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''Ora pro nobis''

Fútbol, mística e identidad nacional en el Uruguay moderno

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Cuando en el mes de Octubre del 2005 la selección uruguaya de fútbol acudió en pleno, liderada por su director técnico, al santuario de la Virgen de Lourdes para pedir ayuda en el partido que disputaría contra Australia por un lugar en la Copa del Mundo de Alemania, la noticia causó dentro del país una pequeña conmoción. Justo es reconocer que también fuera de fronteras el hecho tuvo un cierto destaque.

Por Adriana Marrero (*) y Ricardo Piñeyrúa (**)


El ''Ora pro nobis''
Cuando en el mes de Octubre del 2005 la selección uruguaya de fútbol acudió en pleno, liderada por su director técnico, al santuario de la Virgen de Lourdes para pedir ayuda en el partido que disputaría contra Australia por un lugar en la Copa del Mundo de Alemania, la noticia causó dentro del país una pequeña conmoción. Justo es reconocer que también fuera de fronteras el hecho tuvo un cierto destaque.

La Deutshe Welle, por ejemplo, recogió en sus titulares la curiosa forma de preparación a la que se sometían los jugadores profesionales uruguayos: ''Uruguay pide apoyo divino contra Australia. La selección uruguaya de fútbol le rezó a la Virgen de Lourdes'', tituló. Pero lo que desde fuera pudo haberse visto como una manifestación más de un cierto folclor de la América católica, causó en los uruguayos no poco escozor. Y no faltaban razones. No se trataba sólo de la evidente desproporción y la inadecuación de los medios respecto de los fines. Sobre todo, la peregrinación parecía expresar una silenciosa y desesperada confesión de impotencia deportiva que pocos estaban dispuestos a asumir sin más.

Pero entre los no pocos argumentos que tejieron el desordenado y efímero debate que siguió a la noticia, hubo uno que se destacó sobre los demás: el argumento de la laicidad. ¿Cómo era posible que en un país que había reafirmado su voluntad de laicidad y de ajenidad oficial con los asuntos religiosos, la propia selección nacional de fútbol, violara tan caro principio expresando públicamente sus preferencias religiosas, tomando partido por un culto en detrimento de otros, ofendiendo así, posiblemente a agnósticos y a otros creyentes, ateos incluidos? ¿No era este, acaso, un estado sin religión? Los uruguayos, hijos, nietos y bisnietos de quienes hace ya más de un siglo conformaron la vanguardia en una prolongada y exitosa lucha por sustraer el ámbito de lo público a la incidencia de la religión, estaban asistiendo ahora, con sentimientos que iban del vivo entusiasmo al rechazo visceral, pasando por la cauta expectación, a la invocación a fuerzas divinas para asegurar el éxito de su selección nacional. ¿Qué había sido de la idea de que no era la fe católica lo que nos definía como comunidad, ni era ese el dosel que nos cobijaba? ¿Qué había sido de los espacios públicos vacíos de religión? ¿Dónde estaba la voluntad de pertenencia a una asociación laica y plural, que hasta hace nada parecía definir el ''ser nacional''?

A pesar de su evidente incongruencia, esta pregunta tocó una de las más profundas fibras del ser uruguayo, y este argumento no dejó indiferente a casi nadie. Desde el punto de vista estrictamente lógico, era un razonamiento que no se sostenía: por un lado, el estado uruguayo se separó de la Iglesia Católica hace ya cien años, y ha permanecido sin religión desde entonces; pero la Asociación Uruguaya de Fútbol no es un ente estatal, ni la selección uruguaya de fútbol es estatal, ni sus jugadores son funcionarios estatales. Por otro, aunque el estado uruguayo insista en declarar su laicidad, la enorme mayoría de la población sostiene una difusa adhesión al catolicismo, y a pesar de que se trate de unas creencias escasamente practicadas y muy frecuentemente se encuentren solapadas con otros ritos y tradiciones religiosas, las demostraciones de fe pocas veces son rechazadas como un último recurso ante situaciones verdaderamente desesperadas.

Sin embargo, desde el punto de vista emocional, a niveles más profundos, o simplemente, menos manifiestos, ese sencillo acto de devoción venía a formular nuevas preguntas sobre el orden simbólico que había servido de amalgama a esta curiosa construcción que ha sido la nacionalidad uruguaya desde fines del XIX hasta acá.

La prolongada y siempre inconclusa tarea de construcción y afirmación de una nacionalidad ''oriental'' por parte del estado uruguayo había terminado por fundir y al fin por confundir a la institución estatal y sus atributos con todas las creaciones simbólicas a las que había dado vida para consolidarse y justificar, así, su propia existencia. La interpretación heroica de la historia nacional, y la generación de una idea de nación ''uruguaya'' a despecho de las circunstancias concretas que llevaron a la creación del Uruguay como país independiente, son dos aspectos íntimamente relacionados. Ambos son en parte el resultado de una tarea intencional y consciente de construcción de una narrativa mítica llevada a cabo desde la historiografía oficial, con el fin de amalgamar y dotar de sentido comunitario a un proceso histórico breve, zigzagueante, confuso y atravesado de múltiples intereses el cual, desde la perspectiva integracionista del proyecto de Artigas -héroe trágico por excelencia y mito fundante de la nacionalidad oriental- había resultado mal.

Diversos elementos de diversos tipos tomaron cuerpo en esta construcción principalmente llevada a cabo desde el estado, de una idea sobre lo que es ser ''uruguayo'' u ''oriental'': una cierta idea de nación forjada a través de una laboriosa reconstrucción y resignificación de hechos históricos; la invención de ciertas cualidades más o menos imaginadas, más o menos realistas para la descripción de una forma de ser ''originaria'' que cristaliza y se convierte en sino; la búsqueda de otros ''doseles'' simbólicos bajo los cuales re-fundar unos sentimientos de comunidad perdidos por la ruptura de los lazos de origen de las múltiples oleadas de inmigrantes que formaron la población uruguaya. De modos complejos y en grados variables, el fútbol, tácitamente erigido en deporte nacional, se encuentra anclado en cada uno de ellos, y es un elemento más -aunque no un elemento cualquiera- de los pocos que suelen tomar en cuenta las distintas narrativas que tienen, a la nación uruguaya, como objeto de reflexión.


Magia, mito y realidad en una problemática identidad
Si bien hay acuerdo en que el proceso de modernización del estado uruguayo comienza a conformarse en las últimas décadas del siglo XIX, con la creación del Registro Civil, la consolidación de la propiedad de la tierra, y la conformación de un sistema público de educación gratuito y obligatorio extendido en todo el territorio nacional, es en las primeras décadas del siglo XX cuando este proceso termina de consolidarse y de adquirir sus características propias.

Bajo la influencia de las políticas de bienestar impulsadas por José Batlle y Ordóñez -Presidente de la República en los períodos 1903-1907 y 1911-1915- el estado uruguayo y el país sufren importantes transformaciones a nivel político, económico, social y cultural. En lo político, se procesa la pacificación del país y su reunificación como consecuencia de la derrota de los movimientos insurgentes liderados por caudillos rurales, lo que termina por instaurar una hegemonía urbana que es todavía característica. En lo económico y en alianza con sectores urbanos ligados con la industria, se diseñan medidas de impulso y protección a la producción. El puerto de Montevideo, inaugurado en 1909, se convierte en la puerta de salida de la exportación y en puerta de entrada de nuevas y diversas olas de inmigrantes, principalmente europeos. En lo social, se establece un nuevo vínculo entre Estado y sociedad, por el cual aquel se convierte en proveedor y en garante del bienestar de la población. Se elabora una legislación claramente dirigida a la protección del trabajador y al fomento de la formación de sindicatos, lo que se plasmó entre otras medidas, en la jornada de ocho horas, la prohibición del trabajo nocturno, el descanso semanal, la obligatoriedad de incluir asientos en los lugares de trabajo destinados a las trabajadoras, e indemnizaciones por accidentes de trabajo. Una consecuencia importante de esta política fue la atracción y rápida integración de amplios contingentes de trabajadores inmigrantes, principalmente europeos, que encontraban en el país condiciones de trabajo hasta entonces desconocidas. Para 1910 los extranjeros representaban cerca del 17% de la población total. En lo cultural, se procesa la separación de la Iglesia y el Estado, y la instauración de una matriz secular que, de la mano de una educación pública laica, gratuita y obligatoria, contribuye a la rápida integración de inmigrantes venidos de muy distintas tradiciones religiosas y culturales. La impugnación de la religión institucionalizada como factor de integración y unidad nacional, y su retiro del escenario de la vida pública, genera las condiciones para la aparición de otro universo simbólico compuesto por nuevos elementos aglutinantes y constituyentes de una todavía amorfa ''identidad nacional''. El fútbol sería uno de esos elementos; el escenario deportivo, el espacio público de exhibición, encuentro, debate y reflexión.

En los hechos, el surgimiento de los primeros clubes de fútbol se remonta a la última década del siglo XIX. En 1891 los trabajadores ingleses de la compañía de ferrocarril -también inglesa- fundan el Central Uruguay Railway Cricket Club (CURCC) con los distintivos colores amarillo y negro de las señales ferroviarias. En el CURCC, que luego se convertirá en el Club Atlético Peñarol, confluyen no sólo ingleses, sino también alemanes y uruguayos. El ''Club Nacional de Football'', que tomó para sí los colores de la bandera de Artigas -mítica figura fundadora de la nacionalidad- se conforma poco después, en 1899, como modo de afirmar el carácter ''nacional'' -y si se quiere nacionalista- del equipo, en oposición a los contingentes de inmigrantes recientemente incorporados y de extracción más popular.

De la mano del estado de bienestar surgen las condiciones para la expansión del fútbol como un deporte de masas. En efecto, entre los múltiples elementos que pueden explicar la rápida y exitosa difusión del fútbol en las primeras décadas del siglo XX uruguayo, se encuentran varios que están directamente relacionados con el estado benefactor de la época: la expansión de una economía que proporcionaba buenas condiciones de trabajo en el sector industrial y de servicios; una abundante población inmigrante, mayoritariamente masculina, integrada al trabajo y a la trama social; una legislación social y laboral que aseguraba no sólo unos ingresos salariales que proporcionaban una cierta holgura que permitía el gasto superfluo, sino también una disponibilidad de tiempo que podía ser dedicada al ocio y al consumo de espectáculos; y por último, una sociedad autoproclamada laica y secular, que ya no veía en los domingos o feriados, días que debían ser consagrados a los ritos religiosos y a la contemplación.

Una vez aparecidos los primeros clubes, no tardaron en organizarse diferentes tipos de torneos, que en una ciudad de pequeñas dimensiones sin mayores atracciones, encontraron un rápido eco popular. Dejando de lado los oficios religiosos, no había habido hasta la aparición del fútbol ningún espacio o evento social que lograra convocar adeptos pertenecientes a todos los estratos sociales, y en particular, a las amplias clases populares. Nacido de los propios inmigrantes ingleses trabajadores del ferrocarril, el fútbol se vio además favorecido por el interés de las empresas de transporte por incrementar el volumen de ventas de boletos y por compensar la menor utilización de los servicios en los días no laborables. Son estos factores los que permiten explicar las razones por las cuales, en este período, el fútbol conoce en Uruguay un crecimiento más acelerado que en Argentina y mucho mayor que en Brasil.

La expansión y el éxito del fútbol uruguayo fue de la mano con el crecimiento económico durante la primera mitad del siglo. En el campo deportivo, Uruguay se convierte en campeón olímpico de fútbol en 1924 y en 1928. Con esos antecedentes, se hace cargo de la organización del primer Campeonato Mundial de Fútbol que tendría lugar en 1930. Mientras Estados Unidos y gran parte del mundo sufrían los efectos de la peor crisis económica hasta entonces desde la caída de la Bolsa de Valores en octubre de 1929, la pequeña nación del Plata invertía 740.000 pesos de la época en la construcción del principal escenario donde se desarrollaría el evento -el Estadio Centenario- lo cual hizo, además, en un tiempo récord: ocho meses de trabajo.

Aunque todos los países europeos estaban invitados a disputar el torneo, sólo cuatro selecciones se presentaron a jugar el primer campeonato mundial, y llegó a hablarse del ''boicot'' europeo. La final de la nueva Copa del Mundo, al igual que en 1928, fue jugada por dos equipos sudamericanos: Argentina y Uruguay.

El 18 de Julio de 1930, justo un siglo después de que se jurara la primera Constitución del estado uruguayo, la población celebra junto con su centenario como república constitucional, la obtención de la primera Copa del Mundo por parte de su selección nacional de fútbol. De acá en más, a los ojos de los uruguayos la suerte de la selección de fútbol, de la nación y del estado quedarían indisolublemente unidas conformando a nivel simbólico una poderosa conjunción que gravitaría para siempre en las representaciones colectivas sobre un destino común, dentro del país y de cara al mundo. La reducida escala del campeonato -que reunió a 13 seleccionados, sólo cuatro europeos Francia, Yugoslavia, Rumania y Bélgica- no fue suficiente para opacar, a los ojos uruguayos, la secreta certeza de la posesión de un destino singular. Lo pequeño, no sólo es hermoso; también puede ser campeón mundial de fútbol.

Comprensiblemente, en Uruguay se piensa poco, y se habla menos, de los dos campeonatos subsiguientes, obtenidos ambos por Italia. Después del largo paréntesis de la segunda guerra mundial, la vuelta de los campeonatos mundiales de fútbol tiene de nuevo a Sudamérica como su escenario y a Uruguay como su campeón.

Sin haber padecido los efectos devastadores de la guerra y favorecido -como el resto del subcontinente- por una inserción internacional beneficiosa como proveedor de productos de origen agropecuario, el país tiene entonces una posición económica envidiable: tiene el mayor producto bruto per-cápita de toda Latinoamérica, y su caso se examina, en la literatura especializada junto al de Argentina, Australia y Nueva Zelanda.

Desde el punto de vista futbolístico, Uruguay vive el período anterior al Mundial del año 1950 al talante de su bienestar económico. Los clubes se sostienen por aportes de los miembros, por los altos ingresos que son el resultado de la masiva venta de entradas, por los convenios con el Estado que se materializan en la construcción de estadios, gimnasios, y vestuarios, y por incentivos estatales directos que se confunden, muchas veces, con el simple clientelismo. Mientras tanto, las elites políticas y las dirigencias de los clubes se interrelacionan, y con frecuencia, coinciden, al punto que desde entonces es bien perceptible la relación de la dirigencia de Peñarol con la del Partido Colorado, y la del Club Nacional de Fútbol con la del Partido Nacional. Tras el amateurismo oficial del fútbol de entonces, se ocultaba a medias el otorgamiento de empleos públicos a los jugadores más exitosos o a quienes se quería favorecer. Esta relación entre el poder político y el fútbol será una constante a lo largo de la historia nacional.

En este contexto, el triunfo uruguayo en la final del campeonato mundial de fútbol de 1950 en el estadio de Maracaná en Río de Janeiro contra Brasil, sólo parcialmente podía ser visto como una sorpresa. Por un lado, las naciones sudamericanas, que no estaban sufriendo un proceso de reconstrucción postbélica, tenían una moral elevada y unos equipos intactos. Por otro, sí había lugar para la sorpresa considerando qué seleccionados disputaron esa final: Brasil, dueño de casa, 45 veces mayor en tamaño y amplio favorito, y Uruguay, primer campeón del mundo, pero al fin y al cabo un país pequeño de algo más de 2 millones de habitantes.

Sin embargo, y contra todo pronóstico previo, ante el equivalente a casi el diez por ciento de la población uruguaya de entonces -200.000 espectadores en el enorme estadio de Maracaná- la selección uruguaya derrotó, por 2 tantos contra 1 a la selección brasileña. Las imágenes televisadas de entonces muestran, junto con el llanto de alegría y los abrazos de los jugadores uruguayos, el estupor de un estadio enmudecido ante la evidencia de una derrota inimaginada. La deslucida y expeditiva ceremonia de entrega de la copa Jules Rimet, que por segunda vez recibía Uruguay, terminaba por expresar la frustración de una fiesta que no pudo ser: los diarios brasileños habían sido impresos el día anterior con grandes titulares celebrando al campeón que no fue, y los jugadores brasileños habían recibido ya, como presente, un reloj de oro con una inscripción que ya no podía ser: ''para los campeones del mundo''. A partir de entonces, la selección brasileña abandonó su camiseta blanca para siempre.

Es imposible sobreestimar el impacto que el ''Maracanazo'' ha tenido en el proceso de construcción de la identidad uruguaya. Para algunos, fue solo el justo resultado de un partido bien jugado; para otros, la expresión futbolística de una economía en expansión; para los menos, una bendición; para muchos, una maldición bajo cuyo influjo vivimos desde entonces. Lo cierto es que para el Uruguay del 50 todo parecía posible, y todas las metáforas parecían quedar cortas para un país que parecía estar destinado a contrariar con sus logros, la estrechez de sus fronteras. En concordancia con una historia futbolística que había vivido el país sólo veinte años antes, el hito de Maracaná, parecía confirmar uno de los mitos fundantes más poderosos sobre los que se construyó la nación oriental: la inconmensurabilidad entre los medios y los logros; la desproporción entre la pequeñez del origen y la grandeza del destino. Porque más que lo que ocurrió de hecho en el estadio brasileño aquel día de 1950 cuando la superioridad futbolística del equipo uruguayo se plasmó en un gol más que el que marcó su contendor, fue la interpretación ''heroica'' y si se quiere ''mágica'' de esta lucha simbólica que fue designada como ''gesta'', la que convierte a Maracaná, en el hito que es hoy.

Si a partir del 30 podía dudarse sobre el papel monopólico de la iconografía patriótica estatal como expresión de una única religión laica en el espacio público, desde Maracaná las dudas ya no eran más posibles: lo religioso, que como consecuencia de la secularización había migrado hacia un estado todopoderoso, paternalista y providencial y hacia su simbología, migra de nuevo, colonizando esta vez lo futbolístico, como locus de reafirmación comunitaria y de aprovisionamiento de sentido vital individual y colectivo. En virtud de la interpretación carismática y mágica, en suma, heroica, del resultado de Maracaná, y de su difusión y aceptación como parte de un sentido común naturalizado, el éxito deportivo, en particular futbolístico, tuvo desde entonces dificultades para presentarse como resultado de estrategias racionalizadas de profesionalización y desempeño. Más aún, el peso de los aspectos ''mágicos'' de la interpretación del fenómeno deportivo y de sus resultados, se incrementará en el futuro, a medida que, como resultado de la crisis económica y del ocaso del estado de bienestar, se incremente la brecha entre la formación física, deportiva y táctica sistemática de los jugadores profesionales en el mundo desarrollado, y la confianza en las habilidades innatas de unos ''elegidos'' que, después de haber sido ''descubiertos'' sólo deben estar dispuestos a sudar la camiseta y hacer valer la también mítica ''garra charrúa''. La idea de un ''destino'' colectivo, y la confianza en las cualidades heroicas de individuos excepcionales son todavía hoy dos elementos centrales de esta forma de interpretación ''carismática'' del éxito deportivo en Uruguay.


(*) Doctora en sociología. Uruguay
(**) Profesor de Educación Física, periodista. Uruguay


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