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30.12.24

La(s) identidad(es) del historiador. Discurso de investidura doctor honoris causa de Enzo Traverso (III))

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Por Enzo Traverso, Pere Ysàs, Francisco Morente Valero (*)

Reproducimos a continuación los discursos que se pronunciaron en la ceremonia de investidura del intelectual Enzo Traverso como doctor honoris causa de la Universitat Autónoma de Barcelona.

En verdad, la «última generación de Octubre» es también la primera generación, en Europa occidental, de investigadores que se formaron en el mundo global, para los cuales viajar y estudiar en el extranjero ya era normal. Antes, eso era el destino de los exiliados o de una muy pequeña minoría privilegiada. En estas circunstancias, me resulta difícil encajar en una tradición nacional. Aunque mis orígenes y mi formación son indudablemente italianos, no puedo llamarme historiador italiano sin tener dudas. Vivo en Estados Unidos y escribo, mal que bien, en varios idiomas, sobre todo en francés, pero tampoco podría, sin hacer trampas, considerarme un historiador francés. En Italia, por supuesto, no me siento extranjero, y a lo largo de los años he construido sólidas relaciones de amistad, intercambio y colaboración, aunque desde una posición de exterioridad, no solo geográfica e institucional, sino también, muy a menudo, en cuanto a mi forma de ver las cosas. Pertenezco a ese gigantesco continente de italianos expatriados (l'Italia fuori d'Italia), antaño formado sobre todo por campesinos analfabetos, hoy compuesto por profesionales e intelectuales que ven su país como un emigrante. En otras palabras, no estoy sujeto a las limitaciones de un contexto nacional y no siempre tengo los mismos reflejos que mis compatriotas o colegas del continente.

En cambio, mi «exterioridad» hacia Francia y Estados Unidos se debe a mis orígenes. Ocupo en estos países una posición a la que se aplica bastante bien la fórmula acuñada por Peter Gay para definir a los intelectuales de la era de Weimar: the outsider as insider. En un bello texto de inspiración autobiográfica, Eleni Varikas describió perfectamente esta sensación de ligera Unheimlichkeit, una inquietud que atenaza al extranjero en relación con el nativo:

Naturalizados o no, los extranjeros nunca son lo bastante naturales; carecen de los automatismos y reflejos de los nativos, de la gramática cultural que nunca puede adquirirse por completo a pesar de los esfuerzos [de los países de acogida]. Su acento no es más que el presagio de una desviación de la norma -de otras desviaciones por venir- que puede ser recibida con interés, diversión o recelo, pero que no puede pasar desapercibida. En efecto, cualquiera que sea el grado de familiaridad, o incluso de adhesión, al mundo de los autóctonos, se trata de una familiaridad desprovista de ese toque de irreflexión, de espontaneidad, que caracteriza la adhesión de estos últimos a los valores, tradiciones y rasgos evidentes de su mundo. Su comprensión de estos valores está siempre mediatizada por experiencias que no comparten con los autóctonos. El extranjero sabe que el mundo que le acoge no es el mundo, sino una configuración particular de él, y este conocimiento es probablemente una de las fuentes más importantes de sus malentendidos.

Soy muy consciente de que nunca podría escribir o expresarme como un francés, y mucho menos como un estadounidense, pero eso no significa que me sienta «fuera de lugar» en estos países. En su autobiografía, Edward Said se define out of place también porque su cosmopolitismo es el producto de una identidad negada, de un lugar que le pertenece y del cual fue expropiado. Este no es mi caso: la distinción que hace Said entre exiliados y expatriados es muy importante. Yo no soy un exiliado; soy un expatriado que puede volver a su país cuando quiera. Igualmente, nunca me siento fuera de lugar en Madrid, Barcelona o Valencia. En estas dos últimas ciudades, por el contrario, a menudo me sorprendo al descubrir cuánto me siento en casa. Es ilusorio, pero agradable. Mi posición, compartida por muchos, se acerca a lo que Georg Simmel llamaba el extranjero (der Fremde) y Tzvetan Todorov caracterizaba como el producto de una transculturación, es decir, la adopción de un nuevo código cultural que se superpone al antiguo, sin borrarlo (pero que también puede injertarse en el antiguo, transformando a ambos). En esta transculturación me gustaría encontrar algo de lo que los teóricos poscoloniales llaman hibridación cultural y Eduard Glissant conceptualiza como criollización, una postura crítica basada en la convicción de que las culturas son siempre producto de transferencias, mezclas y cruces. Me veo como alguien que vive en un punto intermedio, un poco suspendido, pero no sin hogar.

Según Siegfried Kracauer, autor de una obra capital sobre la historia, que define como el dominio de las «últimas cosas antes de las últimas», «algunos grandes historiadores deben gran parte de su estatura a su condición de expatriados». Comparó al historiador con un exiliado, porque explorar el pasado es una forma de exiliarse, de abandonar el propio mundo, como un viajero que visita el reino de los muertos, aunque sea consciente de que no pertenece a él: «Como Orfeo, el historiador debe descender al mundo inferior para devolver la vida a los muertos». Y añade que esta operación entraña riesgos, porque requiere necesariamente un cierto grado de «negación de sí mismo», el hecho de ponerse, al menos temporalmente, en la situación de los «sin hogar», porque esta es la condición para comunicarse con el material legado por el pasado. «Extraño el mundo que evocan sus fuentes», prosigue Kracauer, «la tarea a la que se enfrenta -la tarea del exiliado- es penetrar [en el pasado] más allá de sus apariencias externas, llegar a comprender este mundo desde dentro». En resumen, el historiador emprende un camino cuyo final desconoce, y este camino es un proceso de transformación, porque él casi nunca regresa a su punto de partida. Al final de este viaje, su identidad se ha visto sacudida y cambiada.

Quisiera referirme ahora a las influencias formativas que han jalonado esta trayectoria. Entre los autores que han tenido un profundo impacto en mi formación intelectual y que han sido modelos de referencia para mí, me gustaría mencionar primero a Isaac Deutscher, Perry Anderson y Michael Löwy, que fue mi director de tesis en la EHESS, donde me matriculé en 1985.

Había leído las biografías de Isaac Deutscher sobre Trotski y Stalin, seguidas de numerosos ensayos, tanto en inglés como en traducción italiana. Me sedujeron de inmediato la elegancia y la claridad de su estilo, el aliento épico de su narrativa, la amplitud del fresco histórico que pintaba y su capacidad de distanciamiento crítico. Estas cualidades superaban con creces, en mi opinión, las limitaciones de sus obras, que no me resultaban menos evidentes, entre las que destacaba su «justificación» historicista del estalinismo (por el que Deutscher no sentía ninguna simpatía y contra el que incluso había luchado, pero que en última instancia consideraba históricamente ineludible). Fue Deutscher quien me enseñó -sin duda de forma más convincente que Braudel, ya que su longue durée no ignora los acontecimientos ni, sobre todo, la subjetividad de los actores históricos- la necesidad y el gusto por las grandes panorámicas de una época. Deutscher me empujó a leer y admirar muchos «macrohistoriadores» muy diferentes unos de otros, como Eric Hobsbawm, Perry Anderson, Jürgen Osterhammel, Josep Fontana y Arno J. Mayer.

De Perry Anderson, ampliamente traducido al italiano en los años setenta, había apreciado su crítica de Gramsci, sus estudios sobre la génesis del Estado en Occidente y, sobre todo, su interpretación del marxismo occidental, que pintaba un vasto cuadro rico en fecundas intuiciones. Nacido de la derrota de las revoluciones en Europa, el marxismo occidental llevaba los rastros de esta derrota: por un lado, una escisión entre teoría y práctica y, por otro, un repliegue filosófico y estético frente a los grandes desafíos políticos de su época. Perry Anderson ejerció una profunda influencia en mi forma de estudiar la historia del marxismo y fue una especie de brújula para mí durante unos diez años. Más tarde, sus ensayos sobre Braudel, Ginzburg, Bobbio, Deutscher, Hayek y el posmodernismo me parecieron intentos muy estimulantes de escribir historia intelectual. Anderson me enseñó a conciliar teoría e historia, a practicar una historia intelectual que no es solo una historia de las ideas, sino que conceptualiza y contextualiza, vinculando las ideas a las personas que las encarnan y a la época en que viven. Como británico, siempre ha mirado con cierta distancia la tradición cultural de su propio país, que ha descrito como un lugar privilegiado de «emigración blanca» (White emigration), es decir, conservadora, y siempre ha prestado mucha atención al mundo francófono, germano e hispanohablante, sin olvidar Italia. Italia nunca ha sido el país de la «emigración blanca», pero mi relación con la cultura italiana no es muy distinta.

Michael Löwy fue mi Doktorvater, como dicen los alemanes. Sociólogo marxista nacido en América Latina pero enraizado en la cultura judeo-alemana de Europa central, Löwy me proporcionó un conjunto de herramientas metodológicas y conceptuales particularmente rico y original. Encontré en su obra un enfoque de la historia del marxismo más abierto y radical que el de la historiografía italiana, así como un marcado interés por la encrucijada entre religión y política (con especial atención al mesianismo judío). Sobre todo, encontré en sus escritos una sociología de la cultura fuertemente marcada por una tradición germánica (Max Weber, Karl Mannheim) que me pareció más pertinente para comprender la trayectoria de los intelectuales judíos que los modelos del intelectual orgánico o del intelectual republicano desarrollados por la historiografía italiana y francesa. En términos más generales, Michael Löwy encarna una síntesis de diferentes tradiciones intelectuales -francesa, latinoamericana y judeo-alemana- que confiere a sus escritos una amplitud de horizontes y una extraordinaria dimensión crítica. Leyéndole, tuve la impresión de asistir al encuentro entre el marxismo occidental, nacido de las derrotas del periodo de entreguerras, y la revolución cubana, entre Walter Benjamin y Ernesto Che Guevara. La obra de Michael Löwy me ha proporcionado algunas herramientas esenciales, en primer lugar, para interpretar la intelectualidad judía, luego para analizar los caminos del exilio judeo-alemán. Es cierto que su sociología weberomarxista de la cultura, cuyas raíces se remontan al joven Lukács y a Karl Mannheim, filtrada por la enseñanza de Lucien Goldmann, me distanciaba de una tradición sociológica francesa que iba de Émile Durkheim a Pierre Bourdieu, así como de una tradición marxista fuertemente marcada por el estructuralismo, la de Louis Althusser. Pero este cosmopolitismo fue un elemento esencial de mi formación.

Si tuviera que suscribir una tradición, o inventarme una, podría considerarme descendiente -sin duda, lo menos noble y probablemente también algo abusivo- de una línea que se originó en la Europa central de entreguerras y arraigó en París. Fue trasplantada a la capital francesa por sociólogos e historiadores como Lucien Goldmann y Georges Haupt, dos judíos rumanos de habla alemana, y luego ampliada y enriquecida por Michael Löwy y otros. En realidad, no se trata de una verdadera tradición, y menos aún de una escuela, ya que no ha dado lugar a ninguna institución ni revista, sino más bien a una constelación de diferentes autores. Sus elementos distintivos siguen siendo el marxismo crítico, el método dialéctico, la sociología historicista y la filosofía humanista, a los que podríamos añadir una cierta sensibilidad romántica. Las raíces de esta constelación se encuentran en la Mitteleuropa, pero tomó forma en un espacio cultural esencialmente latino, y París fue su lugar de cristalización. Probablemente no soy el único goy entre los nietos de esta diáspora, más proclive que otras a acoger a extranjeros.

Las directrices que se desprenden del conjunto de mis trabajos -marxismo, historia judía, historia de las ideas, historia intelectual, teoría política- me parecen trazar un camino. No poseo el genio de quienes, llevados por su espíritu creativo, navegan con facilidad entre campos completamente distintos. Tampoco soy un erudito que construya una obra compuesta de innumerables variaciones sobre un mismo tema. Me gustaría poder decir que este conjunto de trabajos respeta ciertas reglas, cuya formulación más clara he encontrado en mi otro maestro, Arno J. Mayer, en respuesta a sus críticos. Intentaré enumerarlas por orden, con mis propias palabras. En primer lugar, la contextualización, que significa situar siempre un acontecimiento o una idea en su propio tiempo, en su propio entorno social, en su propio ambiente intelectual y lingüístico, en su propio paisaje mental. Luego está el historicismo, la necesidad de abordar los hechos y las ideas desde una perspectiva diacrónica que capte sus transformaciones a largo plazo. Por supuesto, no abogo por un historicismo positivista o neorankeiano, más extendido hoy de lo que se cree o de lo que quieren admitir quienes lo practican y que conduce casi siempre a una visión apologética de la historia. Yo abogo por un historicismo crítico que, sin embargo, reafirme con fuerza el anclaje último de la historia, incluida la historia intelectual, a su fundamento fáctico, es decir, económico, social y cultural. La tercera regla es el comparatismo. Comparar acontecimientos, épocas, contextos e ideas es una parte esencial del intento de comprenderlos. Esta afición al comparatismo está sin duda ligada a mi condición de expatriado. También está ligada al tema mismo de mi investigación: el exilio, el cosmopolitismo de los intelectuales, la transferencia de ideas de un país a otro, de un continente a otro. A veces esta práctica historiográfica puede resultar incómoda o levantar críticas, como ocurrió este año con mi ensayo sobre la guerra en Gaza, pero no quiero renunciar a utilizarla. La cuarta regla es la de la conceptualización. Esta regla postula que, para captar la realidad, es necesario aprehenderla a través de conceptos, sin por ello dejar de escribir la historia de modo narrativo. En otras palabras, la historia trata de realidades, no de abstracciones. Conseguir que la inteligencia de los conceptos coexista con el gusto por la narración sigue siendo el gran reto de toda escritura histórica, y lo mismo cabe decir de la historia de las ideas. No pretendo haber respetado siempre estas reglas, ni mucho menos haberlas ilustrado de forma ejemplar, pero al menos me he inspirado en ellas. No me corresponde a mí juzgar los resultados.

Este conjunto de reglas no son leyes para la producción de conocimiento histórico, sino puntos de referencia útiles en el ejercicio de una profesión, como método adquirido e interiorizado más que como esquema que aplicar. Sirven para organizar un tema que tiende a ser cada vez más vasto al incluir, junto a las ideas políticas y a quienes las encarnan, sus fundamentos sociales y culturales, con sus formas literarias y estéticas, tanto eruditas como populares. La iconografía desempeña un papel cada vez más importante en mi trabajo, partiendo de la constatación de que las imágenes son también «imágenes del pensamiento» (Denkbilder), a la vez que fuentes e ideas plasmadas. Por último, la adopción de estas reglas designa o da forma a una operación -la escritura de la historia- que, en mi opinión, permanece profundamente arraigada en el presente. Es siempre en el presente donde nos proponemos reconstituir, pensar e interpretar el pasado, y la escritura de la historia -y esto se aplica aún más a la historia política- participa, al estar sujeta a sus limitaciones, en lo que Jürgen Habermas denomina su «uso público» (öffentliche Gebrauch der Vergangenheit). Conviene ser consciente de ello.

Los autores mencionados también me enseñaron una cierta «conducta de vida» -una Lebensführung, como diría Max Weber- sobre la relación entre la investigación y el compromiso público del historiador. Deutscher era un exiliado, nacido en Polonia, que se convirtió en un gran historiador en lengua inglesa, antifascista y antiestalinista. Michael Löwy nació en Brasil de padres judíos austriacos y, bajo la dictadura militar brasileña de los años sesenta, cuando vivía en París, también se convirtió en un exiliado y un apátrida. Hoy es un destacado exponente de la teoría crítica y una figura importante en la cultura de la izquierda latinoamericana. Arno Mayer fue otro exiliado que llegó a Estados Unidos desde Luxemburgo al comienzo de la Segunda Guerra Mundial; en Princeton, fue una de las voces del movimiento contra la guerra de Vietnam. Perry Anderson fue uno de los fundadores de la New Left Review. Podría añadir otra figura que desempeñó un papel muy importante en mi carrera, como guía y amigo: Pierre Vidal-Naquet, un gran helenista que había perdido a sus padres en Auschwitz, que estaba profundamente comprometido con la oposición al colonialismo durante la guerra de Argelia y que lideró una lucha ejemplar contra la negación del Holocausto. Todos ellos eran y son intelectuales comprometidos (engagés) en el sentido sartreano del término. Aprendí de ellos.

Creo que el papel del historiador es ante todo crítico. El historiador no es un juez que administra el tribunal de la historia, ni tiene el monopolio de la interpretación del pasado, porque la historia pertenece a todos. Un buen historiador no debe escribir para defender una causa o hablar en nombre de un grupo. Estoy de acuerdo con la observación de Eric Hobsbawm de que los historiadores no escriben para los proletarios, ni para las mujeres, ni para los homosexuales, ni para los negros, ni para los judíos; escriben para todos. Pero este universalismo no implica ninguna neutralidad axiológica ni tampoco significa indiferencia ante el ruido del mundo, ante la historia que se está haciendo en el presente. Escribir la historia -es decir, desarrollar un discurso crítico sobre el pasado- es una forma de ayudar a la sociedad a comprenderse a sí misma y a reconocer sus responsabilidades en el presente. Por eso nunca he ocultado mis opiniones ni mis compromisos. He escrito sobre varios temas de actualidad; por ejemplo, intentando analizar las nuevas caras del fascismo en el siglo XXI. He escrito varios libros sobre el antisemitismo, la violencia nazi, el Holocausto y su impacto tanto en la historiografía como en la cultura de posguerra. Este trabajo es ciertamente muy modesto, pero me da responsabilidades y no creo que pudiera continuarlo permaneciendo en silencio sobre lo que está ocurriendo hoy en Palestina. Por eso he escrito un ensayo sobre Gaza, un ensayo histórico cuya ambición es aportar una aclaración contra el abuso de la memoria y la manipulación de la historia que hemos presenciado durante el último año para justificar una guerra que ha adquirido rasgos de genocidio. No creo haber violado mi oficio de historiador. El compromiso en el espacio público también es una dimensión de la identidad del historiador.

Para concluir, creo necesario mencionar la concepción de la historia de Walter Benjamin. Si lo hago, no es por gusto por la cita ni por el deseo de escudarme en la autoridad de un gran clásico, sino para reconocer mi deuda con un autor que es una presencia constante, a menudo explícita, a lo largo de todo mi trabajo. En el fondo, lo que creo haber encontrado en los escritos de Benjamin no es tanto una respuesta a mis preguntas como una ayuda para formularlas, premisa indispensable para cualquier investigación fructífera. Benjamin, pues, como interlocutor para cuestionar los presupuestos y el sentido de mi trabajo más que como modelo que ofrezca herramientas de aplicación inmediata. En España, me parece reconocer un acercamiento similar en la obra de un gran historiador, también muy interesado en la conceptualización, como José Carreras. El legado de Benjamin no es comparable al de Marx, Durkheim, Weber, Braudel o Bourdieu. No nos ha dejado un método, sino una profunda reflexión sobre las fuerzas y contradicciones de un enfoque intelectual que, al intentar pensar la historia, insiste en no disociar el pasado del presente. Benjamin opone al tiempo lineal, «homogéneo y vacío» postulado por el historicismo otra concepción del pasado, marcada por la discontinuidad y la ruptura, que él sitúa bajo el signo de la catástrofe. Estableciendo una relación empática con los vencedores, el historicismo fue a su juicio «el narcótico más poderoso» del siglo XIX. Es preciso, pues, invertir la perspectiva reconstruyendo el pasado desde el punto de vista de los vencidos. Nuestra relación con el pasado no puede reducirse al estudio de una experiencia definitivamente cerrada y archivada, sino que se basa en una relación dialéctica en la que «el pasado (Gewesene) se encuentra con el presente (Jetzt) en un instante para formar una constelación». De este encuentro, que no es temporal sino figurativo (bildlich) y condensado en una imagen, surge una visión de la historia como un proceso abierto en el que un pasado inacabado puede, en determinados momentos, reactivarse, rompiendo el continuum de una historia puramente cronológica e irrumpiendo en el presente. En otras palabras, la historia no es solo una ciencia, sino también «una forma de recordar» (Eingedenken).

Por último, esta concepción de la historia toca un conjunto diverso de disposiciones mentales y estados de ánimo -de la melancolía al duelo, de la esperanza al desencanto- que la historia nos ha legado y que rondan en el presente nuestra relación con el pasado. La historiografía contemporánea está marcada por profundas tensiones entre historia y memoria, entre el distanciamiento inherente al proceso histórico y la subjetividad, hecha de ansiedades y reviviscencias, de recuerdos y representaciones colectivas que habitan en los actores de la historia. Sin embargo, el siglo xx no solo ha revelado las ilusiones del historicismo y ha ilustrado el naufragio de la idea de progreso; también ha registrado el eclipse de las utopías inscritas en las experiencias revolucionarias. Como el ángel de la novena tesis de Benjamin, Auschwitz nos obliga a mirar la historia como un campo de ruinas, mientras que el gulag nos prohíbe hacernos ilusiones o ingenuidades sobre interrupciones mesiánicas del tiempo histórico. Para quienes no han optado por el desencanto resignado o la reconciliación entusiasta con el orden dominante, el malestar es inevitable. Mi carrera como historiador de las ideas políticas y de la cultura probablemente se ha visto marcada por este malestar. He intentado que este malestar sea fructífero. No estoy seguro de haberlo conseguido.

 

 


[1] Gaza ante la historia. Akal, 2024.

[2] Els usos del passat. Historia, memòria, política. PUV, 2006 / El pasado, instrucciones de uso: historia, memoria, política. Marcial Pons, 2007.

[3] Passats singulars. El «jo» en l'escriptura de la història. Afers, 2021 / Pasados singulares. El «yo» en la escritura de la historia. Alianza, 2022.

[4] El totalitarisme. Història d'un debat. PUV, 2002 / El totalitarismo. Historia de un debate. Eudeba, 2001.

[5] Revolución. Una historia intelectual. Akal, 2022.

[6] Els nous rostres del feixime. Balandra, 2017 / Las nuevas caras de la derecha. Siglo XXI, 2018.

[7] A sangre y fuego. De la guerra civil europea (1914-1945). PUV, 2009.

[8] La violencia nazi. Una genealogía europea. FCE, 2002.

[9] La historia desgarrada. Ensayo sobre Auschwitz y los intelectuales. Herder, 2000.

 

(*) Enzo Traverso. Doctor por la Escuela de Estudios Superiores en Ciencias Sociales de París, ocupa actualmente la cátedra Susan y Barton Winokur de Humanidades en la Universidad Cornell de Nueva York. Su trabajo de los últimos 30 años ha abordado las guerras mundiales, el fascismo, los genocidios, las revoluciones y la memoria colectiva. Algunos de sus trabajos más celebrados son "La historia desgarrada: ensayo sobre Auschwitz y los intelectuales"," La violencia nazi: una genealogía europea", "A sangre y fuego: de la guerra civil europea (1914-1945)", "Melancolía de izquierdas. Después de las utopías" o "Revolución. Una historia intelectual". Este año publicó "Gaza ante la historia" (Akal, 2024).

(*) Pere Ysàs catedrático de historia contemporánea de la Universidad Autónoma de Barcelona, especializado en la historia del franquismo y de la transición. Es miembro del Centre d'Estudis sobre Dictadures i Democràcies. Coautor junto a Carme Molinero de "Productores disciplinados y minorías subversivas. Clase obrera y conflictividad laboral en la España franquista" (1998), un libro seminal de la historia social del franquismo, es autor de diversos artículos y monografías, entre los más recientes, publicados con Carme Molinero, "La cuestión catalana. Cataluña en la transición española" (2014), "De la hegemonía a la autodestrucción: El Partido Comunista de España, 1956-1982" (2017) y "La Transición: Historia y relatos" (2018).

(*) Francisco Morente Valero catedrático de historia contemporánea de la Universidad Autónoma de Barcelona, especializado en el estudio del fascismo. Es miembro del Grup de Recerca en Guerra, Radicalisme Politic i Conflicte Social (GRECS). Autor de diversos artículos y monografías, entre ellas: "Dionisio Ridruejo: del fascismo al antifranquismo" (2006); "The last survivor: Cultural and social projects underlying Spanish fascism, 1931-1975" (2017) junto a Fernando José Gallego Margaleff o la coordinación junto a Jordi Pomes y Josep Puigsech de "La rabia y la idea: política e identidad en la España republicana (1931-1936)" (2017).

Fuente: Ediciones de la Universitat Autònoma de Barcelona, noviembre de 2024

Traducción: Julio Martínez-Cava


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