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20.5.24

En un mundo convulso y ruidoso: política, legitimidad y fango.

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Por Álex Alonso Nogueira (*)

El breve texto, de su puño y letra, con el que Pedro Sánchez ha puesto fin a esta pequeña representación colectiva sin cuarta pared que vivimos durante cinco días merece una reflexión.

Desde su principio, el autor, obligado a explicar los motivos de su silencio, desarrolla dos argumentos fuertes que sitúan su acción más allá del ámbito subjetivo, en un contexto estrictamente político. En primer lugar, Sánchez subraya que este silencio y el estado de shock e incertidumbre que generó fueron una estrategia necesaria para interrumpir el perpetuo y atronador ruido de fondo y los ataques aparentemente personales, pero en última instancia también políticos, que tanto él como su entorno han recibido a lo largo de los últimos diez años. Y, en segundo lugar, subraya que su inaudito movimiento busca forzar una reflexión colectiva sobre el entorno y la lógica de un debate político convertido en un ring dialéctico lleno de marrullerías donde no hay heridos sino sólo cadáveres y espectros.

Para dejar atrás este persistente ruido de fondo que enmaraña y hace imposible el debate político, en sentido estricto, Sánchez parece proponer una receta simple: en primer lugar, la necesidad de reivindicar "el debate respetuoso y racional basado en evidencias" y, en segundo lugar, defender el respeto a la dignidad de las personas como límite de cualquier ataque político. Estos dos conceptos que podrían parecer de "sentido común" remiten sin embargo a una tradición filosófica liberal que entendía el debate político sobre la lógica del mejor argumento, y que partía de un humanismo ilustrado y utópico.  Su prestigio político, sin embargo, es menguante y la consecuencia concreta es que la concepción dialogada de la democracia, como espacio de disensos y de consensos mínimos y la defensa de la igual dignidad de la persona, que garantizaba la participación universal, no son ya lenguajes compartidos por todos los actores que participan del juego político.

De hecho, la destrucción de estos dos aparentes denominadores mínimos ha sido la más exitosa estrategia de la derecha internacional desde, al menos, 2016, la campaña en la que Donald Trump derrotó a Hillary Clinton y cuya consecuencia fue una aniquilación de los fundamentos retóricos de la democracia liberal a la que el partido demócrata no supo hacer frente. Al apelar a estos dos elementos, se intenta que el partido vuelva a comenzar sólo que los rivales ya no siguen las reglas de la competencia virtuosa, pues han comprendido que disputarlas e infringirlas da más beneficio que seguirlas pasivamente. En la larga historia de la comunicación política, el éxito casi inesperado de esta campaña sin cuartel la convirtió en el modelo de muchos publicistas y, siguiendo este renovado manual, el debate político "de ideas" ha sido sustituido por una política sin debates, nosotros contra ellos, recogiendo ciertos restos de los destrozos de la crisis, atravesados por un elemento de cohesión muy afectivo.  Esta política sin debate, de máximas y frases memorizables, de juegos de ingenio y acusaciones de brocha gorda, era en el primer momento Trump, solidaria de una lógica antagónica con la que se buscaba no sólo vencer al rival sino, y sobre todo, dejarlo fuera del juego político. El lema fuerte enunciado por Roger Stone, uno de los principales consejeros de Trump no, era "Derrota a Hillary Clinton", sino "lock her up", "enciérrala (en la cárcel)".

El agotamiento de las formas y las tradiciones no escritas de la democracia deliberativa, en un momento en el que el anti-intelectualismo ha resurgido con fuerza, se produce en un momento político en el que la derecha ha desplazado a la izquierda del centro de la calle. Poco a poco, las sucesivas manifestaciones alentadas o directamente organizadas por el partido conservador, ya desde el final del gobierno Zapatero, han ido apropiándose del espacio público y creando un cierto efecto de descontento que los medios de comunicación se han encargado de amplificar. Situada en el vértice del poder político la izquierda ha perdido visibilidad en el espacio social y el descontento ha pasado a ser una bandera de la derecha, sin que la izquierda haya encontrado una fórmula de vencer en esta batalla simbólica. La mayoría silenciosa, a la que aún apelaban Rajoy y Sáenz de Santamaría, un concepto también tomado de las campañas americanas, de la de Nixon en 1969, ha sido sustituida por una minoría ruidosa que, en ciertos espacios, como por ejemplo Madrid, es mayoritaria. Convertida la capital además en el escenario natural de la política, e incapaz de romper el gobierno la trampa geográfica, resultado del intenso proceso de centralización del Estado -ni siquiera se ha sido capaz de descentralizar la red de museos, ya no digo el senado- la representación de este descontento a través de las coreadas y retransmitidas protestas de la ultraderecha se impone también como una falsa evidencia pero, y sobre todo, intenta funcionar como un plebiscito informal que no precisa ir a las urnas, porque la indignación "se ve". Esta suma de imágenes de protesta y de mensajes distintos pero equivalentes está íntimamente conectada con la transformación del concepto de legitimidad política y supone un ataque continuo frente al que el gobierno no ha encontrado una defensa eficaz.

El efecto más fuerte de este rumor de fondo que a veces se convierte en un estruendo que anula y silencia las voces del gobierno y de su fragmentada base política es la deslegitimación del trabajo y del ejecutivo, invisible para el gran público, y los ataques sin tregua a la figura del propio presidente. La idea fuerza aquí es el cuestionamiento de su legitimidad.  Es importante subrayar aquí que son estas dos ideas, "Legalidad" y "legitimidad", las que articulan, al menos hasta esta crisis, las diferentes estrategias de los principales actores del campo político y también las dificultades del gobierno para dar una respuesta a través de la ley a un problema que se sitúa en el ámbito de la legitimidad. Si la legalidad es objetivable y valida la acción de gobierno a través de la aritmética parlamentaria, la legitimidad es un concepto difuso, que está fuera de los códigos, en cierto sentido un concepto cultural o antropológico: el terreno perfecto para la batalla cultural en la que se intenta conectar comunidad y orden político. La entrevista de Pedro Sánchez en El País del domingo pasado: "Esta máquina del fango viene de no reconocer la legitimidad del gobierno progresista", y la intervención de la vicerpresidenta en el senado: "el gobierno es legítimo desde el primer día" al menos apuntan que el gobierno se ha dado cuenta que la legitimidad es el campo de batalla. No está claro, sin embargo, que una reacción legalista, a través de prohibiciones, controles y ese horror, los "fact-check", sean suficientes para enfrentarse a un problema de fondo que remite al proceso de construcción de una nueva hegemonía.

Si se entiende la batalla política desde este punto de vista, la estrategia del PP cobra este sentido. Lo que vivimos no es sólo un conflicto legal sino una crisis existencial en la que la identidad del país, su propia existencia, está siendo puesta en juego. En este contexto, lo importante no es quien formalmente sume los votos, sino quien representa realmente el interés general, en un momento en que "la nación y el estado están en peligro".  Las trampas de la legitimidad. Sin entender, sin embargo, esta lógica argumental que sostiene las posiciones de la derecha, no es posible entender el ruido de fondo, la apelación constante a la legitimidad, y la no aceptación de los resultados electorales que constituirían una distorsión de la voluntad del auténtico pueblo español: su voz legítima. Tal vez después de esta crisis, el PSOE haya empezado a percibir que este relato no es sólo una fantasía ideológica. En su fuero interno Feijoo se siente el presidente legítimo, y esta legitimidad, más allá de la legalidad puramente formal, conlleva para quienes la comparten una verdad moral evidente que da lugar a un nuevo lenguaje político, alejado el racionalismo frío y deliberativo de los liberales, y a una nueva pasión política cuyos efectos son innegables. En esta situación, "que cada uno aporte lo que pueda". En última instancia, la ansiada llegada del gobierno finalmente no sólo producirá un cambio de gobierno sino un fuerte giro reaccionario, una pérdida del lenguaje común, ahora ya sin tapujos, y el regreso a un clasismo indisimulado como ya ha sucedido en Estados Unidos e Italia.

Para esta lucha final, la carta de Sánchez intenta desesperadamente situarse en el mundo de ayer. Aquel momento en que había un consenso sobre las reglas, los lenguajes y los límites del juego político. Parece pensar que las viejas armas de la socialdemocracia aún pueden dar esta batalla, apelando a la reconstrucción de una utópica razón comunicativa y un pacto de mínimos que salvaguarde la dignidad de las personas.  En el fondo la persistencia de un utopismo liberal, que ve en la ley y en los consensos el instrumento clave para la modificación de la realidad y en el derecho un sistema de normas voluntarias, contingente y reformable. Su némesis es, sin embargo, la judicatura y, en general, los altos funcionarios del estado. Frente al utopismo y ethos de la democracia radical, los viejos magistrados, muchos de filiación paleocristiana, que se han educado y han podido progresar en esas mismas redes católicas, la lógica es la opuesta. No viven en el utopismo, sino en el realismo, en una forma de pragmatismo conservador que empapa la cultura política, no tienen una concepción formalista de la ley, sino que ven en ella un instrumento del poder, y no ven en el derecho simplemente un sistema de normas contingentes, sino y sobre todo una forma de vida, y la ley es la defensa de esa forma de vida, su vida: la normalidad, las cosas de siempre. Los diferentes significantes del sentido común del que han sabido apropiarse. No es algo privativo tampoco de España. Al igual que ha sucedido en Estados Unidos, los altos tribunales han dejado de ser instancias puramente técnicas y se han lanzado también al barro político. Han comprendido que son parte de una nación en crisis que vive un "momento existencial" -no es irónico, muchos así lo piensan y lo transmiten- y que a ellos les toca ejercer cierta función de garantes de la constitución, y no exactamente de la formalmente aprobada en 1978 sino de la histórica. Esta nueva función les obliga también a buscar su legitimidad en el espacio público, como ha sucedido también en Estados Unidos, donde las sentencias del Tribunal Supremo apelan directamente a ese reconocimiento público que nada tiene que ver con el antiguo perfil técnico del derecho. Los jueces dejan de ser expertos anónimos para convertirse en figuras públicas implicadas en llegar a donde no llega el gobierno, dejan de ser intelectuales tradicionales y se convierten en intelectuales orgánicos, sus sentencias se publican, incluso los autos de los diferentes momentos procesales, y es en ese contexto su posición se legitima, no por unos votos, o por un mandato caducado, sino por la identidad con la nación que guardan. Una fantasía peligrosa, pero que no sucede sólo en España. Aludir a la persistencia de raíces franquistas o al "lawfare" es un modo muy imperfecto de abordar la complejidad del problema. No permiten entender cómo funciona la lógica política y moral del otro.

En este terreno enfangado, donde la pérdida de la calle es parte de la pérdida del control sobre la imagen pública de los representantes del Estado, y donde la retórica del odio lo impregna todo, y donde la legitimidad se convierte en el nuevo campo de batalla, se está produciendo una lucha a muerte que el gobierno intenta calmar con un bálsamo legalista. El problema es que unos y otros dicen compartir la defensa de la democracia, derecho, ley, pero interpretan esas palabras en un sentido casi opuesto y se perciben en situaciones existenciales diametralmente opuestas. Hablan de lo mismo, pero no hablan de lo mismo, ya que democracia, ley, derecho, constitución incluso, no son meros términos, ni siquiera ideas, son conceptos atravesados de significados opuestos.  En la lucha simbólica por darles sentido la derecha va ganando con varias cabezas de ventaja.

Para salir de este laberinto, Pedro Sánchez puede seguir varias estrategias: bien limitarse a reactivar el lenguaje y las instituciones liberales y buscar los consensos que los apuntalan; o bien trabajar dentro de la lógica antagónica, aspirando a constituir un nuevo sentido común y sobre todo una nueva hegemonía, disputando la batalla del espacio público, que es la batalla de la calle y de los medios, y formando un bloque histórico plural que impugne el orden y la herencia cultural de la que él mismo proviene.

En cualquier caso, como su elocuente silencio de cinco días prueba, interrumpir el ruido de fondo, las estrategias enfangadas de la comunicación política, parece una condición sine qua non de la nueva acción de gobierno, si realmente quiere ser efectiva y no un nuevo relato utópico. No parece posible limitarse a una reactivación de la democracia deliberativa, ni siquiera renovada a través de formas de participación más abiertas. El régimen político fuertemente emocional característico del momento populista no se ha agotado después de la práctica desaparición del populismo de izquierdas como actor político y vuelve imposible el modelo de ciudadanía y de espacio público que permitían que aquella república tuviera lugar. Al situarse la batalla en el terreno de la legitimidad, es preciso disputarlo con las armas propias que no son exactamente las de la ley. En este contexto, el giro legalista de Sumar supone un cierto paso atrás, para cada problema una ley, y una pérdida del sentido político necesario para dar la batalla.

Para una y otra cosa, para ir más allá de las formas deliberativas de democracia y para forjar una nueva cultura, el trabajo es político y debe disputar los espacios y los conceptos, y no confiar en el carácter taumatúrgico de la ley, la deliberación y el procedimiento. El sentido común no se modifica "legalmente" ni se defiende en una manifestación. Es un sistema de evidencias compartidas que sólo se transforma en la "duración larga". No está claro, sin embargo, que se pueda salir de esta situación embrollada y del fango a través de utopismo cándido. Sería tanto como avanzar hacia el futuro con la mirada hacia atrás, contemplando la arquitectura imaginaria de la democracia republicana mientras la historia camina y nos arrastra hacia formas políticas irracionalistas y antidemocráticas.

 

(*) Álex Alonso Nogueira. Profesor titular de literaturas hispánicas y teoría cultural del Brooklyn College, CUNY. Ha publicado estudios de historia intelectual, historiografía y crítica literaria y ha colaborado en eldiario.es y en la revista de cultura gallega Grial. Acaba de terminar una monografía sobre la historia de la cultura gallega vista desde América titulada Meditacións de inverno.

Fuente: Sin Permiso, 8/5/2024


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