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Occidente en su momento populista

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Es una urgencia democrática que en la dicotomía entre proyectos comunitarios y proyectos neoliberales, el primer polo lo ocupen fuerzas progresistas en lugar de fuerzas xenófobas y reaccionarias

El largo viaje del populismo hasta el centro del debate

 

La irrupción de Podemos en el escenario político español caminó de la mano de la generalización de las discusiones sobre el "populismo". Desde entonces, el término se ha hecho de uso común en los medios de comunicación y el debate político. Ha costado pero incluso sus más enconados detractores -desde la izquierda y la derecha- reconocen que hoy cualquier cosa sustancial que se diga sobre la política Europea y norteamericana tiene que lidiar y discutir con el "momento populista". Otra cosa es su comprensión. 

 

Los diferentes cambios políticos en países de nuestro entorno parecen haber contribuido a su actualidad, descartando que se tratase de un fenómeno propio de países del sur o de democracias escasamente consolidadas. Cada vez más fenómenos políticos, prácticamente todos los que están suponiendo novedades, son catalogados de la misma forma pese a que, en muchos casos, defiendan proyectos opuestos. A falta de un debate más serio, "populismo" es, por lo pronto, todo lo que les sobra a las élites tradicionales y altera el reparto de posiciones por las que estas monopolizaban y agotaban las opciones políticas disponibles. Parece claro, en todo caso, que la disputa en Europa es doble: por una parte un renovado ímpetu de fuerzas que aspiran a movilizar una voluntad popular nueva frente a los partidos tradicionales, sumisos a los poderes oligárquicos y financieros; y, por otra parte, se disputa el signo mismo que tendrán estas fuerzas "populares" o "patrióticas": si reaccionario y xenófobo, como predomina en Austria, Inglaterra u Holanda, o si democrático y progresista, como predomina en España y Grecia -con Italia como caso híbrido que no se decantará de uno u otro lado mientras no se resuelva esta disputa en el seno de Cinque Stelle. Quizá la cuestión fundamental en la primera vuelta de las presidenciales de este domingo es si Francia formará parte del primer o del segundo grupo.

 

El populismo incomprendido, de derecha a izquierda

 

En términos generales, los sectores conservadores y liberales han reaccionado con espanto y condena moral. Su tesis diría, en resumen, que las turbulencias económicas han enloquecido a amplios sectores de la población que, al cambiar de preferencias electorales o adherirse a nuevas identidades políticas, han pasado de individuos racionales a turba airada e infantil, presa de demagogos que promulgan un imposible regreso al pasado. En este análisis no hay explicación alguna del fenómeno que no pase por la denigración de la gente común. Para los conservadores, las repúblicas, los estados, han de ser defendidos de una excesiva presencia e intervención popular en ellos. Las élites no tienen bajas pasiones pero las masas sólo pueden albergar sentimientos animalescos. Tras décadas de utopía neoliberal que rezaba que se podían tener "democracias sin pueblo", el regreso del deseo de pertenecer a una comunidad y afirmar valores colectivos sólo puede ser leído por los conservadores de distinto pelaje como un virus de irracionalidad. Más que un análisis político hay un análisis climatológico o epidemiológico. Las instituciones nacionales o europeas, las políticas económicas o el propio comportamiento de la élite son así liberados de cualquier autocrítica. Para ellos, hay que salvar a nuestras democracias de sus respectivos demos.

 

TRAS DÉCADAS DE UTOPÍA NEOLIBERAL QUE REZABA QUE SE PODÍAN TENER "DEMOCRACIAS SIN PUEBLO", EL REGRESO DEL DESEO DE PERTENECER A UNA COMUNIDAD SÓLO PUEDE SER LEÍDO POR LOS CONSERVADORES COMO UN VIRUS DE IRRACIONALIDAD.

 

Que la socialdemocracia se haya apuntado a esta corriente es sólo una muestra de su subalternidad intelectual a los conservadores, que explica en buena parte su subalternidad política y electoral.

 

Del otro lado del espectro ideológico tradicional, la recepción de los cambios en marcha no es mucho más profunda. En general, la izquierda se caracteriza por una escasa capacidad de victoria acompañada de una elevadísima y poco justificada arrogancia moral e intelectual. De la misma manera que siempre está a la espera de la crisis económica definitiva, así toda innovación viene a confirmar lo que lleva siglos diciendo, incluso si son innovaciones contra las pautas marcadas. Para la izquierda tradicional, la receta general suele ser doble ración de sí misma. Así que de la emergencia de fenómenos calificados como "populistas" tiende a deducir:

1- Que ha vuelto la política "de clase". Aunque la identidad de clase no sea la que movilice a los perdedores de la globalización en apoyo a fuerzas políticas que prometen reconciliar la patria con el pueblo, aunque la identidad nacional juegue, por ejemplo, un papel mucho más importante y sea la superficie de inscripción para una alianza heterogénea de sujetos sociales, la izquierda lee de ello lo que ya sabía. Así, por ejemplo, si Marine Le Pen es la primera opción entre los sectores asalariados, esto sólo demuestra que hay que persistir en el discurso de clase. Las identidades políticas son, en esta mala comprensión, apenas un truco comunicativo sobre la "realidad" económica. Así no hay manera de entender que millonarios como Trump o Le Pen se erijan exitosamente en tribunos de la plebe. Descalificarlo como "engaño" es una manera de no tener que pensar y de asumir lo que de real tiene esa identificación, le guste a uno más o menos. De no entender por qué en muchos casos son fuerzas reaccionarias las que están construyendo una idea de pueblo que ofrece pertenencia y seguridad a sectores golpeados por el miedo o la incertidumbre.

 

2- Que hay una verdad dura y rotunda que debe ser proclamada, y que proclamarla conduce necesariamente a la victoria. La función de la política ya no sería generar horizontes compartidos en torno a los que agregar mayorías, sino rasgar los velos que impiden que se sepa una escandalosa verdad que, una vez conocida, provocará la indignación y movilización popular. Como señala Slavoj Zizek, el orden actual no se sostiene por ninguna ocultación o conspiración, de hecho ni siquiera oculta sus infamias. Se sostiene, en cambio, por su capacidad para desarticular, arrinconar o desprestigiar cualquier posible alternativa. El consentimiento hoy no descansa en una ingenua ilusión con respecto a nuestro presente, sino en una creencia cínica de que es el único posible. Las fuerzas transformadoras no tienen entonces como labor "contar la verdad" sobre los tejemanejes oscuros de los de arriba, sino "construir la verdad" de una certeza posible, de la confianza en un orden alternativo, al mismo tiempo deseable y realizable.

 

EL ORDEN ACTUAL NO SE SOSTIENE POR NINGUNA OCULTACIÓN O CONSPIRACIÓN. SE SOSTIENE POR SU CAPACIDAD PARA DESARTICULAR, ARRINCONAR O DESPRESTIGIAR CUALQUIER POSIBLE ALTERNATIVA

 

3- Estrechamente conectado con esto, la izquierda tradicional puede verse tentada de entender los fenómenos populistas, sean de signo progresista o reaccionario, exclusivamente como fenómenos "destituyentes". Según esta visión, estaríamos en una época de derrumbamiento del orden y situarse en "los extremos" sería una decisión inteligente, puesto que por doquier triunfan las opciones que impugnan a las élites tradicionales y proclaman el "que se vayan todos". Considero que este es un grave error que puede tener una dramática consecuencia política: la de dejar a las fuerzas progresistas como cuñas de protesta, fuera de toda posibilidad de gobierno salvo en contados casos de excepcionalidad, y por tanto impotentes, sin poder para confrontar realmente con las fuerzas oligárquicas que hoy se imponen por encima de las necesidades y demandas de las mayorías sociales. Me ocupo de esta cuestión más en detalle a continuación.

 

Algo más que ira. El péndulo de la destitución y el orden.

 

Una incorrecta comprensión de los fenómenos populistas podría deducir que son, efectivamente, "hijos de la ira", como titulara Salvados su por lo demás excelente programa, o como la famosa portada de El País en la que "Podemos supera a PP y PSOE impulsado por la ira ciudadana". Desde esta perspectiva, en lo que el constitucionalista norteamericano Ackerman llama las "épocas calientes" de la historia política, gana quien sea más iconoclasta, más confrontativo, más polarizador. Según esta ecuación, los tiempos actuales nos estarían enseñando que, a mayor dureza, más iniciativa política.

 

Esta tesis se deja fuera al menos dos consideraciones centrales. Una sobre la propia naturaleza del populismo y la otra sobre su aterrizaje en diferentes entornos institucionales.

La primera tiene que ver con entender todo discurso populista como construido en una tensión entre la denuncia de una minoría privilegiada e incapaz, nociva para el bienestar general, y la promesa de la reconciliación de la comunidad una vez el poder político esté al servicio ya no del país oficial sino de los intereses del país real. Si se confunde el populismo con un conjunto de ropajes ambivalentes para tiempos revueltos y destituyentes se entienden mal los fenómenos en ascenso pero, al mismo tiempo, se ata intelectualmente la suerte de los desafiadores a la excepcionalidad, estrechando así su horizonte de oportunidad y ubicándolos en una esquina de la política nacional, auguradores de catástrofes y del advenimiento mientras los partidos tradicionales hegemonizan la cotidianidad.

 

Es posible que los socialdemócratas no entiendan que en tiempos de crisis no hay construcción de voluntad popular sin señalar a un adversario, y que si no es por oposición a los de arriba, a la minoría oligárquica, puede ser que el pueblo se construya por oposición a los de más abajo, a los inmigrantes o a los más pobres y receptores de ayudas públicas. Si así fuera, estarían presos, sin darse cuenta, de la ensoñación neoliberal de que es posible un mundo sin adversarios. Ese es, en el fondo, un deseo totalitario y antidemocrático, porque no deja espacio a la discusión, a la propuesta de formas nuevas de hacer las cosas, a la expresión de afectos o pasiones. Todo lo que queda fuera del orden único sería así materia de orden público, psiquiatría o de la industria del ocio y la estética. "En una sociedad consensuada no queda lugar para la rebeldía", cantaba en 1994 Habeas Corpus expresando ese viejo sueño totalitario de clausurar el futuro. De este modo, creyéndose más demócratas que nadie por defender el consenso, estarían desarmando ideológicamente a los sectores que sufren, incapaces de señalar una causa, un responsable (y adversario), una frontera que delimite los campos y construya el nosotros.

 

CREYÉNDOSE MÁS DEMÓCRATAS QUE NADIE POR DEFENDER EL CONSENSO, ESTARÍAN DESARMANDO IDEOLÓGICAMENTE A LOS SECTORES QUE SUFREN, INCAPACES DE SEÑALAR UNA CAUSA, UN RESPONSABLE (Y ADVERSARIO), UNA FRONTERA QUE DELIMITE LOS CAMPOS Y CONSTRUYA EL NOSOTROS

 

Pero al mismo tiempo, como he señalado, las fuerzas que aspiran a construir un pueblo (necesariamente nuevo) -y no a engordar una facción del mismo- portan siempre un proyecto de reconciliación de la comunidad -o al menos de su 99%, la parte que ha de volverse el todo: plebs que ha de volverse populus. Es decir, una promesa de restablecimiento del orden. Si la promesa se hace contra otros más débiles y el orden no se percibe como construcción democrática sino como expresión de algún tipo de esencialismo histórico, estaremos ante un populismo reaccionario.

 

Si, por el contrario, la plebs se levanta contra aquellos verdaderamente poderosos y el orden a construir no es cerrado ni está prescrito, sino que es un equilibrio entre los deseos de la nueva mayoría y las instituciones republicanas para su contrapeso, entonces estamos ante un populismo democrático y progresista. En el populismo reaccionario, el pueblo se expresa inequívocamente y solo una vez, restableciendo alguna suerte de orden natural; en el progresista se reconoce el carácter democrático y contingente de la comunidad, lo que supone una importancia decisiva de las instituciones y contrapesos que reflejen, protejan e integren la pluralidad existente.

 

En ambos casos, y esto es lo fundamental, la promesa destituyente -"que se vayan todos"- es creíble y puede ser hegemónica porque denuncia el desorden de los de arriba y propone a los de abajo como pilares de un orden cierto y al alcance. Propondré dos ejemplos de la actualidad:

 

Trump no es sólo un patán que protagoniza constantes salidas de tono que le permiten generar titulares ruidosos. También es, de alguna manera, quien ofrece una alternativa creíble a sectores amplios que se sienten olvidados. No sólo fija como enemigos a los políticos de Washington y a los inmigrantes, también propone "hacer américa grande de nuevo": una utopía -reaccionaria, pero utopía- creíble y fácil de imaginar. Es creíble en su dureza contra el establishment que habría traicionado a los norteamericanos porque al tiempo es portador de una oferta de orden. No es tampoco el candidato del antagonismo total: golpea a los "burócratas" pero libera de toda culpa a los grandes capitalistas norteamericanos, los que han multiplicado sus patrimonios en los años en que más se han ensanchado las desigualdades. Es outsider ma non troppo: se presenta como ajeno al mundo político pero se preocupa de encarnar bien el mito del empresario hecho a sí mismo. Tiene un pie en el rechazo a lo existente y otro muy anclado en el sentido común (conservador pero también popular) de Estados Unidos.

 

Por su parte, Marine Le Pen no es su padre. No es sólo una dirigente escandalizadora y polarizadora -que también- sino que, como bien explica en sus artículos Guillermo Fernández, se ha preocupado de librar un combate narrativo para apropiarse de las nociones de la tradición republicana francesa, así como de ser quien pueda enarbolar la bandera de "volver a poner a Francia en orden". En ambos casos vemos un pie en la impugnación y otro en una promesa creíble de orden; un pie en el cambio y otro en el sentido común ya existente. Se pueden, por supuesto, imaginar nuevas formas de construcción hegemónica y nuevos contenidos, opuestos a los de las fuerzas reacionarias; de hecho se deben. Pero ha de partirse siempre de este equilibrio, de la comprensión de la naturaleza contradictoria sin la cual no hay posibilidad de hegemonía. Afirmar sólo una parte de la ecuación, quedarse sólo con una posición del péndulo, equivale a quedarse con ninguna.

 

MARINE LE PEN NO ES SU PADRE. SE HA PREOCUPADO DE LIBRAR UN COMBATE NARRATIVO PARA APROPIARSE DE LAS NOCIONES DE LA TRADICIÓN REPUBLICANA FRANCESA, ASÍ COMO DE SER QUIEN PUEDA ENARBOLAR LA BANDERA DE "VOLVER A PONER A FRANCIA EN ORDEN"

 

Estado, comunidad y protección frente a la incertidumbre

 

La segunda consideración es la que concierne al grado de desarrollo del Estado y las instituciones en cada país. Las fuerzas políticas que surgen en Europa y Estados Unidos en medio de esta "época caliente" o "momento populista" tienen al menos una diferencia fundamental con las que surgen en países de la periferia del sistema-mundo: irrumpen en Estados densos, complejos y bien implantados, que monopolizan la gestión del territorio y la violencia, que ofrecen un alto grado de institucionalización y por tanto de la administración de los comportamientos, las expectativas y las creencias. Esto marca de forma definitiva los posibles recorridos, como sabemos desde hace tiempo. Ya Gramsci, en su estudio de las diferencias entre Rusia e Italia, abordaba sus implicaciones estratégicas: la "guerra de asalto" de los revolucionarios de Oriente no podía desarrollarse de la misma manera en Occidente, que tiene en las trincheras ideológicas, en la guerra de posiciones de las instituciones y la sociedad civil, su campo de batalla decisivo por el sentido común de época.

 

En general, podemos decir que el grado de rupturismo que sea asumible por una mayoría de la población tiene una relación directamente proporcionalidad con el nivel de descomposición institucional. En países con administraciones que ordenan la vida de los ciudadanos -y los construyen así más como "ciudadanos" que como "pueblo" salvo quizás en momentos de alta intensidad política- la disputa política sigue más la forma de una guerra de posiciones en el Estado, en el que es necesario arrebatar al adversario su prestigio, su capacidad de infundir confianza a amplios y diversos sectores sociales, su capacidad de reclutar y formar cuadros de gestión y dirección pública y su capacidad de articular una amplia red detrás de un proyecto de Estado. Máxime cuando el contenido principal de la crisis política, de la fractura entre representantes y representados, es una percepción de los representados de que los de arriba se han saltado sus propias normas y han dado la espalda a aquellos para los que deberían trabajar: el pueblo.

 

EL GRADO DE RUPTURISMO ASUMIBLE POR UNA MAYORÍA DE LA POBLACIÓN TIENE UNA RELACIÓN DIRECTAMENTE PROPORCIONALIDAD CON EL NIVEL DE DESCOMPOSICIÓN INSTITUCIONAL

 

Este dato es de crucial importancia: no es solo que las élites no hayan contado con los de abajo últimamente para dirigir el país -nunca lo han hecho, en realidad- es que incluso han renunciado a integrarlos de forma pasiva como antaño, a otorgarles un lugar siquiera subordinado, y han creído que podían permitirse chocar directamente contra ellos. Hay así un componente conservador o "nostálgico" en la contestación a las élites que las fuerzas progresistas no pueden obviar o le regalarán nuestro tiempo a los reaccionarios: un deseo explícito o implícito de "volver a los pactos de posguerra" de una enorme efectividad política, por mucho que economistas y ecólogos adviertan con razón de su imposibilidad material. Cuando las fuerzas populares profetizan las siete plagas de Egipto como condición del cambio, nuestras sociedades suelen preferir, con buen tino, la conservación de lo existente. Su función histórica debe ser, más bien, la de representar ese anhelo nostálgico al tiempo que le da una respuesta innovadora y transformadora en el día a día para reconstruir un nuevo pacto social del S. XXI que equilibre la balanza y derrote la ofensiva codiciosa de los de arriba.

 

El contenido del radicalismo democrático posible y necesario en nuestro tiempo, por tanto, no es el de romper los acuerdos sociales sino fundarlos de nuevo, no es aumentar la incertidumbre sino reducirla, no es "rasgar el orden" sino restablecerlo: infundir capacidades y confianza en los de abajo, ampliar su radio de acción, fortalecer sus vínculos como comunidad y los dispositivos institucionales a su servicio. En la medida en que son los sectores oligárquicos quienes están a la ofensiva y dan por rotos los contrapesos y los acuerdos y garantías de los pactos sociales, en la medida en que hoy la dirección de los privilegiados es la chapuza, la desorganización y el cortoplacismo, es imperativo construirles como antisistema y levantar proyectos transversales y nacional-populares que ofrezcan amplios y duraderos acuerdos sociales con las necesidades de las mayorías olvidadas en el centro. La ofensiva de los privilegiados es fiera en términos políticos y económicos pero considerablemente débil en términos culturales: no ofrece horizontes atractivos para la mayoría. La resignación y el miedo son mecanismos defensivos pero no pilares sólidos para fundar un orden. En esa brecha se ubican las posibilidades de recuperación de una idea democrática, cívica y solidaria de Patria y, consecutivamente, de Europa.

 

Una virtud de los proyectos nacional-populares es que asumen la composición cultural e ideológica de las sociedades en las que se despliegan. Ello no para quedarse quietos, pero tampoco para actuar como vanguardia consciente que "ilumina", "desvela la verdad" o pone "frente a las contradicciones centrales" -el abanico de metáforas del mecanicismo tradicional de la izquierda es al respecto muy amplio- a unas mayorías que desprecia, en lo que Eugenio del Río llama "pensamiento de minoría". Los proyectos nacional-populares están más lejos de la noción de "ideología" y más cerca de la de "sentido común", y se aplican a construir o resignificar mitos populares, enraizados en el imaginario colectivo, que puedan ser movilizados contra las élites pero que sean al mismo tiempo portadores de una promesa creíble de seguridad.

 

Como hemos visto a lo largo de la vibrante campaña electoral francesa de los últimos meses, parece evidente que el nuevo tiempo aparece marcado por un deseo creciente de pertenencia comunitaria, protección estatal y soberanía popular -entendida como el poder de la gente corriente- frente a unas élites masivamente tenidas por despreocupadas, endogámicas e incapaces de ofrecer certidumbre o identidad. Es una urgencia democrática que en esa dicotomía entre proyectos comunitarios y proyectos neoliberales, el primer polo lo ocupen fuerzas progresistas en lugar de fuerzas xenófobas y reaccionarias. Para ello necesitamos una buena comprensión de los fenómenos populistas, que nos aleje de los viejos errores, y una práctica política a la altura, que mantenga como triple brújula la transformación aquí y ahora de la vida de la gente, la inequívoca vocación de mayorías y la inmediata vocación de gobierno.

 

Eduardo Garzón / economista y autor de 'desmontando los mitos económicos de la derecha'

"La economía convencional esconde la ideología con ecuaciones matemáticas"

 

Por Andrés Villena

 

La caída de Lehman Brothers en septiembre de 2008 y, con ella, la puesta en cuestión del orden económico mundial no se ha saldado, desgraciadamente, con un cambio profundo en la orientación de las políticas públicas que rigen la vida social. A pesar de la persistencia y de la relativa buena salud del neoliberalismo, el malestar provocado por la crisis está llevando a que cada vez más economistas realicen trabajos para refutar los mitos económicos dominantes. Uno de estos casos es el de Eduardo Garzón (Logroño, 1988) que, con su ensayo Desmontando los mitos económicos de la derecha. Guía para que no te la den con queso (Ediciones Península), ha construido todo un antimanual para mostrar la verdadera cara de la economía dominante: un laberinto de razonamientos con apoyo matemático destinado a enmascarar una ideología al servicio de la conservación del statu quo y de los privilegios de las clases dominantes. 

 

¿Cómo es el proceso de aprendizaje de la economía en la universidad? ¿Qué efectos acaba produciendo en los futuros economistas?

 

Se trata de un adoctrinamiento sutil. La ciencia económica es algo muy plural, con múltiples enfoques. El problema es que se enseña solo uno de ellos y se priva a los alumnos de conocer el resto de las perspectivas. Las personas que acaban estos estudios terminan pensando que el enfoque aprendido es el único posible y, después, ejerciendo como profesores, empresarios o tertulianos, actúan como si conociesen la verdad absoluta.

 

Muchos economistas le dirían que estos juicios económicos vienen apoyados por razonamientos matemáticos...

 

Cuando hablamos de la Economía, nos referimos a una ciencia social sujeta al libre albedrío del ser humano. Todo tiene mucho más que ver con la ética, con la moral, con la política y con el poder que con la resolución de un problema matemático. Por ejemplo, si un ayuntamiento tiene un presupuesto para construir o bien un colegio o bien una iglesia pero no las dos cosas, ese problema no tiene una única solución, no va a haber ninguna ciencia exacta que nos diga qué hacer. Eso dependerá más bien de las preferencias de cada una de las personas que se vayan a ver afectadas por esta decisión, lo que nos traslada a un ámbito subjetivo y de opinión. Por tanto, cuando uno intenta aplicar a esta realidad tan compleja y tan subjetiva herramientas matemáticas, no está utilizando instrumentos verdaderamente útiles para entenderla.

LA CIENCIA ECONÓMICA ES ALGO MUY PLURAL, CON MÚLTIPLES ENFOQUES. EL PROBLEMA ES QUE SE ENSEÑA SOLO UNO DE ELLOS Y SE PRIVA A LOS ALUMNOS DE CONOCER EL RESTO DE LAS PERSPECTIVAS

 

¿Y los modelos matemáticos? Son herramientas muy precisas...

 

La corriente convencional en Economía utiliza modelos matemáticos, pero partiendo de una serie de premisas que son como verdades indemostrables, que se dan por ciertas y que constituyen las reglas del juego que condicionan los resultados de la aplicación de la lógica matemática. Estas premisas no tienen por qué asemejarse en absoluto a la realidad. Una de las más conocidas afirma que el ser humano es un ser racional y que consume bienes y servicios de acuerdo con una función que define sus preferencias. Pero esto es ilógico, porque cada persona es diferente y, por tanto, tenemos preferencias distintas que, además, están sujetas a una multitud de variables incontrolables que no se pueden materializar en una ecuación. Esta es una de las trampas de la ciencia económica convencional: tratar de presentar una ciencia social como una ciencia exacta a través de fórmulas matemáticas y de ecuaciones, disfrazando algo que en realidad es una ideología.

 

Este enfoque dominante tiende a fortalecer el statu quoy los intereses de las clases poderosas. Si quieres prosperar en el mundo económico convencional, se te va a pedir que utilices bien los postulados oficiales. Por ejemplo, en la universidad se te pide una serie de méritos que serán mayores si se ajustan a los postulados convencionales; en cambio, si utilizas un enfoque más marginal, al estar menos valorado, lo tendrás mucho más difícil para obtener esos méritos, para publicar en las revistas científicas, etc. El sistema se retroalimenta mediante este mecanismo.

 

Afirma que el mercado es una criatura del Estado. Un economista convencional tiende a ver el mercado como un resultado del orden espontáneo, del libre intercambio entre las personas, cuanto más libre, mejor...

 

Cuando uno se aleja de los postulados oficiales, no cuesta mucho entender que el mercado tiene numerosas reglas, un lugar en el que se producen las transacciones comerciales, un procedimiento para realizarlas, etc. Todas estas reglas han sido creadas por el ser humano y por las autoridades competentes y responden a decisiones públicas que pueden ser autoritarias o democráticas. De hecho, cada uno de los mercados que existen en el mundo es distinto porque responde a decisiones políticas diferentes.

 

CADA UNO DE LOS MERCADOS QUE EXISTEN EN EL MUNDO ES DISTINTO PORQUE RESPONDE A DECISIONES POLÍTICAS DIFERENTES

 

Cuando se dice que se va a "desregular" el mercado, en realidad, se lo quiere regular en función de otros intereses distintos a los existentes. El mercado siempre está regulado. Las Administraciones Públicas, mediante el salario mínimo, por ejemplo, lo regulan para proteger a los más débiles. Los liberales abogan por una regulación del mercado que no proteja a ningún colectivo frente a otro y en la que cada uno juegue con el poder que tiene. Este es el error del liberalismo: no tiene en cuenta que nacemos con unas reglas del juego trucadas y con agentes económicos que tienen muchísima más influencia y poder, por lo que se acaba imponiendo la ley del más fuerte. 

 

¿Qué les diría a las personas de clase media o media baja desilusionadas con la política y que prefieren tener todo el dinero en sus bolsillos y depender de sus propios ahorros, sin intervención pública?

 

Pues les diría que un autónomo, por muy buena voluntad que tenga, si empieza un negocio y tiene que competir con las multinacionales, que tienen muchos más medios, poder e influencia, va a acabar perdiendo siempre. Y que la solución no es darle más libertad; la solución está precisamente en el control de los abusos de poder de esas grandes empresas, lo que requiere rediseñar las reglas de juego. Lo público, que no tiene por qué ser la política "en minúsculas", es una herramienta que hay que utilizar de la mejor forma posible, sin corrupción, de manera democrática y participativa para disminuir estos efectos perversos. No olvidemos que en el sector privado también hay corrupción y que esta no depende de la naturaleza pública o privada de las instituciones. Lo que hay que hacer es limitar el poder de determinados agentes para que no se produzcan abusos, cambiar las reglas de juego, proteger a los más desfavorecidos y controlar a los más poderosos.

 

Dice que un Estado monetariamente soberano puede crear todo el dinero que haga falta. Pero esta creación de dinero puede terminar generando mucha inflación...

 

Dinero se crea todos los días y, además, por mecanismos no controlados por la soberanía popular, como el dinero bancario. Los bancos privados, al conceder créditos, incrementan la cantidad de dinero que hay en circulación. ¿Y se nos dice que eso no genera inflación y, sin embargo, cuando lo hace un Estado, sí? Se trata de una postura meramente ideológica: nos han ocultado que los bancos crean dinero y nos han dicho que sería muy perjudicial que el Estado lo hiciera. El Estado no está constreñido financieramente para crear todo el dinero que quiera. Eso no quiere decir que crear todo el dinero que se quiera sea bueno. Pero la idea aquí es darle la vuelta al argumento dominante: un Estado puede crear dinero sin que las cosas empeoren y es bueno disponer de esta herramienta cuando haga falta para garantizar la satisfacción de nuestras necesidades.

 

DINERO SE CREA TODOS LOS DÍAS Y, ADEMÁS, POR MECANISMOS NO CONTROLADOS POR LA SOBERANÍA POPULAR, COMO EL DINERO BANCARIO

 

¿La creación de ese dinero bancario está detrás del descomunal incremento de los precios de la vivienda en el pasado?

 

Por supuesto, eso es algo que también se oculta. En realidad, lo que provocó ese incremento de los precios fue la burbuja especulativa: muchos compraban para después vender más caro. Para eso necesitas dinero y el dinero bancario estuvo detrás estimulando esa conducta. Hoy día el dinero es una herramienta secuestrada; en el pasado, las autoridades públicas la utilizaban con mayor o con menor éxito pero, al fin y al cabo, estaba supeditada a decisiones políticas más o menos democráticas. Pero ahora la creación de dinero solo responde a decisiones del sector privado, mientras que la vía para generar dinero desde lo público está constreñida por disposiciones y reglas sobre el déficit público, sobre su financiación, etc. La creación de dinero fue privatizada hace tiempo y cada vez se intenta privatizar más, y esto responde a decisiones ideológicas más que técnicas. Cuando los bancos crean dinero, hacen negocio con él; cuando el Estado lo crea, nadie se lucra. Esta es la diferencia.

 

¿Una salida del euro implicaría un colapso económico al dejarnos con una gigantesca deuda en una moneda fuerte?

 

Evidentemente, salirse de una zona monetaria común de manera no pactada genera muchísimo desequilibrio. Otra cosa es si el impacto negativo se compensa por los beneficios de recuperar tu moneda y dejar de regirte por un proyecto neoliberal como el euro. Pero yo creo que el debate no es si nos salimos del euro o no, porque esta es una sola entre muchas variables. Si nos salimos del euro, aunque podríamos acceder a muchas herramientas para mejorar nuestra situación, teniendo a Rajoy de presidente y aplicando políticas neoliberales como las actuales, podríamos acabar incluso peor, ya que al menos ahora tenemos una moneda fuerte que tiene sus ventajas. El debate está, más bien, en torno a la correlación de fuerzas existentes: qué políticas vamos a aplicar, a quiénes van a beneficiar estas... esto es lo importante. Si tenemos una correlación de fuerzas que nos permita beneficiar a la mayoría, sí tendría sentido salir de la moneda única. Lo ideal sería conseguir dicha correlación dentro de la eurozona, pero se trata de algo que se me antoja más difícil todavía. 

 

SI TENEMOS UNA CORRELACIÓN DE FUERZAS QUE NOS PERMITA BENEFICIAR A LA MAYORÍA, SÍ TENDRÍA SENTIDO SALIR DEL EURO

 

De lo que dice se deduce que una izquierda en un Estado monetariamente soberano se convertiría en una fuerte amenaza para el statu quo...

 

Si una izquierda llegara al poder con soberanía monetaria y pudiera crear el dinero para beneficiar a la mayoría tendría mucho margen fiscal para cambiar los desequilibrios de renta y de riqueza. Sería una de las herramientas más importantes, aunque no la única. No es casualidad que cualquier opinión en este sentido sea atacada con brusquedad para que estas ideas tan peligrosas no prosperen.

 

¿La política monetaria puede ser de izquierdas?

 

Efectivamente. La política monetaria y la política fiscal son dos caras de la misma moneda y tienen que estar controladas por la ciudadanía para que no se cometan los abusos que se producen ahora mismo y que benefician a una minoría. 

 

Hablando de ideas peligrosas, ¿cómo explica que en tan pocas semanas hayan sido publicados dos libros de Juan Ramón Rallo criticando la política monetaria que usted defiende?

No hace falta darle muchas vueltas. Su propio autor ha manifestado haberlos redactado para controlar y frenar una serie de movimientos que considera muy peligrosos. Son peligrosos para los poderosos porque significa poner de manifiesto que existe una herramienta económica para servir a la mayoría social. Entonces se intenta frenar antes de que nazca. 

 

Afirma que podemos generar empleo mediante el trabajo garantizado. Los liberales expresan numerosas críticas a esta medida y, además, los partidarios de la Renta Básica Universal también tienen sus objeciones...

 

Peor que lo que hoy hay, con más de cuatro millones de desempleados, no puede ser. Si pones a buena parte de esa gente a trabajar en actividades que mejoren nuestro bienestar, dicho bienestar aumentará de manera vertiginosa. Al remunerar determinadas actividades que son necesarias para la sociedad, estas dejan de ser voluntarias y pasan a la esfera pública, dignificadas, lo que incrementa el PIB al contabilizar una actividad que antes no se consideraba. La renta básica es otra opción, además, perfectamente compatible con el trabajo garantizado. Creo que debemos aspirar a una renta básica mayoritariamente en especie, es decir, que cada ciudadano solo por el hecho de haber nacido ya tenga derecho a un alojamiento, a una educación, a una sanidad, a una determinada cantidad de alimentos, etc. Y, después, quiere y puede trabajar en una serie de actividades que redunden en el bienestar de todos, que pueda hacerlo. El Estado sería el último garante de este tipo de derechos reconocidos. No tiene por qué haber incompatibilidad entre una y otra medida, siempre que se diseñen bien. Es perfectamente factible complementar estas medidas sin que ninguna vea mermadas sus virtudes.  


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