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29.1.24

Lugares ya no comunes: “Identidad”, “Diferencia”, “Víctima”

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Por Andrea Colombo, Federica D'Alessio, Velania A. Mesay (*)

Identidad

Andrea Colombo

"Identidad" y "derechos civiles", en el actual debate y enfrentamiento político, son gemelos siameses. Inseparables: no se puede mencionar uno de los dos términos sin referirse inmediatamente al otro. Cuando se habla de "derechos civiles", se suele aludir a las reivindicaciones de grupos, mayoritariamente minoritarios, pero no siempre, caracterizados por una identidad sexual, de género, étnica, racial o incluso simplemente física específica, que exigen no sólo el acceso a los derechos sino también el reconocimiento de la dignidad, el respeto, la inclusión.

El catálogo de identidades específicas es ya kilométrico y sigue creciendo: por lo que respecta únicamente a las identidades de género y a la orientación sexual, el + añadido al acrónimo LGBTQIA (lesbianas, gays, bisexuales, transexuales, queer, intersexuales, asexuales) abre la puerta a la entrada de futuras y potencialmente innumerables microidentidades. A la kilométrica lista se añade, más sobre el papel que en los hechos, la identidad social "desfavorecida", en términos sencilllos, los pobres.

Esta exigencia de acceso a los derechos y de respeto, sacrosanta en sí misma, degenera cada vez más en un integrismo grotesco, pero no por ello menos inquietante: la ilusión imperiosa de cambiar las mentalidades interviniendo autoritariamente sobre el lenguaje, con la prohibición de ciertas palabras, aunque sólo sean potencialmente ofensivas; la "schwa" [vocal neutra] (?) utilizada en lugar de la vocal final para no herir la sensibilidad de quienes no se sienten ni hombres ni mujeres; la reescritura de ciertos textos porque son "inaceptables" a la luz de la sensibilidad moderna, y así de un escalofrío a otro.

Estas distorsiones, circunscritas, pero no insignificantes, remiten obviamente a un nudo mucho menos risible que Kimberlé Crenshaw, fundadora de la Interseccionalidad, había identificado y abordado pero no desentrañado ya en 1989, cuando la tendencia apenas se insinuaba. Por mucho que la izquierda, tanto en su variante moderada y liberal-democrática como en su variante radical y autodenominada subversiva, intente referirse a este rompecabezas de identidades parciales como una subjetividad múltiple, pero unificada por una opresión común, la misión se revela imposible. Por motivos evidentes: entre una lesbiana blanca y rica y una lesbiana negra y pobre, la masilla está necesariamente aguada, el vínculo deshilachado. Totalmente oprimida y excluida, ironiza una interseccionalista negra, sólo es una lesbiana negra y pobre: de hecho, se podría añadir obesa y discapacitada. Igualmente imposible es la identificación de una figura antagonista concreta, que de hecho suele acabar correspondiendo a un tipo ideal igualmente abstracto: el varón blanco cristiano acomodado y en excelente forma física.

La salida, naturalmente, consiste en identificar como contrapartida no al caricaturesco "hombre blanco, etc.", sino al "sistema" que produce exclusión y opresiones múltiples. Pero este "sistema", mientras no se analice en sus dinámicas, su composición material, su realidad concreta, su genealogía y sus intereses reales, acaba puntualmente deslizándose a su vez hacia la abstracción. El conflicto se connota así en torno a dimensiones puramente éticas mal entendidas: la "civilización" frente a la "incivilidad", el bien inclusivo frente al mal excluyente, una especie de antifascismo antropológico que contrasta con el "eterno fascista", como si el silbido del machista o los golpes de los escuadristas sólo difiriesen en gradación, pero entraran en la misma categoría.

Por esta vía es por la cual, allí sobre todo donde la herencia puritana es más fuerte, se cuelan en los países anglosajones las irrisorias y a la vez asfixiantes formas de integrismo que proliferan a ambos lados del Atlántico: hoy Lenny Bruce sería perseguido y amordazado por la izquierda progresista más que por la derecha reaccionaria.

Una derecha modernamente fascista y desenfrenada, por lo demás, no hace más que contraponer a la Babel de las identidades oprimidas pendencieras la apelación a identidades ficticias pero antiguas, conocidas y, por tanto, tranquilizadoras: la nación, la religión y, ahora cada vez más abiertamente, incluso la "sangre", es decir, la raza. Despliega, con mejores resultados, el mismo victimismo charlatán, la misma condición reivindicativa petulante que siempre caracteriza a todo identitarismo.

Explota y aprovecha el mismo desconcierto que produce la proliferación cancerosa de microidentidades parciales y lo dirige en su propio beneficio, en parte recurriendo a arcaísmos tranquilizadores, en parte concentrando el rencor y el resentimiento contra las reivindicaciones identitarias progresistas. Como si fueran el origen del desconcierto y no, a su vez, un producto del mismo: reacciones a la misma percepción de exclusión dolorosa y humillante que anima tanto a la mujer "trans" que se siente negada en su identidad por las referencias a las mujeres como al "redneck" furioso porque todo el mundo se siente obligado a usar la "N-Word" [eufemismo para evitar un término ofensivo para los afroamericanos], pero nadie le define con una "R-Word", o al buen europeo, no necesariamente racista, que culpa a los intrusos de otro color de la propia desorientación que sufre, de su propia inseguridad permanente.

Se debería, por tanto, comprender qué provoca ese desconcierto, qué da lugar a ese sentimiento omnipresente de exclusión y disminución: qué intereses los determinan, qué formas de dominación inimaginables hace sólo unas décadas los producen. No se trata de oponer los derechos sociales a los derechos civiles, la nostalgia de una identidad de clase hoy irrecuperable en sus formas conocidas a las reivindicaciones identitarias de los "oprimidos y excluidos". Tampoco vale la pena apuntar al "capitalismo", a la "lógica del beneficio" o a otros objetivos demasiado generales como para ser útiles.

Haría falta, por el contrario, remontarse a las transformaciones globales que, desde la década de 1980 y después de forma exponencial, han remodelado todas las estructuras sociales y productivas, su gestión por el capital para su uso y beneficio exclusivos, y las feroces dinámicas de exclusión que se han hecho inevitables por la necesidad de mantener esa gestión. O, para decirlo con otras palabras ya utilizadas: por la necesidad de imponer una salida de la sociedad del trabajo manteniendo inalteradas las reglas de la sociedad del trabajo.

 

Lugares ya no comunes: «Diferencia»

Federica D´Alessio

¿Quién tiene necesidad de diferencias? La pregunta puede parecer retórica, pero no lo es. Es que las diferencias son demasiado valiosas para desperdiciarlas en sinónimos de baja calidad. "Diferencia" no equivale a diversidad, no se corresponde con disenso, ni con desacuerdo. "Diferencia" significa divergencia, división. Que se prolonga virtualmente al infinito, y que a veces acaba en dispersión y fragmentación. ¿No es ésta la historia de la izquierda desde sus comienzos? No ha conducido a mucho más que a la derrota, hasta llegar a la desaparición y la confusión con el adversario, con la derecha.

"Ya no hay diferencias entre derecha e izquierda" es el nuevo sentido común y es cierto: ya no hay divergencia entre los recorridos de la derecha y los de la izquierda, hace ya treinta años que los caminos se han vuelto a encontrar bajo el signo del llamado neoliberalismo, es decir, del imperio del capital, de la especulación financiera, pero también de la cultura burguesa de la vida, clasista y entregada a los principios del mérito, del prestigio social, de la envidia de los ricos y del lujo, de la subalternidad frente al poder. Años y años de gobiernos técnicos, de gobiernos de unidad nacional, de pactos de estabilidad, de "Europa lo quiere" y demás, de culto al éxito retransmitido 24 horas al día por la televisión y las redes sociales, han anulado las diferencias políticas entre izquierda y derecha, y se ha producido la fusión obviamente bajo el signo del más fuerte: la política se ha ido toda a la derecha.

En compensación, en la izquierda, el vicio del constante "diferir" no sólo no se ha superado, sino que se ha exacerbado aún más: ni siquiera el pacifismo es ya capaz de unificar más allá de las diferencias, ni siquiera ante una devastación patente, como la que tiene lugar en Palestina en estos momentos, se es capaz de encontrar un terreno común. Los tiempos de Zimmerwald (cuyos protagonistas tampoco brillaban por su capacidad de escucha ni de concordia) parecen un sueño lejano. Pero ¿estamos seguros de que acentuar siempre lo que nos divide por encima de lo que nos une es realmente el enfoque más inteligente? Quizá el problema, remontándonos más alto, es que ya no sabemos lo que nos une. Ya no son las condiciones económicas, ya no es la pertenencia de clase, ni la conciencia de clase. Ya no es la solidaridad, ni entre trabajadores ni entre pueblos. Ya no son las luchas, que continúan, sin cesar, pero que no encuentran resonancia más allá de los estrictos protagonistas: ya no unen a los "trabajadores del mundo".

Vivimos en un mundo al revés y no necesitábamos un panfleto de un general para saberlo, deberíamos haberlo comprendido cuando se nos pidió que creyéramos en los totalitarismos buenos, en el fetiche de las identidades como herramienta para luchar contra el racismo y en el "storytelling" como instrumento de la verdad. En este mundo al revés, también puede ocurrir que se invierta el orden de las distinciones: no saber ya cuándo es necesario hacerlas y cuándo, por el contrario, se vuelven deletéreas. Este es un vicio no sólo de la izquierda, sino también del feminismo. De las muchas revoluciones del pensamiento, la feminista fue la que más luchó por hacer de la diferencia -la sexual- el eje de una cosmovisión por fin no ya subalterna, sino divergente, irreductible, respecto a la pretensión del hombre de serlo con H mayúscula; la sinécdoque quedó por fin desenmascarada como tal.

Hoy en día, el feminismo ha abandonado en gran medida el concepto de diferencia para emprender dos caminos, ambos plagados de trampas: por un lado, el identitario, aferrado a un concepto de "mujer" que hay que definir en clave estrictamente biológica/maternalista sólo para que se convierta en un puerto seguro, una etiqueta reivindicativa orgullosa que se puede llevar pret-a-portér, cada vez que resulte cómodo y posiblemente en clave chantajista o victimista, como una perfecta mujer self-made woman. Algo saben de esto las muchas líderes/divas y figuras políticas más o menos carismáticas, o aspirantes a serlo, de Giorgia Meloni a Taylor Swift y otras, que han aprendido a llamarse "mujer" no porque se reconozcan en un sujeto colectivo, sino siempre que sienten que la definición juega a su favor: me atacan/envidian porque soy mujer y porque soy mujer en una posición de poder.

Por otro lado, las propias feministas han empezado peligrosamente, en los últimos treinta años, a producir "conflation", como dirían en inglés -"conflate" ["equiparar"] es un verbo intraducible, porque más que superponerse, como a menudo se traduce, se parece a insuflar un concepto en otro, como dos globos, hasta que las paredes del interior se adhieren perfectamente al globo exterior, privándolo de su propio aire- entre diferencia y diversidad. Y así, la diversidad se ha comido a la diferencia. El sujeto "mujer", de ser un sujeto filosófico y político que se niega a definirse en relación con el hombre, diverso y abigarrado por lo dicho, ha pasado a disolverse en una larga yuxtaposición de intersecciones entre características de diversidad que ciertamente hay que tener en cuenta, pero que no dividen las diferentes experiencias de ser mujer "en la sociedad de los hombres", por citar a la inolvidable Eva Figes.

Ser mujer blanca es distinto de ser mujer negra, ser mujer transexual es distinto de no haberse planteado nunca el problema de la propia identidad de género, ser mujer lesbiana es distinto de ser mujer heterosexual, tener hijos es distinto de no tenerlos, pero ninguna de estas diferencias marca la diferencia; la diferencia la marca ser mujer en un mundo diseñado para los hombres, es una diferencia de poder, y el poder, antes de verse declinado por la diversidad, debe ante todo ser trastocado, o mejor dicho, repensado, partiendo en primer lugar de las dramáticas divergencias que produce, en forma de desequilibrios que generan la posibilidad de explotación, opresión, violencia; este es el sentido, la finalidad de la política.

Quienes se ocupan de ella, sin embargo, desde hace algún tiempo parlotean tanto sobre la diversidad para no hacer notar, para no admitir, que han renunciado por completo a ocuparse de lo que, en cambio, marca la diferencia.

 

Víctima

Velania A. Mesay

Cuando Didier Fassin y Richard Rechtman, antropólogo y sociólogo el primero, y psiquiatra el segundo, iniciaron sus investigaciones sobre la condición de "víctima", corría el año 2000. El impulso para su estudio se derivó del atentado contra las Torres Gemelas, que cambió radicalmente el significado común al que aludimos cuando hablamos de víctimas. Sus análisis, recogidos posteriormente en L'impero del trauma, mostraban de qué manera el propio concepto de víctima es, en realidad, el resultado de una asimilación moderna, que comenzó primero con el psicoanálisis y después con la elaboración de determinados acontecimientos históricos.

Hoy en día, no nos sorprende que al lugar en el que acontece un drama -ya se trate de un suceso trágico como el estallido de un conflicto, el accidente de un avión o un atentado terrorista- se envíen, además de médicos y fuerzas del orden, psicólogos y psiquiatras en un intento de curar lo que la piel no muestra, pero que, como prolongación del cerebro, con el tiempo restaura. La noción de que la "herida" no es sólo la que es material, sino también la que se forma dentro de los espacios de nuestra mente, es un logro que como sociedad hemos alcanzado sólo recientemente.

Hasta la primera mitad del siglo XX y más allá, a un trabajador que sufría una lesión y pedía una indemnización por ello, o a un soldado que pedía la baja, se les miraba bajo el prisma de lo que los dos autores llaman "ilegitimidad", es decir, de sospecha, ya que a la víctima no se la reconocía como tal. Lo que contribuyó a cambiar el imaginario moderno sobre el significado de víctima fue, ante todo, la elaboración de la Shoah, que, gracias a los testimonios de los supervivientes, convirtió lo que era una experiencia individual en un drama colectivo, reconocido incluso por quienes no la sufrieron y/o experimentaron.

Primo Levi escribió: "Sé que fui una víctima inocente y no un asesino; sé que los asesinos han existido, no sólo en Alemania, y siguen existiendo, jubilados o en servicio, y que confundirlos con sus víctimas es una enfermedad moral o una afectación estética o un siniestro signo de complicidad; sobre todo, es un precioso servicio prestado (intencionadamente o no) a los negadores de la verdad". [1] Estas palabras, legadas a la posteridad, obligaban a una reflexión encaminada a discernir allí donde alguien avanzaba la posibilidad de negar o mistificar lo sucedido. Primeros rescoldos del cortocircuito posmoderno que aún hoy vivimos: hacerse la víctima.

A lo largo de los años 70, con el regreso de los soldados de Vietnam, muchas familias estadounidenses tuvieron que hacer frente al comportamiento autodestructivo de los veteranos. El estrés psicofísico al que se habían visto sometidos produjo un número altísimo de suicidios. Se empezaron a enviar equipos médicos de psicólogos y psiquiatras para ayudar a las familias, paralelamente se formaron las primeras asociaciones que reconocían que el trauma del individuo podía afectar a la comunidad; ya no había que ocultar o negar el trauma, sino que se animaba a los veteranos a hablar de él y a los familiares a denunciarlo.

Así llegamos a 2001 y al tercer acontecimiento que cambia la percepción del concepto de víctima. El atentado contra las Torres Gemelas es, según los dos autores, el acontecimiento que marca el inicio de la era contemporánea en la que domina lo que denominan la "política del trauma". La víctima es considerada como tal a partir de "la identificación que los responsables políticos, los actores humanitarios y los especialistas de la salud mental son capaces de percibir con respecto al distanciamiento que suscita la alteridad del otro, es decir, su proximidad cultural, social y, tal vez, incluso ontológica; y la definición a priori de la fundamentación de su causa, de su desgracia, de su sufrimiento, cosa que presupone evidentemente una evaluación política y, a menudo, ética". De este modo, el trauma reinventa, sin que lo sepan sus partidarios, víctimas "buenas" y "malas" o, como mínimo, escalas de legitimidad entre las víctimas". [2]

En nombre de las víctimas se justificó la respuesta estadounidense a los atentados del 11-S. En nombre de las víctimas, se produjeron otras tantas víctimas. Nuevas heridas para llenar heridas pasadas en el delirio común de que para curar las propias es necesario herir a los demás.

La "víctima" es así ese telón de fondo ideal sobre el que se libra una batalla ideológica, un lugar de encuentro y enfrentamiento para los responsables políticos y una opinión pública que sufre o contribuye a la catalogación de los buenos y los malos.

Hoy en día, en Occidente, la personificación de la víctima contemporánea se ha asignado a las personas migrantes. Son víctimas en todos los sentidos o, de hecho, se las ha convertido en tales: no sólo porque se ven obligadas a abandonar su lugar de nacimiento por agentes externos e internos, sino también y sobre todo porque su trayectoria migratoria se ve casi siempre obstaculizada por un trato inhumano que conduce al sacrificio de la propia vida. Víctimas sobre todo de una política que concede a unos el lujo de poder desplazarse mientras a otros se les niega, se les excluye, se les impide hacerlo. Y cuando uno sobrevive a lo largo de la odisea que debería terminar en un lugar seguro, éste se convierte en una nueva jaula donde los valores y derechos de los que tanto presume nuestro continente se les vuelven a negar. Más allá de estos apuntes, por todos conocidos, surgen preguntas que giran en torno al ámbito de la descripción de las migraciones en el lenguaje público.

¿Es lícito preguntarse si existe un riesgo sutil al que nos enfrentamos cuando estas personas se ven sólo representadas con el perfil de víctimas? Interrogantes gastados y que no se consideran prioritarios, como preguntarse si la víctima quiere ser definida como tal, juegan una partida importante con el porvenir en la medida en que la obsesividad del contar sólo a la víctima tiene como resultado final eludir quién la convierte en víctima.

Y de nuevo, ¿quiere la víctima que se la describa sólo por ese segmento de experiencia que la ha convertido en víctima, excluyendo todo lo demás que conforma su experiencia como ser humano?

En el caso del relato mediático de las migraciones, la necesidad de sensibilizar al público, a menudo ignorante o reacio a lo que ocurre en zonas fronterizas, ha coincidido con una narrativa en la que el protagonista ha sido la pornografía del dolor ajeno. Las lágrimas, las cicatrices, las heridas materiales e inmateriales se han convertido en el pan de cada día, en el único alimento posible para hacer digerir las injusticias que hombres y mujeres sufrían y siguen sufriendo a todas horas para llegar a la fortaleza Europa. Si la descripción de lo real debe servirse también de este material, con mayor razón empero este lenguaje ha producido en los últimos treinta años más división que unión.

Si se buscaba la empatía, ha producido en cambio apatía, pereza, desinterés. A veces una peligrosa desconfianza. El uso de imágenes que buscan en la violencia el único medio de cautivar a la audiencia la ha vuelto cada vez más insensible y distraída. El sufrimiento, sentimiento presente en toda historia de migración, no debe omitirse de la narración, pero no puede convertirse en su único intérprete ni en el antagonista que oculta las individualidades y las historias individuales hasta cristalizarlas en masas y números.

Lo que ingenuamente se pensó que era "dar voz" a las personas migrantes ha supuesto en realidad, en muchos casos, sofocar parte de esas voces, substituirlas por una mirada colonizada y colonizadora. Esta narrativa ha plasmado no sólo el relato mediático, sino también la de una buena parte del mundo humanitario que, con anuncios, fotos y vídeos, trata de atraer la atención de los donantes y de la sociedad civil. En una entrevista durante la presentación de su libro I Buoni, afirmaba Luca Rastello: "Cuando la relación de ayuda se institucionaliza, el ayudado se convierte en usuario. Y si eres un usuario, perteneces a la categoría en el nombre de la cual se habla, pero que no habla, que debe ser agradecida, que presta su voz a sus representantes, privada de ciudadanía, relegada de por vida a la relación de ayuda". Rastello fue el primero en darse cuenta de las contradicciones del tercer sector y se esforzó por superar esa lógica descriptiva en la que la víctima sólo quedaba reconocida a través de la categoría de la consagración del dolor. Devolver una imagen compleja que vaya más allá de los estereotipos implica una investigación en profundidad y el estudio de un nuevo lenguaje que permita que palabras como "migrante" o "víctima" no sigan siendo jaulas en las que se encierran conceptos y personas, espacios limitadores y limitados, donde el otro sólo existe en función de nuestro "yo".

[1] P. Levi, Sommersi e salvati, Einaudi, Turín 1991, p. 34 [Los hundidos y los salvados, Austral, 2018].

[2] D. Fassin e R. Rechtman, L'impero del trauma, Meltemi, Milán 2020, p. 408.

 

(*) Andrea Colombo. Comentarista político del diario italiano il manifesto. Antiguo militante de Potere Operario y experto en la historia italiana de los años 70, sobre la que ha escrito varios libros, fue portavoz del grupo parlamentario de Rifondazione Comunista en el Senado.

(*) Federica D'Alessio. Periodista y activista, es colaboradora de diversas cabeceras digitales como The Vision, Rolling Stone y Gli Stati Generali, además de la revista Micromega. Ha recibido varios premios periodísticos, como el Di Pubblico Dominio y el Parco Majella.

(*) Velania A. Mesay. Periodista independiente.


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