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16.9.24

Sólo los israelíes pueden poner fin a su guerra contra Gaza

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Por Harold Meyerson (*)

Algunas guerras terminan, o están a punto de terminar, cuando los ciudadanos, o los militares, o ambos, obligan a su propio gobierno a detener la lucha.

Tal fue el caso de la I Guerra Mundial, cuando las tropas rusas desertaron en masa antes incluso de que los bolcheviques tomaran el poder; cuando los marineros alemanes rechazaron las órdenes de enfrentarse a la superior flota británica para que sus almirantes pudieran afirmar que al menos habían intentado frenar la inminente derrota, un motín que se extendió hasta el punto de que el Káiser hubo de abdicar; cuando divisiones enteras de soldados franceses se negaron en 1917 a abandonar sus trincheras para ser acribillados por las ametralladoras alemanas. Sólo en el caso francés venció el gobierno la resistencia y siguió adelante con la guerra.

Y así ocurrió mismamente en nuestra guerra de Vietnam, donde la oposición del país a una guerra que parecía cada vez más imposible de ganar, no obstante las numerosas bajas norteamericanas, obligó finalmente a la retirada de las tropas norteamericanas.

Pero en vano se buscará un caso en el que aparezca una oposición seria a una guerra que, según las normas convencionales, se esté ganando de forma abrumadora, y movilice grandes manifestaciones en gran parte del país. Al menos, hasta estos últimos días en Israel.

Alrededor de medio millón de israelíes se han manifestado en el país, han ido a la huelga o han cerrado sus negocios para protestar contra la negativa del gobierno de Netanyahu a acordar un alto el fuego en la guerra de Gaza que permita regresar a casa a los rehenes de Hamás (como la población judía de Israel es aproximadamente una cuadragésima parte de la de los Estados Unidos, la participación de 500.000 manifestantes equivaldría a que salieran aquí a la calle 20 millones de estadounidenses).

Me gustaría poder decir que la mayoría de los manifestantes protestaban contra la determinación de su gobierno de hacer inhabitables todos los barrios, casas, rincones y grietas en los que vivan palestinos, una política que ha llevado a Israel a matar a unos 40.000 palestinos en ese proceso. No dudo de que algunos de los manifestantes se opongan resueltamente a esa política, y probablemente crean también que el objetivo de eliminar completamente a Hamás sea una quimera, que librar la guerra de la forma en que su gobierno la está librando producirá inevitablemente una nueva generación de palestinos con la misma ética del fin que justifica los medios que Hamás o los propios ultranacionalistas de Israel. Sospecho que la mayoría de los manifestantes, sin embargo, creían simplemente que era más importante recuperar a los rehenes que continuar una guerra que Netanyahu no quería terminar, por temor a que el cese de la guerra dividiera su coalición, derribara su gobierno y lo pusiera una vez más en peligro legal. O, para decirlo más claramente, que había decidido que los rehenes tenían que perder la vida como precio para preservar su propia vida política.

El principal obstáculo que le impide a Bibi acordar un alto el fuego es su falta de voluntad para poner fin a la ocupación por parte del ejército israelí de la parte de Gaza que discurre a lo largo de su frontera con Egipto. Su propio ministro de Defensa, Yoav Gallant, afirma que el ejército puede proteger los intereses de Israel sin tener que mantener allí estacionada una fuerza militar, y que el efecto real de la postura de Bibi consiste sencillamente en obstruir un alto el fuego, es decir, obstruir tanto la liberación de los rehenes como el derrumbe del gobierno de Bibi, ya que los partidos ultranacionalistas que lo sostienen le abandonarían a menos que la guerra se prolongara de alguna manera hasta que les permitiese expulsar hasta el último palestino, no sólo de Gaza sino también de Cisjordania.

Ante el temor de que llegue un día de la postguerra en el que el Gobierno tenga que rendir cuentas por su responsabilidad en las masacres del 7 de octubre, todos los miembros del Gabinete de Bibi (excepto Gallant) y su mayoría de coalición en la Knesset necesitan que continúe la guerra. Las bases de los partidos de los colonos y los ultraortodoxos están con ellos, al igual que un número suficiente de israelíes que todavía creen que continuar la guerra erradicará de alguna manera a Hamás (una creencia que no comparten los líderes militares de Israel). Así que las divisiones sobre la oposición de Bibi a cualquier alto el fuego reflejan ahora las divisiones preexistentes en el país, que estallaron el año pasado por el intento de la derecha israelí de hacerse con el control de los tribunales del país. Antes del 7 de octubre, la izquierda del país -en su mayoría laica, arraigada en las tradiciones de la democracia occidental y claramente opuesta a la deriva de la nación hacia la ortodoxia anterior a la Ilustración y el tribalismo primitivo- tenía suficiente peso como para retrasar la neutralización del poder judicial. Sin embargo, carecía de poder para derribar al gobierno, y sigue careciendo de poder hoy en día.

Ya en la década de 1990, escribí que una verdadera solución Israel-Palestina no requería una solución de dos Estados, sino de cuatro: Dos para la parte israelí y dos para los palestinos (pensando entonces en la parte OLP-Fatah y en la parte más extremista de rechazo, desde la cual Bibi ha trabajado incesantemente para debilitar a la primera). Los modernistas liberales de cada bando podrían tener su Estado, y también los ultranacionalistas sectarios. Desde entonces, el principal objetivo del arte de gobernar de Bibi ha consistido en el debilitamiento tanto del bando modernista liberal judío como del palestino.

Si su guerra contra Gaza (y ahora contra Cisjordania) se prolonga hasta el infinito -como parece ser su objetivo-, las filas de la oposición israelí aún pueden aumentar. Los restantes rehenes seguirán retenidos, aparecerán más muertos, la economía israelí se debilitará, ya que los reservistas que componen su ejército no podrán volver a sus trabajos civiles y el oprobio internacional no hará sino aumentar. Un cambio en la política de Estados Unidos que prohíba la venta de armas ofensivas a Israel puede acelerar el final de la guerra, pero en realidad sólo la opinión pública israelí puede detenerla. En algún momento, lo hará: toda guerra interminable acaba por terminar. Esperemos que llegue antes de que los nacionalistas sectarios de Israel y un primer ministro que se aferra al poder sólo gracias a su apoyo maten a miles de personas más.

 

(*) Harold Meyerson, veterano periodista de la revista The American Prospect, de la que fue director, ofició durante varios años de columnista del diario The Washington Post. Considerado por la revista The Atlantic Monthly como uno de los cincuenta comentaristas más influyentes de Norteamérica, Meyerson perteneció a los Democratic Socialists of America, de cuyo Comité Político Nacional ha sido vicepresidente.

Fuente: The American Prospect, 3 de septiembre de 2024

Traducción: Lucas Antón


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