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19.9.22

Las máscaras de Javier Marías

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Por Sebastiaan Faber (*)

El escritor no perdió ocasión para subrayar que no se identificaba con su país, ni con su tiempo, ni -si le apurabas- con su especie.

En 1993, cuando trabajaba de aprendiz para un corresponsal holandés en Madrid, un día me tocó entrevistar a Luis Landero en su casa. A pesar de mis nervios, la conversación salió más o menos bien (aunque Landero estaba claramente más interesado en la fotógrafa que en mí) y al día siguiente le pude entregar un borrador del artículo al corresponsal. Mi texto abría describiendo un piso lleno de estanterías. "Habrá que rehacer la entradilla", sentenció mi mentor. "No hay nada más cliché que señalar los libros en casa de un escritor". "Si mal no recuerdo", le objeté, "tú hiciste lo mismo cuando entrevistaste a Javier Marías, hace poco". Él: "Ya, pero fíjate que el piso de Marías tenía librerías en todas las paredes de todas habitaciones y en todos los pasillos, con más libros apilados por el suelo y ¡hasta en el baño!"

Confieso que, cuando esta mañana me enteré de la muerte del novelista, lo primero que pensé fue: "¿Y su biblioteca?" Los bibliófilos, además de materialistas y fetichistas, somos egoístas. Dejamos a nuestros pobres herederos que carguen con los miles y miles de kilos de papel impreso en que invertimos nuestro dinero y ciframos nuestro orgullo. En el caso de Marías, esa ingente biblioteca -de la que espero que alguien se encargue de mantener intacta- representaba algo más que la plasmación de un enfermizo afán coleccionista y una economía holgada (que también): confirmaba la imagen pública de un escritor erudito, multilingüe, desmedido y huraño, que nunca perdió ocasión para subrayar que no se identificaba con su país, ni con su tiempo, ni -si le apurabas- con su especie.

Llevo más de 20 años enseñando sus novelas a generaciones de estudiantes norteamericanos, en los que genera o bien un entusiasmo sin límites, o bien un hastío insoportable

País: era, como Cernuda, un español sin ganas o, quizá mejor, un escritor que se identificaba con el idioma y la cultura en tanto tradición literaria al mismo tiempo que parecía despreciar a la mayoría de sus compatriotas. Tiempo: se ufanaba de manejar y rodearse de herramientas, objetos, ideas y valores de otras eras; épocas que le parecían más nobles, genuinas e interesantes; menos falsas, quisquillosas, mezquinas y superficiales que la nuestra. Especie: a la mayoría de sus narradores, incluida prominentemente la persona caricatural que le escribía -refunfuñante- las columnas en la revista semanal de El País, parece moverles una misantropía generalizada de la que solo se salvan tres o cuatro personajes por novela o, en la vida real, tres o cuatro amigos íntimos.

Era fácil que esa falta de conexión con el mundo y sus habitantes -de la que, como digo, hacían gala casi todas las voces con las que Marías se expresaba- se interpretara como arrogancia, de la misma manera que el rechazo de su propio tiempo histórico se leyera como una inclinación reaccionaria. Me imagino que, para quienes le leían así, Marías era insufrible de la misma manera que, para algunas personas, el cilantro sabe a jabón. Llevo más de 20 años enseñando sus novelas a varias generaciones de estudiantes norteamericanos, en los que genera o bien un entusiasmo sin límites, o bien un hastío insoportable. En los años más recientes, ganan terreno los segundos.

Yo, en cambio, siempre he sido de los primeros: un entusiasta incondicional -o casi- que se dejaba hipnotizar por sus novelas cada vez más largas, cada vez con menos acción. Cuestionado por mis colegas de profesión más escépticos, siempre me ha costado explicar por qué exactamente su obra me parece tan irresistible. El día de su muerte, creo que por fin he dado con la respuesta: si Marías no tomaba en serio el mundo era porque lo que tomaba en serio era la literatura o, mejor dicho, la ficción. No es casual que dedicara su discurso de ingreso en la Real Academia a defender la construcción de mundos ficticios. Si ningún texto es capaz de representar el mundo fiel u objetivamente ("En el momento en que interviene la palabra, en el momento en que se aspira a que la palabra reproduzca lo acontecido, lo que se está haciendo es suplantar y falsear esto último"), tiene mucho más sentido apostar por la ficción: esta, al menos, no aspira a la fidelidad. Bien mirado, el novelista es "es el único facultado para contar cabalmente"; "sólo podemos contar... cabalmente, y con sus incontrovertibles principio y fin, lo que nunca ha sucedido".

La obra de Marías defiende la ficción como instrumento legítimo y autónomo de conocimiento; de observación, análisis y reflexión

El legado de Marías como intelectual público -un término en el que dudo que se reconociera, por otro lado- es bastante más ambiguo, en parte, seguramente, por el desgaste que supone la obligación contractual, y la tentación crematística, de la columna semanal. En sus columnas y tribunas, la desconexión con el mundo sí que se podía manifestar en exabruptos arrogantes y misántropos (también misóginos), al mismo tiempo que la pose anacrónica le emmpujaba a adoptar posiciones que cualquier observador objetivo tomaría por reaccionarias.

De Marías no se recordarán sus columnas. Sus novelas, tanto más. Su dedicación incondicional a la creación y la imaginación literarias se manifestaba en una atención casi artesanal a los aspectos formales del oficio, hasta el manierismo. Más importante aún, sin embargo, es que la obra de Marías defienda la ficción como instrumento legítimo y autónomo de conocimiento; de observación, análisis y reflexión. De ahí también que, al final, la misantropía en su obra no pueda ser más que una pose. Más allá del desprecio aparente, le mueve una curiosidad insaciable, que no deja de ser una forma de amor. El hecho de que sus narradores estén claramente marcados por su edad, su género, su orientación sexual y su clase social -elementos todos que socavan la pretendida universalidad de sus reflexiones- no disminuye el poder de sus textos para ayudarnos a comprender o asumir algo que, si aún estuviéramos a mediados del siglo XX, llamaríamos la condición humana.

 

(*) Sebastiaan Faber. Profesor de Estudios Hispánicos en Oberlin College. Es autor de numerosos libros, el último de ellos 'Exhuming Franco: Spain's second transition'


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