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20.11.23

Tan poco y tanto. Sobre Milei y la democracia

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Por Juan F. González Bertomeu (*)

Se acerca el ballotage y uno de los dos candidatos más votados, Javier Milei, todavía expresa incomodidad, en el mejor de los casos, ante la pregunta por la democracia. No soy nada original al llamar la atención sobre el tema.

Milei sostuvo, por ejemplo, que los problemas del país comenzaron en 1916, el año en que asumió Hipólito Yrigoyen, pero además la primera experiencia de elección presidencial bajo voto secreto y universal (todavía solo de varones).

En un primer sentido, la democracia es un sistema de gobierno, un modo de agregar voluntades individuales para adoptar decisiones colectivas. La democracia es mucho más que la suma de individualidades, pues bajo su amparo hacemos colectivamente aquello que no podríamos lograr por separado, pero es el único sistema de gobierno en el que esas individualidades son reconocidas. Al ser preguntado y repreguntado en varias entrevistas sobre si creía en el valor de la democracia, Milei retaceó su respuesta. Se limitó a poner en duda sus virtudes debido a lo que habría demostrado el economista estadounidense Kenneth Arrow (Nobel de Economía en 1972) en su teorema de la imposibilidad, un ejercicio que cualquier estudiante avanzado de política y economía conoce.

El planteo de Milei es interesante por lo que muestra, pero también por lo que esconde. Es relativamente oscuro para un público lego, e iluminarlo desnuda la visión paupérrima de la democracia que tiene el candidato. Suponga, planteaba Arrow, que buscamos que un grupo de más de dos personas decida entre al menos tres opciones recurriendo a algún método, pero respetando una serie de condiciones que en principio encontraríamos aceptables (un apéndice explica esto con algo más de detalle). Pues bien, mostraba el autor, ningún método de agregación de preferencias logra satisfacer estas condiciones y a la vez asegurar que el orden generado sea transitivo, es decir, un orden bajo el cual, si se escoge la alternativa A por sobre la B y la C, podamos estar seguros de que A vence tanto a B como a C. Podría suceder que la opción que resulte elegida parezca arbitraria: si se cambia el orden de la decisión o se espera un tiempo breve, la decisión puede cambiar. La regla de mayoría, que está en el corazón de la democracia como sistema de gobierno, es presa potencial de este problema, pero la "imposibilidad" en cuestión cubre a cualquier otro método de agregación de preferencias individuales.

¿Qué tan grave es este peligro para una democracia real? Usualmente, cuando se dan ejemplos en las aulas de la imposibilidad en el teorema de Arrow, se recurre a casos reales más o menos excepcionales en la historia. Ello es así porque el riesgo latente de intransitividad en el corto plazo es relativamente bajo, y muchas de las decisiones que se toman en política involucran dos opciones, no tres o más. Por lo demás, y esto resulta crucial, la cura a la intransitividad implicaría renunciar a la democracia, pues, como mostrara Arrow, una elección social que necesariamente respetara la transitividad tendería a ser "dictatorial". Mientras que el resultado del teorema es potente, no lo es para invalidar la democracia: se trata de un ejercicio teórico con aplicación infrecuente en la práctica que solo un férreo dogmatismo academicista, o una convicción antidemocrática, pueden esgrimir como preocupación tangible, y que pasa por alto las limitaciones aún más serias de otros métodos de decisión.

Nuevamente, en sus apariciones, Milei no parece rescatar nada positivo de la democracia como forma de gobierno, y en las pocas ocasiones en las que habló de ella, enarboló la crítica mencionada y muy poco más. Con esto, uno podría pensar, transmitiría la idea de que la democracia es un sistema poco defendible, pues existiría en su seno un problema fundamental e irresoluble. Pero criticar a la democracia con el teorema de Arrow en la mano es similar a odiar a las bicicletas porque cada varios años es necesario ajustar sus frenos (o, peor: criticar a las bicicletas como medio de transporte porque en su construcción se contamina un poco, negando el efecto de contaminación masiva de otros medios). Por cierto, existen problemas infinitamente más serios en democracia que la perspectiva de incumplir el teorema de Arrow. Y el candidato no solo elude ofrecer un modelo para mejorar el desempeño del sistema político que tenemos, sino que pone en duda a la propia democracia y da pasos para socavarla. Esto se ve hoy en sus quejas sobre la transparencia de las elecciones de primera vuelta, poniendo en cuestión por primera vez desde la reinstauración democrática el resultado de una votación y, al parecer, condicionando su aceptación del procedimiento a la obtención de resultados favorables. Como muchas voces han puesto de resalto, en esto, como en otros temas, Milei sigue a la letra el triste manual de populistas de extrema derecha como Trump y Bolsonaro.

Con su desdén actual respecto de la democracia, que no permite augurar un futuro mejor en este plano, Milei pasa por alto la enorme potencia que ella tiene; las promesas que ofrece, aunque siempre de manera frágil: tender una oportunidad única para ejercitar la igualdad política y brindar una posibilidad de ponernos provisoriamente de acuerdo para la acción sin recurrir a la violencia. Como varios/as filósofos/as políticos/as han mostrado, la democracia es el único sistema bajo el cual cada persona tiene el mismo nivel de libertad y el mismo peso (una influencia compatible con la que tiene cada una de las otras personas) para elegir a sus gobernantes o a las principales directrices de la política. Lo hace de manera torpe y tosca, simplificando las preferencias siempre más complejas, y siempre inestables, de los individuos, pero solo ella lo hace. Es decir, la democracia maximiza nuestra libertad. Y es también una manera de zanjar nuestros desacuerdos políticos a la hora de tomar decisiones reemplazando a la violencia, como ha sostenido Adam Przeworski basándose en Norberto Bobbio, y como los/as argentinos/as aprendimos tristemente al cabo del siglo 20.

Mencioné que la intransitividad era problemática si se daba en el corto plazo. Pero no hay nada caprichoso en la intransitividad democrática en el mediano y largo plazo, pues las elecciones bajo democracia, más allá de acuerdos fundamentales que no deberían cambiar, son siempre contingentes y provisorias. En parte en esto radica su valor: en no cerrar la puerta al cambio, en ofrecer la posibilidad de seguir influyendo en los resultados de las políticas que se adopten, cualesquiera que estas sean. Esta idea de la democracia como autogobierno colectivo no se desentiende del respeto de los derechos, para lo cual existen órganos de control (por ejemplo: en nuestra democracia constitucional no estamos habilitados para decidir libremente "matar a otro", como planteó Milei llamando la atención sobre los riesgos del mayoritarismo). Solo enfatiza que la puerta de la transformación política debe quedar siempre abierta en la medida en que no se vulneren seriamente tales derechos.

Nuestra influencia individual en democracia es espectacularmente baja. La democracia no debería quedar circunscrita al voto, sino que debería florecer entre elecciones, de la mano de la participación. Aun así, es poco lo que cada una puede contribuir marginalmente. Esto sucede en parte porque nuestros sistemas políticos están sujetos a distorsiones conocidas, como la influencia del poder económico en las campañas y el poder del gobierno en funciones (el que sea) para explotar sus siempre considerables ventajas. Pero también sucede, como ha sostenido Jeremy Waldron, porque vivimos en sociedades altamente pobladas, y rechazaríamos una manera simple de ampliar nuestro impacto individual: dejando a otros/as afuera. Un ejercicio usual entre algunos/as economistas consiste en sostener que el ejercicio del voto es irracional, dado que representa un esfuerzo considerable (en términos de adquisición de información y costos de oportunidad) frente a la perspectiva de una influencia ínfima en los resultados. Pero esta influencia no es igual a cero, y por lo demás el voto no puede medirse solo en términos de influencia. La prueba simple de esto es que nadie aceptaría ser privado del derecho al voto, por bajo que sea su valor instrumental. Por supuesto, la promesa de igualdad de la democracia ha sido parcialmente traicionada. Vivimos en una sociedad hondamente desigual, con crecientes niveles de pobreza e informalidad, y este es el principal desafío de la política argentina. Con todo, bajo cualquier otro sistema, la influencia y la igualdad política de cada uno/a de nosotros/as serían menores.

Una visión más maximalista de la democracia ata este sistema a la obtención de resultados concretos. Es tentador aferrarse a esta idea, que nuestro hoy revalorizado Ricardo Alfonsín hiciera palpable en sus discursos de campaña. Si pensamos que con la democracia no solo se ejercen y resguardan nuestros derechos civiles y políticos, sino que se come, se educa y se cura, es obvio concluir que la democracia como sistema de gobierno en parte ha fracasado en su tarea. Pero, en su punto más básico, la democracia debe ser preservada con independencia (al menos parcial) de los resultados. Esto implica un desafío, pues no es fácil defender un sistema haciendo caso omiso de sus logros dispares. Pero vale mucho la pena, y quienes estamos comprometidos/as con los valores de la democracia deberíamos recordarlo, porque de ello depende que en el futuro podamos seguir zanjando nuestros desacuerdos en paz.

La democracia es entonces un sistema de gobierno que honra la igualdad y permite dejar de lado la violencia al tomar decisiones. Pero, tal como la hemos entendido desde 1983, la democracia es algo adicional, acaso más etéreo, pero tan fundamental como lo anterior: es una forma de convivencia social, una forma de vida pública; una celebración del pluralismo y la diferencia. Es la confluencia en paz en el Obelisco, una tarde hace pocos días, de una reunión de amigos de Spiderman, de bailarines Otakus y de una manifestación denunciando falsamente fraude en contra de Milei. Es la posibilidad de dialogar en la calle con desconocidos/as, de discutir, incluso airadamente, pero sabiendo que al cabo de un rato nos despediremos de manera más o menos amistosa, o al menos sin riesgos mutuos. Es el consenso mínimo sobre el respeto al prójimo en el discurso público, del resguardo de un espacio libre de agresión y discriminación, de procurar no ver a mi oponente como enemigo, incluso cuando en privado pensemos que lo es. Es que, como rescata Jon Elster, hay "virtud cívica" en esa hipocresía, y esa expectativa de moderación mutua, pues ellas calman nuestras tendencias más extremas.

No puede negarse que aquí también hay un gran desafío. Llevamos muchos años en Argentina jugando al límite, poniendo en juego la capacidad y resiliencia de nuestra convivencia. Pero se trata de un Rubicón que hasta ahora nadie ha cruzado de manera clara. Con su visible falta de templanza; sus insultos reiterados a la oposición; su minimización o negación de la violencia de Estado; su propuesta de regreso al siglo 19, cuando las personas quedaban por completo a merced de las fuerzas del mercado y el sufragio era restringido y manipulado; su aparente condicionamiento del respeto de procedimientos constitucionales al logro de resultados favorables; y una visión de la vida pública y privada que promete una mayor explotación y violencia, Milei amenaza cruzar ese límite como no lo ha hecho ningún otro candidato viable en nuestra historia democrática. Y con ello pone en juego consensos básicos de nuestra cultura democrática, que tanto nos costó lograr.

Según he aprendido luego de semanas de conversaciones, algunas personas piensan en votar a Milei no porque expresen desdén por la democracia sino porque consideran que el gobierno saliente hizo lo suyo por degradarla. Entiendo que mucha gente esgrime esta noción de buena fe y, a pesar de que votaré al candidato Massa, la comparto en alguna medida. Por ejemplo, considero un error serio el intento de juicio político a la Corte iniciado por el oficialismo. Pero en estas elecciones no hay equivalencia entre los candidatos en cuanto al respeto de valores democráticos. Y esta falta de equivalencia me evoca un caso recurrente que encuentro en mi trabajo profesional, un ejemplo extremo que cito no porque piense que nos advierta sobre un posible futuro ominoso sino porque ilustra el punto discutido. Investigo, entre otros temas, la historia política argentina en sus tránsitos vertiginosos entre democracia y dictadura. Y he observado que, luego de cada golpe de Estado (por ejemplo: el golpe de 1930 contra Yrigoyen o el de 1955 contra Perón), un argumento imperante, sostenido por los golpistas, era el de la república dañada. Los golpes venían, se nos decía, a suturar heridas y a reparar aquello que estaba fracturado. Y eso se hacía removiendo de facto a las autoridades, cerrando el Congreso, prohibiendo a ciertos partidos, echando a jueces, declarando el estado de sitio y reprimiendo. Con pocas excepciones, es fácil encontrar buenos argumentos para criticar a un gobierno democrático. En algunos casos, es notablemente fácil. La paradoja consiste, sin embargo, en criticar la degradación de la democracia cuando la cura que se ofrece no promete más que potenciar enormemente el daño.

La democracia parece tan poco, y sin embargo es tanto.

Apéndice

Las condiciones que imponía Arrow se vinculan con la racionalidad y la autonomía de las preferencias: que la decisión no dependa de las preferencias de una sola persona; que el contenido de las posibles opciones no esté condicionado; que si cada una de las personas favorecen una opción, el grupo también la favorezca; y que, al escoger un ganador parcial entre cualquier par de opciones, la presencia de una tercera opción sea irrelevante.

Arrow mostró que ningún método de decisión lograba satisfacer estas condiciones y a la vez generar un orden transitivo. Por ejemplo, si se cumplen las condiciones, no puede descartarse que la sociedad prefiera la opción A por sobre la B, la B por sobre la C, la C por sobre la A, y así sucesivamente. Esto sucede porque, bajo un escenario concebible, cada persona podría ordenar sus preferencias de manera que no exista una que gane a todas las otras agregando los votos en competencia de a pares de opciones. Supongamos que existen tres votantes y que ordenan del siguiente modo las opciones: V1: A > B > C; V2: B > C > A; V3: C > A > B. En este escenario, A derrota a B, B derrota a C y C derrota a A, cada una por dos votos.

Usualmente, esto se conoce como la "paradoja de Condorcet". Plantea un problema porque genera inestabilidad (ninguna decisión gana por sobre las otras) pero además porque cualquier decisión que resulte elegida no es vencedora indiscutible frente a las otras: por ejemplo, si se hace competir a A contra B y luego se compara a la ganadora contra C, C podría tener una ventaja (pues podría haber perdido en la comparación inicial). Así, la institución o persona que escoge el orden de la votación tiene mucho peso. Debe destacarse que varios/as autores/as han intentado mostrar que algunas de estas condiciones son demasiado exigentes, y que la democracia podría sortear una versión más débil de ellas. Y el propio Arrow parece haber concedido, hacia el final de su vida, que había salidas posibles a esta encerrona.

 

(*) Juan F. González Bertomeu Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas, Instituto Gioja. Facultad de Derecho, Universidad de Buenos Aires.


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