Entrevista a Umberto Eco
Y así le puse nombre a la rosa
Hace 25 años, Umberto Eco publicó ''El nombre de la rosa'', libro apasionante y erudito que recorre, a modo de novela policial, los problemas filosóficos centrales de la Edad Media.
Por Antonio Gnoli (*)
En esta charla, responde preguntas frecuentes: ¿cómo explicar
la popularidad de una obra con profusos, intraducidos párrafos en latín?,
por ejemplo. Además, cuenta algunos secretos del libro y muestra los
dibujos que bocetaron y dieron forma y nombre al fenómeno de esa rosa.
Hace veinticinco años, pocos habrían imaginado que una novela
cargada de ironía y de doctrina, sorprendente en su amplitud y erudición,
a mitad de camino entre lo teológico y lo policial, se convertiría
en lo que todo escritor espera que suceda pero no confiaría ni siquiera
a su mamá: el sueño de 15 millones de ejemplares.
El nombre de la rosa fue eso. Pero también otra cosa, agregaría.
Tratemos de imaginar al autor. Un señor de cincuenta años que
un buen día decide dedicarse a la narrativa y lo hace de la manera más
arriesgada. ¿Qué lector tendrá la voluntad penitencial
de leer una crónica medieval novelada, salpicada sí de delitos
e intrigas, pero también llena de difíciles citas en latín
y controversias teológicas? Tiene que estar un poco loco este semiólogo,
de cierta fama internacional, para ambientar su historia en la primera mitad
del siglo XIV y elegir como lugar de la acción una abadía aislada,
atrincherada en las pendientes de una montaña del norte de Italia.
Cuando no enseña en la universidad, cuando no toca la flauta dulce,
o cuando no inventa divertidos juegos de palabras, se encierra en una austera
biblioteca donde compulsa tratados medievales, crónicas de herejes, libros
sobre historias menores y desconocidas. Se ha dado cuenta de que la experiencia
a la que quiere dar cuerpo y alma es más compleja de lo que imaginaba.
Y pensar que todo nació como una broma, un desafío, un pasatiempo,
una parodia. Ahora descubre que para contar no basta con la fantasía,
no basta con su bella tesis sobre Tomás de Aquino. Hacen falta paciencia,
escrúpulo, preparación. Se siente como un atleta que cambia de
especialidad. La empresa le da resultado. Ocho meses después de la publicación
del libro, exactamente el 9 de julio de 1981, El nombre de la rosa, gana el
premio Strega. Es un reconocimiento que consagra un libro que ya vendió
300 mil ejemplares y está a punto de convertirse en un caso mediático
de proporciones monstruosas. Más tarde aprendimos a conocer el talento
narrativo de ese profesor, y la rara capacidad de hacer convivir felizmente
al estudioso y al novelista. No obstante, pasados veinticinco años subsiste
el misterio del hombre que supo darle el nombre justo a la rosa.
Por eso voy a ver a Umberto Eco a su casa milanesa, para comprender la parte
menos visible de su éxito, el trabajo que requirió, las huellas
que dejó. De un lugar poco accesible, en lo alto de la inmensa biblioteca
saca un sobre con los dibujos originales de la novela. Dice: ''En realidad,
una biblioteca estadounidense quiso comprarlos, pero me resistí''.
Eco se baja de la escalera, apoya la carpeta y se dirige a otro lugar de la
biblioteca. La mano toma con firmeza un tomo del Traité des poisons (Tratado
de los venenos). El libro tiene casi dos siglos, edición Crochard, 1815.
''Se lo compré por unos pocos francos a un bouquiniste del Sena;
pensé que encontraría una idea para ambientar los homicidios que
tienen lugar en la abadía''.
Sorpresivamente, abre una habitación cerrada con llave. ''Aquí
están los libros que fui consultando para las sucesivas novelas.''
Tiene todo el aspecto de ser un estudio secreto, un espacio poco iluminado,
pero sugestivo. Sobre la mesa hay un atril con las planchas originales de una
historieta. En las paredes, textos raros: investigaciones sobre Rosacruz, primeras
ediciones de Ulisse Aldrovandi. En el estante de la biblioteca, dentro de un
recipiente cilíndrico de vidrio, flotan, irreconocibles, los testículos
de un perro. Eco sonríe: ''Los menciono en mi última novela''.
Pero es tiempo de volver a la primera.
-¿Qué es lo que no sabemos todavía de El nombre de
la rosa?
-Todos piensan que la novela fue escrita en computadora, o que usé máquina
de escribir. En realidad, la primera versión fue hecha con lapicera.
Pero recuerdo que pasé un año entero sin escribir una sola línea.
Leía, hacía dibujos, diagramas, en suma, inventaba un mundo. Dibujé
cientos de laberintos y plantas de abadías, basándome en otros
dibujos, y en lugares que visitaba.
-¿Por qué esa exigencia visual?
-Era una manera de tomarle confianza al ambiente que estaba imaginando. Por
ejemplo, necesitaba saber cuánto tardaban dos personajes en ir de un
lugar a otro. Y eso definía también la duración de los
diálogos que, por otra parte, no estaba tan seguro de poder lograr.
-Entiendo los lugares, pero ¿por qué dibujar también
a los monjes de la abadía?
-Necesitaba reconocer a mis personajes, mientras los hacía hablar o actuar,
de lo contrario no habría sabido qué hacerles decir.
-Dos años después de la publicación de la novela, usted
agrega un apéndice con las - Apostillas al nombre de la rosa- , abandonando
así su idea de que una novela camina por su cuenta y el autor debe desinteresarse.
-Podría responder que en ese momento tenía en mente las explicaciones
que Thomas Mann había tratado de dar del Doctor Faustus. Pero la verdad
es que habían surgido muchos debates alrededor de la novela. Y en mi
apostilla, si se lee con atención, se verá que mis consideraciones
son externas al libro.
-A veces da la sensación de que usted no soporta más la repercusión
que tuvo la novela. ¿Se siente asediado?
-Es fatal sentirse acorralado. Por otro lado, constatar que en torno de
El nombre de la rosa se editaron miles de páginas de crítica,
centenares de ensayos, libros y textos de monografías -la última
me llegó la semana pasada- me hace sentir bastante obligado a pronunciarme
sobre algunas cuestiones de poética. Es legítimo que un autor
declare cómo trabaja, mientras que la crítica interviene respecto
del modo en que se lee un libro.
-¿El hecho, entonces, de que - El nombre de la rosa- sea una obra ''abierta''
depende más de los otros que de usted?
-Depende de la novela y no de lo que digo después. Si bien hago
alusión, como en las apostillas, a lo posmoderno, no hay nada que obligue
a leer el libro de determinada manera.
-Llamaba la atención, en esas páginas de explicación, el
uso reductivo que usted hacía del término ''posmoderno''.
- -El hecho es que ''posmoderno'' es una especie de paraguas que termina
por cubrir todo. Fue inventado en arquitectura y después lo usó
la literatura. En los Estados Unidos tenía un significado diferente del
que encontramos en Francia en los libros de Lyotard. Como ve, es un lío.
Si queremos restringir el significado, y yo citaba a John Barth, es necesario
ir a la Segunda Intempestiva, donde Nietzsche sostiene que estamos tan cargados
de historia que podríamos morirnos a menos que la releamos irónicamente.
-¿Podría decirse que con El nombre de la rosa, usted
realizó una operación moderna irónica sobre un gran fresco
medieval?
-Digamos, como sucede con otras obras, que mi novela puede tener dos o
más niveles de lectura. Si la comienzo diciendo: ''Era una noche oscura
y tormentosa'' el lector ingenuo, que no comprende la referencia a Snoopy, gozará
en un nivel elemental, y la cosa puede terminar ahí. Después está
el lector de segundo nivel que capta la referencia, la cita, el juego y por
lo tanto sabe que se está haciendo, sobre todo, ironía. Llegado
a ese punto, podría agregar un tercer nivel, dado que el mes pasado descubrí
que la frase es el incipit de una novela de Bulwer-Lytton, el autor de los Ultimos
días de Pompeya. Es obvio que también Snoopy estaba probablemente
citando.
-La sutil ironía literaria, hecha de citas, referencias, alusiones
es un homenaje a la inteligencia pura. Pero, ¿no existe el riesgo de
que la elaboración de la página termine teniendo poca narración
y mucha cabeza?
-No son asuntos míos. Yo puedo ocuparme legítimamente de
apostillas, de esta charla, del hecho de que la novela fue escrita en una época
en la que se hablaba mucho de dialogismo intertextual y de Bajtin. Si después
usted señala que de esa manera muy pocos la leerán, yo le respondo:
es cosa del lector, no mía.
-Es una afirmación muy perentoria.
-La verdad es que cuando salió El nombre de la rosa fui sometido a una
auténtica ducha escocesa. ¿Por qué hizo un libro difícil
que nadie entiende? Y yo respondo como el guerrero africano de Hugo Pratt: porque
me gusta. ¿Y entonces por qué hizo un libro popular que todos
quieren leer? Pongámonos de acuerdo, ¿es difícil o popular?
-Paradójicamente es ambas cosas.
-En ese sentido, propondría un planteo interesante: hoy es popular un
libro difícil porque está naciendo una generación de lectores
que quiere que la desafíen.
-Es una explicación sociológica.
-De acuerdo, aunque es mejor que jugar con la idea contradictoria del libro
difícil pero popular.
-A mí me parece una novela que gratifica a las personas. Las hace
sentir más cultas de lo que son.
-No estoy tan seguro. El lector ingenuo que confiesa qué frustración
enorme es no haber comprendido las citas en latín, no se siente en absoluto
gratificado. O deberíamos llegar a la conclusión de que es un
tipo de lector que disfruta sintiéndose estúpido.
-Digamos que advierte un problema y se lo plantea.
-Y ese es un modo diferente de reformular mi hipótesis, o sea que hay
una categoría de lectores que desea una aventura literaria más
exigente. ¿Cómo sobrevivirían, si no, muchos escritores
contemporáneos?
-Tengo la impresión de que usted busca una respuesta a un problema
insondable. ¿Qué decreta el éxito de un libro como - El
nombre de la rosa- ? Reconocerá que en definitiva tiene algo de misterioso.
-Es cierto, yo estoy buscando explicaciones. Pero sólo porque usted
me lo pide. Si de mí dependiera, prescindiría de eso. Lo que sé
y que comprendí es que si El nombre de la rosa hubiera salido diez años
antes, tal vez nadie se habría enterado, y si salía diez años
después, tal vez habría sido igualmente ignorado.
-Hay un ejemplo que tenemos ante nuestros ojos hoy: - El Código
da Vinci- de Dan Brown. ¿Considera que si hubiera salido en otro momento
no habría tenido el mismo éxito?
-Dudo que, de haber salido estando Paulo VI, El Código da Vinci
hubiera interesado a la gente. La explicación del fenómeno que
se generó en torno de una novela policial, en definitiva bastante modesta,
es que remite quizás a la gran teatralización de los hechos religiosos
ocurrida durante el pontificado de Juan Pablo II. En la novela de Dan Brown
hubo una inversión teológica de parte de la gente. Digámoslo
de esta manera: escribió un libro que salió en el momento justo.
-Es precisamente la idea de ''momento justo'' la que tiene algo de insondable.
-Creo en el Zeitgeist, en ese espíritu del tiempo que permite percibir
las cosas y gracias al cual uno recibe incitaciones que se traducen en algo
completo y definido. De lo contrario, no podría explicarme por qué
precisamente en 1978, y no antes, se me ocurrió hacer El nombre de la
rosa. Aunque debo reconocer que ya en tiempos del Gruppo 63 había pensado
en escribir una novela.
-¿Qué forma pensaba darle?
-Imaginaba un colage de obras salgarianas: la tormenta en Mompracem, un diamante
grande como una nuez, las pistolas con la culata llena de arabescos. En suma,
una operación irónica sobre la literatura.
-¿Por qué abandonó la idea?
-Sentía que no era el momento apropiado y debía dejar reposar
la idea.
-En el fondo, hizo una operación análoga algunos años
después con - El nombre de la rosa- . ¿Por qué eligió
ese título?
-Era el último de una lista que incluía entre otros La abadía
del delito, Adso de Melk, etcétera. Todos los que leían la lista
decían que El nombre de la rosa era el mejor.
-Es también el cierre de la novela, la cita latina.
-Que yo inserté para despistar al lector. Pero el lector lo que hizo
fue seguir todos los valores simbólicos de la rosa, que son muchísimos.
-¿Le molesta el exceso de interpretación?
-No, soy de los que piensan que a menudo el libro es más inteligente
que su autor. El lector puede encontrar referencias que el autor no había
pensado. No creo tener derecho a impedir que se saquen ciertas conclusiones.
Pero tengo el derecho de obstaculizar que se saquen otras.
-Explíquelo un poco mejor.
-Los que, por ejemplo, en la ''rosa'' encontraron una referencia al verso de
Shakespeare ''a rose by any other name'', se equivocan. Mi cita significa que
las cosas dejan de existir y quedan solamente las palabras. Shakespeare dice
exactamente lo opuesto: las palabras no cuentan para nada, la rosa sería
una rosa con cualquier nombre.
-La imagen de la rosa termina la novela. Pero el verdadero problema para
un escritor, sobre todo si es debutante, es cómo iniciarla. ¿Con
qué disposición mental, con qué dudas se puso frente a
la primera página?
-En un primer momento la idea era escribir una especie de policial. Después,
me di cuenta de que mis novelas nunca empezaron a partir de un proyecto, sino
de una imagen. Y en la imagen que se me aparecía me recordaba a mí
mismo en la Abadía de Santa Escolástica, frente a un atril enorme
donde leía las Acta Sanctorum y me divertía como loco. De ahí
la idea de imaginar a un benedictino en un monasterio que mientras lee la colección
encuadernada del manifesto muere fulminado.
-Un homenaje irónico a la actualidad.
-Demasiado actual, y entonces pensé que sería mejor retrotraer
todo al medioevo. La idea de que un fraile muriera hojeando un libro envenenado
me parecía eficaz.
-¿Cómo se le ocurrió?
-Pensaba que era una creación de mi fantasía. Después descubrí
que existe ya en las Mil y una noches y que Dumas la había copiado en
el ciclo de los Valois. O sea que es un viejo topos literario. Siendo un narrador
de citas, me divirtió.
-Usted al principio mencionaba el - Tratado sobre los venenos- del catalán
Mateu Orfila. ¿Realmente pensaba que encontraría allí una
respuesta a sus dilemas toxicológicos?
-Fue un intento, pero el libro resultó inservible. Entonces le pedí
ayuda a un amigo mío químico. Le escribí una carta muy
detallada. Después le pedí que la tirara, no sea cosa que cualquier
día alguien que conozco muera por accidente envenenado del mismo modo,
encuentran la carta y me dan treinta años de cárcel.
-En un primer momento usted no tenía intención de darle -
El nombre de la rosa- a Bompiani.
-Era la editorial en la que había trabajado y publicado todos mis
libros. Es evidente que la habrían tomado sin abrirla. Pero en un primer
momento pensé entregársela a Franco Maria Ricci. Pensaba en una
tirada de mil ejemplares en una encuadernación fina.
-¿Y en cambio?
-Corrió el rumor de que Eco había escrito una novela. Primero
me llamó por teléfono Giulio Einaudi, después, me parece,
Paolini de Mondadori. La tomaban sin discutir. A esa altura ya daba lo mismo
que la publicara con mi editor.
-En Francia la novela salió en Grasset, después de haber
sido rechazada por Seuil. ¿A qué se debió el rechazo?
-Seuil había publicado Opera aperta. Fran©ois Wahl, que era
el director editorial, me pidió el manuscrito. Debió pensar que
no soy precisamente un desconocido. El hecho es que recibí una carta
en la que me escribía: ''Estimado Umberto, la novela es interesante,
pero la ballena es demasiado grande para hacerla caminar''. Grasset tomó
el libro y con Wahl seguimos siendo amigos.
-Para ser una novela de nicho no está mal. - El nombre de la rosa-
se publicó en 35 países. ¿Qué sensación le
da saberse consagrado a nivel internacional?
-Más que la fama, que de todas maneras no hace mal, mi gratifican
las cartas de los lectores. Y desde ese punto de vista, Estados Unidos fue una
verdadera sorpresa. Me escribían no solamente de San Francisco o Nueva
York sino del Midwest. Uno escribió diciendo que el solo hecho de haber
nombrado a Eckhart, el gran místico, le traía a la memoria un
antepasado suyo europeo con el mismo nombre. Para muchos de ellos, era una manera
de conocer sus propios orígenes.
-Es gracioso. Sale con la idea de hacer una novela de mil ejemplares y
llega a vender millones. Pero el éxito puso a la crítica en su
contra.
-Se llegó al punto cómico en que un crítico que había
reseñado el libro enseguida y a favor, posteriormente tomó distancia.
-Usted salía de la experiencia del vanguardista Gruppo 63. No creo
que los integrantes recibieran muy bien su novela. Sanguineti dijo que su sonrisa
franciscana le recordaba la sonrisa de la acción católica.
-Si es por eso, también Manganelli expresó reservas similares
sobre la novela. A propósito de la sonrisa, recuerdo que en esa época
yo decía que antes de morir quería escribir un libro fundamental
de estética de la risa que intentaría de todas las maneras posibles
no publicar. Así después de mi muerte se harían muchas
tesis de graduación sobre ese libro fantasma.
-¿Lo que volveremos a encontrar en la novela es la idea del capítulo
desaparecido de la - Poética- de Aristóteles?
-De alguna manera.
-Volvamos a la crítica. No lo veo afectado por el distanciamiento
del Gruppo 63.
-Mi opinión es que si no hubiera existido el Gruppo 63 yo no habría
escrito El nombre de la rosa. Y si de todos modos hubiera escrito una novela,
la habría escrito probablemente como Carlo Cassola. O, si me iba bien,
como el primer Calvino. Al Gruppo 63 le debo la propensión a la aventura
otra, al gusto por las citas y al colage. Con una diferencia: ellos eran minimalistas.
Mientras que yo he tratado de impulsar la literatura a una dimensión
maximalista. Nos unía, en todo caso, el mismo gusto.
-Con ''maximalismo'' ¿se refiere a su propensión al gusto
por la deformación paródica?
-¿Qué es, por ejemplo, Diario mínimo si no un juego
literario de pastiches y deformaciones? Forma parte de mi clave, no sabría
hacer otras cosas. Nunca habría podido escribir El molino del Po. Me
siento más cómodo con Palazzeschi que con Bacchelli. Siempre he
sido un escritor paródico.
-Tal vez por eso la crítica nunca lo quiso. ¿Qué fiabilidad
tiene un crítico? Se lo pregunto porque en el fondo usted también,
en cierto modo, es de la partida.
-No soy un crítico. Analizo libros para poner a prueba teorías
literarias, no para decir si son buenos o malos. No es que la crítica
no me haya querido nunca, hay reseñas y ensayos que me han dado muchísimo
placer. Pero es que sobre mí he leído de todo. Y mire que soy
lo bastante equilibrado como para escandalizarme también por una reseña
que es positiva por las razones equivocadas.
-¿Cómo reacciona a una crítica negativa?
-No me hago ningún drama. Cuando me doy cuenta de que se puede decir
lo contrario de todo, entonces llego a la conclusión de que la crítica
es una simple reacción de gusto.
-¿Cómo hace, siendo un intelectual que ama las reglas y la
claridad, para tener una gran curiosidad por lo deforme, lo monstruoso, lo irracional?
-Me viene a la mente la comedia de Govi Colpi di timone. Haciendo girar
el timón se zigzaguea. Zigzaguear es viajar contra el viento: un poco
hacia un lado otro poco hacia el otro. Considero que la poética del zigzagueo
forma parte de mi actividad intelectual. Puedo escribir un ensayo sobre Tomás
de Aquino y acto seguido una parodia sobre el mismo tema. Justamente como girar
el timón. Zigzagueo para no tomarme demasiado en serio lo que hago. Dicho
esto, ¿le haría una pregunta así a Rabelais? Le preguntaría:
''¿Por qué te gusta lo deforme?'' El respondería: ''Porque
soy Rabelais''. Mientras que al pobre Tasso nadie le haría semejante
pregunta.
-Se nace escritor teniendo dentro cierta idea del mundo. Usted escribió
cinco novelas. El nombre de la rosa vendió en Italia 5 millones
de ejemplares; El péndulo de Foucault, 2 millones, después
un millón y medio las otras dos; por último, 500 mil ejemplares
con La misteriosa llama de la Reina Loana . Que su mayor éxito
haya sido la novela inicial, ¿qué le hace pensar?
-Hay autores afortunados que alcanzan el pico de ventas al final de su
vida y autores desgraciados que lo alcanzan al comienzo. Cuando se vende tanto
al comienzo, después por más que escriba La Divina Comedia nunca
más se alcanzan esas cifras.
-¿Considera como una especie de condena el hecho de que, haga lo
que haga, se volverá siempre indefectiblemente a El nombre de la
rosa?
-Lo es sin ninguna duda. Pero también es una ley de la sociología
del gusto, o mejor dicho, de la sociología de la fama. Si uno se hace
famoso por haber matado a Billy de Kid, cualquier cosa que haga después
-desde llegar a ser presidente de Estados Unidos, hasta descubrir la penicilina-
a los ojos de la gente seguirá siendo siempre ''el que mató a
Billy de Kid''.
(*) Periodista de La Repubblica. Italia.