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Cuba: Las flores del mal

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Por René Fidel González García (*)

¿Por qué le temen al Derecho? ¿Por qué le temen a la ciudadanía y a sus ejercicios? ¿A qué se debe esa visión bipolar, esquizoide, que descubre enemigos en cada idea y propuesta, que intenta construir un pensamiento dicotómico como eje del entendimiento de la noción de república y del socialismo en Cuba?

En mi compresión la Revolución es también un resultado del ejercicio popular de la crítica de la sociedad y el Estado existente, y que para seguir siendo tal no puede detenerse y dejar de ser ni popular ni crítica, ni siquiera ante su propia creación estatal y la sociedad surgida de sus mismas transformaciones. Como no es obra de iluminados, ni nadie tiene ni tendrá nunca en ella creíble y perdurablemente el monopolio de las ideas sino la oportunidad de ser útil a todos, por eso tiene que convocar y juntar, concertar y allanar voluntades y diferencias, sueños y esfuerzos, porque a la Revolución, a su realización y a su sobrevida, concierne la unidad que logre.

¿Qué asusta a otros de llamar la atención sobre el proceso de reforma de la Constitución? ¿qué les inquieta de convocar al imperio de la ley y propugnar y proponer armonizar, sistematizar e institucionalizar y volver cultura política los derechos, las libertades y la conducta de civismo y decencia que tan importante ha sido y es a la Revolución en Cuba?

Algunos llevan meses ya agitando al viento el monigote tan escalofriante como real de la subversión del Estado y la sociedad cubana que ha sido el proyecto de nuestros adversarios durante décadas, como si intentaran sobre todo abrir una senda de desconfianza, sectarismo y extremismo de la que se creen ellos mismo a salvo en su pedantería, y que parece hecha más para ser recorrida por revolucionarios  y  personas honestas y sin dobleces, y para promover la misma obsecuencia, el oportunismo y la desidia que nos puede corroer finalmente como proyecto político.

 

Basta ya de etiquetas, descalificaciones y tergiversaciones, de juntar maderos que acaso sólo servirán para quemar revolucionarios que disienten y critican, que proponen y se comprometen abiertamente precisamente por serlos; de cortocircuitar y oscurecer la participación y la opinión franca con el síndrome de sospecha que apenas disimula la haraganería o la incapacidad para hacer la política más allá del catecismo de consignas mal digeridas y peor entendidas del pensamiento profundo y lúcido, emancipador y solidario que ha sostenido a la Revolución como opción de las mayorías; basta ya de hacer de las circunstancias y de la agresividad y los trabajos del enemigo un patíbulo para los principios, la legalidad, el decoro y la razón; de solicitar e intentar exámenes de limpieza de sangre ideológica que sólo sirven para impostar abrumadoramente la auténtica militancia revolucionaria, el talento, la capacidad y la vocación para servir y la confianza. ¿Llegará el día en que nuestros adversarios les premien por la estela de confusión, división, aridez, banalidad y absurdo que dejan a su paso en defensa de la Revolución, o desaparecerán ajenos de su culpabilidad inmensa?

Para entender esto último quizás bastaría con ver en días pasados a la contrarrevolución defender en su propio beneficio, por primera vez en su historia, la primacía de la misma Constitución que pretenden derribar y a revolucionarios justificando la necesidad de conculcar derechos constitucionales reconocidos y garantizados por ella en nombre de la defensa de la Revolución. Faltando apenas unos meses para la reforma de la carta magna cubana, muchos de los argumentos dados para respaldar decisiones tomadas por algunos funcionarios públicos han sido elaborados desde una bochornosa ausencia de cultura jurídica, del desconocimiento de los valores superiores de la Constitución y de su papel como contenedor de los derechos y garantías que le son reconocidos a todos los ciudadanos.

Se puede tener la razón y dejar de ser la mayoría, se puede ser derrotado y seguir teniendo la razón, lo que no se puede concebir que ocurra es que teniendo la razón y siendo aún la mayoría se actué como si se estuviera derrotado. Hacer tal, conduce irremediablemente a la derrota. En política, y ahí está la responsabilidad que compartimos todos, el dogmatismo, la intolerancia, la inmovilidad y la inerte autocomplacencia con el ejercicio poder o de las facultades que fascina a algunos, por más tonificante que resulte ser, es tan sólo un síntoma de incapacidad para liderar, convencer, o aglutinar y siempre una señal de debilidad que no dudarán en aprovechar los adversarios.

Tengo una comprensión muy clara de que muchos de los procesos de cambio político son resultados de largos y casi imperceptibles cursos de acumulación social y cultural, y que no pocas veces, son catalizados y se expanden hasta alcanzar sus verdaderas dimensiones por eventos que, en principio, parecen ser simples incidentes. También, como nos enseñaron los revolucionarios en Cuba, que la política no es nunca un acto rampante de poder, sino, por lo menos en una Revolución, una angustiosa y demandante forma y posibilidad ética de conseguirlo, manejarlo, hacerlo útil y ponerlo al servicio de todos.

Como sociedad y proyecto político que ha pretendido ser alternativo al capitalismo habrá que reflexionar mucho sobre el significado de ese dimensionamiento ético de la política. La apelación a la responsabilidad política no puede ser un entendida como un atajo de lo útil contra la honesto, o como justificación para confundir lo conveniente con lo que es posible. Es verdad que todo lo que hacemos regresa siempre a nosotros de formas inimaginables, pero no hay que olvidar que lo único peor a una sociedad en que las mayorías olvidan el papel de la política y las dejan en manos de minorías que le representan, es aquella en que esas minorías también olvidan cómo hacerla.

Acaso esa reflexión tenga que arrancar de interpretar que cuando no se identifica y trata a los demás como iguales, se acaba siempre por hacer prevalecer la fuerza y la arbitrariedad en la relación con el otro; también de la necesidad y conveniencia de un ejercicio elemental de empatía y ética que nos impida perder, incluso a pesar de las circunstancias, el respeto por la dignidad ajena sobre la que descansa la noción de justicia. Hacer tal cosa, no es de cobardes, ni de pusilánimes, mucho menos de traidores, es sobre todo un acto de realismo político, pero bastaría con que fuere nacido de la decencia.

Habrá que seguir serenamente la marcha, más allá del patético costo que nos pueda ser  impuesto, sabiendo que el miedo al Derecho es el espejo del miedo al ejercicio de los derechos, que el miedo a la Constitución, a sus valores y poderosa capacidad de inspirar la audacia, la ética y el respeto al otro del que nace el respeto por uno mismo, es el espejo del miedo a la ciudadanía plena, la democracia y la justicia reivindicada entre nosotros por el socialismo y la forma de gobierno republicana.

El miedo nace de la ignorancia, pero el miedo siempre conduce al odio.

(*) René Fidel González García Doctor en Ciencias Jurídicas, hasta su despido por motivos políticos fue profesor titular de Historia del Derecho en la Universidad de Oriente, Cuba.

Fuente: www.sinpermiso.info, 6 de mayo 2017


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