bitacora
ESPACIO PARA PUBLICIDAD
 
 

Las cadenas de la hidra: una mirada desde el republicanismo al debate sobre la libertad de expresión

imagen

Por David Guerrero  (*)

"La práctica de la opinión debe ser limitada" (Mercorus, 1658, p. 2)

1. Un aforismo latino bastante popular reza "Quot capita, tot sententiae" ("Tantas cabezas, tantas opiniones"). El clérigo de la contrarreforma Sebastián de Covarrubias ilustró este proverbio mediante la imagen de una torpe e indecisa hidra, acompañándola de los siguientes versos: 

Horrendo monstruo, bestia prodigiosa,

es la comunidad y ayuntamiento,

de la bárbara gente revoltosa;

sin orden, sin razón, ni entendimiento,

propone mucho y no resuelve cosa.

Ay, sobre un caso, pareceres ciento,

cada cual tiene voto diferente,

o Cancerbero, o hidra pestilente1

Mucho más explícito fue el inquisidor Julio Mercero en la imagen que abre este texto. Captó a la perfección la idea de Covarrubias y no dudó en encadenar al monstruo a un obelisco cargado de "fines últimos" ("templanza, prudencia, coraje, justicia") que recomienda inexorablemente: "La práctica de la opinión debe ser limitada". Para este cura del siglo XVII, la libertad para expresar opiniones era un impedimento para alcanzar fines más importantes. Hoy, al ritmo de "Quot tweet, tot sententiae" no son pocos los inquisidores que piden que se encadene, pronto y rápido, a la hidra de las redes sociales.

Pero a menos que pertenezca usted al núcleo duro de la Audiencia Nacional o sea un conservador convencido de la "ley mordaza", a menos que sea un histérico "poscensor"2 de Twitter o un talibán de la corrección política; lo más probable es que la propuesta de encadenar a la hidra -de limitar la práctica de la opinión- se desvíe de muchas de sus intuiciones morales.

2. Por otro lado puede que usted, muy liberal, piense que nada debería interferir en su práctica de la opinión. Por ejemplo, para algunos, parte del precio de la democracia consistiría en tener que aguantar las bravuconadas de ciertos cavernarios que se quieren hacer oír contra los transexuales, a Eduardos Indas, a los chistes sexistas, a los historiadores revisionistas, a los médicos que recetan homeopatía o a los filósofos lacanianos. Es posible que piense que la libertad de expresión es una libertad absoluta porque es condición necesaria de la disidencia y la crítica al poder. Con razón, usted, puede que citando obras de George Orwell, sospeche de cualquier intento por parte del gobierno de interferir en el ámbito de su expresión; porque aunque sea con las cosas más pequeñas, empezar a regular la expresión es siempre una pendiente resbaladiza hacia el totalitarismo.

Muy toscamente, 1 y 2 son las posturas más comunes con las que uno se encuentra al abordar la libertad de expresión. La postura 1 -la "censora"- tiene el matiz interesante de que ya no es exclusiva del conservadurismo. Con una derecha como la que tenemos en el Reino, en parte a uno ya ni le sorprende la condena a tuiteros como Cassandra o Guillermo Zapata. Pero es que en los últimos tiempos vivimos, junto con el auge de la llamada corrección política, a un tipo de izquierda que no es capaz ni de reírse de sí misma ni de aguantar las opiniones ultramontanas y disparatadas del resto. El affaire que sufrió Noam Chomsky con parte de la izquierda francesa por defender la libertad de cátedra de un negacionista del holocausto es un ejemplo de ello (Raventós, 2008). También se percibe el fenómeno con esos indignadísimos paladines de todas las vulnerabilidades del mundo, que en forma de turba digital, persiguen hasta la hoguera a cualquier idiotés insensible con las desigualdades o al cuñadismo provocador de turno. Uno de los problemas de esta postura es que es comúnmente banderiza: por ejemplo, es legítimo reírse de lo tuyo pero no de lo mío -de cristo pero no del feminismo (y viceversa). Pero la a veces llamada "censura democrática" sufre también otros problemas: si queremos ser coherentes y en lugar de un respeto a lo nuestro pedimos un respeto contra las ofensas "para todos", como apelamos a un criterio en última instancia subjetivo (la ofensa de la violencia verbal), lo más plausible es que acabáramos todos callados para no atacar la sensibilidad de nadie. (En Raventós [2008] hay más argumentos contra este tipo de censura).

Entre los que pertenecen a la segunda postura -la "liberal"-, el que haya gente "de izquierdas" en el primer grupo - el de los censores- es un caramelo para columnistas, críticos culturales y plumillas intelectuales comprometidos con el statu quo. Se jactan de tener por fin la prueba fehaciente de que tras toda preocupación seria por la desigualdad hubo siempre un ADN totalitario y ansias de pensamiento único. Como parece estar de moda y otros no se cansan de criticar repetidamente a los primeros (que se lo merecen, sobre todo cuando se llaman "de izquierdas"), yo aprovecharé este espacio para otras cosas, particularmente dos: para exponer cómo entender la libertad de expresión de manera alternativa, haciendo uso de la tradición filosófico-política republicana; y de paso para criticar a los de la postura "liberal", que ante el irracionalismo o la incoherencia de los nuevos censores, acaban quedándose siempre intelectualmente encastillados y como los adalides de la democracia. 

La libertad de expresión se debe proteger

Cuando el Ayuntamiento de Madrid -en la actual legislatura- lanzó la plataforma "Madrid Versión Original" recibió múltiples críticas en nombre de la libertad de expresión desde asociaciones de periodistas, editores y medios de comunicación propiamente dichos (El País, 16 de julio de 2015). El objetivo de la plataforma es ser un espacio de rectificación, desmentidos y respuestas oficiales a las numerosas noticias que impugnan a la administración municipal, en ocasiones con errores de hecho, de los que los propios medios de comunicación pocas veces se retractan. La mismas duras críticas sufrió la ley de comunicación impulsada por el gobierno de Rafael Correa en Ecuador, que a parte obligar a las rectificaciones basadas en errores de hecho, entre otras cosas, trata de frenar el aire cada vez más injurioso de los medios de comunicación del país o intenta acabar con la censura previa dentro de los medios privados. Para que quede claro que estas críticas no solo son hacia gobiernos bajo la sospecha de "bolivarianismo", los lobistas de los mayores conglomerados de comunicación estadounidenses denunciaron -invocando la Primera Enmienda- que el gobierno atacaba su libertad de expresión cuando intentaba obligarles a ceder espacios publicitarios gratuitos a candidatos electorales o a tener espacios televisivos protegidos para niños (Sunstein, 2003; 2017). Los críticos de Carmena, los magnates de la comunicación ecuatorianos y los lobistas estadounidenses se sitúan en la segunda postura que hemos identificado. Para ellos, el poder político no tiene nada que decir sobre el ámbito de expresión de las personas y las empresas: es una pendiente hacia el totalitarismo que el Estado intente regular y obligue a televisar contenidos; es un acantilado hacia la dictadura que el Estado desmienta informaciones y acuse de errores de hecho a los medios de comunicación, intentando de algún modo establecer un relato oficial de la verdad3.

Pero en realidad, solo al muy inocente o al muy irreflexivo se le ocurriría reivindicar la libertad de expresión como un absoluto. Por ejemplo, a pocos se les ocurrirá decir que vender carne de gato como si fuera de liebre o que el plagio de ideas son actividades que forman parte de su acervo natural de libertad de expresión. O por decirlo con el ejemplo de Ronald Dworkin: nadie aceptará que forme parte de la libertad para expresarse el que alguien alarme "¡fuego, fuego!" -falsamente- en un teatro abarrotado. Es por eso que hasta los máximos abogados de la ausencia de regulaciones aceptan la elaboración de principios normativos que les quiten una mínima cantidad de libertad a cambio de entendimiento mutuo, seguridad, derechos de propiedad intelectual; principios normativos que se traducen en leyes y en autoridades (en un Estado) que las aplican. 

Fíjese el lector que hablamos de que nos "quiten una mínima cantidad de libertad". Esta idea, bastante extendida, es la que supone que al vivir en sociedad renunciamos a parte de nuestra libertad originaria, eso de que "mi libertad empieza donde acaba la tuya". En realidad es una suposición que parte de otra bastante discutible, a saber: que venimos al mundo con un stock natural (pre-social) de libertad de expresión, al que podemos más tarde renunciar a cambio de otras cosas (p.e. seguridad ante las estafas, verdad, protección ante las ofensas...). En el lenguaje filosófico-político tradicional esto es preguntarse por la libertad para expresarnos en un hipotético "estado de naturaleza" en el que no hubiera ningún tipo de norma ni autoridad superior, en el que no hubiera ni leyes ni Estado. La preocupación política entonces será cuidarse de no renunciar a una cantidad excesiva de libertad. Por eso para Ayn Rand, la libertad de expresión solo es respecto a la institución por excelencia a la cual renunciamos a nuestra libertad; la libertad de expresión es siempre respecto al único posible censor, el gobierno:

El derecho a la libre expresión significa que un hombre tiene el derecho a expresar sus ideas sin peligro de represión, interferencia o acción punitiva del gobierno (...) Ningún individuo o agencia privados pueden silenciar a un hombre o suprimir una publicación, solo el gobierno puede hacerlo (1964, p. 164-8). Cursivas añadidas.

Vayamos por partes. David Van Mill (2017a) ha criticado agudamente la idea de que disfrutemos de algo como la libertad para expresarnos en un imaginario estado de naturaleza: 

La expresión es importante porque estamos socialmente situados y tiene poco sentido decir que Robinson Crusoe tiene derecho a la libre expresión. Solo se vuelve necesario hablar de tal derecho en un contexto social; las apelaciones a un abstracto y absoluto derecho a la libre expresión enturbian más que ayudan en el debate. Como mínimo, la expresión tendrá que ser limitada en aras del orden. Si todos hablamos a la vez, acabaremos con un ruido incoherente. Sin algunas reglas y procedimientos no podemos siquiera tener una conversación4.

La observación es muy pertinente, pero se refiere solo a la necesidad de regulaciones mínimas como el turno de palabra o un canal de comunicación compartido. Pero si apelamos a un estado de naturaleza en el que no hay Estado ni leyes, se pueden pensar otras regulaciones necesarias para que exista algo así como la libertad de expresión. A diferencia de la sociológicamente miope Ayn Rand, sabemos que existen muchísimas más formas de censura a parte de la que pueden hacer los gobiernos. Si mi existencia material o mi bienestar dependen de que la opinión que exprese caiga en gracia de aquellos que tienen más poder que yo, aumenta el coste personal de discrepar; no soy del todo libre para decir lo que opino. Lo más probable es que en un estado de naturaleza sin leyes o en un lugar con leyes poco sensibles hacia este asunto, carezcan de libertad de expresión aquellas personas que carezcan de autonomía y dependan de la voluntad arbitraria de otro.

Es libre para expresarse el que no se encuentra dominado

Depende de la voluntad arbitraria de otro, carece de autonomía y de libertad para expresarse el alumno que baja la cabeza y repite la doctrina de su profesor para que este no le suspenda; la esposa que no es capaz de aguantar la mirada al déspota de su marido y decirle lo que no quiere oír; el trabajador asalariado homosexual que no descubre abiertamente su sexualidad sabiendo que su jefe es un homófobo y elaborará alguna artimaña para despedirle; el periodista que modifica el contenido de sus noticias para seguir la línea editorial de su periódico bajo la amenaza del paro, etc. A veces tengo la tentación -y de hecho alguna vez ha sido así- de llamar a todos estos casos, ejemplos de "autocensura", pero en realidad aquí la censura es indudablemente de unos sobre otros. Me autocensuro cuando decido no ser honrado, no contar toda la verdad, pero lo decido autónomamente; me autocensuro si y solo si lo hago teniendo en cuenta únicamente mi propia voluntad. Las opiniones del alumno, de la esposa, del trabajador asalariado y del periodista son censuradas de acuerdo a las voluntades externas del profesor, del marido, y de los empleadores. Es decir, de acuerdo a la voluntad de las personas de las cuales depende su futuro, su bienestar, su existencia material, etc. Todos los individuos que participan en cada uno de los ejemplos tienen la misma libertad de expresión respecto al gobierno: son todos iguales ante la ley porque la ley les prohíbe a todos las mismas cosas. Pero parece claro -contra lo que opinaría Ayn Rand- que no todos ellos disfrutan de la misma libertad para expresar sus opiniones y sus pensamientos de manera honrada5.

En el lenguaje filosófico-político republicano el alumno, la esposa, el trabajador asalariado y el periodista (que también es un asalariado) no son libres porque están siendo dominados, esto es: viven a merced de la voluntad arbitraria de otro, que tiene la capacidad (hágalo o no) para interferir en sus elecciones y planes de vida. En el caso de la esposa y los trabajadores asalariados la dominación se da a través de un vínculo de dependencia material: no son autónomos porque carecen de medios propios para vivir. El coste material de que discrepen de la opinión de sus respectivos dominus es grandísima porque dependen de ellos para subsistir. La tradición republicana histórica ha sospechado siempre de la capacidad para pensar autónomamente en los asuntos públicos de aquellos que carecían de medios propios para existir (aquellos que vivían con el permiso de otros). Por eso Aristóteles criticaba que el demos, los pobres libres, participaran en el gobierno: igual que los esclavos, los trabajadores asalariados carecen de autonomía de juicio porque carecen de autonomía material (Domènech, 2004). Por eso los republicanos romanos fueron partidarios de los gobiernos mixtos y de las medidas contramayoritarias, según Tito Livio "la muchedumbre es o un humilde esclavo o un cruel maestro" incapaz de observar "el término medio de la libertad... sin ningún respeto por la moderación o la ley" (MacGilvray, 2011, p. 37); o como Kant, elaboremos una distinción entre ciudadanos activospasivos (Bertomeu, 2005).

El lado democrático y radical de la tradición republicana se planteó un difícil reto, a saber: combinar estas intuiciones propietaristas de la libertad (que para ser libre se necesitan medios específicos) con la extensión universal de los derechos políticos. Muy moderadamente, esa combinación es la que recorre el pensamiento de Thomas Jefferson y su "democracia de pequeños propietarios", hasta el punto de que le llevara a recomendar que, tras la guerra de la independencia, las tierras abandonadas por los británicos y los tories fuesen reapropiadas por la nueva repúblicade modo que "Toda persona adulta que no posea ni haya poseído 50 acres de tierra tendrá derecho a que se le asignen 50 acres o hasta esa cantidad para hacer que posea 50 acres en dominio absoluto" (Laín, 2016, p. 227). Aún más democratizante en su postura fue Thomas Paine, que propuso la creación de "un derecho, no caridad" que otorgara pensiones vitalicias universales como compensación a aquellos que habían perdido su "natural" acceso a la tierra (Domènech y Raventós, 2009, p. 198); aún más lo fue el programa de subsistencia de los jacobinos franceses (Laín, 2016); y todavía aún más democratizante en este sentido es la propuesta de una renta básica universal (Raventós, 2007).

Lo que venimos a defender aquí, entroncando con esta tradición, es que disfrutar de un ámbito de libre expresión requiere precisamente de condiciones específicas. Para la intuición liberal, la ausencia de censura es una condición necesaria y suficiente para que exista libertad de expresión. Nosotros decimos que la ausencia de censura es una condición necesaria de la libertad de expresión, pero que no es ni mucho menos suficiente.

Esta visión la compartieron los antiguos atenienses radicales como Efialtes, Aspasia o Pericles que no solo se ocuparon de que los pobres libres participaran en los asuntos de todos sino que se ocuparon de que lo pudieran hacer en condiciones de autonomía, asegurando por ejemplo un salario -el misthon- a los magistrados de los tribunales populares (Sinclair, 1999). Porque uno no puede ser libre para expresarse, y no puede hacerlo honradamente si depende materialmente de otro. Pero es que además, en la democracia ateniense manejaban el concepto de isegoría, en ocasiones traducido como libertad de expresión, pero bien diferente del nuestro. Isegoría se refiere a la igualdad al hablar públicamente, esto es, misma capacidad de expresión para hacer llegar demandas a la asamblea. Este concepto altamente exigente que ninguna democracia moderna cumple, iba unido a otro no menos pertinente, la parresía: el derecho y obligación a hablar honradamente. No es de extrañar que "Para los más conservadores, era este derecho a hablar libremente en general [parrhesía], así como el derecho a hablar que tenía cualquier ciudadano en la Asamblea (isegoría), el principal motivo de inquietud" (Sinclair 1999, p. 68). Como el marido del ejemplo de antes tiene la capacidad de interferir en la vida de su esposa -que depende materialmente de él-, esta no cumpliría ninguna de las dos exigencias que se referían a la libertad de expresión en el mundo antiguo. Lo mismo para el alumno o los trabajadores asalariados que temen caer en el desempleo6.

La libertad de expresión se debe constituir: ¿pero para qué?

Cuando no optamos por defender la libertad de expresión como un absoluto abstracto, es común optar por una estrategia de defensa instrumental. La libertad de expresión no nos importaría por sí sola sino porque es un mecanismo esencial para acceder a otros valores que estimamos, como el conocimiento verdadero, la democracia, el autogobierno, la completa realización de nuestra individualidad, etc. Por ejemplo, en la tradición republicana, John Milton, hizo famosa su defensa epistemológica de la libertad de expresión:

Y aunque todos los vientos de la doctrina se desataran sobre la tierra, mientras la Verdad se halle en el campo de batalla, haremos muy mal si censuramos y prohibimos cualquier cosa, dudando así de la fuerza que ella tiene. Dejémosla luchar con la falsedad; ¿quién vio jamás a la Verdad llevar desventaja en una lucha libre y abierta? Una refutación a sus manos será la mejor y más segura supresión (Milton, 2011, p. 175).

A este le han seguido muchos otros, empezando por John Locke "Si sólo se permitiese que actuara la verdad, ésta lo haría con gran perfección (...) La verdad no se enseña mediante la ley ni precisa de la fuerza para penetrar el espíritu de los hombres." (1985, p. 29); también Thomas Jefferson "que la verdad es grande y prevalecerá si queda librada a sí misma; que es la antagonista adecuada y suficiente del error, y nada tiene que temer en el conflicto si no es despojada por interposición humana de sus armas naturales --la libre argumentación y el debate-- dejando de ser peligrosos los errores cuando es permitido contradecirlos libremente" (citado en Carrillo, 2011, p. LXVII); y el liberal Stuart Mill "Aunque la opinión silenciada sea un error, es posible, y frecuentemente lo hace, que contenga una porción de verdad; y como la opinión general o predominante en cualquier asunto nunca o casi nunca es toda la verdad, es solo mediante la colisión de opiniones adversas que la verdad restante tiene alguna posibilidad de ser proporcionada (2003, p. 118)".

Esta opinión, probablemente leída en Stuart Mill y mezclada con filosofía pragmatista, llevó al juez Holmes del Tribunal Supremo ha formular la famosa y confundente metáfora para defender la libertad de expresión -para interpretar la Primera Enmienda- según la cual "el mejor test de verdad es el poder que tiene un pensamiento para ser aceptado en la competición en el mercado" (citado en Gargarella, 2002, p. 24). Interpretó, como tantos otros, una defensa instrumental de la libertad de expresión, de origen republicano, pero de acuerdo a intuiciones liberales: como verdad y falsedad se apañan ellas solas, dejemos que compitan en "el mercado de las ideas"; en la libertad de expresión no hay que interferir porque se autorregula y cada cual acabará adoptando la idea más convincente, que será la verdadera. Tremenda mala interpretación: a ver si alguien puede explicar cómo cada uno, persiguiendo su interés propio en un "libre mercado de ideas", va a acabar descubriendo conocimiento verdadero. Cualquiera que se interese un poco por la ciencia, más aún si se dedica a ella, sabrá que las cuestiones de "la verdad" son de todo menos libres mercados competitivos autorregulados. Es de hecho al contrario, para evitar la inmensa cantidad de posibles sesgos, intereses espurios y errores, los "mercados del conocimiento" -por seguir con la metáfora- son en todo caso mercados extremadamente regulados, protegidos y vigilados de todas las maneras posibles por los que participan en ellos y por grandes instituciones dedicadas exclusivamente a ello. Los científicos no "compiten" con sus argumentos sino que deliberan, tratando de convencerse unos a otros aportando razones. Y lo hacen de una manera que es de todo menos "libre" (en el sentido de no regulada), porque están constreñidos por infinitas regulaciones y criterios externos que miden la calidad y pertinencia de cada idea.

Hacer una defensa instrumental de la libertad de expresión en tanto que mecanismo que nos conduce a la verdad no implica, ni mucho menos, aceptar la inocentada de que la verdad se debate en algo parecido a un mercado sin regulaciones. Precisamente porque el campo del conocimiento está constantemente amenazado por fuerzas que intentan manipularlo, modificarlo o propugnar la mentira según sus intereses. Michael Polanyi cayó en un error similar que el del juez Holmes al interpretar la Areopagítica de Milton y la Carta sobre la tolerancia de John Lo>Milton y Locke formularon por primera vez el liberalismo angloamericano. Sus ideas sobre la libertad de pensamiento estaban dividas en dos. Por un lado (para el que podemos citar la Areopagítica), se exigía la libertad de toda autoridad, de manera que se pudiera descubrir la verdad. (...) La segunda parte (...) se basa en la duda filosófica (...) Locke formuló la idea por primera vez como doctrina política. Esa idea establece simplemente que nunca podremos estar tan seguros de la verdad en cuestiones relacionadas con la religión como para justificar la imposición de nuestra visión sobre la de los demás (Polanyi, M., 2009, pp. 114-5. Cursivas añadidas).

Decir solo eso de Milton y Locke es, si somos benevolentes, decir la mitad; si no lo somos, es una interpretación interesada. Por ejemplo, de Milton no cabe duda que lo que pedía no era "la libertad de toda autoridad" sino una libertad de expresión garantizada por una autoridad. "El Estado deben ser mis gobernadores, pero no mis críticos", "Lores y Comunes (...) Dadme la libertad de saber, de hablar y de argüir libremente según mi conciencia, por encima de todas las libertades" (Milton, 2011, p. 90. Énfasis añadido). Por eso Milton, ante todo republicano, beato puritano en la Guerra Civil Inglesa y un antipapista convencido, se guarda un lugar especial para la censura de las obras católicas, que en su contexto político le hacían el juego a la Iglesia Anglicana y al absolutismo; la Areopagítica clama una lucha activa contra las intromisiones en el poder civil por parte de los católicos y del Papa, contra la Inquisición y contra aquellos que censuran. La lucha entre verdad y falsedad debe ser, "libre y abierta", pero se debe constituir para que lo sea cuando no lo es, y combatir a los que intenten que no sea así. En la cita anterior de Jefferson, este lo formulaba con un condicional "[la verdad] nada tiene que temer en el conflicto si no es despojada por interposición humana de sus armas naturales"; las "libres luchas", las "libres competiciones"no aparecen de la nada, sino que hay que constituirlas mediante el poder político, mediante las leyes y la regulación exigente. De similar sentido es la tolerancia que propugna Locke, que es de todo menos un valor "negativo" o "pasivo", como en ocasiones se pretende entender. Al mismo tiempo que defendía la libertad de culto abogaba, muy republicanamente, por no tolerar a las instituciones que perseguían a los "infieles" y que se inmiscuían facciosamente en los asuntos públicos y civiles (como lo hacía la monopólica Iglesia Católica de su tiempo): 

aquellos que, bajo pretexto de religión, reclaman para sí toda forma de autoridad sobre los que no participan de su comunión eclesiástica, éstos, sostengo, no tienen derecho alguno a ser tolerados por el gobernante, como tampoco aquellos que no poseen ni enseñan el deber de la tolerancia hacia los demás en materias religiosas (...) La iglesia que está constituida sobre estas bases no puede pretender la tolerancia del gobernante, ya que todos los que ingresen a ella se entregan ipso facto a la protección y servicio de otro príncipe (Locke, 1985, p. 33. Cursivas añadidas). 

No merecen la tolerancia aquellas religiones que pretenden inmiscuirse en "asuntos de la corte" o que no acepten las reglas civilmente impuestas. Tanto en Locke como en Milton, no encontramos solo apelaciones a una libertad respecto a las interferencias arbitrarias del Estado. Ambos impugnan la censura arbitraria de los poderes políticos pero lo hacen reclamando que el Estado constituya y garantice contextos neutrales para la libertad de expresión, y que se combata a los que los amenacen. La conclusión, a parte de verificar la pobre interpretación liberal de Michael Polanyi, del juez Holmes y de tantos otros, va mucho más allá: que la libertad de expresión no es una propiedad natural con la que llegamos al mundo, sino que se constituye -y así lo ha hecho en la historia- políticamente y legalmente, contra formas de dominación y censura arbitraria. En la Inglaterra de la Guerra Civil, la libertad de expresión, la tolerancia, el Estado "neutral" se intentaron constituir desde el gobierno republicano, combatiendo la arbitrariedad del régimen absolutista y el poder de la religión de Estado.

Milton no solo defendió la libertad de expresión porque condujese a la verdad, lo hizo, como muchos, en tanto que mecanismo esencial para la democracia y el autogobierno: precisamente porque, a diferencia del absolutista Hobbes y de los contrarreformistas Covarrubias y Mercourus que se jactaban de la torpe hidra "horrendo monstruo" que crea la libre expresión7; la tradición republicana ha confiado en la deliberación pública de ideas, en la capacidad de convencernos los unos a los otros. Así lo creyó Kant, para el cual la "libertad de pluma" es "el único paladín de los derechos del pueblo" (citado en Bilbeny, 1989, p. 25) y también el founder Madison para quien el derecho a expresarse libremente sobre asuntos públicos "ha sido siempre justamente estimado como el único guardián efectivo de cada otro derecho" (citado en Sunstein, 1993 p. xvii), o en el siglo XX, el juez Brandeis: 

[Los padres fundadores de EE.UU.] Creyeron que la libertad para pensar como quieras y para expresarte según piensas son medios indispensables para el descubrimiento y la difusión de la verdad política; que sin libertad de expresión y discusiones asamblearias sería en vano; (...) que la mayor amenaza a la libertad es un pueblo inerte; que la discusión es un deber político (citado en Sunstein, 1993, p. 26-7. Cursivas mías).

Estas dos defensas instrumentales de la libertad de expresión son de todo punto compatibles y nos muestran al menos tres cuestiones importantes para nuestro debate: (1) que la libertad de expresión no es una propiedad pre-civil que "protejamos" contra las leyes, sino que al contrario (2) la constituimos políticamente porque tenemos buenos motivos para hacerlo y (3) que esa tarea también incluye combatir activamente a los que la ponen en peligro o la deforman en favor de otros intereses distintos de los originales.

Veamos algunos casos prácticos: si hacemos una defensa de la libertad de expresión en tanto que mecanismo que conduce a la verdad, ¿deberíamos prohibir que se expresasen los negacionistas del holocausto, o los creacionistas? Como hemos dicho, contra la mentira no hay mejor receta que la libre liza contra el conocimiento verdadero; dejemos que ellos mismos queden en evidencia. Claro que no hay que prohibir que se publiquen panfletos negacionistas o libros que expliquen las teorías de "el diseño inteligente" contra la teoría de la selección natural. Ahora bien, deberemos luchar activamente si se da el caso de que asociaciones multimillonarias cabildean en los parlamentos para que se incluyan en programas públicos de educación teorías que ni tienen todo el respaldo de la comunidad científica ni pasan los mínimos controles epistemológicos que el resto de contenidos sí deben pasar (como ocurre por ejemplo con el creacionismo actualmente en EE.UU. [Raventós, 2017]). En el mismo sentido, vigilamos activamente los intereses espurios de las farmacéuticas que puedan poner en riesgo la neutralidad de estudios sobre medicamentos mediante jugosas financiaciones. En ambos casos, no luchamos contra una opinión, no se silencia a nadie; se combate a organizaciones que intentan que romper la "libre competencia" entre argumentos.


Atrás

 

 

 
Imprimir
Atrás

Agrandar texto

Achicar texto

linea separadora
rss RSS