se dio cuenta enseguida de que los científicos eran de vital importancia. Haría cualquier cosa que quisieran. Eso nos traía locos al resto de la plantilla", me apuntaba Richard Coleman, trabajador de la producción de revistas en Pergamon a finales de los 60s. Cuando Pergamon fue blanco de un intento de absorción hostil, en 1973, un artículo del Guardian recogía que los editores de revistas amenazaron con "desertar" antes que trabajar para otro presidente.

Maxwell había transformado el negocio editorial, pero el trabajo científico del día a día permanecía sin cambios. La mayoría de científicos seguían enviando sus trabajos a la revista que encajara mejor en su campo de investigación, y Maxwell estaba encantado de publicar toda la investigación que sus editores consideraran suficientemente rigurosa. A mitades de los 70s, sin embargo, las editoriales empezaron a entrometerse en la propia práctica científica, inaugurando así un camino que acabaría enjaulando las carreras de científicos en el sistema editorial y a imponer los estándares de los negocios en la dirección de la investigación. Una revista en particular se volvió el símbolo de esta transformación.

"Al inicio de mi carrera nadie se fijaba demasiado dónde publicabas, pero todo cambió en 1974 con Cell", me dijo Randy Schekman, biólogo molecular de Berkeley y premio Nobel. Cell (hoy en día propiedad de Elsevier) era una nueva revista que salía del Massachussetts Institute of Technology (MIT) para exponer el flamante campo de la biología molecular. La editaba un joven biólogo llamado Ben Lewin, que se tomaba su trabajo con una intensa devoción, casi literaria. Lewin promovió artículos largos y rigurosos que respondían a grandes preguntas -que a menudo representaban años de investigación y que de otro modo habrían requerido múltiples artículos en cualquier otra revista- y, rompiendo con la idea de que las revistas eran instrumentos pasivos para la comunicación científica, rechazó muchos más artículos de los que publicó.

Lo que creó fue un espacio para taquillazos, y los científicos empezaron a moldear su trabajo bajo sus términos. "Lewin era inteligente. Entendió que los científicos eran muy vanidosos y querían formar parte de este club de miembros selectos que era Cell; tenías que llegar a meter tu artículo ahí", dijo Schekman. "Yo también estaba sujeto a este tipo de presiones". Ahí acabó publicando varios de los artículos por los que se le premió con el Nobel.

De repente adquirió una inmensa importancia dónde se publicaba un trabajo. Otros editores se pusieron las pilas asimilando ese mismo enfoque y esperando replicar el éxito de Cell. Las editoriales adoptaron también una métrica llamada "impact factor" [factor o índice de impacto], inventada en los 60s por Eugene Garfield, bibliotecario y lingüista, como un cálculo aproximado de la frecuencia en la que los artículos son citados por otros. Esa métrica se convirtió para las editoriales en un modo para clasificar y promocionar el alcance científico de sus productos. Las revistas de nuevo corte, con sus énfasis en los grandes resultados, apuntaron a lo más alto de esos rankings, por lo que los científicos que publicaban en revistas de "alto impacto" quedaban recompensas con más fondos y puestos de trabajo. Prácticamente de la noche a la mañana se creó una moneda de prestigio en el mundo científico. (Más tarde Garfield se referiría a su creación "como la energía nuclear... una arma de doble filo").


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