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5.12.22

Una vida entre los archivos soviéticos (II) (Entrevista a Sheila Fitzpatrick)

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Sheila Fitzpatrick (*)

Sheila Fitzpatrick (Melbourne, 1941) es una de las historiadoras más importantes e influyentes de la actualidad. Dedicada al estudio de la historia de la Rusia soviética desde hace más de 50 años, ha hecho grandes contribuciones a la comprensión de la vida del campesinado y de la población industrial durante el estalinismo, a la vez que ha abordado cuestiones a

Era difícil. Lo fue especialmente en los años 60 y 70 porque no entregaban catálogos ni guías. No decían qué material tenían. Tampoco lo publicaban. Así que había que hablar con un empleado de los archivos y decirle: «Mi tema es tal y tal, y quiero tal y tal material». Entonces, por supuesto, podían entenderte mejor o peor, y podían ser más o menos colaborativos. Era realmente complicado conseguir material de esa manera, a punto tal que, en el proceso, aprendí mucho sobre la burocracia y los archivos. Si pedías, por ejemplo, las actas de las reuniones de una determinada institución, pero las actas se llamaban protocolos, puede que no las trajeran a no ser que les cayeras bien. Pero si decías «Quiero protocolos» y tenían protocolos, a menudo se sentían obligados a traerlos. Y una vez que tenías los protocolos o las actas, entonces podías continuar mejor el trabajo, fecha por fecha. Ahora bien, muchos de los archivistas, esos funcionarios subalternos con los que traté, fueron de una enorme ayuda. Hicieron lo que pudieron por mí y, a menudo, con muy buena predisposición. Puede que tuvieran la sospecha de que, en los intercambios académicos, las potencias occidentales enviaban espías que se hacían pasar por historiadores. Sin embargo, si te veían trabajar regularmente durante un largo tiempo, se convencían de que realmente estabas escribiendo sobre historia. Veían que estabas haciendo tu trabajo y que no estabas simplemente sentada ahí. En mi caso, evidentemente, decidieron que yo era una verdadera historiadora.

Me gustaría contar una historia curiosa sobre esta cuestión. Algo que me sucedió ya en los años 80, una época en que durante bastante tiempo viajé a la URSS casi cada año. Un día, en el paquete de carpetas que recibí, había una sobre el uso de mano de obra de convictos en la industria pesada, un tema tabú. Yo estaba entonces trabajando sobre la industria pesada. Miré ese archivo y me dije: «Es increíble. Yo no pedí esto». Pero me senté, lo leí y tomé notas detalladas. Y luego volví y dije: «¿Puedo tener el siguiente año de la misma serie?». Pero, ciertamente, nunca obtuve más. En definitiva, parecía una cosa extraña que me había llegado y que me permitía llenar un vacío porque, por supuesto, el material sobre el uso de la mano de obra de convictos no era parte del archivo de acceso abierto. Muchos años más tarde, ya a finales de los 80, en tiempos de la perestroika, me encontré en una ocasión social con la subdirectora del archivo. Entonces, ella me dice: «¿Le gustó el regalo que le envié?». Y yo le pregunté: «¿Qué regalo?». Y ella respondió: «Le envié unas cositas sobre el trabajo de los convictos». Y mientras la miraba sorprendida, ella me explicó: «Lo hice porque vi que era muy trabajadora, siempre estaba trabajando. Pensé que eso merecía un reconocimiento».

En su autobiografía A Spy in the Archives: A Memoir of Cold War Russia [Una espía en los archivos. Memorias de la Rusia de la Guerra Fría], narra el momento que da título al libro: el de la acusación en 1968 en el periódico Sovetskaya Rossiya de ser una «saboteadora ideológica», una espía para Occidente disfrazada de académica. ¿Qué supuso para usted esa acusación y cómo transitó ese periodo?

No fue tan malo como parece o, en realidad, como podría haber sido. La realidad es que se equivocaron con mi nombre o, más bien, no sabían que yo era la persona de la que estaban hablando. Esto necesita un poco de explicación. Yo nací Fitzpatrick y publiqué mis artículos utilizando ese apellido. Pero me casé en Gran Bretaña con un hombre llamado Alex Bruce. Y pese a que yo hubiese deseado mantener mi apellido en el pasaporte británico, los británicos no lo permitían. Dijeron: «Usted es la señora Bruce». Así que conseguí un pasaporte que decía Sheila Bruce o, en ruso, Sheyla Brius. Mientras tanto, publicaba como Fitzpatrick. Solo tenía un artículo en aquella época, en una revista que seguía la vieja convención británica de utilizar las iniciales en lugar del nombre. Así que me llamaba S. Fitzpatrick. El periódico Sovetskaya Rossiya evidentemente tenía a alguien asignado para leer la prensa occidental con el fin de escribir artículos diciendo que esa gente era saboteadora y falsificadora. Tal vez la kgb le dijo que buscara a Fitzpatrick o, más probablemente, simplemente esa persona estaba leyendo la revista buscando algunos potenciales «falsificadores burgueses» para atacar, encontró ese artículo y pensó: «Bueno, esto encaja». Supuso que Fitzpatrick era un hombre, porque el apellido no da el género. Escribió en su artículo que Fitzpatrick era lo más parecido a un espía. Mientras tanto, yo seguía en Moscú como Sheyla Brius. Pero yo no leí ese periódico, y mis amigos tampoco. Cuando volví a Oxford, la gente de allí que estaba al tanto de la prensa soviética dijo: «Dios mío, te han denunciado como espía. ¿Pasó algo?». Así fue como me enteré. Supongo que después de un tiempo la KGB descubrió que Fitzpatrick y Brius eran la misma persona. Pero creo que en ese momento no sabían eso. En los archivos, la persona con la que trataban era Bruce (Brius), y no había nada contra nadie con ese apellido.

Acaba de mencionar su estancia en Oxford, donde se doctoró con su tesis sobre Lunacharsky. Mientras tanto, en Cambridge estaba E.H. Carr, el prolífico escritor, diplomático e historiador, cuyos estudios sobre la URSS habían adquirido gran relevancia. ¿Tuvo usted contacto con Carr? ¿Qué impresión le causó su obra?

Cuando fui a Oxford, la historia soviética no era considerada un objeto de estudio muy legítimo. Entre otras cosas, era vista como demasiado contemporánea y se asumía que no se podía conseguir material de archivo. Yo la veía como un campo más o menos virgen en la década de 1960. Había apenas algunas personas estudiando esos temas, pero yo los consideraba esencialmente como politólogos que se habían desviado hacia el campo de la historia. En definitiva, no había nadie cuyo trabajo sobre la historia soviética me pareciera de gran interés en Oxford.

Las dos personas que tenían un trabajo que sí me resultaba serio e interesante eran Leonard Schapiro, en la London School of Economics, y E.H. Carr, en Cambridge. Y tuve relación con ambos. Hasta el momento en que Leonard decidió que no le gustaba ideológicamente, me apoyó mucho y fue un gran patrocinador. En el caso de Carr, las cosas se dieron de otro modo y muchas veces me he preguntado por qué no fui en primer lugar a Cambridge a estudiar con él. Es uno de los misterios de la vida, pero lo cierto es que no lo hice. De hecho, tampoco me puse en contacto con Carr, aunque admiraba mucho su trabajo. Sin embargo, fue él quien un día se puso en contacto conmigo y entonces apareció la misma cuestión del apellido. Fue hacia 1968 o 1969. Carr me escribió una carta a mi dirección de Oxford dirigida a la «Sra. Bruce». Decía algo así como: «Querida Sra. Bruce, me pregunto si se ha dado cuenta de que una persona llamada Fitzpatrick está trabajando en su tema y ha publicado este artículo...». Así que le respondí: «Esa soy yo» (estoy segura de que él lo sabía y de que la carta era su pequeña broma). Me invitó a ir a Cambridge y visitarlo. Me apresuré a ir y nos hicimos, creo, amigos. Fue bastante curioso. Su oficina estaba en el Trinity College de Cambridge. Recuerdo que subí muchas escaleras oscuras para llegar allí y que las propias habitaciones estaban a oscuras, y allí estaba él: un hombre alto, mayor, de aspecto impresionante, sentado detrás de su escritorio. Entonces entré yo, una mujer joven y menuda. Gracias a nuestras conversaciones descubrí por qué se interesaba en mi trabajo. Aunque no se dedicaba básicamente a la historia cultural, tenía una sección sobre política cultural en el libro que estaba escribiendo. Creo que era el segundo volumen de Bases de una economía planificada. Era evidente, por mi artículo publicado sobre Lunacharsky, que yo sabía algo al respecto, y él quería informarse.

Carr siguió en contacto incluso después de que yo me fuera a EE.UU.. En cierto modo, él se mantuvo más presente conmigo que yo con él. No porque yo no hubiera querido, sino más bien porque pensé: «Él es un gran hombre, ¿y quién soy yo?». En 1971, cuando ya no estaba casada con Alex, y vivía en Londres, en una relación con un periodista que trabajaba para el Financial Times, Carr me escribió a la casa de esa persona, a quien nunca le había mencionado, en lugar de escribir a mi dirección de Oxford. Esa era otra de sus pequeñas bromas, supongo, una forma de decir: «Mis espías saben dónde estás».

Quisiera preguntarle ahora por algunas cuestiones vinculadas a la actualidad de Rusia y, en particular, por el modo en que se piensa desde la política contemporánea el proceso soviético. Vladímir Putin suele defender algunos aspectos de la URSS, pero desprecia la Revolución de Octubre (a punto tal que no se celebró su 100o aniversario en 2017). Parece ver la Revolución y a Lenin como generadores de caos y desintegración. ¿Dónde ubicaría a Putin desde el punto de vista ideológico y de su lectura de la historia rusa?

En cierta ocasión Putin se definió como un «producto puro y completamente exitoso de la educación patriótica soviética». Aun con la dosis de ironía de la expresión, hay mucho de cierto en ella. Por supuesto, es evidente que sobre Lenin se apartó bastante de aquello que le enseñaron, pero sobre Stalin se mantuvo en el mismo eje.

Para tener una perspectiva de las ideas de Putin sobre la Revolución Rusa conviene, efectivamente, observar sus opiniones en los debates de cara a las celebraciones del centenario de la Revolución -celebraciones que finalmente no se produjeron-. En aquel contexto de 2017, Putin dijo que con seguridad Lenin había hecho algunas cosas buenas, pero que hubo aspectos negativos muy claramente destacables para él. Lo definió, lisa y llanamente, como un destructor de naciones. En ese contexto, lanzó su crítica favorita a Lenin, considerando como una de sus peores medidas el otorgamiento del derecho de secesión a las repúblicas de la URSS. Putin lo llamó «una bomba de tiempo». Se trata de un recurso que, por supuesto, ninguna de las repúblicas usó durante 70 años, hasta que finalmente lo hicieron.

En contraste con su mirada sobre Lenin, Putin ve a Stalin como un constructor de la nación. Y la construcción de la nación es algo por lo que Putin manifiesta una enorme simpatía. Él siente que está dedicado a ello. Piensa su propio papel como el del hombre que tiene la misión de construir una nación después de una fuerte agitación que ha producido una gran erosión y malestar dentro de la sociedad. Es en ese sentido en el que admira a Stalin.

Varios académicos han sugerido que, en cuestiones como el trato a Ucrania, Putin remonta su perspectiva al tiempo de la consolidación del control ruso del siglo XVIII sobre aquellas tierras, entonces rusas, que ahora son parte de Ucrania. Simon Montefiore afirma que Putin ha leído su libro sobre Catalina la Grande y la creación de la Gran Rusia y que le gustaría situarse en la tradición de los constructores de la nación y el imperio rusos, empezando por Pedro el Grande y pasando por Catalina. Estoy abierta a ese punto de vista, pero no he visto ninguna evidencia concreta que me convenza de que eso sea más importante para Putin que el aspecto soviético, que, después de todo, está más cerca de él. Pero es ciertamente una hipótesis bastante plausible.

¿Qué aspectos de la historia rusa nos dan pistas para analizar la invasión a Ucrania?

El propio Putin nos ha dado una pista en sus comentarios sobre la inseparabilidad histórica de Rusia y Ucrania. Considera que los orígenes del actual Estado ucraniano están en la República Socialista Soviética de Ucrania, formada como miembro fundador de la URSS en la década de 1920. Esto implica que una estrecha relación con Rusia (en la época soviética, la República Socialista Federativa Soviética de Rusia) está incorporada a la identidad ucraniana.

La cuestión del destino de Ucrania dentro de la URSS es complicada. Es la URSS la que reconoce a Ucrania como entidad nacional a principios de la década de 1920, en contraste con los aliados occidentales después de la Primera Guerra Mundial, que se negaron a hacerlo. En la década de 1920 hubo conflictos por el «nacionalismo burgués» en Ucrania. En la hambruna de principios de la década de 1930 (llamada «Holodomor» por los ucranianos, y una parte clave de la historia nacional del Estado ucraniano postsoviético), los campesinos ucranianos fueron los principales afectados (aunque los campesinos de otras regiones productoras de grano, como el sur de Rusia y Kazajistán, también sufrieron mucho); y los líderes del Partido ucraniano, junto con los de otras repúblicas y regiones nacionales, fueron víctimas de las Grandes Purgas a finales de la década.

Este es un terreno relativamente conocido, pero también está la cuestión del papel de Ucrania en la política y el gobierno soviéticos en el periodo posterior a Stalin. Durante la redacción de mi último libro, The Shortest History of the Soviet Union, me interesé bastante por este tema. El periodo posterior a Stalin, especialmente a partir de los años 60, fue mucho más fácil para Ucrania. Nikita Jruschov, un ruso nacido en Ucrania, había sido el jefe del Partido en esa región a finales del periodo de Stalin, y cuando pasó a esferas más altas en Moscú conservó muchos amigos ucranianos, a los que por supuesto les fue muy bien bajo su mandato. Por aquel entonces, los líderes del Partido ucraniano, si bien nombrados por Moscú, eran siempre ucranianos étnicos; y la representación ucraniana en el Politburó aumentó y siguió siendo importante durante el periodo de Leonid Brezhnev. Durante el último periodo soviético, Ucrania parecía una de las repúblicas más exitosas, le iba bastante bien y, en comparación con otras repúblicas de la URSS, se sentía bastante satisfecha consigo misma. Aunque existía un movimiento nacionalista disidente, era relativamente pequeño en aquella época.

Esto hace que sea más fácil comprender el hecho de que, cuando se produjo el fracaso de la perestroika de Mijaíl Gorbachov y la cuestión de la soberanía republicana y la separación ingresó en la agenda de los líderes de las repúblicas soviéticas, Ucrania no se encontrara en la primera línea. Los Estados bálticos eran los que realmente querían salir más rápido y los que contaban con una opinión popular que apoyaba firmemente a los líderes separatistas. Los líderes de Georgia y Armenia también estaban avanzando hacia la salida en 1990-1991, con el apoyo de la opinión pública de sus repúblicas. Pero ese no fue el caso de Ucrania. Ucrania abandonó la URSS en el último momento, junto con Rusia (bajo el mando de Boris Yeltsin), y en gran medida siguiendo el ejemplo de Rusia. El golpe mortal para la URSS se produjo cuando Yeltsin, el líder ucraniano Leonid Kravchuk y los bielorrusos comunicaron al presidente soviético Gorbachov que las tres repúblicas eslavas se marchaban, dejando a Gorbachov presidiendo el cascarón vacío de la URSS.

¿Cree que Putin puede estar buscando para Ucrania un régimen similar al de Lukashenko en Bielorrusia?

Si eso es lo que pretende, no creo que lo consiga. Lo que ha provocado, de hecho, es lo contrario. Ha conseguido una suerte de consolidación de un sentido de la nacionalidad ucraniana separada y hostil a Rusia. Y ese sentido de pertenencia a esa nacionalidad ucraniana tiene que incluir a los numerosos ciudadanos étnicamente rusos que viven en Ucrania. Uno de los aspectos más llamativos de la cobertura mediática sobre la invasión de Ucrania es que nadie haya mencionado, al tratar la destrucción y el brutal bombardeo de Mariupol, que la mitad de la gente que vive allí es de origen ruso. Según el último censo, en Mariupol vivía 44% de personas de origen ruso. Así que se trata de rusos que, junto con los ucranianos, están sufriendo el trauma de la guerra y que, presumiblemente, en respuesta en gran medida a esta invasión y a la hostilidad, se identifican con el proyecto del Estado ucraniano. Incluso antes de la invasión, yo hubiera sido muy escéptica de que a Putin se le pasara por la cabeza la idea de que podía conducir a toda Ucrania a una posición como la bielorrusa. Ya lo intentó antes, de forma más o menos democrática, pero no funcionó. Ahora, la invasión ha dificultado aún más su consecución. No está claro cuáles eran los objetivos concretos de Putin al invadir y, en cualquier caso, probablemente hayan cambiado tras el desastre del primer avance hacia Kiev. Pero en este momento parece mucho más probable que los futuros historiadores vean la invasión de 2022 como parte de la involuntaria «fabricación de una nación ucraniana» (de orientación occidental, hostil a Rusia) que a la de un Estado que funcione como un cliente obediente de Rusia.

A menudo se dice que existe una nostalgia de los tiempos soviéticos, pero se habla poco de una nostalgia de los tiempos revolucionarios, de los tiempos creativos del proceso de 1917. ¿Cómo cree que piensan los ciudadanos rusos sobre la revolución bolchevique? ¿Tienen una idea similar a la de Putin? ¿Qué valoración pueden llegar a tener hoy de un personaje como Lenin?

Por lo que recuerdo de las encuestas de opinión en 2017, en el centenario de la Revolución, cuando se le pedía a la gente que evaluara los diferentes periodos de la historia soviética, la mirada sobre la Revolución y sobre Lenin era más positiva que la que sostiene Putin. Ahora bien, en las encuestas de opinión, aquella gente que valoraba positivamente a Stalin era la que afirmaba normalmente que también le gustaba Lenin, mientras que a Putin solo le gustaba uno de ellos. En ese momento, este parecía ser un tema de discusión, pero no de discusión apasionada. En otras palabras, a la gente le interesaba pensar en ello, pero no parecía tener una gran relevancia.

En cuanto a la nostalgia soviética, ciertamente fue muy fuerte entre la población rusa durante las primeras décadas posteriores a la caída de la URSS. Sin embargo, supongo que el cambio generacional la ha ido desvaneciendo. En otras palabras, ahora tenemos a una generación completa que no se crio ni se educó en la URSS. Y uno podría suponer que eso reducirá ese sentimiento de nostalgia. Sin embargo, no estoy segura de poder confirmarlo directamente mediante la investigación o la observación. Es, sencillamente, una suposición.

¿Cómo cambiaron los estudios rusos desde los comienzos de su carrera y cuáles son hoy los niveles de colaboración con los historiadores rusos?

Ahora esas relaciones son habituales y hay contactos completamente normales. Existen colaboraciones intelectuales realmente productivas, como la del historiador británico Yoram Gorlizki con Oleg Khlevniuk en Moscú. En mi caso, no tengo ninguna colaboración estrecha como la que acabo de mencionar, pero, por supuesto, mantengo una conversación profesional continua con varios rusos que son expertos en diversos temas en los que trabajo. Hasta ahora, este tipo de comunicación ha continuado. Pero si la guerra se prolonga, es probable que esto cambie: habrá más sospechas de los occidentales por parte de los rusos (y viceversa) y las relaciones intelectuales y profesionales se verán afectadas.

 

(*) Sheila Fitzpatrick. Sovietóloga desde hace más de 50 años, catedrática de la Australian Catholic University, es una de las historiadoras más influyente en la actualidad

Fuente: Nueva Sociedad, nº299, mayo-junio 2022 (https://nuso.org/articulo/archivos-sovieticos-entrevista-sheila-fitzpatrick/)


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