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20.1.25

Los Ángeles, en llamas: Vivir en un cenicero, o por qué Mike Davis acertó de nuevo (I)

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Por Harold MeyersonJoshua Frank, David Dayen, Jeffrey St. ClairMarianne (*)

El apocalipsis de Los Ángeles era totalmente

Es una verdad casi universalmente negada que los apocalípticos incendios que asolan Los Ángeles -mi ciudad natal- no son más que una versión magnificada de lo normal.

Donald Trump culpa a Gavin Newsom [gobernador del estado de California], porque esa es la respuesta instintiva (o simplemente idiota) de Trump a cualquier desgracia que suceda en California. En una muestra similar de bilis políticamente dirigida, Rick Caruso, el republicano convertido en demócrata a lo Bloomberg que perdió las últimas elecciones a la alcaldía de Los Ángeles frente a la demócrata Karen Bass, le echa la culpa a Bass. Cualquier día de estos, los editorialistas del Wall Street Journal culparán al New Deal y algunos católicos de la misa en latín le echarán la culpa al Papa Francisco.

Si hay alguien cuyos análisis deberíamos tomarnos en serio, esa persona es el desaparecido Mike Davis. En 1998, Davis continuó City of Quartz [Ciudad de cuarzo, Arpa, Barcelona, 2023] -su disección de Los Ángeles, un éxito de crítica- con Ecology of Fear: Los Angeles and the Imagination of Disaster [Ecología del miedo, Los Angeles y la imaginación del desastre, no traducido al castellano], que analizaba más específicamente los apocalipsis que eran y son una característica constante de la vida en Los Ángeles (yo edité varios de estos artículos de Davis en el L.A. Weekly durante los años 90). En la década transcurrida desde que escribiera City of Quartz, Los Ángeles había sufrido los disturbios de Rodney King, el terremoto de Northridge, incendios e inundaciones recurrentes en las colinas que rodean la ciudad, y una diezma de la clase media de la zona con la enorme reducción de plantilla posterior a la Guerra Fría de los mayores empleadores de la región, las empresas aeroespaciales financiadas por el Pentágono. Metiéndose de lleno en obscuros archivos, recorriendo las colinas secas como la yesca y las viviendas que son trampas de fuego de Los Ángeles, Davis relató y explicó la incesante combustibilidad física y social de Los Ángeles con el celo y la erudición de una Casandra revisada por pares académicos.

El capítulo tercero de Ecology of Fear: se titula «The Case for Letting Malibu Burn» ["En favor de dejar que se queme Malibú"]. Comienza señalando que los habitantes preeuropeos de Los Ángeles, los indios chumash y tongva, provocaban anualmente pequeños incendios en las colinas de Pacific Palisades y Malibú con el fin de limpiar una maleza que explotaría si se dejara en el lugar. Mike señala que Richard Henry Dana escribió en ese clásico naval que es Two Years Before The Mast [Dos años al pie del mástil, Alba Editorial, 2001] que, cuando navegó por primera vez por la costa de California en 1826, pudo contemplar un incendio que envolvía el Cañón Topanga.

Seguidamente, Mike documentaba los trece incendios que quemaron al menos 10.000 acres en las montañas de Santa Mónica, al oeste de Palisades, entre 1930 y 1996. Mike argumentaba de forma convincente que las resecas colinas que rodean Los Ángeles, de Pasadena, al este, a Malibú, al oeste, se incendian con regularidad cuando soplan los vientos de Santa Ana, y que construir casas en esas colinas es casi una garantía de que muchas de ellas se quemen, sobre todo cuando los vientos superan los 80 kilómetros por hora.

Puedo atestiguar personalmente lo que ocurre en esas colinas cuando descienden las Santa Anas. En 1961, cuando estaba en quinto curso en la escuela Kenter Canyon, todos los alumnos, profesores y personal tuvimos que ser evacuados repentinamente cuando un incendio que había estado ardiendo en Bel Air saltó la carretera 405, aún en construcción, y empezó a correr por las colinas de Brentwood. Algunos compañeros de clase perdieron sus casas, y el fuego se acercó a menos de 300 metros de la de mi familia.

Volvimos a nuestra casa al día siguiente, y mi recuerdo de las dos semanas siguientes es que estábamos viviendo en un cenicero. Cerca de 500 casas quedaron destruidas en ese incendio, que ostentaba el récord de destrucción de viviendas de Los Ángeles hasta esta semana.

Hace dos días, la escuela Kenter Canyon tuvo que ser evacuada de nuevo, al igual que la escuela secundaria (así es como se solía llamar a la escuela media) a la que yo asistía (Paul Revere). Mi instituto, Palisades, quedó parcialmente consumido por las llamas, al igual que las tiendas y casas donde mis amigos y yo pasábamos el rato a mediados de los años 60.

Ha desaparecido el mercado Safeway, al igual, supongo, que su letrero a modo de marquesina al que nos subimos en la medianoche anterior al desfile del 4 de julio de 1968 para soldar las letras que normalmente se muestran en el letrero para destacar los artículos a la venta en un lema contra la guerra de Vietnam (como el cartel se alzaba sobre el puesto de la Legión Americana de Palisades, uno de nuestros lemas era «La Legión Americana es un semillero de senilidad»).

En el más de medio siglo transcurrido desde los años 60, aquel Safeway se había visto eclipsado en cierta medida por el Gelson's Market, de muy alta gama, cuya llegada después de los 60 señaló el carácter cada vez más exclusivo de Palisades.

Ninguna de las casas que allí se quemaron esta semana existía en los años 60; formaban parte de esas urbanizaciones tan elegantes que se adentraban en las colinas de Palisades mucho más de lo que lo habían internado anteriormente.

Un lugar tan espléndido -con sus brisas marinas que mitigaban el calor del verano y vistas que se extendían hasta el centro de Los Ángeles, por un lado, y hasta islas lejanas por el otro- se convirtió en morada desproporcionadamente reservada a los ricos de verdad, y aumentaron por consiguiente los incentivos para que los promotores ubicaran mansiones en esas colinas.

Mike Davis nos contó lo que les ocurriría a esas casas y, cuando los vientos llegaran a su apogeo, como era de prever, lo que le sucedería también a las tiendas, casas y apartamentos situados en zonas llanas. Los chumash y los navegantes de principios del siglo XIX sabían lo que iba a pasar. Sólo que nosotros lo negamos.

The American Prospect, 8 de enero de 2025


¿Que arda Hollywood, que arda?
Joshua Frank

«Los Ángeles es enorme. Es una ciudad y un condado. Es un lugar global, un espacio de la cuenca del Pacífico, una metrópolis del «Tercer Mundo». Tiene todas las contradicciones del mundo y todo el mundo se condensa en ella. Han ardido los hogares de ricos, pobres, clase media, negros, blancos, asiáticos, hispanos. El fuego viene a por todos nosotros». - Viet Thanh Nguyen

Al sentarme a escribir, la luz que entra por la ventana de mi despacho muestra un nítido color anaranjado, y el cielo es tiene un turbio matiz marrón contaminado. La calidad del aire es horrible y tengo los ojos secos y me pican. Me duele la garganta. Dos grandes incendios siguen arrasando Los Ángeles, la ciudad que amo, sin escasa o nula contención. Acaba de estallar otro en Woodland Hills. Afortunadamente, estamos en una zona segura, lejos de los infiernos. Muchos otros no tienen tanta suerte.

Al hojear las últimas actualizaciones sobre los incendios en las redes sociales, me encuentro rápidamente con comentaristas que jalean las llamas como si se hubieran encendido para ahuyentar de sus mansiones a las élites adineradas. Están encantados. Los conspirativos con los que me encuentro creen que todo esto es una apropiación de tierras planeada (por quién no estoy seguro), mientras que otros difunden mentiras acerca de que el obscuro Estado Profundo, los que están detrás de las estelas químicas que alteran el clima, es de alguna manera el responsable.

Deduzco que la mayoría de estas personas no viven en Los Ángeles (¿o en el mundo real?), y estoy seguro de que muy pocos podrían señalar la ubicación de Eagle Rock en un mapa. Sin embargo, aquí están, expertos en ecología del fuego y en la historia de Los Ángeles.

Deduzco que la mayoría de esta gente no vive en Los Ángeles (¿o en el mundo real?), y estoy seguro de que muy pocos podrían señalar la ubicación de Eagle Rock en un mapa. Sin embargo, aquí están, expertos en ecología del fuego y en la historia de Los Ángeles.

Veo, tal como resulta habitual durante un gran incendio en Los Ángeles, que unos pocos andan por ahí difundiendo ese fantástico ensayo de Mike Davis, «The Case for Letting Malibu Burn» ["En favor de dejar que arda Malibú?"], no por la tesis de Davis de que los pobres, por designio capitalista, son los que más sufren durante un desastre natural, sino porque parecen creer que le guiaba una especie de schadenfreude [alegría por el mal ajeno]. Le hacen un vergonzoso flaco favor a su legado y una retorcida interpretación errónea de la importante obra de Davis.

Fervoroso crítico de las condiciones que conducen a la desigualdad, Mike Davis no era de los que festejaban la desgracia. No habría sentido otra cosa que empatía por los afectados por estas llamas (quizás, de acuerdo, no por James Wood). Mientras pienso en Mike, me envía un mensaje su hija Róisín. La casa de su infancia y su colegio han ardido hasta los cimientos.

Otro amigo publica un breve vídeo de unos cimientos humeantes, restos de su garaje/estudio de arte. Lo ha perdido todo, años y años de trabajo. Su familia ha tenido suerte de poder escapar. Un amigo de un amigo necesita ayuda. El lugar que alquilan ha desaparecido.

Pero lo entiendo. Mucha gente no empatiza con Los Ángeles ni con quienes vivimos aquí, a pesar de que L.A. es una de las ciudades culturalmente más significativas, diversas y fascinantes del país. Odiar este lugar se ha convertido en una reacción natural. Los medios de comunicación, las revistas, el cine y la televisión no han cesado de describirla como una ciudad insípida, un bastión de liberales ricos y obsesionados con Hollywood, las autopistas y la contaminación. Es una ciudad fácil de despreciar si tienes miedo de lo que no conoces, y no hay persona alguna que lo sepa todo sobre Los Ángeles.

L.A. es infinitamente complicada, y la realidad de lo que hay detrás de estos incendios, que remodelarán para siempre su maltrecho paisaje y sus almas carbonizadas, no es diferente.

La totalidad de la destrucción de estas llamas es imposible de abarcar. Han destruido museos, escuelas, parques de autocaravanas, centros de ancianos, tiendas, restaurantes, campamentos, edificios de apartamentos, parques de bomberos, innumerables casas y muchos monumentos históricos y culturales. Es casi imposible hacer un seguimiento de lo que ha desaparecido. Cientos de miles de personas se han visto desplazadas. La histórica comunidad negra de Altadena ha quedado diezmada. Ha habido personas que han muerto, se han asfixiado animales y familias de todo el espectro económico lo han perdido todo.

Sí, Mike Davis y otros predijeron mucho de esto, pero nunca a esta escala ni con esta ferocidad. Como gran parte del Oeste, el sur de California lleva mucho tiempo marcado por los incendios forestales. Sabemos que los extremos de estos desastres podrían haberse mitigado si la ciudad hubiera instituido hace décadas códigos de construcción más estrictos, restringiendo el desarrollo de viviendas en las zonas más propensas a los incendios de Topanga, los cañones de Malibú y las estribaciones de San Gabriels. Y sí, como bien señaló Mike Davis, las plantas autóctonas de California adaptadas a los incendios forestales de la región fueron sustituidas por gramíneas invasoras traídas por los colonos europeos que buscaban «reverdecer» un paisaje cada vez más pardo, sólo para aumentar el riesgo de incendios. Estos incendios son, en parte, una nociva consecuencia colonial.

Por supuesto, esto es esencial para entender lo que está pasando, pero no lo explica todo.

Aún se desconoce la causa de estas llamas. Se sospecha que los incendios fueron provocados y se teme que la primera chispa la provocara un tendido eléctrico caído, nuevas víctimas de la tambaleante red eléctrica de California. Sin embargo, lo que sí se sabe es que estos incendios, los de Eaton y Palisades, son los peores que ha presenciado la ciudad en cuanto a volumen y daños. Sabemos también que el primordial culpable, que los medios de comunicación dominantes se niegan casi universalmente a abordar, es el rápido calentamiento de nuestro clima.

Los Ángeles lleva más de ocho meses sin precipitaciones significativas, y las plantas y el suelo están insoportablemente secos y listos para arder. Todo esto forma parte de unos patrones meteorológicos turbulentos de los que no puede escapar ninguno de nosotros puede. Cuatro de los diez años más secos, desde que la ciudad empezó a llevar la cuenta en 1877, se han producido en la última década. El verano de 2024 fue el más caluroso de la historia; desde 2014 hemos tenido ocho de los veranos más cálidos registrados. Vivimos en medio del trastorno climático más radical de la historia de la humanidad, lleno de furia e imprevisibilidad.

La temporada normal de incendios en Los Ángeles suele terminar en noviembre. Cuando los vientos cálidos de Santa Ana arrecian en esta época del año, como es el caso, no suelen causar mucho alboroto, ya que normalmente hemos tenido suficiente lluvia para atemperar los riesgos que los acompañan. Este año, sin embargo, los vientos secos y huracanados de Santa Ana que soplan desde la Cuenca del Pacífico han sido los más fuertes que hemos experimentado en más de una década, superando los 160 kilómetros por hora. Por supuesto, al fuego le encanta el viento, y el viento propaga el fuego. Aunque es posible que estos vientos no estén directamente relacionados con el cambio climático (hay cierto debate al respecto), se están registrando ahora, bien entrado el invierno, prolongando e intensificando las amenazas de incendio en el sur de California, que ya están empeorando.

Decir que estas llamas no tienen precedentes en la era moderna sería quedarse corto. Ya sólo el incendio de Eaton es el peor que ha sufrido Los Ángeles; combinado con el incendio de Palisades, es todo inconmensurable. Sólo en Palisades han ardido más de 5.000 estructuras. Aún se desconoce el número de viviendas destruidas en Altadena y Pasadena, pero siguen en peligro 8.000. En su conjunto, estos incendios son los más costosos de la historia de los Estados Unidos.

Una cosa es segura: L.A. no estaba en absoluto preparada para el caos, y la alcaldesa Karen Bass, con su recorte de más de 17 millones de dólares del presupuesto del Departamento de Bomberos, debe asumir parte de la culpa. Pero la saga va mucho más allá de los flagrantes errores de Bass. Como tantas ciudades de todo el país, Los Ángeles no estaba preparada para esta calamidad climática singular (¿se acabó el agua?), de la que sabemos que vendrán muchas más. ¿Se aprenderán las lecciones o se repetirán los errores? Yo apuesto por lo segundo.

Una vez que las cenizas se enfríen, el humo retroceda y el sol brille, Los Ángeles volverá a intentar reconstruir lo que ha perdido, como ha sucedido tras muchas otras catástrofes. Me temo que habrá poco debate, y cuando estos incendios vuelvan a producirse, los trolls de la Red sostendrán que Los Ángeles se merece su destino, a la vez que evitan denunciar al cártel de los combustibles fósiles por avivar las llamas.

Entiendo que es más fácil culpar a los angelinos que enfrentarse a la verdad de que nuestro mundo está cambiando para siempre, pero, por favor, por el bien de las víctimas del incendio (y de mis redes sociales), dejemos la lógica del castigo colectivo para quienes están perpetrando un genocidio en Gaza.

Counterpunch, 10 de enero de 2025


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