EN LA CRISIS DE LA HISTORIA
La Cultura del odio
Sobre la revolución y la reacción silenciosa de nuestro tiempo. Las razones del caos ultramoderno. Sobre la colonización del lenguaje y de cómo el poder tradicional reacciona contra el progreso de la historia usando herramientas anacrónicas de repetición.
Por Jorge Majfud(*)
La pedagogía antigua se sintetizaba en la frase ''la letra con la sangre
entra''. Este era el soporte ideológico que permitía al maestro
golpear con una regla las nalgas o las manos de los malos estudiantes. Cuando
el mal estudiante lograba memorizar y repetir lo que el maestro quería,
cesaba el castigo y comenzaba el premio. Luego el mal estudiante, convertido
en un ''hombre de bien'', se dedicaba a dar clases repitiendo los mismos métodos.
No es casualidad que el célebre estadista y pedagogo, F. Sarmiento, declarara
que ''un niño no es más que un animal que se educa y dociliza.''
De hecho, no hace otra cosa quien pretende domesticar un animal cualquiera.
''Enseñar'' a un perro no significa otra cosa que ''hacerlo obediente''
a la voluntad de su amo, de humanizarlo. Lo cual es una forma de degeneración
canina, como lo es la frecuente deshumanización de un hombre en perro
-remito al teatro de Osvaldo Dragún.
No muy distinta es la lógica social. Quien tiene el poder es quien
define qué significa una palabra o la otra. En ello va implícita
una obediencia social. En este sentido, hay palabras claves que han sido colonizadas
en nuestra cultura, tales como democracia, libertad, justicia, patriota,
desarrollo, civilización, barbarie, etc. Si observamos la definición
de cada una de las palabras que deriva desde el mismo poder -el amo-, veremos
que sólo por la fuerza de un ''aprendizaje violento'', colonizador y
monopólico, se puede aplicar a un caso concreto y no al otro, a una apariencia
y no a la otra, a una bandera y no a la otra -y casi siempre con la fuerza de
la obviedad. No es otra lógica la que domina los discursos y los titulares
de los diarios en el mundo entero. Incluso el perdedor, quien recibe el estigma
semiótico, debe usar este lenguaje, estas herramientas ideológicas
para defender una posición (tímidamente) diferente a la oficial,
a la establecida.
La revolución y la reacción
Lo que vivimos en nuestro tiempo es una profunda crisis que naturalmente deriva
de un cambio radical de sistemas -estructurales y mentales-: de un sistema de
obediencias representativas por otro de democracia progresiva.
No es casualidad que esta reacción actual contra la desobediencia
de los pueblos tome las formas de renacimiento del autoritarismo religioso,
tanto en Oriente como en Occidente. Aquí podríamos decir, como
Pi i Margall en 1853, que ''la revolución es la paz y la reacción
la guerra''. La diferencia en nuestro tiempo radica en que tanto la revolución
como la reacción son invisibles; están camuflados con el caos
de los acontecimientos, de los discursos mesiánicos y apocalípticos,
en antiguos códigos de lectura heredados de la Era Moderna.
La gran estrategia de la reacción
Ahora, ¿cómo se sostiene esta reacción contra la democratización
radical, que es la revolución invisible y tal vez inevitable? Podríamos
continuar observando que una forma de atentar contra esta democratización
es secuestrando la misma idea de ''democracia'' por parte de la misma reacción.
Pero ahora mencionemos sólo algunos síntomas que son menos abstractos.
En el centro del ''mundo desarrollado'', las cadenas de televisión y
de radio más importantes repiten hasta el cansancio la idea de que ''estamos
en guerra'' y que ''debemos enfrentar a un enemigo que quiere destruirnos''.
El mal deseo de grupos minoritarios -en crecimiento- es incuestionable; el objetivo,
nuestra destrucción, es infinitamente improbable; a no ser por la ayuda
de una autotraición, que consiste en copiar todos los defectos del enemigo
que se pretende combatir. No por casualidad, el mismo discurso se repite entre
los pueblos musulmanes -sin entrar a considerar una variedad mucho mayor que
esta simple dicotomía, producto de otra creación típica
de los poderes en pugna: la creación de falsos dilemas.
En la última guerra que hemos presenciado, regada como siempre de abundante
sangre inocente, se repitió el viejo modelo que se repite cada día
y sin tregua en tantos rincones del mundo. Un coronel, en una frontera imprecisa,
declaraba a un canal del Mundo Civilizado, de forma dramática: ''es en
este camino donde se decide el futuro de la humanidad; es aquí donde
se está desarrollando el 'choque de las civilizaciones'''. Durante
todo ese día, como todos los días anteriores y los subsiguientes,
las palabras y las ideas que se repetían una y otra vez eran: enemigo,
guerra, peligro inminente, civilización y barbarie, etc. Poner en
duda esto sería como negar la Sagrada Trinidad ante la Inquisición
o, peor, cuestionar las virtudes del dinero ante Calvino, el elegido de Dios.
Porque basta que un fanático llame a otro fanático de ''bárbaro''
o ''infiel'' para que todos se pongan de acuerdo en que hay que matarlo. El
resultado final es que rara vez muere uno de estos bárbaros si no es
por elección propia; los suprimidos por virtud de las guerras santas
son, en su mayoría, inocentes que nunca eligen morir. Como en tiempos
de Herodes, se procura eliminar la amenaza de un individuo asesinando a toda
su generación -sin que se logre el objetivo, claro.
No hay opción: ''es necesario triunfar en esta guerra''. Pero resulta
que de esta guerra no saldrán vencedores sino vencidos: los pueblos que
no comercian con la carne humana. Lo más curioso es que ''de este lado''
quienes están a favor de todas las guerras posibles son los más
radicales cristianos, cuando fue precisamente Cristo quien se opuso, de palabra
y con el ejemplo, a todas las formas de violencia, aún cuando pudo aplastar
con el solo movimiento de una mano a todo el Imperio Romano -el centro de la
civilización de entornes- y sus torturadores. Si los ''líderes
religiosos'' de hoy en día tuviesen una minúscula parte del poder
infinito de Jesús, las invertirían todas en ganar las guerras
que todavía tienen pendientes. Claro que si vastas sectas cristianas,
en un acto histórico de bendecir y justificar la acumulación insaciable
de oro, han logrado pasar un ejército de camellos por el ojo de una misma
aguja, ¿qué no harían con el difícil precepto de
ofrecer la otra mejilla? No sólo no se ofrece la otra mejilla -lo cual
es humano, aunque no sea cristiano-, sino que además se promueven todas
las formas más avanzadas de la violencia sobre pueblos lejanos en nombre
del Derecho, la Justicia, la Paz y la Libertad -y de los valores cristianos.
Y aunque entre ellos no existe el alivio privado de la confesión católica,
la practican frecuentemente después de algún que otro bombardeo
sobre decenas de inocentes: ''lo sentimos tanto ''
En otro programa de televisión, un informe mostraba fanáticos
musulmanes sermoneando a las multitudes, llamando a combatir al enemigo
occidental. Los periodistas preguntaban a profesores y analistas ''cómo
se forma un fanático musulmán?'' A lo que cada especialista trataba
de dar una respuesta recurriendo a la maldad de estos terribles personajes
y otros argumentos metafísicos que, si bien son inútiles para
explicar racionalmente algo, en cambio son muy útiles para retroalimentar
el miedo y el espíritu de combate de sus fieles espectadores. No se les
pasa por la mente siquiera pensar en lo más obvio: un fanático
musulmán se forma igual que se forma un fanático cristiano, o
un fanático judío: creyéndose los poseedores absolutos
de la verdad, de la mejor moral, del derecho y, ante todo, de ser los ejecutores
de la voluntad de Dios -violencia mediante. Para probarlo bastaría con
echar un vistazo a la historia de los varios holocaustos que ha promovido la
humanidad en su corta historia: ninguno de ellos ha carecido de Nobles Propósitos;
casi todos fueron acometidos con el orgullo de ser hijos privilegiados de Dios.
Si uno es un verdadero creyente debe comenzar por no dudar del texto sagrado
que fundamenta su doctrina o religión. Esto, que parece lógico,
se convierte en trágico cuando una minoría le exige al resto del
pueblo la misma actitud de obediencia ciega, usurpando el lugar de Dios en representación
de Dios. Se opera así una transferencia de la fe en los textos sagrados
a los textos políticos. El ministro del Rey se convierte en Primer
Ministro y el Rey deja de gobernar. En la mayoría de los medios de comunicación
no se nos exige que pensemos; se nos exige que creamos. Es
la dinámica de la publicidad que forma consumidores de discursos basados
en el sentido de la obviedad y la simplificación. Todo está
organizado para convencernos de algo o para ratificar nuestra fe en un grupo,
en un sistema, en un partido. Todo bajo el disfraz de la diversidad y la tolerancia,
de la discusión y el debate, donde normalmente se invita a un gris representante
de la posición contraria para humillarlo o burlarse de él. El
periodista comprometido, como el político, es un pastor que
se dirige a un público acostumbrado a escuchar sermones incuestionables,
opiniones teológicas como si fuesen la misma palabra de Dios.
Estas observaciones son sólo para principiar, porque seríamos
tan ingenuos como aquellos si no entrásemos en la ecuación los
intereses materiales de los poderosos que -al menos hasta ahora- han
decidido siempre, con su dedo pulgar, el destino de las masas inocentes. Lo
que se prueba sólo con observar que los cientos y miles de víctimas
inocentes, aparte de alguna disculpa por los errores cometidos, nunca son el
centro de análisis de las guerras y del estado permanente de tensión
psicológica, ideológica y espiritual. (Dicho aparte, creo que
sería necesario ampliar una investigación científica sobre
el ritmo cardíaco de los espectadores antes y después de presenciar
una hora de estos programas ''informativos'' -o como se quiera llamar, considerando
que, en realidad, lo más informativo de estos programas son
los anuncios publicitarios; los informativos en sí mismo son propaganda,
desde el momento que en reproducen el lenguaje colonizado.)
El diálogo se ha cortado y las posiciones se han alejado, envenenadas
por el odio que destilan los grandes medios de comunicación, instrumentos
del poder tradicional. ''Ellos son la encarnación del Mal''; ''Nuestros
valores son superiores y por lo tanto tenemos derecho a exterminarlos''. ''La
humanidad depende de nuestro éxito''. Etcétera. Para que el éxito
sea posible antes debemos asegurarnos la obediencia de nuestros conciudadanos.
Pero quedaría por preguntarse si es realmente el ''éxito de la
guerra'' el objetivo principal o un simple medio siempre prorrogable para mantener
la obediencia del pueblo propio, el que amenazaba con independizarse
y entenderse de una forma novedosa con los otros. Para todo esto, la propaganda,
que es propagación del odio, es imprescindible. Los beneficiados
son una minoría; la mayoría simplemente obedece con pasión
y fanatismo: es la cultura del odio que nos enferma cada día.
Pero la cultura del odio no es el origen metafísico del Mal, sino apenas
el instrumento de otros intereses. Porque si el odio es un sentimiento que se
puede democratizar, en cambio los intereses han sido hasta ahora propiedad de
una elite. Hasta que la Humanidad entienda que el bien del otro no es mi
perjuicio sino todo lo contrario: si el otro no odia, si el otro no es
mi oprimido, también yo me beneficiaré de su sociedad. Pero vaya
uno a explicarle esto al opresor o al oprimido; rápidamente lograrán
ponerse de acuerdo para retroalimentar ese círculo perverso que nos impide
evolucionar como Humanidad.
La humanidad resistirá, como siempre resistió a los cambios
más importantes de la historia. No resistirán millones de inocentes,
para los cuales los beneficios del progreso de la historia no llegarán
nunca. Para ellos está reservado la misma historia de siempre: el dolor,
la tortura y la muerte anónima que pudo evitarse, al menos en parte,
si la cultura del odio hubiese sido reemplazada antes por la comprensión
que un día será inevitable: el otro no es necesariamente un enemigo
que debo exterminar envenenando a mis propios hermanos; el beneficio del otro
será, también, mi beneficio propio.
Este principio fue la conciencia de Jesús, conciencia que luego fue corrompida
por siglos de fanatismo religioso, lo más anticristiano que podía
imaginarse de los Evangelios. Y lo mismo podríamos decir de otras religiones.
En 1866 Juan Montalvo dejó testimonio de su propia amargura: ''Los pueblos
más civilizados, aquellos cuya inteligencia se ha encumbrado hasta el
mismo cielo y cuyas prácticas caminan a un paso con la moral, no renuncian
a la guerra: sus pechos están ardiendo siempre, su corazón celoso
salta con ímpetus de exterminación'' Y luego: ''La paz de Europa
no es la paz de Jesucristo, no: la paz de Europa es la paz de Francia e Inglaterra,
la desconfianza, el temor recíproco, la amenaza; la una tiene ejércitos
para sojuzgar el mundo, y sólo así cree en la paz; la otra se
dilata por los mares, se apodera de todos los estrechos, domina las fortalezas
más importantes de la tierra, y sólo así cree en paz.''
Salidas del laberinto
Si el conocimiento -o la ignorancia- se demuestra hablando, la sabiduría
es el estado superior donde un hombre o una mujer aprenden a escuchar. Como
bien recomendó Eduardo Galeano a los poderosos del mundo, el trabajo
de un gobernante debería ser escuchar más y hablar menos. Aunque
sea una recomendación retórica -en el entendido que es inútil
aconsejar a quienes no escuchan- no deja de ser un principio irrefutable para
cualquier demócrata mínimo. Pero los discursos oficiales y de
los medios de comunicación, formados para formar soldados, sólo
están ocupados en disciplinar según sus reglas. Su lucha
es la consolidación de significados ideológicos en un lenguaje
colonizado y divorciado de la realidad cotidiana de cada hablante: su lenguaje
es terriblemente creador de una realidad terrible, casi siempre en abuso de
paradojas y oxímorones -como puede ser el mismo nombre de ''medios de
comunicación''. Es el síntoma autista de nuestras sociedades
que día a día se hunden en la cultura del odio. Es información
y es deformación.
En muchos ensayos anteriores, he partido y llegado siempre a dos presupuestos
que parecen contradictorios. El primero: no es verdad que la historia nunca
se repite; siempre se repite; lo que no se repiten son las apariencias.
El segundo precepto, con al menos cuatrocientos años de antigüedad:
la historia progresa. Es decir, la humanidad aprende de su experiencia
pasada y en este proceso se supera a sí misma. Ambas realidades humanas
han luchado desde siempre. Si la raza humana fuese más memoriosa y menos
hipócrita, si tuviera más conciencia de su importancia y más
rebeldía ante su falsa impotencia, si en lugar de aceptar la fatalidad
artificial del Clash of Civilizations reconociera la urgencia de un
Dialogue of Cultures, esta lucha no regaría los campos de cadáveres
y los pueblos de odio. El proceso histórico, desde sus raíces
económicas, está determinado y no puede ser contradictorio con
los intereses de la humanidad. Sólo falta saber cuándo y cómo.
Si lo acompañamos con la nueva conciencia que exige la posteridad, no
sólo adelantaremos un proceso tal vez inevitable; sobre todo evitaremos
más dolor y el reguero de sangre y muerte que ha teñido el mundo
de rojo-odio en esta crisis mayor de la historia.
Jorge Majfud. The University of Georgia, agosto, 2006
(*) Escritor uruguayo (1969). Graduado arquitecto de la Universidad de
la República del Uruguay, fue profesor de diseño y matemáticas
en distintas instituciones de su país y en el exterior. En el 2003 abandonó
sus profesiones anteriores para dedicarse exclusivamente a la escritura y a
la investigación. En la actualidad ensaña Literatura Latinoamericana
en The University of Georgia, Estados Unidos.