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5.5.25

Homenaje. Una nueva mirada

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Por Rafael Ramos (*)

Parecía imposible que nadie hubiera reparado antes en esas cuestiones, pero había que ser un genio para hacerlo, un genio difícilmente repetible.

Hace un año los medios de comunicación pasaron revista a algunos de los méritos y distinciones que recibió Francisco Rico a lo largo de su vida: miembro de la Real Academia Española, de la Accademia dei Lincei, de la British Academy, de la Academia das Ciências de Lisboa, de la Académie des Inscriptions et Belles-Lettres...; Premio Internacional Menéndez Pelayo, Premio Provincia de Valladolid, Premio Nacional de Investigación Menéndez Pidal, Premio Internacional de Ensayo Caballero Bonald, Premio Internacional Alfonso Reyes...; doctor honoris causa por las universidades de Burdeos, Nápoles, Valladolid, Bolonia... A todas luces, un currículum abrumador. Pero, más allá de todas esas etiquetas académicas, Echevarría y Martínez me piden que intente explicar brevemente en qué consistió el trabajo de Francisco Rico, por qué era tan importante y por qué era el más grande de los investigadores sobre literatura que había en España. Solo se me ocurre una manera de hacerlo, y es diciendo que siempre aspiró a ver más allá de lo que parecía más evidente y más establecido. Su amplia formación, no solo en la literatura española, sino también en la medieval y humanística, en toda la románica y en las nuevas corrientes críticas que se desarrollaron en Europa y América, unida al juicioso inconformismo que siempre lo caracterizó, le facilitaron contemplarlo todo desde una perspectiva mucho más amplia que el resto de los estudiosos. Eso le permitió acercarse a los textos de una manera completamente nueva, libre de convenciones y sobre todo de apriorismos. Gracias a eso se detuvo en algunas particularidades que hasta el momento no se habían tenido en cuenta, que estaban allí desde el primer momento sin que nadie hubiera reparado en ellas, pero que de pronto se convertían en el elemento clave para situarlas en su justo contexto y entenderlas de verdad. Me limitaré a señalar un par de ejemplos.

El Lazarillo comenzaba con una motivación muy clara: "Vuestra Merced escribe se le escriba y relate el caso muy por extenso". Hoy parece increíble que nadie antes de Rico se hubiera preguntado cuál era ese caso sobre el que alguien había preguntado, pero las cosas eran así hasta que él encontró la explicación casi en las últimas líneas: "Hasta el día de hoy nunca nadie nos oyó sobre el caso...". Quedaba claro ahora que Lázaro de Tormes informaba a un desconocido interlocutor sobre los rumores que corrían por Toledo acerca de las supuestas relaciones entre su esposa y el arcipreste de San Salvador, y que toda la azarosa biografía del protagonista se había desgranado ante nuestros ojos precisamente para explicar este hecho. El lector ya sacaría sus propias conclusiones sobre el motivo. Pero, tirando de ese hilo, Rico también ponía de manifiesto que la obra adoptaba la forma de una epístola familiar, un género muy cultivado a mediados del siglo xvi, y sobre todo que bajo ese disfraz latía el germen de toda la novela moderna: un relato que parecía verdad en todos sus detalles pero que el lector identificaba palmariamente como una mentira. Porque, ¿quién en esa época iba a admitir que su padre era un ladrón, que su madre se amancebó con un esclavo negro o que le daba igual si su esposa era la barragana de un clérigo mientras él obtuviera algún beneficio? Las dos primeras cuestiones, explicitadas al principio del relato, resultaban tan escandalosas que a lo largo de las páginas siguientes los lectores escudriñarían lo que seguía con cien ojos. ¿Tenía algún sentido que alguien se presentara de una manera tan vergonzosa? ¿Qué podría justificarlo? ¿Lo que estaban leyendo era verdad o era mentira? Solo al final, al descubrir que todo estaba dirigido a explicar el obsceno caso de ese adulterio consentido, se confirmaba que era una ficción.

Sabemos ahora que "un lugar de la Mancha" no es lo mismo que 'un sitio de la Mancha', sino que lugar es un tipo muy concreto de población

Las primeras líneas del Quijote también reclamaban una lectura nueva. Sabemos ahora que "un lugar de la Mancha" no es lo mismo que 'un sitio de la Mancha', sino que lugar es un tipo muy concreto de población, mayor que una aldea pero más pequeña que una villa, y que "no quiero acordarme" no significa otra cosa que 'ahora mismo no me acuerdo', sin ningún tipo de animadversión. Otra vez, creíamos entender lo que leíamos, pero Rico nos demostró que no era así, y que cada pasaje, cada aventura, remitía a todo un universo literario que solo ahora empezábamos a vislumbrar. Y esa otra mirada, renovadora, la aplicó a obras y géneros de todas las épocas. El mester de clerecía cobraba nuevos matices en el contexto de la poesía latina de los siglos xii y xiii, que es la que lo había visto nacer y la que sus primeros autores tomaron como punto de referencia. La falsa autobiografía del Libro de buen amor solo cobraba pleno sentido al contemplarla en la estela de Ovidio y sus imitadores medievales, y sus presupuestos intelectuales se enmarcaban en un debate filosófico hasta el momento desatendido. El desvelo de don Juan Manuel por la transmisión de sus escritos no era sino el eco que de esa misma idea se había manifestado en las universidades europeas de la época. La poesía del siglo xv se debía abordar desde una infinidad de matices, que iban de la lírica tradicional o la escuela gallego portuguesa a la progresiva infiltración del petrarquismo, que a la postre acabaría con ella. La novela picaresca se planteaba como un género nuevo a partir de la utilización de la primera persona y de la solidaridad del discurso narrativo con esa perspectiva. Así, hasta llegar a sus trabajos sobre autores contemporáneos como Larra, Valle-Inclán, Camilo José Cela, Jaime Gil de Biedma, Juan Benet... Nada de lo que aparecía en los viejos manuales o que se daba por supuesto tenía ya validez. Había que cuestionar y poner en su debido lugar cada afirmación, cada idea heredada, para aquilatar su vigencia o, cuando menos, para plantearse un interrogante. Y es lo que hizo durante toda su vida.

Esa atención a todo lo nuevo que se podía extraer del texto pronto le llevó a interesarse por el texto mismo: por la fiabilidad de los testimonios que lo transmitían, habitualmente plagados de errores y lecturas que no eran las originales de los autores. Era necesario saber qué escribieron realmente Juan Ruiz, Fernando de Rojas, Cervantes, Lope de Vega o el desconocido autor del Lazarillo antes de lanzarse a hablar de ellos. Para eso, de la mano de su amigo Alberto Blecua impulsó los estudios sobre crítica textual, disciplina desarrollada en toda Europa a lo largo del siglo XX pero prácticamente ignorada hasta entonces en España. Nacieron así sus siempre nuevas ediciones del Lazarillo de Tormes, de El caballero de Olmedo o de El desdén, con el desdén. Solo él pudo observar que para entender realmente el título de esta última obra (y, de paso, toda la intencionalidad de la misma) había que añadirle esa coma elíptica, de manera que resultara evidente la ausencia de un verbo sobreentendido: "El desdén se vence con el desdén". Una simple coma, pero que venía a barrer tres siglos de estudios mal planteados. Un tiempo después esa pasión dio paso a su interés por la bibliografía textual, a los problemas específicos que planteaba la transmisión de las obras difundidas por la imprenta antigua. De esa nueva faceta dan fe las ediciones por él dirigidas del Quijote y de la Celestina, en las que por primera vez se presentaba un texto crítico basado en los más modernos criterios de la textual scholarship.

Era necesario saber qué escribieron realmente Juan Ruiz, Fernando de Rojas, Cervantes, Lope de Vega o el autor del Lazarillo antes de lanzarse a hablar de ellos

Pero no solo renovó el campo de los estudios de la literatura española. Esa misma mirada renovadora la dirigió, por ejemplo, sobre Petrarca, al analizar la manera en que este construyó literariamente su propia biografía y la convirtió en la más importante de sus obras. Las distintas ordenaciones del Canzoniere y sus piezas proemiales, las angustiadas páginas del Secretum, reescritas a lo largo de muchos años, las epístolas familiares con sus retoques y añadidos, lejos de ser elementos dispares, al combinarse entre sí constituían un universo perfectamente organizado: el autorretrato idealizado que el autor quiso legar a la posteridad, que no debía confundirse con la realidad biográfica de Francesco Petrarca. La dirigió también a la gestación y el desarrollo del humanismo europeo, en el que enlazaban los nombres de Lorenzo Valla, Angelo Poliziano, Erasmo de Rotterdam... Asimismo, sus trabajos sobre la obra latina de Nebrija, y sobre todo su enfrentamiento con las instituciones culturales de su época, se convirtieron en el relato de cómo los estudios humanísticos consiguieron implantarse en España y, a la postre, abrieron el camino a las grandes renovaciones literarias del Renacimiento.

Una mirada nueva, ilusionada, como la de un niño, como si todo se viera por primera vez y solo ahora cobrara sentido, es lo que caracterizó su trabajo, que transformó para siempre cuanto creíamos saber hasta el momento. Cuando ya se había visto la solución todo aparentaba ser muy fácil. Parecía imposible que nadie hubiera reparado antes en esas cuestiones, pero había que ser un genio para hacerlo, un genio difícilmente repetible. Nos queda, eso sí, volver una y otra vez sobre sus libros, para seguir hablando con ese niño grande, inteligente y provocador hasta el extremo que fue Francisco Rico.

 

(*) Rafael Ramos. Periodista.

Imagen tomada en 2015 del académico de la RAE Francisco Rico. / RAE


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