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27.6.22

¿Quién es Gustavo Petro? (II)

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Por Iván Olano Duque (*)

El exalcalde de Bogotá se convierte en el primer presidente de izquierdas de la historia del país, con más de once millones de votos.

Tejido premoderno 

La violencia es un común denominador de la historia colombiana, un combustible que siempre está ahí, a la mano del establishment. Se expresa en el magnicidio, en el genocidio político, en la superposición de conflictos y guerras civiles no declaradas. Pero no lo explica todo. Para entender el desafío de crear una institucionalidad al servicio de la gente, pero sobre todo de modificar las relaciones de poder, y por tanto impulsar transformaciones culturales, hay que ver antes precisamente cómo es el reparto tradicional del poder en Colombia.

A mi juicio, es posible distinguir tres estructuras fundamentales, que no son excluyentes entre sí, sino colaborativas e interdependientes. En primer lugar hay que mencionar el poder mafioso: ríos de dinero del narcotráfico y actividades ilícitas que cruzan el territorio y que tienen la capacidad suficiente para moldear el poder político y muchas actividades económicas, como dice la sentencia, "a su imagen y semejanza".

En segundo lugar, clanes locales que son el Estado de facto en muchos territorios periféricos: nada se mueve sin su consentimiento, manejan el presupuesto, controlan los medios de comunicación, ganan las elecciones, administran el territorio en función de sus intereses, y están tan enraizados que pueden, eventualmente, terminar con uno de sus miembros en la cárcel sin que ello ponga en duda su estructura o su poder. Pareciera que lo único que realmente puede desplazarlos es el surgimiento de otro clan. Funcionan como principados periféricos, aliados del Estado central, con un pie en las instituciones y la economía legal, y el otro en la economía ilegal. Pueden proceder de las mafias o estar simplemente aliados con ellas.

En tercer lugar, el adversario más poderoso: ese conjunto de familias, ese entramado cultural, político y económico que bien podemos llamar la oligarquía colombiana.

Quizás en todos los países sea posible hablar de "oligarquías", grupos reducidos de personas y linajes que monopolizan el poder -o se mantienen en sus círculos- a lo largo de las generaciones. Pero en Colombia esto llega al paroxismo. Pocos países pueden explicar con tanta efectividad su poder histórico por medio de un árbol genealógico.

Se trata de un puñado de apellidos, una oligarquía rentista que entiende al Estado y al país entero como un bien particular, que les pertenece por derecho divino, y que es capaz de incendiar el país entero con tal de no perder ni el más mínimo de sus privilegios. Y claro que, en algunas ocasiones, personas que no pertenecen a estas familias acceden a los principales círculos del poder, pero siempre con una condición: la sumisión y la venia. Nada puede poner en duda su linaje, su titularidad del Estado. Y para ejemplificar esto, basta con recordar que el actual presidente, Juan Manuel Santos, es sobrino-nieto de expresidente; y que Germán Vargas Lleras, exvicepresidente de Santos y hasta hace poco el candidato más fuerte para ganar la presidencia, creció en palacios y despachos oficiales, y se ha movido desde hace varios años como el capo di tutti capi; sentía que llegaba el momento de reclamar su herencia. Su abuelo y el primo de su abuelo fueron presidentes, y su estirpe se remonta hasta los tiempos de Bolívar, cuando el primer Lleras expulsó de Bogotá a Manuelita Sáenz. 

Ahí está la oligarquía nacional que señalaba Jorge Eliécer Gaitán hace más de setenta años: endogámicos, elegantes, todos emparentados; todos primos, hermanos, sobrinos; todos ministros, embajadores, presidentes, bebiendo whisky mientras el pueblo se mata.

Ahora bien, hay un poder adicional que no puedo dejar de mencionar y que es hoy un híbrido de los tres anteriores. Me parece apropiado pensar en él como una facción de la oligarquía nacional cuyo poder no radica tanto en el control del Estado central, cuanto en la posesión de grandes extensiones de tierra.

Es una oligarquía de carácter feudal, gran antagonista del proceso de paz con las guerrillas, de la pacificación del campo colombiano, de una eventual reforma agraria, pero sobre todo de la revisión y actualización del catastro rural. Es protagonista de todas las violencias: un poder basado en el latifundio -y por tanto en el despojo violento, el paramilitarismo y más recientemente el narcotráfico-, y cuyo vocero político principal es el expresidente Álvaro Uribe Vélez.

Neoliberalismo y otras violencias

Este régimen premoderno, que excluye política y económicamente a la mayoría de la población, es el que perpetúa la catástrofe social colombiana. Y la violencia es un resultado, pero sobre todo una herramienta funcional al mismo régimen.

El conflicto armado ha dejado -sólo en los últimos treinta años- más de ocho millones de víctimas, siete millones de los cuales corresponden a desplazamiento forzado. Colombia es el segundo país con mayor desigualdad social, y el de mayor concentración de la tierra en América Latina. Y mientras dieciocho personas mueren al día por desnutrición, y uno de cada diez niños sufre de desnutrición crónica, Colombia es el país con el gasto militar más alto de todo el continente -incluyendo a Estados Unidos- con relación al gasto público total: un 11%, mientras el promedio latinoamericano, sin Colombia, es 4,5%, y el de Europa occidental es 2,7%. Pero todo esto palidece al lado de las consecuencias catastróficas del proyecto neoliberal.

mientras 18 personas mueren al día por desnutrición, y uno de cada diez niños sufre de desnutrición crónica, Colombia es el país con el gasto militar más alto de todo el continente

Porque a partir de 1990 empezaron a aplicarse las tesis del Consenso de Washington. Desde entonces todos los gobiernos han suscrito el dogma: privatización de servicios públicos, debilitamiento de la educación pública, reformas laborales y fiscales regresivas, apertura comercial y "tratados de libre comercio" que han destruido la industria nacional (cuyo peso en el PIB se redujo a la mitad) y han hecho de Colombia un país importador de alimentos. Y son los mismos de siempre. No sólo Juan Manuel Santos estuvo ahí, hace 25 años, como ministro de Comercio Exterior; también hay que recordar que el ponente en el Congreso de la Ley 100 de 1993, que liberalizó el modelo de sanidad y pensional de Colombia, fue el entonces senador Álvaro Uribe Vélez; un modelo que ha causado más muertes que todas las guerras, y que fue calcado del chileno, del régimen de Pinochet.

Y esto da pie para señalar una paradoja. Colombia ha sido, durante buena parte del siglo XX y lo que llevamos de siglo XXI, el mayor aliado político y militar de Estados Unidos en la región. Durante la "década ganada" en América Latina, en la que una serie de gobiernos progresistas sacaron a setenta millones de personas de la pobreza, Colombia fue un enclave de resistencia de la derecha continental y sirvió para Estados Unidos -para decirlo con amargura- como "embajada en el patio trasero".

Pero en este momento de restauración conservadora en América Latina, Colombia parece inclinarse, al fin, en la otra dirección. La "década ganada" fertilizó el terreno, dinamizó el debate y estableció un nuevo paradigma de acción desde las instituciones. Hoy los tiempos se aceleran y,  al contrario de lo que dicen los análisis derrotistas, ya nada está definido en América Latina.

Sea cual sea el resultado electoral, hay una grieta creciente -y cada vez más evidente- en la fachada de la hegemonía neoliberal.

La disputa a ambos lados del Atlántico

Hay muchas diferencias en la disputa política latinoamericana y europea, pero quiero hacer énfasis en dos hechos fundamentales.

Por un lado, los recursos discursivos a la hora de enfrentar el proyecto neoliberal. Mientras que en Europa es posible apelar a la memoria de luchas pasadas, a la transgresión de las élites de un pacto social y, por tanto, a una serie de derechos perdidos o amenazados, en Colombia y buena parte del ámbito latinoamericano esto no es posible.

¿Cómo hablar de derechos sociales a quienes nunca los han conocido? ¿Cómo hablar de soberanía en sociedades que siempre han entendido el territorio en función de un puñado de grandes propietarios, y al Estado y las instituciones como aparatos de una élite, por una élite y para una élite? E insisto: esta ardua construcción de nuevos imaginarios tiene que hacerse en medio de la voracidad neoliberal y un consenso peyorativo de lo público.

Entonces, aunque el adversario es el mismo, en la construcción de horizontes de justicia social en Europa y América Latina se requieren narrativas y caracteres distintos. Sin la memoria de un Estado del Bienestar, incluso sin Estado en gran parte del territorio, la acción transformadora en América Latina exige más agresividad, un mayor impulso utópico, y en lugar de una reivindicación del pasado -y un llamado a la recuperación de derechos perdidos- un nuevo relato del mismo, casi un rechazo, y por tanto el cultivo de un sentimiento de liberación y refundación.

Por otro lado, hay que subrayar que la relevancia de los grandes liderazgos para la izquierda en América Latina no se explica sólo por el hecho de tener sistemas presidencialistas, sino, ante todo, por el rol histórico -político y cultural- del parlamento. Lo señala en algún lugar Ernesto Laclau: mientras que en Europa el parlamento se constituye, por definición, en el contrapeso del absolutismo, en Latinoamérica siempre ha sido el símbolo y la garantía del poder oligárquico.

La estructura y el reparto del poder, así como la baja o nula institucionalidad en gran parte del territorio, hacen que la brecha para las irrupciones y reivindicaciones populares esté, sí o sí, en el poder ejecutivo. 

Colombia Humana

Gustavo Petro está llenando todas las plazas, a veces en dos y hasta en tres ciudades por día. Y ya todos los demás candidatos a la presidencia -que representan distintos matices del mismo establishment- lo identifican como su principal adversario.

Cometieron un error fundamental: creyeron que era posible limitar el debate a los parámetros tradicionales (la seguridad, las amenazas internas y externas), que bastaría con utilizar a Venezuela para atizar el miedo a toda reivindicación popular, que las estructuras clientelistas marcarían el ritmo, que Petro sería cómodamente marginado por el oligopolio mediático. Pero se equivocaron. No se dieron cuenta a tiempo de que Colombia estaba entrando en un periodo de excepcionalidad política.

Cayeron en su propia trampa. La oligarquía colombiana es tan evidente, tan mezquina, tan antipopular, y le tiene por ello tanto miedo a cualquier discurso que ponga el énfasis en lo social, que cometieron el error histórico de regalarle a Gustavo Petro el monopolio de las banderas sociales.

Él lo comprendió, redobló la apuesta, e incluso con más determinación habló de desigualdad y exclusión social, y empezó a posicionar en el sentido común, en las conversaciones cotidianas de la gente de a pie que la paz no es sólo el silencio de los ejércitos, sino ante todo -como lo quería Jorge Eliécer Gaitán- la justicia social. Y entonces consiguió el mayor triunfo imaginable: definió los ejes y términos del debate. Ahora todos los demás candidatos empiezan a hablar de lo que él habla, pero la gente en todo el país ya lo dice: "esas son ideas de Petro".

Hoy, en todas las plazas, en todos los debates, Petro habla de una banca pública que democratice el crédito, de revertir los crímenes del neoliberalismo y establecer un sistema de sanidad público y universal, sin intermediación financiera, con énfasis en la prevención y en la niñez. Habla de un sistema pensional que regrese a las pensiones como un derecho fundamental. Habla de un sistema de educación pública, gratuita, universal y de calidad, lo que implica cuadruplicar el presupuesto actual de educación. Y hoy las mayorías sociales son más sensibles a su gran obsesión (que hasta hace poco sólo recibía burlas del establecimiento): el cambio climático, la defensa del medio ambiente, la organización territorial con relación al agua, el fin de la dependencia minero-energética y, por tanto, una gran transición nacional a energías renovables.

Petro habla de una banca pública que democratice el crédito, de revertir los crímenes del neoliberalismo y establecer un sistema de sanidad público y universal

¿Por qué estas ideas, que apenas intentan aplicar el Estado Social de Derecho que pregona la Constitución de 1991, obtienen tanto rechazo por parte del establishment? La explicación no sólo está en el proyecto neoliberal y su vocación por destruir el concepto mismo de derechos fundamentales, sino sobre todo en el carácter rentista y mediocre de la oligarquía colombiana: se han acostumbrado a abrir el grifo de los dólares del petróleo, y heredaron de la colonia una lectura del territorio como despensa de recursos que se pueden vender al mejor postor.

Gustavo Petro los asusta al hablar de industrialización, construcción de líneas férreas, prohibición del fracking, respeto y acatamiento de las soberanías locales, territoriales y comunitarias. Y esa oligarquía de carácter feudal -que, ya lo dije, está representada por Álvaro Uribe Vélez- encuentra la mayor amenaza para su propia existencia en una de las propuestas fundamentales de Petro: un impuesto al latifundio improductivo.

Porque al reconocer que la violencia histórica está asociada al despojo y acumulación de grandes extensiones de tierra, la paz es inconcebible sin un reposicionamiento del Estado frente a la tenencia y función social de la tierra. La idea ya circulaba en Colombia hace casi un siglo, y consiste en dar a los latifundistas tres opciones: poner a producir la tierra y, por tanto, generar empleo; mantenerla ociosa y, a cambio, pagar un impuesto alto; o venderla. El objetivo es democratizar el acceso a la tierra, cerrarles la puerta a futuras violencias, lograr soberanía alimentaria y pagar la deuda histórica con los campesinos expoliados.

Las dos facciones de la oligarquía están movilizadas, en alerta, y apenas pueden contener las formas ante un entusiasmo popular que no se ha expresado en las urnas pero que está transformando el mapa político colombiano. Un nuevo relato está cuestionando las relaciones de poder, está construyendo un sujeto político cada vez más amplio, y está revelando a las multitudes que la exclusión social no es un accidente del destino sino el resultado concreto de un modelo mezquino. Y lo más importante: ese relato está siendo articulado con un horizonte de acción.

En un régimen que normaliza la desigualdad y la miseria extrema, que criminaliza a la gente de a pie, que está cimentado en el sacrificio cíclico de los más jóvenes en todas las violencias; en un país acostumbrado a unas élites y a un andamiaje cultural que desprecia al pueblo, mi sospecha es que nada es tan revolucionario como hablar a las multitudes con claridad, respeto y confianza en la inteligencia colectiva.

Esto es lo que ha hecho Gustavo Petro. En una plaza del Chocó -una de las regiones más despreciadas y saqueadas, y la que mayor pobreza extrema tiene en el país- le ha explicado a la gente en qué consiste el coeficiente de Gini. En San Onofre, un pueblo del litoral caribe, ha estado hablando de los postulados esenciales de Michel Foucault. En la isla de San Andrés -apenas entendida por la élite bogotana como un conjunto de playas y hoteles de fin de semana- ha hablado de reservas de la biósfera, de soberanía raizal, del liderazgo de las islas en la lucha contra el cambio climático.

Hay quienes repiten que lo mejor es no remover demasiado el terreno, que más conviene no despertar al monstruo, que las fuerzas de siempre reaccionarán con furia. Hay quienes disfrazan de mesura su propia incapacidad, incluso su complicidad con un régimen de injusticia generalizada. Pero Gustavo Petro sigue adelante, mirando al poder a los ojos, conjugando la confianza en la inteligencia colectiva con un indispensable impulso utópico.

El pueblo se ha ido construyendo, palabra tras palabra. En cada plaza, en cada barrio ha empezado a nacer la Colombia Humana, una gran rebelión ante la inercia de las violencias y el egoísmo, un nuevo proyecto de país en el que primen los derechos fundamentales, y en el que nada sea tan importante como la dignidad de cada ser humano.

Y reitero: esto se ha hecho "palabra tras palabra". Porque el mayor mérito del nieto de campesinos del Caribe colombiano que llevaron de niño a una ciudad obrera del altiplano, que empezó muy pronto a escribir una novela que revelara los dramas sociales y leyó con emoción a García Márquez, que complementó el estudio con la acción, la solidaridad con la determinación; que se rebeló contra un Estado oligárquico, y construyó un barrio para familias de desplazados por la violencia, y vivió la tortura y la cárcel, y le apostó a la paz; su mayor mérito, decía, es haber reivindicado la palabra (pública, razonada, apasionada, acallada siempre por todas las violencias) como el agente fundamental de la transformación social.

Y me perdonarán si la comparación les parece excesiva, pero no dejo de sentir algo del impulso verbal de Gabriel García Márquez cuando se acerca el final de algunos de sus discursos, y multiplica las frases subordinadas, encadena los complementos, alarga las enumeraciones, y parece estar sacando todas las imágenes y la pirotecnia en la última página del libro. Que sirva como ejemplo este final de su discurso ante una multitud en la plaza central de Valledupar:

"Que toda esa diversidad expresada en la música y la poesía colombiana vaya allá a la Plaza de Bolívar, el 7 de agosto -dos siglos después de la batalla de Boyacá que nos dio la República- a fundar ya no tanto la República, sino a construir la democracia, la fiesta multicolor de los pueblos, las voces antiguas de la resistencia, los vientos del pueblo que huracanados deben entrar al Palacio de Nariño a gritar desde ese punto del poder en Colombia que la guerra y la violencia cesó, que la injusticia cesó (como aquella horrible noche), y que llegó el momento de construir la modernidad, el progreso, la equidad social; que llegó el momento de construir una era de paz en Colombia".

El "momento gaitanista"

Colombia está viviendo un momento de excepcionalidad política y, por tanto, de gran fertilidad. Esto no se debe a una persona, y ni siquiera a un movimiento preciso, sino a una reunión de factores -a veces locales, a veces continentales, a veces planetarios- que han cultivado la expectativa de cambio de la gente de a pie y han ampliado el abanico de las posibilidades.

Entre estos están, desde luego, el proceso de paz con las FARC, que impulsó la discusión sobre el futuro y le dio oxígeno a los movimientos sociales; la fuerza vital y transformadora del ecologismo y el feminismo; la consciencia y seguimiento de procesos de emancipación en otros países; y, con todo lo anterior, la pérdida del monopolio de la información de los viejos poderes gracias a la asamblea permanente de internet y las redes sociales.

Pero creo que el elemento esencial de este momento de excepcionalidad es la emergencia (palabra tras palabra) de un nuevo relato, unas nuevas coordenadas de referencia y, por tanto, la recomposición de un sujeto político que intentaron desaparecer para siempre hace setenta años en Colombia: el pueblo.

Porque el 9 de abril de 1948 la oligarquía nacional asesinó a Jorge Eliécer Gaitán, y desde entonces no ha habido un verdadero proyecto nacional popular con capacidad para transformar el país. Hubo, sí, focos de resistencia -muchas veces admirables-, movilizaciones significativas y prometedoras, pero todo ha sido ahogado en las violencias. Sólo Jorge Eliécer Gaitán, desde sus discursos, su impulso utópico, su respeto -también- por la inteligencia colectiva, su apasionado relato sobre el antagonismo entre "el país político" y "el país nacional", las oligarquías y el pueblo, logró inventar a este último en Colombia.

De modo que el momento de excepcionalidad que está viviendo Colombia merece llamarse, a mi juicio, "momento gaitanista": el retorno del pueblo como sujeto político.

Y este "momento" (concepto que sigue, claro está, las reflexiones de Chantal Mouffe), aunque puede tener similitudes con varios procesos políticos en Latinoamérica y Europa, es propiamente colombiano por una característica esencial: la creciente identidad política está determinada por su vocación por terminar la violencia.

De modo que la excepcionalidad de hoy merece el nombre de Jorge Eliécer Gaitán por su reconstrucción del pueblo, pero también por su intención de establecer un nuevo pacto de convivencia. Si la eliminación física del adversario ha sido el lugar común de las identidades políticas en Colombia, ahora el pueblo surge -como también lo quiso el mismo Gaitán- contra todas las violencias.

Y esta idea empieza a articular, a través del discurso de Gustavo Petro, muchísimas demandas sociales que antes estaban aisladas. Y ante un país al que le habían vendido su desgracia como un castigo del destino aparece al fin el estafador, el adversario: las mafias, los clanes corruptos que funcionan como principados periféricos, el orden del expolio y los privilegios, las dos facciones de la oligarquía -rentistas, depredadoras del territorio-; el tejido premoderno que incendia el país cíclicamente, todo ese entramado político, ideológico y económico ante el cual Gustavo Petro convoca una gran rebelión, un nuevo protagonismo colectivo.

El pueblo, entonces, no es una vana configuración estadística ni un simple artificio retórico, sino la identidad que acoge una multitud de reivindicaciones, un horizonte de acción, y que tiene, por eje central, un sentimiento: la esperanza, la poderosa esperanza de un país más justo.

Esto es una revolución política, una revolución ética, una revolución de los afectos. Decir "nosotros, el pueblo", tiene un significado -y una connotación afectiva- que hasta hace poco eran desconocidas en Colombia, y que implican no sólo la impugnación a un régimen corrupto, sino ante todo la consciencia de la interdependencia, las contradicciones y desafíos sociales, y por ello la imperiosa necesidad de una nueva República que ponga en el centro la dignidad y bienestar de todo ser humano.

¿Quién es, pues, Gustavo Petro? Quizás convenga definirlo como el catalizador del "momento gaitanista" en Colombia; la posibilidad de construir, al fin, un verdadero proyecto democrático.

 

(*) Iván Olano Duque es escritor colombiano. @IvanOlanoDuque


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