16.9.24
Años de intentarlo (reseña sobre el pasado ciclo de movilizaciones y el "momento populista")
Por Thomas Glasman (*)
Dos libros recientes que exploran la «década de protestas de masas» posterior a la crisis y el «momento populista» de la izquierda presentan una valoración vital -pero aleccionadora- de los fracasos constantes de la izquierda y sus potenciales perspectivas.
El 17 de diciembre de 2010, Mohamed Bouazizi se prendió fuego en una oficina gubernamental de Sidi Bouzid (Túnez). La autoinmolación de este vendedor ambulante, acosado de forma regular por la policía, se hizo eco del descontento generalizado contra el gobierno tunecino y, al compartirse ampliamente en las redes sociales, desencadenó las primeras protestas de lo que se convertiría en la Primavera Árabe, un movimiento que, en el plazo de un mes, derrocó al régimen de 23 años de Zine El Abidine Ben Ali.
Se trata de un primer episodio optimista de lo que el nuevo libro de Vincent Bevins, If We Burn, The Mass Protest Decade and the Missing Revolution, (Si ardemos, La década de la protesta de masas y la revolución perdida) [Hachette Book Group, 2024] describe como «década de protestas de masas». En muchos casos inspirados por la Primavera Árabe, los años 2010-2020 vieron a millones de personas salir a las calles en todo el mundo en manifestaciones que en varios casos derrocaron al gobierno de su país o restablecieron su orden constitucional.
Sin embargo, a pesar de su magnitud y de sus éxitos iniciales, Bevins observa que en ningún caso se cumplieron plenamente sus ambiciones. Por el contrario, elabora un esquema pesimista: las protestas, a menudo organizadas por pequeños grupos de izquierda, acabaron creciendo más allá de su control, dejaron a los activistas al margen de los movimientos que habían iniciado y, en ocasiones, con estados más represivos que antes.
Mientras que Túnez parecía (hasta hace poco) haber salido bien parado de la Primavera Árabe, la historia fue bien distinta en Egipto, donde los activistas de izquierdas, inspirados en sus protestas 18 días después de la caída de Ben Ali, se vieron superados en organización por los Hermanos Musulmanes quienes, tras haber ganado las elecciones que siguieron al derrocamiento de Hosni Mubarak, se vieron a su vez derrocados por un golpe militar. En Brasil, la campaña anarquista Movimento Passe Livre (MPL) quedó suplantada por un movimiento de derechas que puso en peligro físico a los radicales de izquierda en las manifestaciones que ellos mismos habían convocado. En el caso de Hong Kong, Bevins argumenta que los manifestantes que asumieron el mantra organizativo informal «¡Sé agua!» fueron incapaces de censurar a ultraderechistas y racistas, perdiendo en el proceso tanto simpatía como impulso.
Para Bevins, la respuesta a la pregunta de por qué fracasaron estos movimientos se encuentra en sus tácticas y su estructura organizativa, las cuales vincula a una filosofía que se corresponde con ello. Sostiene que la tensión que recorre estas protestas es la falta de consideración -o el rechazo activo- de la cuestión de la representación política. Muchos activistas, en lugar de tratar las manifestaciones como un medio para alcanzar un fin, las veían como horizonte de su política.
Para algunos, la presencia de miles de personas en la calle era una declaración moral que no podía ignorarse: el poder de la cobertura de las redes sociales y los principales medios de comunicación demostraría tanto al gobierno como a millones de ciudadanos descontentos pero pasivos que el primero ya no tenía legitimidad popular. Para otros, la protesta fue más profunda. Masivamente participativa y democrática, fue un acontecimiento prefigurativo por el que podía emerger, embrionariamente, del seno de la sociedad capitalista la sociedad que los manifestantes deseaban crear. Cualesquiera que fueran sus razones, muchos de los entrevistados lamentan no haber visto más allá de las manifestaciones y no haber pensado en lo que vendría después.
Bevins se muestra escéptico en que esa previsión hubiera ayudado. Uno tiene la impresión de que, aunque estos manifestantes tuvieran un plan, sus modelos organizativos horizontalistas -sin líderes y sin mucha estructura interna- habrían sido incapaces de organizar a los recién politizados a corto plazo o de absorberlos en un grupo político coherente a largo plazo. Por el contrario, Bevins concluye que la organización formal y estratégica, con representantes y líderes, es necesaria para alcanzar y mantener el poder político.
Las historias que Bevin ha reunido les resultarán familiares a muchos lectores que, en esta década y en la anterior, hayan visto de qué modo dejaban poco a su paso unas protestas gigantescas. Pero cuando se trata de la cuestión de la representación, muchos europeos y norteamericanos politizados a mediados de la década de 2010 pueden sorprenderse de que la idea de la representación sea en lo más mínimo políticamente controvertida. La experiencia y las lecciones de Occupy apenas las habrán tenido en cuenta activistas que, previamente apolíticos o simplemente unos años más jóvenes que los millennials, llegaron a la política y sufrieron derrotas dentro de movimientos políticos populistas formales y más amplios. El historial del populismo, sin embargo, indica que las cosas podrían ser más sombrías para la izquierda que una filosofía ingenua y una estructura organizativa débil.
De la audacia a la gestión del riesgo
El libro de Arthur Borriello y Anton Jäger The Populist Moment: the Left After the Great Recession (El momento populista: la izquierda tras la Gran Recesión) [Verso Books, 2024] sigue la pista de cinco movimientos políticos -Podemos en España, Syriza en Grecia, el corbynismo en Gran Bretaña, así como las campañas presidenciales de Jean-Luc Mélenchon y Bernie Sanders en Francia y los Estados Unidos- que pretendían ir más allá de los movimientos extraparlamentarios y «atreverse a gobernar». Intentando labrarse un nuevo espacio político a la izquierda de la socialdemocracia tras el crac de 2008, estas agrupaciones trataron de superar electoralmente o reconstituir internamente a los partidos de centro-izquierda desahuciados desde los años 80 y desacreditados por su disposición a acomodarse a la austeridad o a aplicarla.
La «década de las protestas masivas» y el «momento populista» encajan perfectamente en la década de 2010, y sus similitudes van más allá de la coincidencia cronológica. Estos movimientos, que procedían de forma desproporcionada y en ocasiones principalmente de las universidades, coincidían demográficamente tanto en número de miembros como en base de apoyo. A menudo compartían liderazgo y, en consecuencia, se basaban en tradiciones ideológicas similares, y muchos de los principales activistas estaban más en deuda con los movimientos altermundialistas de las décadas de 1990 y 2000 que con el movimiento obrero histórico.
Sus reivindicaciones políticas, por tanto, eran a menudo reflejo unas de otras. Con frecuencia, los manifestantes norteamericanos, europeos y de Oriente Medio no se definían ni de derechas ni de izquierdas, y los populistas -con diversos grados de cinismo- solían centrarse en un relato anticorrupción. El principal grupo de protesta de España (de «gente normal y corriente») atacaba la «corrupción entre políticos, empresarios y banqueros», mientras que Podemos sostenía que la principal división de la sociedad se daba entre un «pueblo» honesto y una «casta» siniestra. En ambos casos, la desigualdad y el estancamiento eran síntomas de su blanco principal: un sistema político, más que económico, que funcionaba mal.
Asimismo, el populismo tenía con los movimientos una aparente deuda organizativa. Los partidos populistas, que a menudo se presentaban a sí mismos como «movimientos», se enorgullecían de sus estructuras participativas, que permitían a sus miembros votar medidas políticas, ayudar a redactar los manifiestos de sus partidos y apoyar a sus representantes. Con el poder en manos de sus miembros, algunos negaban que fueran partidos. Haciéndose eco de Hong Kong, Mélenchon declaró que La France Insoumise (LFI) no era un partido, sino una «formación gaseosa», mientras que Podemos se definía por no «distinguir entre quién es militante y cuadro, y quién es sociedad civil».
Sin embargo, a pesar de las similitudes, es fácil exagerar un vínculo directo entre los dos movimientos, algo que evitan Boriello y Jäger. Sólo Podemos y Syriza podrían remontar su formación, personal y filosofía a las protestas masivas. El corbynismo, por el contrario, le debía más en términos de liderazgo y concepción de sí mismo a lo que Podemos condenó como izquierda «senil» de la década de 1980 que a Occupy o al movimiento estudiantil. A pesar de su lenguaje y estilo agresivamente populistas, parece razonable suponer que LFI -el segundo equipo electoral de Mélenchon después de que el político del Parti Socialiste fundara el Parti de Gauche- le debía más a la conveniencia electoral que a la filosofía política.
Y, a pesar de sus pretensiones de ser participativos, los partidos populistas se parecían a menudo más a campañas mediáticas que a movimientos de masas. La jactancia de Podemos de no distinguir entre afiliado y simpatizante desmentía no la inclusión de estos últimos, sino la impotencia de los primeros. Como señalan Boriello y Jäger, el alcance participativo de los miembros se limitaba a menudo a la ratificación de la política formulada por un opaco centro del partido que, a su vez, giraba en torno a un carismático «hiperlíder» (en el caso de Podemos, un antiguo presentador de televisión), cuya posición como celebridad política podía movilizar a la base del partido para que actuara en su defensa. Mientras tanto, miembros y simpatizantes eran esencialmente miembros de una lista de correo electrónico.
Procedente de movimientos de protesta más o menos grandes, la política de izquierdas de la década de 2010 encontró su expresión electoral en organizaciones verticalistas construidas en torno a un hombre del que se consideraba que vivía o moría (y en muchos casos así fue) el movimiento. Las consecuencias de esto fueron que, si bien estos partidos fuertemente controlados fueron capaces de hacer campaña de forma efectiva en elecciones y crisis, se consumieron en el periodo intermedio. Mélenchon, Sanders y Corbyn experimentaron un repunte de su popularidad en el momento de las elecciones, pero en ningún caso fue suficiente para compensar el hecho de que habían caído en picado en el periodo intermedio.
Este problema llegó a definir el populismo de izquierdas, que ahora ha llegado a su fin. Corbyn y Sanders pasaron de casi fracasar en su primera carrera a perder decisivamente en la segunda. En España y Francia, la estrategia ha quedado marginada o diluida. Tras fracasar en su intento de desbancar al PSOE socialdemócrata, Podemos ha ido perdiendo votos todos los años desde 2015 y ahora es un socio menor en el Gobierno del PSOE, en alianza electoral con los comunistas, de los que procede su actual líder.
LFI es quien mejor parada ha salido del populismo de izquierdas. Tras haber adoptado una posición combativa contra el Parti Socialiste en el momento álgido del populismo, LFI se ha convertido en la fuerza dominante de la izquierda francesa. Sin embargo, desde que estuvo a punto de fracasar en las elecciones presidenciales de 2022, ha optado por una estrategia más coalicionista, y este mes LFI ha liderado un «nuevo frente popular» de socialistas, comunistas y verdes para derrotar a la post-fascista Agrupación Nacional (RN) y convertirse en la mayor agrupación parlamentaria de Francia. Sin embargo, ahora que su estrategia ya no se basa en el conflicto directo con el centro-izquierda, LFI se enfrenta a la tarea de traducir los logros conseguidos a través de su estilo antagonista en una coalición parlamentaria con quienes en su propia agrupación siguen oponiéndose a ellos políticamente y están resentidos personalmente con su cabeza visible.
Syriza ofrece un balance mucho más sombrío. El único partido populista de izquierdas que formó gobierno, tras su elección en 2015, lanzó un paquete de austeridad más severo que el de sus predecesores socialdemócratas del PASOK. Dirigida ahora por un antiguo empleado del «departamento de gestión de riesgos» de Goldman Sachs, Syriza ha substituido a lo que esperaba superar.
Se los tragó el vacío
¿Por qué ha sucedido esto? Mientras que Bevins ofrece un rico relato de los motivos, razones y justificaciones de los manifestantes individuales sobre por qué hicieron lo que hicieron, Borriello y Jäger adoptan una visión más distante. Haciendo menos hincapié en la filosofía del populismo, que variaba en contenido, fuerza y sinceridad de un país a otro, en lugar de ello rastrean sus orígenes, forma y demandas en el contexto de una política despojada, o «vacía».
Del mismo modo que el vaciamiento de los partidos socialdemócratas puede explicar el ascenso de importantes contendientes de izquierdas, el declive de instituciones políticas participativas como los sindicatos, los partidos y las organizaciones de masas puede explicar las demandas generalizadas de rejuvenecimiento democrático, tanto en los partidos como en las protestas. En este contexto, el populismo podría entenderse más claramente no como un descendiente directo de los movimientos de protesta, sino como una respuesta diferente a la misma crisis.
Las condiciones que engendraron el auge del populismo, sin embargo, lo paralizaron. Mientras el vacío antidemocrático lanzaba a políticos socialistas a programas democratizadoras, éstos se encontraban -a veces tras décadas de lucha por la democracia de los partidos y la militancia sindical- en posiciones de liderazgo en un momento en el que la densidad sindical estaba en mínimos históricos y en el que los miembros de ambos no estaban muy entusiasmados con ninguna de las dos cosas. En este contexto, la estrategia mediática y el optimismo tecnológico centrales en ambos movimientos parecen, al igual que el hiperliderazgo, menos ideológicos que un medio para hacer frente al hecho irónico de que los llamamientos del populismo de izquierdas a una mayor democracia habían ganado impulso en un momento en el que la participación democrática estaba en su punto más bajo.
El intento de adaptar la política socialista a la realidad del vacío significaba abdicar de la democracia interna en favor de que el hiperlíder desempeñara un papel afectivo ante una base de apoyo desmovilizada pero apasionada. En última instancia, esta reconciliación se volvería en contra del populismo de izquierdas. Al no tener ni el acceso que podían ofrecer los partidos mayoritarios ni la participación que antes podían ofrecer los partidos de masas, se cartelizaron en el cargo o se secaron cuando no lo consiguieron. Quizá refleje la estrategia en su conjunto el hecho de que, fuera de los grupos parlamentarios minoritarios, el legado discernible más significativo del populismo en Gran Bretaña y los Estados Unidos no se encuentre en las instituciones participativas, sino en los medios de comunicación de izquierdas.
Mientras que If We Burn demuestra los defectos de una estrategia que descuida el liderazgo político, The Populist Moment indica los peligros de buscar atajos hacia el poder. Otra lección del experimento populista podría ser que las soluciones organizativas sólo pueden llevarnos hasta cierto punto. El populismo de izquierdas demostró que la izquierda sigue representando un electorado, pero sin las organizaciones que tradicionalmente formaban el movimiento socialista, se reduce a relaciones de individuos, más que a grupos coherentes y organizados.
En este contexto, la brecha entre las ideas y la composición social de una izquierda de elevada formación y su electorado histórico de clase trabajadora, ya establecida en la década de 2010, ha seguido aumentando, mientras que el movimiento sindical ha decrecido en afiliación, influencia y autoestima. Sin abordar este problema, no hay forma de avanzar. Se puede tener la institución más participativa del mundo, pero cuando un núcleo activista representa a una minoría, hay que preguntarse: ¿quién participa? ¿Y los intereses de quién se quiere representar?
(*) Thomas Glasman estudiante y escritor, es colaborador de Tribune.
Fuente: Tribune, 24 de julio de 2024
Traducción: Lucas Antón