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30.12.24

La(s) identidad(es) del historiador. Discurso de investidura doctor honoris causa de Enzo Traverso (II)

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Por Enzo Traverso, Pere Ysàs, Francisco Morente Valero (*)

Reproducimos a continuación los discursos que se pronunciaron en la ceremonia de investidura del intelectual Enzo Traverso como doctor honoris causa de la Universitat Aut&

"La(s) identidad(es) del historiador". Discurso de investidura

Enzo Traverso

Permítanme que empiece expresando el placer y la emoción que siento hoy, en esta misma sala, al recibir este doctorado honoris causa, que es, sin duda, el reconocimiento más importante de mi carrera como historiador. Importante, por supuesto, por el prestigio de la universidad que me lo otorga, pero también por los muchos lazos y afectos que me unen a Barcelona y a Cataluña. Por ello, quiero dar las gracias a Javier Lafuente, rector de la Universitat Autònoma de Barcelona, y a Margarita Freixas, decana de la Facultad de Filosofía y Letras, que hoy me dan la bienvenida, así como a Pere Ysàs y a Francisco Morente, los profesores que propusieron mi candidatura y que acaban de presentarme. Sus palabras me emocionan profundamente.

El tema que he elegido para esta conferencia -la identidad del historiador- es a la vez sencillo y complejo: sencillo por la pregunta que plantea, y complejo porque la respuesta a tal pregunta no es sencilla en absoluto. Es tan polifacética y cambiante como las configuraciones de un prisma. Por lo tanto, mi respuesta no será más que una primera aproximación, limitada e insatisfactoria por definición. Intentaré formularla volviendo sobre mis pasos, siendo muy consciente de que mi propia trayectoria, singular como la de todos y cada uno de nosotros, no es más que la refracción de tendencias mucho más amplias, que afectan a una época y trascienden a sus actores, aunque no sean más que intelectuales.

Para definir la identidad del historiador, primero hay que ponerse de acuerdo sobre el sentido de las palabras, y hay que decir que el concepto de identidad es extremadamente ambiguo. El filósofo Paul Ricoeur ha intentado analizarlo distinguiendo entre dos formas principales de identidad: por un lado, la identidad como mismidad (en latín idem) y, por otro, la identidad como ipseidad (ipse). La primera forma se refiere a una sustancia, una cosa, y responde a la pregunta de qué somos. Podría definirse como nuestro ADN, ahora fijado en nuestros pasaportes biométricos y a menudo presentado en las series de televisión de detectives, en las que es el ADN el que permite identificar a la víctima y desenmascarar al asesino. El ADN es fijo, inmutable. La segunda es una forma narrativa; se refiere a nuestra manera de estar en el mundo y responde a la pregunta no de qué somos, sino de quiénes somos. Es el resultado de un proceso de construcción que nos sitúa en relación con el tiempo y con los demás. Esta identidad no es ontológica, porque no define a un ser inmutable, sino a un ser en permanente transformación. Tomando prestada una frase de Hannah Arendt, podríamos decir que presupone el infra, una multitud de seres, el pluralismo y la diversidad de las sociedades humanas. El racismo y el etnocentrismo siempre han descrito las culturas, las mentalidades y las formas de vivir, pensar y actuar como esencias, productos de una especie de determinismo biológico. Si, por el contrario, consideramos la identidad como una construcción social y cultural, se convierte en el resultado de un proceso abierto. Nuestras identidades son el producto de nuestras experiencias, nuestras elecciones y nuestra voluntad. La primera identidad es puramente objetiva; la segunda contiene un elemento fundamental de subjetividad. Foucault hablaría de un proceso de subjetivación.

A la luz de esta distinción, la gigantesca empresa de Pierre Nora -los lugares de memoria como colección, conservación y patrimonio del pasado francés- podría leerse como un monumento erigido en homenaje a una identidad amenazada. Según las palabras del propio Nora, el sentido de esta empresa «es devolver al centro de la historia, al foco radiante de la identidad francesa», un conjunto de elementos que la forjaron -lugares, acontecimientos, objetos, símbolos, textos, imágenes, tradiciones- y que ahora están amenazados porque su transmisión ha entrado en crisis. En la época de la globalización, esa transmisión ya no es un proceso natural; la tradición se disuelve y las culturas se modifican. La memoria, nos explica Nora, se ve entonces como el receptáculo de una identidad que se ha perdido o que está fallando, o al menos se tambalea. Está bastante claro que esta concepción se ocupa más de la identidad como cosa que de la cultura, de la conciencia y de la subjetividad en mutación. En otras palabras, Nora intenta reducir la memoria a la mismidad, y las transformaciones culturales e identitarias de Francia a una esencia, a las partes -los adornos- de un monumento. En verdad, la identidad francesa no está amenazada, simplemente ha cambiado, como las identidades nacionales en todo el mundo.

He mencionado a Nora para observar que los historiadores también podrían ser divididos en dos escuelas: por un lado, los que yo llamaría «arqueólogos fundamentalistas» -con todo el respeto por los arqueólogos, que no son necesariamente fundamentalistas-, y por otro lado, los «constructivistas». Los primeros siempre buscan las raíces y miran el pasado como un proceso de exteriorización gradual de una esencia original; los segundos, en contrapartida, están convencidos de que no hay clases sin conciencia de clase y piensan que las naciones son ante todo «comunidades imaginadas». Imaginadas no significa ficticias o inmateriales. La definición de Benedict Anderson sugiere liberar sus historias tanto de la teleología como del determinismo. Hay que decir, sin embargo, que las historiografías europeas se han construido como narrativas nacionales en torno a un paradigma que en Francia se conoce como «novela nacional» (le roman national), pero esta definición se aplica igualmente al casticismo español, a la narrativa épica del Risorgimento italiano, a la mitología völkisch alemana o al relato providencialista de la frontera americana. Por un lado, historiadores que buscan supuestas esencias actuantes en el pasado, el «motor escondido» de la historia, como el espíritu absoluto hegeliano que se desvela en el tiempo; por otro, historiadores interesados en explorar los meandros del infra, para quienes la historia es un proceso abierto, no una narración que debe desplegarse, sino más bien un enigma que hay que resolver. Este pequeño excurso muestra que los historiadores también tienen identidades diferentes. No hay una única manera de escribir la historia: el pasado es un campo magnético en el que se cruzan muchas interpretaciones. Hay diferentes maneras de ser historiador; algunas son, sin duda, mejores que otras, pero no existe un paradigma normativo, como no existe una jerarquía de identidades.

Hoy, recibiendo este gran honor de la Universidad Autónoma de Barcelona, me gustaría hablarles de mi propia identidad como historiador. Una pequeña incursión en la «tecnología del yo». No por el placer narcisista de contar mi vida, sino para intentar arrojar algo de luz, a partir de una trayectoria individual que no es ni pretende ser ejemplar, sobre una serie de cuestiones que atraviesan la identidad de todos los historiadores.

Reflexionando sobre el exilio, Bertolt Brecht describió el pasaporte como «la parte más noble del ser humano» y Hannah Arendt añadió que solamente un pasaporte otorga «el derecho a tener derechos». Es verdad, pero los pasaportes son el espejo de un proceso dialéctico muy complejo que tiene sus propias contradicciones. Históricamente, la noción de identidad siempre ha sido inseparable de la noción de policía, orden y disciplina. Desde principios del siglo XIX, la «revolución identitaria» no fue otra cosa que la implantación de sistemas de control social y de gestión de los movimientos de población. La creación de documentos de identidad surgió de la necesidad de seguir los movimientos de mendigos y vagabundos, cuyo número se multiplicó en la época de la Revolución Industrial, y de hacer el censo de las capas marginales y subversivas de los grandes centros urbanos. Privados de ciudadanía, los emigrantes se vieron a su vez sometidos a leyes destinadas a identificarlos y mantenerlos bajo control. Siguiendo los pasos de Francis Galton, el primero en utilizar las huellas dactilares, y aprovechando la invención de la fotografía, Alphonse Bertillon desarrolló un sistema de fichaje policial basado en fichas antropométricas que, reservado en un principio a los delincuentes reincidentes, se extendió más tarde a los extranjeros en situación irregular o amenazados de deportación. La «revolución identitaria» fue ante todo una técnica de control de los individuos considerados «peligrosos» y, por tanto, «identificados». La represión de las «clases peligrosas» es consustancial a la formación de los Estados nacionales modernos. La nación moderna se construye, por un lado, incorporando a sus ciudadanos a una entidad que trasciende las realidades locales y, por otro, distinguiéndose de otros Estados situados fuera de fronteras estrictamente definidas. Excluidos de la ciudadanía, los inmigrantes son percibidos inevitablemente como un cuerpo extraño que debe ser asimilado o rechazado, según las circunstancias. Los imperios coloniales promulgaron leyes para separar a los ciudadanos de los súbditos colonizados. De ahí la distinción que subraya Foucault entre el salvaje y el bárbaro: el primero debe ser civilizado (es decir, incorporado a la comunidad nacional), mientras que el segundo debe mantenerse a distancia como un enemigo porque cualquier intrusión amenazaría la salud y la integridad del cuerpo nacional. Sus identidades son fijas, vinculadas a la condición territorial y racial. Como nos explicó George L. Mosse, al inicio del siglo xx el proceso de nacionalización de las masas acentuó y radicalizó esta tendencia al vincular las naciones concebidas como comunidades étnicas homogéneas a un conjunto de mitos, símbolos, emblemas, leyendas y tradiciones codificadas o inventadas. Hoy en día, sin embargo, la globalización nos lleva a repensar las historias nacionales no como trayectorias autónomas y paralelas, sino más bien como crisoles, lugares de intercambios económicos, transferencias culturales y mestizaje de poblaciones. Las culturas nacionales no se inscriben en singularidades originales, sino que son la refracción particular de procesos globales que las configuran y reconfiguran; nunca permanecen estáticas. Si en los últimos años hemos asistido a una fragmentación de las memorias y las identidades -una fragmentación que a veces ha encontrado su expresión en los museos y la historiografía-, ha llegado el momento de repensar nuestras historias nacionales en un espacio europeo y mundial, en lugar de replegarnos dentro de fronteras estrechas.

Tomemos la historia de mi país, Italia. En los siglos XIX y XX, época de grandes migraciones, la identidad italiana era tanto mediterránea como atlántica. En el imaginario de muchos campesinos que tenían una muy vaga conciencia nacional y cuyo idioma vernáculo era su dialecto local, Nueva York y Buenos Aires eran referencias que afectaban a su vida cotidiana. Podríamos decir lo mismo de muchos otros países, como España, si reemplazamos la palabra emigración por la palabra colonialismo, o si la agregamos. Si miro hacia atrás, podría concluir que mi carrera como historiador es un reflejo bastante fiel de esta vocación identitaria. Nací y crecí en Italia, me formé en Italia y en Francia, país en el que me hice historiador, y desde hace unos diez años trabajo en Estados Unidos, al otro lado del Atlántico. Mi identidad intelectual es tan singular como plural.

Pero la identidad del historiador no es solo una cuestión de espacio, sino también del tiempo histórico en el que vive. Este define su generación. En el marco de una abundante literatura sociológica e histórica iniciada por Karl Mannheim, hoy es frecuente distinguir una generación -en el sentido intelectual y político del término- de una simple cohorte, un grupo de edad. Este último reúne a un conjunto de personas en función de su fecha de nacimiento, sobre la base de una división biológica y cronológica ciertamente racional pero abstracta, porque una generación intelectual no se corresponde mecánicamente con esas divisiones convencionales. Su punto de partida es un acontecimiento fundador que marca un giro histórico y en torno al cual surgen nuevas escisiones, siempre enmarcadas en lugares y contextos particulares (sociales, culturales, políticos). Por ello, Marc Bloch subrayó el carácter «flexible» de la noción de generación, que, «a pesar de las elucubraciones pitagóricas de algunos autores, no tiene nada de regular», y distingue entre «generaciones largas» y «generaciones cortas». Es un lugar común identificar, en la Europa del siglo xx, una generación de 1914, una generación de la Segunda Guerra Mundial, una generación de 1968, etcétera. Estos acontecimientos no deben interpretarse como matrices, en el sentido determinista del término, sino más bien como momentos o campos de polarización en torno a los cuales se aglutinan las señas de identidad de un grupo, y que por tanto pueden definirse a partir de criterios que no se limitan a la edad. Cada generación intelectual y política se enfrenta a problemas a los que intenta dar respuesta, a veces elaborando proyectos, a veces construyendo un sistema de valores, inventando un estilo, un lenguaje y un comportamiento. Se forman así unidades generacionales -definidas por una problemática común- que tejen redes de sociabilidad constituidas por movimientos, círculos, revistas e instituciones de nueva creación o transformadas por un proceso de apropiación crítica. Huelga decir que, si adoptamos esta definición histórica y no puramente cronológica, deberemos tener en cuenta subgeneraciones cuyos miembros no establecen una relación inmediata y directa con el acontecimiento que las constituye. Ninguna generación surge de un terreno virgen, y no sería difícil demostrar que a menudo elaboran y reorganizan elementos legados por generaciones anteriores, o dan forma a nuevas ideas que habían pasado por una larga fase de incubación en años anteriores.

Pero a pesar de todos estos hilos que la vinculan al pasado, una generación intelectual tiene un perfil propio que la distingue de las que la precedieron y también, a largo plazo, de las que la siguen. Mi subgeneración es, por lo tanto, la de los años setenta. En Italia, su peculiaridad reside en el hecho de que llegó tarde, ya que el acontecimiento fundacional que la creó tuvo lugar un poco antes. Una convención muy extendida fija la fecha, simbólicamente, en 1968, aunque hay que tener en cuenta algunas discrepancias entre los distintos países europeos, así como entre Europa y América, donde la guerra de Vietnam y la revolución cubana habían anticipado el fenómeno. Quienes, como yo, despertaron a la política y descubrieron la historia a mediados de los años setenta, inevitablemente definieron su identidad en relación con un conjunto de acontecimientos fundadores que no habían vivido; reivindicaron una ruptura que otros habían logrado y empezaron a moverse en un paisaje con contornos ya definidos. No tienen la misma percepción de esta ruptura y no pueden describirla con la misma intensidad que sus mayores. No estoy seguro de que podamos hacer la misma observación en España y Cataluña, si tomamos la muerte de Franco en 1975 como un punto de inflexión histórico y simbólico. El hecho es que, en Italia, pertenezco a una generación tardía, una generación que surgió en un contexto histórico que estaba en proceso de cambio y en relación con el cual ya se había establecido, por así decirlo, una frontera. Suscribo la frase de Daniel Lindenberg: «éramos gnósticos» que, «cerca y al mismo tiempo lejos de las catástrofes del siglo, [buscábamos] una redención radical». Podría presentarme, desde este punto de vista, como un espécimen tardío, uno de los representantes de la «última generación de Octubre», la última generación que se formó alrededor de la convicción de la posibilidad de una revolución socialista en Europa occidental. La revolución era vista como una utopía concreta que fijaba el horizonte del pensamiento e inspiraba la acción cotidiana.

Cuando hoy recuerdo aquellos días, no siento nostalgia, pero tampoco vergüenza ni arrepentimiento. Puedo contemplar un mundo muy distinto del que nos rodea hoy y sonreír ante la ingenuidad, el simplismo y el dogmatismo de mis compromisos de entonces. Sin embargo, queda algo esencial, un legado crítico y utópico que acepto y del que trato de hacer un uso racional. Estos años formaron un habitus mental que ha repercutido en la manera de concebir la investigación y de elegir los temas, así como en la forma de escribir la historia. En un bello texto autobiográfico, el escritor italiano Erri De Luca describía los años setenta, evocando a Walter Benjamin, como la época de una generación que quería «pasarle a la historia el cepillo a contrapelo». Creo que este principio sigue siendo fértil. Por eso no me reconozco en el recorrido de muchos representantes de mi generación. Mi subgeneración se formó en el crepúsculo de una época de ruptura, ebullición e innovación, y alcanzó la madurez en una fase de reflujo político y restauración cultural.


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