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Cuarta nota

Negros bozales y negros criollos

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Por Daniel Vidart (*)

La trata de negros no se nutrió indiscriminadamente con los representantes de todos los pueblos melanoafricanos. Ya lo expresé anteriormete pero lo repito.

 Ni los dinka nilóticos ni los merina malgaches ni los bedja etiópicos, amén de los pigmeos congoleses y los hotentotes y bosquimanos de Kalahari, entre muchos más, estuvieron presentes en el Río de la Plata o en otros lugares de las Américas negras (la antillana, la norteamericana, la atlántica, la de la franja litoral del Pacífico que va desde Panamá al Perú).

La trata se ensañó con los pueblos africanos costeros, cercanos a los puertos del Atlántico o del Indico, dado que tenían una gran densidad demótica. No hubo larguísimas travesías desde el interior a la costa, como cuenta la leyenda. La “cacería” y apresamiento de esclavos tuvo lugar en las cercanías de los puertos de San Luis y Gores (Senegal), Boni y Nueva Calabar (Guinea), Elmira, Cabinda, Loango y Benguela (Angola), situados en el Atlántico. Lo mismo sucedió con los residentes relativamente próximos a Capetown, Sofala, Quiloa e Ile de France (Reunión), por el lado del Océano Indico.

Es en estos lugares donde debe fijarse la atención de los investigadores para discernir cuando se trataba de negros sudaneses, guineanos, congoleses o sudafricanos, cuyos caracteres físicos y culturales han de ser previamente establecidos para que la confusión etnica no entre con ellos en las bodegas en los buques negreros.

Se evitará así entreverar a los sudaneses con los guineanos, como tan frecuentemente sucede, y a los congoleses con los sudafricanos, lo cual tambien a veces sucede.. También es necesario remontar, a partir de los nombres tribales o comarcales deformados en América, hasta las fuentes africanas. En el caso uruguayo, si bien están claramente identificados los negros minas (sudaneses), mandingas (guineo-sudaneses islamizados), congos, benguelas, angolas y mozambiques (localizados en el área de las lenguas y culturas bantús), existe un largo catálogo de nombres que deben ser purgados de su grafía imprecisa y, de paso, ubicados en el cuadro somático y cultural respectivo, dado que no se sabe si correspondían a denominaciones tribales, comarcales o locales o si eran producto de una errónea escritura derivada, a su vez, de una incorrecta dicción –o audición– del originario nombre africano.

En estas condiciones figura una larga lista de misteriosas naciones, tribus o comunidades, según los registros consignados en los viejos padrones montevideanos: auzas, barras, bertoches, bolos, camundas, casanches, folas, ganguelas, guisamas, luboras, magises, manguetas, macholos, malembos, mungolos, muremas, muzumbis, quizambes, rebotas, ubolos, etc. Los ganguelas y los manguetas quizá provengan de una deformación de benguelas, pero esta hipótesis no pasa de ser una entre muchas: para restituir las cosas a sus centros y los nombres a sus cabales denotaciones debe investigarse a fondo, tanto en el hogar africano como en las residencias americanas de aquellos desventurados prójimos. Por otro lado no debemos olvidar que la mitad de los esclavos llegados a Buenos Aires y Montevideo provenían del Brasil, lo cual entenebrece aún más el brumoso panorama de su primitivo origen.

El negro esclavo es una pieza, una cabeza. No es un hombre sino un animal. Dentro del área hispánica, negro significó esclavo lisa y llanamente. Entre los ingleses se distinguía entre black, hombre de piel oscura, y nigger, esclavo. Lo mismo sucede con el nomenclator de los franceses: noir designa el color y nègre la condición servil. Este negro cuando recién desembarca en los puertos de América es un bozal. Bozal proviene de bozo, derivado latino de bucca, boca. El negro bozal es quien todavía habla su lengua-materna.

El gramático español Covarrubias dice que bocal significa “negro que no habla otra lengua que la suya”. Cuando aprende español o portugués el bozal se latiniza: es decir, se convierte en ladino. Otros lingüistas opinan que bozal deriva del nombre de la traba de cuero que se aplica en el hocico de ciertos animales para que no muerdan. Un animal con bozal es de naturaleza bravía y agresiva; igualmente el negro bozal tampoco está domesticado y conserva un resto de su albedrío, de su arisca personalidad reacia a la servidumbre.

El negro bozal, pues, es un bicho peligroso al que se debe domesticar cuanto antes.

Las posteriores connotaciones de estos motes fueron también peyorativas. El bozal, por extensión, es un individuo tonto, grosero, ignorante; ladino, por su parte, también equivale a pícaro, taimado, pillo en definitiva, según lo establece el lingüista Nicolás León. Los hijos de africanos esclavos nacidos en América fueron llamados criollos, según cuenta el mestizo Garcilaso de la Vega, afincado por ese entonces, y ya definitivamente, en España: “Es nombre que inventaron los negros y así lo muestra la obra. Quiere dezir entre ellos negro nascido en Indias; inventaronlo para diferenciar los que van de acá, nascidos en Guinea...” (Comentarios Reales de los Incas, primera parte, libro IX, cap. V). Con el paso del tiempo los españoles indianos, que así se denominaban los hijos de los peninsulares nacidos en América, se transformarán en criollos. Rellollo, otra denominación que usaban los negros antillanos, tuvo por aquí, que yo sepa, poca o ninguna difusión. El rellollo es el hijo de padres criollos o, sencillamente, el descendiente de afroamericanos nacido en el Nuevo Mundo.

Los españoles, por su lado, denominaban “naciones” a los negros traídos desde el África; los había así de nación congo, de nación mandinga, de nación angola, de nación benguela, etc. Finalmente, cuando el negro, harto de malos tratos y trabajos agobiantes, huía campo afuera y monte adentro, al igual que a los ganados se denominaba cimarrón: caballos y negros cimarrones eran por aquellos siglos oscuros la misma cosa.

El negro gana algo de humanidad cuando se le manumite. Al liberto se le denomina moreno, voz proveniente de moro, el bérber norafricano de piel atezada. De idéntico modo el mulato( derivado de mula, descendiente del cruzamiento del asno con la yegua o caballo con burra) se convierte en pardo, voz proveniente del griego pardós, color castaño grisáceo, cuando se incorpora, aunque imperfectamente, a la vida civil, dado que las leyes recortarán, de modo expreso, sus derechos ciudadanos.

Como negro significa esclavo y el término mulato designa al hijo de negra y blanco, mula humana en definitiva, como ya se vió, los términos moreno y pardo son menos denigrantes que aquellos.

Pardos y morenos fueron reclutados para formar las vanguardias de los ejércitos de la independencia y de las guerras intestinas. Serán carne de cañón, alineada en las primeras filas: la libertad y la muerte van de la mano cuando el inicial servilismo es convertido en fuerza de combate. “¿Los antiguos colonos de España les habrán concedido la libertad a sus esclavos sólo para quitarles la vida?”, se pregunta espantado el francés Alfred Demersay en 1860, al recordar la ley del 12 de diciembre de 1842, aprobada a tambor batiente cuando las tropas de Oribe se acercaban a Montevideo.

Pero dicha historia, con ser apasionante a fuer de desdeñada y sumergida, debe quedar por ahora fuera de estos apuntes. Todo cuanto he callado acerca de la vida social y familiar así como de las manifestaciones religiosas y artísticas de los negros criollos (y rellollos) en los siglos XVIII, XIX y XX proporcionaría materia para posteriores investigaciones, por cierto bastante diferentes a las hasta ahora emprendidas por los descendientes blancos de los antiguos amos.

De todos modos cuanto se ha expresado en este ensayo propone una impostergable faena propedéutica destinada al fregado y barrido de un tema hasta hoy confinado en los dominios del folklore. Las comunidades afouruguayas que habitan en nuestra patria, este solar histórico que a todos por igual nos pertenece y compromete, debe ser seriamente, sistemáticamente estudiadas por antropólogos, soci´plogos e historiadores, como ya , felizmente, se ha comenzado, al margen de la sensiblería afectiva del mea culpa o el espíritu revanchista del “poder negro”, actitudes que por igual impiden el abordaje correcto de un importante ingrediente de nuestra identidad nacional.

Interesa por cierto el estudio de los rasgos somáticos de los afroamericanos descendientes de sudaneses, guineanos y congoleses, una difícil tarea reservada a la antropología física, que mejor convendría denominar biológica.

Pero tienen aún mayor relevancia los capítulos que atañen a la antropología cultural: géneros, formas y estilos de vida; concepciones del mundo y del trasmundo, es decir, la dialéctica profano-sagrado; escalas de valores familiares –tan intensos y ejemplares– y sociales –tan descuidados cuando no desconocidos–; y finalmente, para acortar el listado, las normas estéticas, éticas y eidéticas vigentes en las “naciones” del pasado y las comunidades actuales, ya las residentes en Montevideo, ya las asentadas en el interior del país.

También habrá que tener en cuenta las modalidades del mestizaje, las vicisitudes de la aculturación –donde confluyen los procesos de trasculturación y deculturación– y las expresiones del racismo latente o manifiesto que, simétricamente, se disemina entre los portadores leucodermos y los portadores melanodermos de ese persistente síndrome etnocéntrico, consustancial a toda comunidad humana que no haya racionalizado –y en consecuencia destruído– los resabios del prejuicio racial y la desconfianza personal y social hacia el Otro. Esto se confirma por los nombres que a sí mismos se otorgan los pueblos, y no solo los africanos. Se denominan, en sus respetivas lenguas, hombres verdaderos.

Es imposible detallar el extensísimmo nomenclator que quienes al considerase como los verdaderos humanos autocalifican también como los mejores, los más inteligentes, los mas avisados, los mas capaces de los pueblos. El Otro es el bárbaro, el tapuya, el aino, el gringo, el ruso, el sudaca, el chicano, el caipira, el maketo, y sigue la retahíla despectiva.

Finalmente, conviene establecer con firmeza que la denuncia de la explotación económica y la minusvalía social que, desde su desembarco forzado en el Nuevo Mundo, aquejó a los melanoafricanos y sus descendientes, debe constituir el común denominador de toda posible indagación sistemática: la ciencia sin conciencia no puede caber en la humanitaria república del espíritu.

En suma, el conocimiento científico de la vertiente física y la vertiente cultural de las comunidades afrouruguayas existentes en nuestro país aparece como el inmediato objetivo de una empresa reservada a un vivero de investigadores que, fundamentalmente (y ojalá que sin fundamentalismos), habrá de surgir del cogollo auténtico de la negritud propiamente dicha. Y así ha de ser porque los negros descendientes de esclavos, nuestros compatriotas, nuestros conciudadanos, con dolor y con amor, con sudor y con lágrimas, han edificado, mano a mano con los indios del ayer y los descendientes de los colonizadores e inmigrantes, la casa nacional de nuestro pueblo.

 

 


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