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¿Son los vertiginosos beneficios de la industria editorial malos para la ciencia?

(Continuación)

Difícilmente pueda exagerarse respecto al poder que adquirió el editor de revista para condicionar la carrera de los investigadores y la dirección de la ciencia misma.

"La gente joven siempre me dice 'si no publico en CNS [un acrónimo de Cell/Nature/Science, las revistas más prestigiosas en biología], me quedaré sin empleo'", contaba Schekman. Comparó el propósito de las publicaciones de alto impacto como un sistema de incentivos tan podrido como el de las comisiones bancarias. "Tienen una gran capacidad para influir en el rumbo que toma la ciencia".

Así es como la ciencia devino una extraña coproducción entre científicos y editores de revista, en la que los primeros buscarían nuevos descubrimientos que impresionaran a los segundos. En estos días, ante una elección de proyectos, un científico casi siempre acabará rechazando tanto la tarea prosaica de confirmar o refutar estudios pasados, como una larga y arriesgada caza de tesoros, fallando en favor de un término medio: un tema que sea popular entre editores y que prometa cosechar publicaciones periódicas. "Se incentiva a los académicos a que produzcan investigación que sirva a estas demandas", decía el biólogo y premio Nobel Sydney Brenner en una entrevista de 2014, en la que describía el sistema como "corrupto".

Maxwell captó el modo en que las revistas se erigieron en poder en la sombra de la ciencia. Pero la preocupación de este hombre seguía siendo la expansión, guardando todavía una afilada visión de la orientación que tomaba la ciencia y los nuevos campos de estudio que podía colonizar. Richard Charkin, antiguo CEO de la editorial británica Macmillan que había sido editor en Pergamon en 1974, recuerda a Maxwell en una reunión ondeando un informe de una sola página sobre la estructura del ADN, escrito por Watson y Crick, anunciando que el futuro estaba en la ciencia de la vida y la multitud de pequeñas preguntas que entraña, a cada una de las cuales podría dedicarse una publicación. "Creo que lanzamos cientos de revistas ese año", decía Charkin. "Quiero decir... ¡Válgame Dios!"

Pergamon también se extendió por la rama de las ciencias sociales y la psicología. Una serie de revistas con el prefijo "Ordenadores y" sugiere que Maxwell capturó la creciente importancia de la tecnología digital. "No se acababa nunca", me contaba Peter Ashby. "La Politécnica de Oxford [hoy la Oxford Brookes University] inauguró un departamento de hostelería con un chef de cocina. Teníamos que ir a buscar quién era el director del departamento y lograr que estrenara una revista. Y boom: la International Journal of Hospitality Management".

Además, a finales de los 70s Maxwell se manejaba en un mercado mucho más concurrido. "Yo estaba en la Oxford University Press por aquél entonces", me decía Charkin, "nos sentamos y dijimos '¡diantres, estas revistas hacen mucho dinero!". Mientras tanto, Elsevier había empezado a expandir sus revistas anglófonas en Holanda, desplazando la competencia local mediante una serie de absorciones y a una tasa de crecimiento de 35 publicaciones al año.

Tal y como Maxwell había predicho, la competencia no hacía caer los precios. Entre 1975 y 1985 se dobló el precio medio de una revista. El New York Times reportó que en 1984 costaba 2500 dólares suscribirse a la revista Brain Reseach; en 1988 costaba más de 5000. Ese mismo año la biblioteca de Harvard sobrepasó su presupuesto para revistas en más de medio millón de dólares.

Los científicos han cuestionado más de una vez la legitimidad de este negocio altísimamente rentable al que proveen trabajo gratis, pero fueron en realidad los bibliotecarios universitarios los primeros en darse cuenta de la trampa de mercado que Maxwell había creado. Los bibliotecarios utilizaban los fondos de la universidad para comprar revistas por el bien de los científicos. Maxwell lo sabía bien. "Los científicos no se fijan tanto en los precios como otros profesionales, básicamente porque no se gastan su propio dinero", dijo en una de sus propias publicaciones, Global Business, en una entrevista de 1988. Y como no había ninguna manera de sustituir una revista por otra que fuera más barata, el resultado era, continuaba Maxwell: "una máquina de fondos perpetua". Los bibliotecarios estaban atados a miles de pequeños monopolios. Se publicaban ya más de un millón de artículos científicos al año, y tenían que comprarlos todos a cualquier precio que las editoriales quisieran poner.

Desde la perspectiva empresarial se trataba de una victoria total por parte de Maxwell. Las bibliotecas eran un mercado cautivo y las revistas se habían instalado, contra todo pronóstico, como guardianes del prestigio científico, por lo que los científicos no podían simplemente abandonarlas ni aunque pudieran aparecer nuevos métodos para compartir resultados. "No éramos tan inocentes, reconocíamos nuestra situación real desde hacía tiempo: estamos sentados encima de montones de dinero que gente lista de todas partes intentan transferir hacia otros montones", escribió Robert Houbeck, bibliotecario de la Universidad de Michigan, en una revista profesional en 1988. Tres años antes, a pesar de que los fondos para ciencia sufrieran la primera reducción en décadas, Pergamon había declarado un margen de beneficios del 47%.

Maxwell no pudo ocuparse lo suficiente como para seguir cuidando su victorioso imperio. La naturaleza acaparadora con la que llevó a Pergamon al éxito también le llevó a excesos en otras inversiones, tan llamativas como cuestionables, incluyendo los clubes de futbol Oxford United y el Derby Conty FC, canales de televisión a lo largo y ancho del planeta y, en 1984, el grupo de comunicación Mirror (Reino Unido), al que empezó a dedicar más y más tiempo. En 1991, para financiar su inminente compra del New York Daily News, Maxwell vendió Pergamon al silencioso competidor holandés Elsevier por 440 millones de libras (equivalente a 1050 millones de euros de hoy día).

Varios antiguos empleados de Pergamon me han contado por separado que tras aquel trato con Elsevier se acabó todo para Maxwell, porque Pergamon era la compañía que realmente amaba. Más adelante en ese mismo año se metió en un atolladero de escándalos, uno tras otro, ya fuera por sus montones de deudas, sus turbias prácticas contables o la explosiva acusación que le realizó el periodista estadounidense Seymour Hersh, según la cual era un espía israelí relacionado con traficantes de armas. El 5 de noviembre de 1991 encontraron el cuerpo de Maxwell ahogado cerca de su yate en las Islas Canarias. El mundo quedó estupefacto, y al día siguiente el rival de Mirror en prensa amarilla, el Sun, planteaba la pregunta que todos tenían en su mente: "¿CAYÓ... O SALTÓ?" lucía el titular. (Apareció también una tercera explicación: que fuera empujado).

La historia fue protagonista en la prensa británica durante meses, con la creciente sospecha de que Maxwell se había suicidado, después de que una investigación revelara que había robado más de 400 millones de libras del fondo de pensiones del Mirror para saldar sus deudas. (En diciembre de 1991, en un informe forense español se consideró que la muerte fue accidental). La especulación no tenía fin: en 2003, los periodistas Gordon Thomas y Martin Dillon publicaron un libro en el que alegaban que Maxwell había sido asesinado por el Mossad para esconder sus actividades de espía. En ese momento Maxwell llevaba ya mucho tiempo desaparecido, pero el negocio que él había empezado seguía prosperando en nuevas manos, alcanzando unos niveles de beneficios inauditos y un poder global sobre las siguientes décadas.

Si la genialidad de Maxwell era la expansión, la de Elsevier era la de la consolidación. Con la compra del impresionante catálogo Pergamon, Elsevier pasó a controlar más de 1000 revistas científicas, erigiéndose de lejos en la mayor editorial científica del mundo.

En el momento de la fusión, Charkin, el antiguo CEO de Macmillan, recuerda haber avisado a Pierre Vinken, el CEO de Elsevier, de que Pergamon era un negocio envejecido, y que Elsevier había pagado un preció demasiado alto por ella. Pero Vinken no tenía ninguna duda, Charkin relató:  "Me dijo, 'No tienes ni idea de lo rentables que son estas revistas una vez que ya no tienes que hacer nada. Cuando construyes una revista, dedicas tiempo para formar buenos consejos editoriales, los tratas bien, les das de cenar. Entonces lo promocionas y tus representantes comerciales van por ahí a vender suscripciones, algo lento y duro, y tratas de que la revista sea lo mejor posible. Eso es lo que pasó en Pergamon. Y entonces lo compramos y dejamos de hacer todo eso y el dinero no deja de correr, no te puedes creer lo maravilloso que es'. Él estaba en lo cierto y yo me estaba equivocando".

En 1994, tres años después de adquirir Pergamon, Elsevier había subido un 50% los precios. Las universidades se quejaban porque sus presupuestos habían llegado a un punto de inflexión -la revista americana Publishers Weekly alertaba que los bibliotecarios se referían a un "Día del Juicio final" en su industria- y, por primera vez, empezaron a cancelar suscripciones a revistas de menor popularidad.

En aquél momento el comportamiento de Elsevier parecía suicida. Seguía provocando el enojo de sus propios consumidores justo cuando la llegada de Internet podía ofrecer una alternativa libre. En un artículo de 1995 en Forbes se describía cómo los científicos podían intercambiar resultados desde que aparecieron los primeros servidores web, y se preguntaba si Elsevier sería "la primera víctima de Internet". Pero, como siempre, las editoriales comprendieron el mercado mejor que los académicos.

En 1998 Elsvier dio a conocer su plan para la era de Internet, que luego llamarían "el gran trato" ("the Big deal"). Ofrecía acceso electrónico a lotes de centenares de revistas a la vez: una universidad debería pagar una determinada cuota anual -según un informe basado en peticiones amparadas en la Ley de libertad de información, a la Universidad de Cornell le faltaron 2 millones de dólares por pagar en 2009- y cualquier estudiante o profesor podría descargar cualquier revista que quisiera mediante la web de Elsevier. Las universidades se inscribieron en masa.

Aquellos que predecían una caída de Elsevier habían asumido que la experimentación de los científicos con nuevas formas de compartir trabajos libremente online podía ir superando poco a poco a las revistas de Elsevier, sustituyéndolas de uno a una. En respuesta, Elsevier creó una llave que fusionaba los miles de pequeños monopolios en uno tan grande que, como un recurso básico -digamos como el agua, o la luz-, a las universidades les resultaba imposible prescindir de ella. Era pagar y las luces de los científicos seguían encendidas, pero, rechazar, y hasta un cuarto de la literatura científica quedaría a oscuras. Concentraba un inmenso poder en manos de la mayor de las editoriales, y los beneficios de Elsevier iniciaron otro exorbitante crecimiento que los llevaría hasta cifras milmillonarias en los 2010's. Un artículo del Financial Times de 2015 consagró a Elsevier como "el negocio que Internet no podía matar".

Las editoriales están tan fuertemente enredadas en los varios órganos del cuerpo científico que ningún esfuerzo ha sido capaz de arrancarlas. En un informe de 2015, un experto en ciencias de la comunicación de la Universidad de Montreal, Vincent Larivière, mostró que Elsevier era dueña del 24% de las revistas científicas del mercado, mientras que Springer, los antiguos socios de Maxwell, y Wiley-Blackwell, controlaban entorno a un 12% cada una. Estas tres empresas se hacían con la mitad del mercado. (Un representante de Elsevier que conocía el informe me dijo que según sus propias estimaciones publican solamente un 16% de la literatura científica).

"A pesar de los sermones que yo iba dando por todo el mundo sobre este tema, parece que las revistas predominan ahora incluso más que antes", me decía Randy Schekman. Es precisamente esa influencia, más que los beneficios que condujeron a la expansión del sistema, lo que más frustra a los científicos hoy en día.

Elsevier afirma que su principal objetivo es el de facilitar el trabajo a los científicos y otros investigadores. Un representante de Elsevier señaló que la compañía recibió 1,5 millones de propuestas de artículos el pasado año, y publicó 420.000; 14 millones de científicos confían que Elsevier publique sus resultados, y 800.000 científicos donan su tiempo para ayudarles con la edición y la revisión por pares. "Ayudamos para que los investigadores sean más productivos y eficientes" me contó Alicia Wise, vicepresidenta de redes estratégicas globales, "y eso es algo que ganan las instituciones dedicadas a la investigación y las que lo financian, como los gobiernos".

Ante la pregunta de por qué hay tantos científicos que critican las editoriales de revistas, Tom Reller, vicepresidente de relaciones corporativas de Elsvier, decía: "A nosotros no nos corresponde hablar de las motivaciones de otros. Miramos los números [de científicos que confían sus resultados a Elsevier] y estos sugieren que lo estamos haciendo bien". Preguntado por las críticas al modelo de negocio de Elsevier, Reller dijo en un correo electrónico que estas críticas pasaban por alto "todas las cosas que las editoriales hacen para añadir valor, por encima y más allá de las contribuciones que vienen de la financiación del sector publico". Eso, decía, es por lo que están cobrando.

En cierto sentido no es culpa de ninguna editorial que el mundo científico parezca inclinarse ante la fuerza de gravedad de la industria. Cuando los gobiernos, incluyendo a los de China y México, ofrecen bonos financieros por publicar en revistas de alto impacto, no responden a la demanda de ninguna editorial específica, sino que van detrás de las recompensas que trae un sistema enormemente complejo que debe dar cabida a los ideales utópicos de la ciencia junto a los objetivos comerciales de las editoriales que la dominan. ("Nosotros los científicos no hemos parado a pensar demasiado sobre el agua en que estamos nadando", me decía Neal Young).

Desde principios de los 2000, muchos científicos han abogado por una alternativa a las suscripciones editoriales llamada "open access" ["acceso abierto"]. Lo cuál implica resolver la dificultad de equilibrar imperativos científicos y comerciales simplemente eliminando el componente comercial. A la práctica esto suele tomar el formato de revistas online, a las que los científicos pagan una tarifa por avanzado para cubrir costes de edición, que luego garantizan el acceso gratuito para siempre. Pero a pesar de los apoyos de algunos de los mayores organismos de financiación en el mundo, incluyendo la Gates Foundation y el Wellcome Trust, solamente una cuarta parte de artículos científicos se ponen a libre disposición en el momento de ser publicados.

La idea de que la investigación científica debería ser de libre acceso, para uso de cualquiera, es un desvío notable, incluso una amenaza, del actual sistema que depende de la habilidad de restringir el acceso a la literatura científica para mantener su inmensa rentabilidad. En los años recientes, la oposición más radical contra el statu quo se ha unido entorno a una controvertida web llamada Sci-Hub, una suerte de Napster para ciencia que permite a cualquiera descargar artículos científicos gratuitamente. Su creadora, Alexandra Elbakyan, kazhakstaní, se mantiene escondida al afrontar cargos por hackeo y violación de copyright en Estados Unidos. Elsevier ha conseguido una condena  por la que le tiene que pagar 15 millones de dólares (la máxima cantidad permitida).

Elbakyan es una utópica imperturbable. "La ciencia debería pertenecer a los científicos y no a las editoriales", me escribió en un email. En una carta al tribunal judicial, citó el Artículo 27 de la Declaración Universal de Derechos Humanos de la ONU, reivindicando el derecho a "compartir en el progreso científico y en los beneficios que de él resulten".

Sea cual sea el destino de Sci-Hub, parece que la frustración con el sistema vigente está aumentando. Pero la historia muestra que apostar contra las editoriales científicas es una jugada arriesgada. Después de todo, Maxwell predijo en 1988 que en el futuro solamente quedarían un puñado de compañías editoriales inmensamente poderosas, y que llevarían a cabo su actividad comercial en una era electrónica sin costes de impresión, convirtiéndose casi en "puro beneficio". Eso suena bastante parecido al mundo en el que vivimos.

(*) Stephen Buranyi ha sido investigador en inmunología

Fuente:

https://www.theguardian.com/science/2017/jun/27/profitable-business-scientific-publishing-bad-for-science

Traducción: Edgar Manjarín


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