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‘Coto Vedado’, cuotas de libertad

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Por Guillem Martínez (*)

En sus dos libros de memorias, Goytisolo hizo pedazos la tradición con una valentía inaudita

La muerte nos hace libres. Esta frase no alude a la muerte como liberación --sabemos, en fin, muy poco de la muerte y, aún menos, de la liberación--, sino al hecho de que instantes antes de la muerte la vida pierde todos los filtros fabricados durante toda una biografía, de manera que son importantes, al parecer, cosas que no lo eran tan nítidamente hasta esos segundos. Una boca, una madre, una mano, el patio de juegos. El impacto de la muerte sobre los vivos tiene algo parecido. Libera las opiniones sobre el desaparecido, de manera que también son certeras. O, al menos, más espontáneas, y personales. Así, en el momento --no hace muchos minutos de ello-- en el que he tenido conocimiento de la muerte de Juan Goytisolo, he sentido dolor y agradecimiento por el autor al que mi generación se incorporó a través de un libro que son dos. Sus memorias. Coto Vedado (Barcelona, 1985) y En los reinos de taifas (Barcelona, 1986). Son un libro, o dos, que, a su vez, supusieron varias castañas. En la vida, en fin, no hay tantas castañas. Y, en la literatura, en ocasiones, menos.

La memorialística local no es muy allá. Por lo que sea --por el canon de lo que debe ser un autor y lo que, sobre todo, jamás debe ser--, por razones históricas, personales e, incluso, comerciales, nuestros autores, cuando recuerdan, parecen reconstruir una vida que suele darles la razón a su biografía, obra y posicionamientos. Algo que, snif, ocurre muy pocas veces/minutos en la vida civil. En general, las biografías suelen tener no ya la estructura, sino el tic, la cosmovisión novelística --de cuando había novelas; del XIX, vamos-- de ir del menos al más. De explicar una progresión hacia una cúspide, al parecer, inapelable, pues el protagonista pocas veces entra en contradicciones o en crisis que no sean superadas. Los dos volúmenes de Goytisolo, en ese sentido, eran una seta. Si bien compartían el distanciamiento y la poca amabilidad con el yo del segundo volumen de memorias de Barral, aparecido también por entonces, eran, en todo caso, un objeto poco frecuente. Los volúmenes eran --o lo son ahora en mi memoria-- una colección de fracasos. Allí se describía la familia como fracaso. No era esa familia divertida, buscavidas, ocurrente. Era una familia atravesada por el dolor de una desaparición violenta, por la angustia del desclasamiento y la vivencia de cierta precariedad, por escándalos antiguos y, en el caso del autor, por abusos. Vamos, la familia descrita era ese infierno, tan pocas veces descrito, denominado familia. Sucedía lo mismo --es decir, sucedía la antiépica, incluso la antireivindicación-- con el apartado pareja. O con el apartado sexo, en el que el autor debía inventarse una sexualidad que no conocía, o que, esa es la sensación, ni siquiera sabía cómo funcionaba en la práctica. El resultado eran fragmentos sórdidos o, simplemente, perplejos, alejados de esa plenitud con la que se suele describir el sexo. El fracaso o, mejor, la insatisfacción, parecía ampliarse, incluso, hasta su propia obra, en momentos en los que autor parecía percibir que parte de su obra había sido sometida a cliché, a una recepción poco interesante y reducida. Supongo que hablaba de eso cuando aludía, por ejemplo, al hecho de que Señas de identidad se había convertido en "señas de identidad". Es decir, en una frase común en los medios de comunicación. Es decir, en nada.

Esta apuesta por el antiéxito, por el fracaso como constante a la que hay que mirar de cara, se realizaba a pelo, reproduciendo el ridículo de los distintos episodios que canalizan una biografía. Recuerdo, así, el ridículo absoluto que supuso su relación con Jean Genet, amigo de su esposa, y para quién el autor no dejó nunca de ser un provinciano, una persona sin la sensibilidad solucionada. Recuerdo la manera de explicar eso, a través de una anécdota. En una cena en su domicilio de París, el autor explicó a Monique y a Genet una historia de la que se había enterado, y que consideró muy graciosa. Esta historia. Un señor casado compraba cada sábado una bolsa de gulash precocinado y se iba a visitar a una prostituta. No mantenía relaciones con ella, sino que la prostituta se introducía en su sexo los trozos deshidratados de gulash. Luego, el señor pagaba y se iba a casa. Esa noche, junto a su esposa, cenaban gulash. Al acabar de narrar la historia, Genet no rió, sino que, incluso, mostró su furia. Vino a decir que el hombre de la historia no era un ser cómico. Era un héroe. Sabía lo que quería. Y lo hacía. Lo que era censurable era someter su libertad a escarnio, como en ese momento se había hecho. Esta historia explica, por cierto, la idea de libertad personal en Genet. Una idea aún problemática y carente del lenguaje correcto y los neoconceptos con los que hoy se alude a la vida privada. Un indicativo de que ese lenguaje y esos neoconceptos tienen poco que ver, tal vez, con la libertad.

Sea como sea, la indignación de Genet rompió la frente de Goytisolo, que en ese momento entendió un nuevo umbral de libertad y normalidad. Y, con él, años después, lo entendimos sus lectores. Algunos, miembros de una generación, la mía, que tuvieron que invertir menos en su libertad personal, en su libertad creativa, en sus mapas intelectuales, gracias a ejercicios de valentía formal como el de Goytisolo en sus memorias. De la libertad, en fin, como demuestra la vida y la obra de Genet, se debe hablar poco. Y, como demostraba la autobiografía de Goytisolo, se debe ejercer siempre. Permitirse hablar de sus fracasos --muchos-- y, a través de ellos, abordar la construcción de la libertad --inaudita-- es, sin duda, un éxito vital y literario absoluto.

De hecho, al enterarme de la muerte de Goytisolo, mi primer pensamiento --ya saben: certero, espontáneo y personal-- ha sido esa explosión de libertad que dibuja en sus memorias, detrás de sus memorias.

(*) Guillem Martínez. Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo)


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