A 50 años del primer delito
POR PABLO DE SANTIS (*)
El Séptimo Círculo. Colección insignia del género policial, fue dirigida por Borges y Bioy Casares entre 1945 y 1956 y marcó el gusto de los lectores por el relato de suspenso al estilo de la tradición en inglés.
Uno de los placeres de recorrer librerías de viejo es encontrar los descalabrados ejemplares de El Séptimo Círculo, la colección que inventaron Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares. Pero con el paso de los años muchos títulos, de tanto alojar criminales entre sus páginas, han aprendido el arte del escondite y la evasión. El regreso de veinte novelas de esta serie es una buena noticia para los lectores.
A La divina comedia debemos el ingenioso nombre de la serie: el séptimo es el círculo de los violentos. Los primeros condenados que Dante encuentra en esta parcela del infierno son los suicidas, los violentos contra sí mismos, personajes del todo inadecuados para definir un género en el que todo suicidio termina por ser desmentido por la sagacidad del detective.
Desde su nacimiento, la colección quedó señalada por el logo de José Bonomi (un caballo de ajedrez), el arte de tapa del mismo artista y las contratapas y noticias sobre los autores, que Borges y Bioy escribían cuando se reunían. Anotemos que la presencia del caballo negro contradice felizmente a Poe, que juzgaba el relato policial más semejante a las damas que al ajedrez. Porque en el ajedrez, según Poe, la atención gobierna sobre la agudeza, y no gana el mejor sino el que menos se distrae; mientras que en el juego de damas, como todo es más simple, el jugador se entrega con toda libertad al ingenio. ¡Pero qué poco atractivo hubiera sido una redonda pieza del juego de damas como emblema de la colección!
Con acento británico y algo más
El Séptimo Círculo nació en 1945 con La bestia debe morir, de Nicholas Blake. Su autor, escondido como tantos otros bajo el manto del seudónimo, era el poeta Cecil Day Lewis, padre del actor Daniel Day Lewis. Es un autor que cuenta con muchos títulos dentro de la colección, pero ninguno de sus libros alcanzó el éxito de La bestia debe morir . No es una novela tradicional de enigma, ya que sabemos, desde el primer instante, quién va a ser el asesino. El cine rescató varias veces esta historia; hay inclusive una versión argentina, con Narciso Ibáñez Menta y Guillermo Battaglia. Como tantos otros autores, Cecil Day Lewis separaba su obra ''literaria'' de sus novelas policiales; pero sus poemas cayeron en el olvido y La bestia debe morir se sigue leyendo. Qué injusta es la posteridad con los planes para la posteridad.
Borges y Bioy Casares solían consultar las páginas del Times Literary Supplement para guiarse por el laberinto del género policial en una época en que se publicaban varios títulos cada semana; luego encargaban en una librería las novelas que juzgaban prometedoras.
''Borges me dijo un día que cuando la gente de Emecé se enterara de que el Times Literary Supplement traía una sección con las novedades del género policial, nos echarían a la calle'', recordó el autor de La invención de Morel (Sergio López, Palabra de Bioy , Emecé, 2000). La mayoría de los autores elegidos eran ingleses, representantes de la novela de enigma. Algunos nombres se repiten en el catálogo, como Patrick Quentin, John Dickson Carr (estadounidense, pero que escribe ''a la inglesa''), Nicholas Blake y Anthony Gilbert (seudónimo de una escritora: Lucy Beatrice Malleson). Pero también estuvieron presentes los nombres de algunos escritores duros estadounidenses, como Raymond Chandler, James Cain, Robert Parker o los esposos Ross MacDonald y Margaret Millar. Esto no resulta extraño si se piensa en la afición de Borges por el cine policial estadounidense, tan semejante a su literatura. La fobia de los directores de la colección no era la novela dura, aunque así lo declararan, sino el policial francés. Aún así, incluyeron obras de Guy des Cars, Serge Groussard, Fernand Crommelynck y del prolífico Pierre Véry.
Los libros de El Séptimo Círculo estaban editados con mucho cuidado, sobre todo si se los compara con otras colecciones de la época, como Rastros (que abundaba en autores estadounidenses duros) y la de la editorial Tor, que era el reino de Gastón Leroux, Edgar Wallace, Maurice Leblanc y el misterioso Oscar Montgomery, autor de El asalto de los esqueletos a la mansión de los cadáveres vivientes (juro que la novela se llamaba así, la leí en mi adolescencia) y Espías en Buenos Aires . Las portadas de Tor y Rastros prometían violencia y erotismo; Bonomi, en cambio, ilustraba no las tramas particulares sino el género en sí. Ni Tor ni Rastros presentaban datos sobre los autores.
La colección incluye títulos que coquetean con la literatura fantástica, como El maestro del juicio final , de Leo Perutz, o las novelas del misterioso y olvidado Michael Burt, como El caso de las trompetas celestiales o El caso del jesuita risueño . Muchos policiales comienzan con un asunto inexplicable, que al cabo tiene una solución racional; las de Burt presentan un misterio que parece racional, y se revela inexplicable. También está en el catálogo la breve y perfecta El tercer hombre, de Graham Greene, y la inconclusa obra de Dickens, El misterio de Edwin Drood . Escribe Chesterton en el prólogo: ''La única novela que Dickens no terminó es la única que necesitaba un final''.
Adornos tipográficos
Su rol como editores daba lugar a curiosas confusiones. Comenta Bioy en su diario: ''Con Borges hemos perdido la esperanza de explicar nuestro trabajo como editores en Emecé; unos creen que somos los dueños de Emecé; otros se refieren a esas novelitas que ustedes traducen (frase en que traducen no significa hacer traducir). En cuanto a la confusión de editoriales con imprentas, es universal''.
Se ocuparon de los primeros 139 títulos. Luego la selección quedó en manos del editor Carlos V. Frías. Tanto Bioy en su Borges , como el mismo Borges en una entrevista magistral del periodista mexicano Enrique Lobet Jr., cuentan que dejaron de leer para la serie al notar que habían dejado de pagarles. Mejor dicho, se apartaron cuando les señalaron que habían dejado de pagarles, como invitación al abandono. Más allá de estos problemas con la editorial (nada demasiado grave, ya que los dos siguieron publicando en Emecé durante toda su vida), lo cierto es que ese trabajo ya hubiera sido una tarea imposible para Borges, cuya vista empeoró radicalmente a mediados de los años 50. De todos modos los nombres de los dos escritores continuaron en cada ejemplar de la colección. ''Lo conservan como adorno tipográfico'', decía Borges.
Los nombres de Borges y Bioy Casares son marcas tan fuertes que se supone que los libros elegidos por Frías son de menor valor. Sin embargo, en la etapa de Frías se publicaron también obras extraordinarias, como La especialidad de la casa , colección de cuentos de Stanley Ellin o Sólo monstruos , una de las mejores novelas policiales de todos los tiempos, de la escritora canadiense Margaret Millar. A la etapa de Frías pertenecen también las dos extrañísimas novelas de Kyril Bonfiglioli, cuyo narrador es un marchand amoral y sibarita.
Entre los pocos libros escritos en español hay dos clásicos: Los que aman odian (n° 31), de Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo, y El estruendo de las rosas (n° 48), de Manuel Peyrou. Enrique Amorim (uruguayo radicado en Buenos Aires) publicó El asesino desvelado (nº14). Eduardo Morera, Alejandro Ruiz Guiñazú (hermano de Magdalena) y Roger Pla firmaron con seudónimo (Max Duplan, Alexander Rice Guiness y Roger Ivness, respectivamente), lo que revela la desconfianza que todavía provocaba el policial. En El Séptimo Círculo se publicó también la novela más conocida de María Angélica Bosco, La muerte baja en el ascensor (nº 123) que ganó el premio Emecé en 1954. Hace poco fue rescatada por Ricardo Piglia para su Serie del Recienvenido (FCE).
De vez en cuando algún original argentino llegaba a las oficinas de la editorial, pero el caso más curioso es el de un corresponsal anónimo que propuso narrar un crimen real, supuestamente cometido en 1946. Borges y Bioy pensaron que se trataba de una broma, pero la carta es tan larga y está tan llena de detalles (Bioy la transcribe en su Borges ) que sale del terreno del humor para entrar en el de la psicosis. La novela, a la que hacía falta ''limar un poco'', se llamaba Crimen profiláctico y contaba lo siguiente: ''La muerte del señor C., jefe del taller metalúrgico de cierta dependencia semi-estatal en ese entonces, y que fue para todos una simple defunción natural producida por la fiebre tifoidea lo que fue exacto se debió a que yo infesté los dos panecillos de miel del desayuno del señor C., en su oficina, mediante una simple inyección de 3 cúbicos de gelatina con cultivo de bacilos del tifus''.
Para probar que su historia era cierta, el confeso asesino les pedía a Borges y a Bioy que fueran a investigar los archivos del hospital Muñiz. Así comprobarían que el 7 de abril de 1946 se había producido una muerte que coincidía con los detalles del relato. Parece que el asunto no prosperó, porque Crimen profiláctico no figura entre los 366 títulos de la colección.
En el catálogo hubo algunas ausencias notables, como Agatha Christie, sólo presente en el volumen colectivo El almirante flotante . Esta novela es una de las curiosidades de la colección: en los años 30 varios integrantes del Detection Club de Londres, que agrupaba a autores de policiales, se propusieron escribir un capítulo cada uno, a manera de un cadáver exquisito. Ese libro siempre fue una figurita difícil de la colección; sin embargo, fue reeditado por Emecé (Grandes Maestros del Suspenso, 1982), Bruguera (Club del Misterio, 1983) y hace un par de años por Akal en una nueva traducción.
Otra ausencia notable es la de Chesterton (aunque también presente en un capítulo de El almirante flotante ). Como es famosa la devoción de Borges por Chesterton, podemos conjeturar que se trató de una cuestión de derechos. Borges pudo desquitarse al publicar una antología del irlandés, La cruz azul y otros cuentos , en su Biblioteca Personal. Aunque no deja de haber una especie de maldición: en su prólogo a La cruz azul Borges juzga a ''Los tres jinetes del Apocalipsis'' el mejor relato del volumen. Pero quizás a causa de una distracción del editor, o de un conjuro celta, ese cuento no aparece en el libro. Buen tema para un relato fantástico.
Borges y Bioy se ocuparon de los primeros 139 números de El Séptimo Círculo; en el año 56 se apartaron de la colección, que quedó en manos del editor Carlos V. Frías. La colección siguió hasta los años 80. El último título fue Los intimidadores , de Donald Hamilton, el número 366. Ya por ese entonces se había perdido todo cuidado en la edición, y algunos libros aparecían publicados sin un mínimo trabajo de corrección. Pero las tiradas seguían siendo enormes para las moderadas expectativas actuales. Tomo el primer libro que tengo a mano, Pregunta por mí, mañana , de Margaret Millar, publicado en 1979, y encuentro que la tirada es de 14.000 ejemplares. Ojalá todos los períodos de decadencia fueran así.
El diariero llama dos veces
Los libros elegidos para la Colección El Séptimo Círculo en Clarín reflejan muy bien la primera etapa y también el eclecticismo de la serie. Algunas novelas pertenecen a autores clásicos del género, como Nicholas Blake, Patrick Quentin o John Dickson Carr. Hay una novela extrañísima, La larga búsqueda del señor Lamousset , del olvidado Lynn Brock. No hay crimen: es más bien una fantasía de la conducta al modo del Bartleby de Melville. Hay un autor que bien podría haber registrado la angustia en la oficina de patentes: Cornell Woolrich (William Irish). En los años 40 y 50 Woolrich era uno de los favoritos de los lectores argentinos, y el director Carlos Hugo Christensen supo filmar con vigor y delicadeza algunos de sus relatos.
El quinto libro de esta serie, Laura , es de una gran autora, Vera Caspary, que siempre estuvo menos interesada en los asesinatos misteriosos que en el alma de sus criaturas. Hay dos autores que luego Borges arrancaría de lo policial para incorporarlos a los libros de tapas negras de su Biblioteca Personal: Hugh Walpole y Eden Phillpotts. Hay un Chejov, inmortal, y otros olvidados aún en su país de origen: R. C. Woodthorpe y Richard Hull. La colección también incluye dos novelas de James Cain, que dieron lugar a célebres películas: El cartero llama dos veces y Pacto de sangre .
En los años 70 Jorge B. Rivera y Jorge Lafforgue, grandes especialistas del policial, se ocuparon de consultar a los directores de la colección y al ilustrador para saber cuáles eran sus novelas favoritas. Esta lista de preferencias aparece en Asesinos de papel (Colihue, 1996), fascinante libro sobre los avatares del género. La encuesta dio este resultado: Borges: El señor Byculla, de Erik Linklater; El señor Digweed y el señor Lamb y Los Rojos Redmayne, de Eden Phillpotts; La torre y la muerte, de Michael Innes; La piedra lunar yLa dama de blanco de Wilkie Collins; La bestia debe morir, de Nicholas Blake; El hombre hueco, de John Dickson Carr y Extraña confesión, de Anton Chejov. Bioy Casares: La torre y la muerte de Michael Innes. (Decía Bioy: ''Luego supimos que Innes muy probablemente se hallara entonces en Buenos Aires, pues trabajaba en el servicio secreto británico y por aquellos años lo habían destinado a esta ciudad''). En sus Memorias(Tusquets, 1994), Bioy agrega novelas de su preferencia: Mi propio asesino de Richard Hull y La larga búsqueda del señor Lamousset de Lynn Broke. José Bonomi: Los anteojos negros de John Dickson Carr. La mayoría de estas preferencias aparecen entre los veinte títulos ahora reeditados.
Hablar de novelas policiales es recordar cuántas veces los amigos nos han recomendado tal o cual libro. Esto es especialmente apropiado para esta colección, que no es sólo un viaje por el género: es también la historia de una amistad.
(*) Pablo De Santis es autor de El enigma de París y Crímenes y jardines, entre otros.