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19.9.22

Robespierre sin máscara

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Por Maxime Carvin (*)

La primera fase de la Revolución francesa, tratando de subvertir el poder absolutista, fue apoyada unánimemente, o casi: ¿acaso no venía a dar naturaleza al espíritu de las Luces? Pero lo que siguió fue violentamente divisivo.

Sobre todo respecto a Robespierre, que según algunos, conjugaría todos los vicios antidemocráticos: el populismo y el extremismo. De aquí la desconfianza ante cualquier proyecto radical...

En diciembre de 2013, un laboratorio anuncia la reconstitución, a partir de una máscara mortuoria, de la "auténtica cara" de Maximilien Robespierre. Los historiadores se asombran de que el resultado se parezca tan poco a los retratos de la época y manifiestan serias dudas. No es impedimento: el retrato colma los honores de los medios. Sea o no auténtico, este Robespierre reencontrado es en lo físico útil. Mandíbula cuadrada, frente baja, mirada fija: el aspecto patibulario de un carnicero de la Villette, además picado de viruela. Todo el mundo entiende: he aquí una cabeza de un cortador de cabezas. Meses más tarde, nuevo acceso de antirobespierrismo. La publicidad del juego de video Assassin's Creed Unity, situado en el París de la Revolución, se da a conocer. En un caos de imágenes de gran guiñol, surge un orador sorprendente. Es Robespierre. La voz en off, cavernosa, explica: este hombre "aspiraba a controlar el país. Pretendía representar al pueblo contra la monarquía. Pero era mucho más peligroso que cualquier rey". A las escenas de degüellos siguen las de fusilamientos y las decapitaciones en oleadas. En pocas palabras, el "reino de Robespierre" no es más que una letanía de masacres, que "llenó todas las calles de sangre".

Estos dos episodios no son casos aislados. Ya sea una revista de gran tirada que representa al Incorruptible como "psicópata legalista" como "loco de la guillotina" (Historia, setiembre 2011), o bien un documental en France 3, que lo presenta como el "verdugo de la Vendée" (3 y 7 de marzo de 2012). El actor Loránt Deutsch, volcado en historia de baja gama, imagina, en su superventas Métronome (Michel Lafon, 2009) un Robespierre profanador de tumbas. El ensayista Michel Onfray, extrañamente encaprichado de Charlotte Corday, mata en su lugar al "engendro" robespierrista. Pedro J. Ramírez, personaje del periodismo español, dedica un pesado adoquín al "golpe de Estado" urdido por Robespierre "contra la democracia"[1]. Michel Wieviorka, sociólogo multitarea, no duda en comparar a la Organización del Estado islámico con "la Francia de Robespierre"[2]En cuanto al editorialista Franz-Olivier Giesbert, se alarma a intervalos regulares del retorno del personaje, en quien ve la encarnación del "resentimiento social", léase un "precursor del lepenismo". Para otros, no basta con emborronar la memoria de Robespierre: hay que borrarla. En Marsella, en Belfort, los alcaldes han tratado de renombrar las plazas que llevan su nombre. Entre intentos, calumnias y escamoteos, la damnatio memoriae se cumple.

¿Un enemigo del género humano?

Nada nuevo en realidad, en esta demonización pública general. Los historiadores Marc Bélissa y Yannick Bosc[3] muestran que la leyenda negra se inició en vida del personaje. Cuando el diputado de Arras inicia su carrera, los periódicos se complacen en destrozar su nombre y se mofan de su terquedad en "hablar a favor de los pobres". Mirabeau, tortuoso con doblez, se burla de este joven orador que "cree todo lo que dice". Más tarde son los girondinos quienes lo maltratan. Jean-Marie Roland, ministro del interior, subvenciona a la prensa que le es hostil, y el diputado Jean-Baptiste Louvet le acusa de aspirar a la dictadura.

La caída de Robespierre, el 9 thermidor (27 de julio de 1794) no basta para apaciguar a sus enemigos. Thermidorianos y contrarrevolucionarios quieren vengarse. Panfletos y pronto un informe oficial, atribuyen al diputado caído, proyectos insensatos. Se evoca un complot tratando de instaurar una teocracia; se habla de un plan de "guillotina de siete ventanas" que permitiría acelerar el "nacionicidio"; de una "tubería" monumental destinada a dar salida a la sangre de las víctimas fuera de París; de una "tenería de pieles humanas" destinada a suministrar zapatos para los "sans-culottes". Se divaga sin parar sobre la niñez, las costumbres, la psicología del jefe montagnard. A Robespierre, auténtico diablo se le reprochará, decenio tras decenio, todo y su contrario. Es pálido, demasiado pálido, para ser honrado, pero se alimenta de la sangre de otros. Es un pequeño abogado provinciano, un mediocre, pero es también un genio del mal, más temible que Nerón. Para unos, es intransigente hasta el crimen; para otros, es un hipócrita, un vendido. Se le describe aquí como un espíritu puro, abstinente, incluso virgen; acullá como un auténtico libertino. ¿Orador avergonzado o tribuno fascinante? ¿Aspirante a pontífice o destructor de la religión? ¿Obsesionado con el orden o promotor de la anarquía? Poco importa qué Robespierre se forje: lo esencial es que sea repulsivo.

Ese concurso de calumnias va a impregnar el imaginario colectivo y nutrir, a lo largo del tiempo, una abundante literatura. Se recupera su eco, más o menos atenuado, entre algunos románticos; entre los historiadores burgueses decimonónicos de los años treinta, que no perdonan a Robespierre su radicalismo; en Jules Michelet, escritor inspirado, pero historiador en ocasiones aproximativo; y en Alphonse Aulard, pionero de los estudios sobre la Revolución en la Sorbona, que veía a Robespierre como un santurrón y prefería el valor canalla de Danton. Se podría pensar que el desarrollo en el siglo XX, de una historia de la Revolución, menos literaria, barrería definitivamente tales clichés; pero François Furet iba a darles a partir de los años 60 del siglo XX, su resurgir y un tono más elegante. Comunista arrepentido convertido en ensayista liberal influyente, ataca lo que él denomina el "catecismo revolucionario" proponiendo una nueva lectura de la Revolución: de un lado 1789, la buena Revolución, la de las élites ilustradas; por otro 1793, el "desvío", la irrupción brutal de las masas en la política. Con este nuevo tinglado narrativo, Robespierre se convierte en el símbolo de una Revolución que, a partir de un paréntesis encantado, se acelera y se equivoca. Furet le presenta como un "maniobrero", que sabe apoyarse en la "opinión popular" y en la poderosa "maquinaria" política que constituyen los clubs jacobinos. Pero hay también tras las habilidades del político, una dimensión patológica: el Robespierre de Furet es arrastrado por su obsesión del complot; su empeño democrático; su verborrea utópica, que llevan inevitablemente al Terror y al totalitarismo. Ese retrato reúne ideas e imágenes tomadas de diversas tradiciones del antirobespierrenismo. Pero Furet, como escritor sutil, supo darle a esta aleación los tonos de la novedad. Su interpretación, cargada de segundas intenciones políticas, encontró un eco favorable en el contexto de los años 70 y 80, entre las movilizaciones antitotalitarias y la conversión liberal de los socialistas franceses. Encontró su traducción cinematográfica en el Danton de Andrzej Wajda (1983), que jugó groseramente con la analogía entre el París de la Convención y la Polonia de Jaruzelski, utilizando la figura de Robespierre para evocar las lógicas del estalinismo. Triunfó en las ambiguas celebraciones del bicentenario y, retransmitida por alumnos menos ilustrados, echó raíces entre el público semiculto.

Pero esta ofensiva no bastó para apagar todo interés por Robespierre. La investigación continuó. La Sociedad de estudios robespierristas (SER), fundada en 1908 por el historiador Albert Mathiez, dirige una edición de las Oeuvres complètes, que pronto llegará a doce volúmenes. Incluso más allá de los círculos académicos, el interés es patente. La suscripción lanzada en mayo de 2011 por la SER para adquirir manuscritos vendidos por Sotheby's, supuso la movilización de más de mil suscriptores. En internet, las conferencias dedicadas a la Revolución, de Henri Guillemin, historiador inconformista y gran defensor del Incorruptible, tuvieron un gran éxito. En las librerías, la misma tendencia. Robespierre, reviens![4], un pequeño alegato denso y vigoroso, ha vendido más de 3.000 ejemplares y se sigue vendiendo; el libro Robespierre, Portraits croisés[5], un obra colectiva de tono más bien universitario, tiene, para sorpresa de los autores, una reedición; azar o signo de los tiempos, los editores vuelven a publicar también varios clásicos de la tradición robespierrista, como el relato de Philippe Buonarroti de la Conjuration des Egaux[6] o la prodigiosa Histoire socialiste de la Révolution française de Jean Jaurès[7]. Especialmente, los lectores disponen desde hace poco de una nueva biografía de referencia debida al universitario Hervé Leuwers[8]. El personaje que ahí descubrimos se aleja bastante del dictador feroz de la leyenda. ¿Robespierre ambicioso? Él nunca aceptó sin reticencias los cargos que le ofrecieron y optó, cuando era diputado de la Constituyente, no representar al Legislativo, incitando a sus colegas a hacer lo mismo para "dejar paso a sucesores frescos y más enérgicos". ¿Un enemigo del género humano? Se pronunció por la ciudadanía plena de los judíos y contra el sistema colonial. ¿Un tirano? Defendió prontamente y sólo, el sufragio universal, luchando por el derecho de petición y la libertad de prensa y nunca cesó de alertar a los ciudadanos contra la fuerza militar y los hombres providenciales. ¿Un centralista totalitario? Teorizó la división del poder, condenando "la antigua manía de los gobiernos de querer gobernar demasiado". ¿Un fanático sanguinario? Reclamó durante mucho tiempo la supresión de la pena de muerte y una reducción de las sanciones. Resuelto a golpear a los enemigos de la Revolución, sin embargo, llamó a no "multiplicar los culpables", a evitar los "errores", a "ser cicatero con la sangre". Y si, frente a los peligros que amenazaban a la República, se unió a la política del Terror, nunca fue el único responsable, ni el más entusiasta. ¿Por qué entonces, este encarnizamiento? Sin duda porque hay, tras su nombre y sus actos, algunos principios irreductibles que molestan. Como lo evocaba el filósofo Georges Labica[9], siempre pretendió hablar para el pueblo y nunca quiso reconocer a los propietarios la menor preeminencia. Su temor, a que la vieja "aristocracia feudal" derrocada por la Revolución, fuese sustituida por una "aristocracia del dinero". Toda su acción procede de ese tropismo fundamental. En el orden político, se levanta contra el sufragio censitario y defiende un concepto extensivo de la soberanía popular. En el ámbito social, quiere limitar el derecho de propiedad y la libertad de comercio, cuando estos vayan contra el derecho natural del pueblo a la existencia. Defendiendo así "la causa del pueblo", Robespierre se convirtió en el símbolo de la Revolución, en su fase alta, radical y popular. Por metonimia, su nombre designa un momento de politización masiva, de intervención popular y de intervención social sin precedentes; un momento que los regímenes ulteriores tratarán de eliminar del recuerdo. Evocar a Robespierre es ante todo recordar que la Revolución no ha terminado y retomar el programa redactado durante los debates sobre la Constitución de 1793: el de una república exigente, democrática y social.

Por ello, como señala el historiador Jean-Numa Ducange[10], la figura tutelar de Robespierre acompaña las luchas políticas del XIX y de inicios del XX. Después de Thermidor, Gracchus Babeuf considera que es necesario, para reavivar la democracia, "recuperar el robespierrismo". Albert Laponneraye, insurgente en los Tres Gloriosos, se esfuerza en rehabilitar a quien llama el "hombre príncipe". Louis Blanc, cuarenta y ochista de impacto, redacta una amplia Histoire de la Révolution, que le rinde homenaje. Y dos generaciones más tarde, el gran Jaurès se pronuncia claramente: "Aquí, bajo este sol de junio de 1793(...) estoy con Robespierre y es a su lado como me voy a sentar con los Jacobinos. Sí, estoy con él porque hay en ese momento toda la amplitud de la Revolución". Robespierre repetía que no hay ni democracia, ni libertad sin igualdad. Afirmaba que la política no es una carrera, exigía que se limite el número de legislaturas, que se refuerce el control de los representantes. Negaba que "el derecho de propiedad pueda nunca oponerse a la subsistencia de los hombres" y rechazaba que los intereses privados estén por encima del interés público. A los que querían responder a los desórdenes mediante la ley marcial, les replicaba que había que "ir a las raíces del mal" y "descubrir porqué el pueblo muere de hambre". A los Girondinos fervientes en declarar la guerra a los príncipes europeos, les recordaba que la libertad no se exporta con "misioneros armados". Desde luego no es cuestión, como lo recordaba Mathiez hace ya un siglo, de "encender cirios en honor" del ídolo Robespierre, ni en "darle razón siempre y en todo". Pero, ¿quién puede pretender que tal persona no tiene nada más que decirnos?

 


[1]Pedro J. Ramirez, Le Coup d'Etat. Robespierre, Danton et Marat contre la démocratie, Vendémiaire, Paris, 2014.

[2]    Ouest-France, Rennes, 10 junio 2015

[3]    Marc Belissa et Jannick Bosc, Robespierre. La Fabrication d'un mythe, Ellipses, Paris, 2013

[4]    Alexis Corbière et Laurent Maffeïs, Robespierre, reviens!, Bruno Leprince, coll. "Politique à gauche", Paris, 2012

[5]    Michel Biard et Philippe Bourdin (sous la dir. de), Robespierre, Portraits croisés, Armand Colin, coll, "Essais", Paris, 2012.

[6]    Philippe Buonarroti, Conspiration pour l'Egalité, dite de Babeuf, La ville brûle, Montreuil, 2014

[7]    Jean Jaurès, Histoire socialiste de la Révolution française, quatre volumes, Editions sociales, Paris, 2014-2015, 1 reéd.: 1970

[8]    Hervé Leuwers, Robespierre, Fayard, Paris. 2014.

[9]    Geroges Labica, Robespierre, Une politique de la philosophie, La Fabrique, Paris, 2013 (1 reéd.: PUF, 1990) Cf. también Florence Gauthier, Triomphe et mort de la Révolution des droits de l'homme et du citoyen, Syllepse, Paris, 2014

[10]  Jean-Numa Ducange, La Révolution française et l'histoire du monde, Armand Colin, 2014.

 

(*) Maxime Carvin Seudónimo de un doctorando en Ciencias Sociales

Fuente:  https://www.monde-diplomatique.fr/2015/11/CARVIN/54169

Traducción: Ramón Sánchez Tabarés


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