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20.6.22

Más allá de la melancolía de izquierda (I)

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Por Stathis Kouvelakis (*)

De un militante de izquierda radical y comunista de mi generación, que vivió veinte años en la «gran pesadilla de los ochenta» (François Cusset), y que comenzó a militar a fines de los años setenta, podría decirse que fue educado esencialmente en y por las derrotas.

Pero el proceso no fue lineal ni homogéneo. La temporalidad política de Grecia durante los diez, o tal vez quince años que siguieron a la caída de la Dictadura de los Coroneles (1967-1974), fue muy distinta de la de Francia o de la de Italia. Simplificando un poco las cosas, podemos decir que los años setenta fueron años de euforia y radicalización izquierdista de amplios sectores de la sociedad, especialmente la juventud. Está claro que esa primera oleada repercutió en la década siguiente, marcada por la llegada de los socialistas griegos al poder (octubre de 1981), inaugurando un proceso de relativa normalización que prescindió del sentimiento de derrota que reinaba en casi todas partes. En ese período, la izquierda radical -comunista en su mayoría- conquistó posiciones significativas en muchos sectores de la sociedad (juventud, centros de estudiantes, sindicatos) y también a nivel electoral. Aunque políticamente minoritaria, la izquierda gozaba de un enorme prestigio moral, fruto de las incansables persecuciones que habían sufrido sus militantes y del rol destacado que habían jugado en la resistencia popular contra el fascismo, el imperialismo y el régimen de excepción instaurado durante la guerra civil, que estuvo vigente hasta la caída de la dictadura. Por lo tanto, abandonar Grecia en 1983 y venir a estudiar a Francia fue realmente impactante. De hecho, sigo preguntándome si, a pesar de todos los años que pasaron, ese punto de inflexión en mi vida no sigue activo y no sigue nutriendo mi pensamiento y mi acción. 

Los terribles años ochenta fueron años de retroceso en todos los niveles, especialmente en Francia: giro neoliberal y rechazo a la izquierda en el poder, represión del movimiento obrero y fragmentación de las clases populares, decadencia del Partido Comunista -único partido de izquierda con verdaderas raíces obreras y populares-, aplastamiento sin precedente del debate intelectual seguida del reinado del liberalismo de la Guerra Fría y de la derrota sin combate (o casi sin combate...) de todo pensamiento crítico, empezando por el marxismo, que había vertebrado todas las discusiones en Francia durante ese «corto siglo veinte» (1914-1989) del que habla Eric Hobsbawm. La «caída del Muro de Berlín» y el fin de la URSS marcaron un punto de ruptura, pero, en realidad, esos acontecimientos, a los que habría que sumar el giro capitalista de China, no hicieron más que fijar una evolución iniciada hacía mucho tiempo por una década de contrarrevoluciones neoliberales a escala mundial. 

Con todo, podemos analizar el mismo período desde otra perspectiva, una que permitirá conectarlo con momentos significativos de mi propio recorrido militante. Porque hay que recordar que, incluso en los tiempos de derrota, ¡la lucha continúa! De hecho, durante esos períodos, la lucha suele ser bastante más despiadada porque las clases dominantes rompen con los equilibrios sociales previos y pasan a la ofensiva. Pero, por las mismas razones, esa lucha suele ser «invisibilizada» por las negaciones del discurso dominante, es decir, el discurso de las clases dominantes (y el de sus ideólogos) ávidas de revancha, determinadas a liquidar todas las concesiones que las clases oprimidas les arrancaron durante las décadas anteriores. Por lo tanto, resta por hacer todo un trabajo de reconstrucción, que no tiene que ser necesariamente un trabajo de «memoria» de esos que abundan en las universidades y en los medios de comunicación, sino un razonamiento político que tenga por fin es perforar el silencio espeso que, más que cualquier distorsión o sesgo político, crece en torno a las luchas populares cotidianas, sobre todo las obreras. 

En los años 2000 ensayé con modestia un ejercicio de este tipo y publiqué una serie de textos en una antología que apareció en 2007. Quise mostrar que todo ese período había estado escandido por luchas sociales importantes, y que, contra lo que suele afirmarse, y aun si en lo esencial eran luchas defensivas, no eran solo de «resistencia». En otros términos, quise argumentar contra esa idea de que la única apertura posible pasaba por la realización de actos ejemplares, actos de contenido esencialmente ético (o estético) que daban lugar a prácticas dispersas, singularidades sin mañana y sin efecto en las relaciones de fuerza globales. Quise mostrar, por el contrario, que esas luchas habían representado desafíos reales, que habían pesado efectivamente en el curso de la historia y que es fundamental tenerlas en cuenta cuando intentamos comprender ese período.

Pienso, como siempre, que este tipo de trabajo es decisivo en términos políticos porque permite situar concretamente los posibles de una situación, evaluar las derrotas y las conquistas con el máximo posible de lucidez, en fin, hacer palpables esas ideas de que, incluso en los momentos de reflujo, la historia no está escrita, y de que, aun si no es posible hacer cualquier cosa en cualquier momento, las fuerzas populares de emancipación enfrentan constantemente bifurcaciones y oportunidades, aunque no siempre sepan aprovecharlas.

El movimiento estudiantil de noviembre-diciembre de 1986

Para analizar más concretamente la situación, tomaré dos ejemplos de mi experiencia militante, vinculados respectivamente a momentos específicos de Francia y de Grecia, que son los países en los que estuve directamente implicado en la acción política. Comenzaré por el caso de una victoria parcial, pero significativa: el movimiento estudiantil de 1986 contra la ley Devaquet. Los hechos perviven en la memoria porque el gobierno de aquella época se vio forzado a retirar su proyecto de ley -primera tentativa verdadera de instaurar en Francia procedimientos de selección y matrículas aranceladas en la universidad-, y también porque la manifestación del 4 de diciembre de 1986, punto culminante del movimiento, terminó con una represión policial salvaje que se cobró la vida de Malik Oussekine.

Ahora bien, aun si no suele hablarse del tema, la verdad es que, aunque pasaron treinta y cinco años, los efectos de aquel proceso todavía no se agotaron. Por un lado, los gobiernos que vinieron después, y que aplicaron políticas neoliberales, no pudieron poner directamente en cuestión el acceso gratuito y relativamente libre a la universidad. Es cierto que avanzaron bastante: entre otras reformas, habría que mencionar el «procesos de Boloña», implementado a nivel de la Unión Europea, y la ley LRU sobre «autonomía universitaria». Macron retomó la posta de Devaquet con la instauración de Parcours sup y la aplicación de derechos de matrícula exorbitantes en el caso de estudiantes ajenos a la Unión Europea. Sin embargo, después de haber enseñado más de 20 años en universidades británicas, puedo decir que en Francia todavía queda un largo camino antes de alcanzar el modelo mercantilizado y empresarial de los países anglosajones. 

En ese sentido ganamos tiempo -tres o cuatro décadas- y muchas generaciones gozaron de una relativa democratización del acceso a la universidad. No es poca cosa. Por otro lado, después de la muerte de Malik Oussekine, los gobiernos empezaron a pensar dos veces antes de dejar manifestantes tirados en la calle. El hecho trazó una especie de línea roja en materia de represión policial contra los movimientos sociales y las manifestaciones callejeras. El endurecimiento de la represión que vivimos hoy, bien simbolizado por la reacción frente a las movilizaciones contra la reforma laboral de 2016 y por el cortejo de heridos y mutilados que marcó la protesta de los Chalecos Amarillos, tardó largos años en concretarse. 

Cuando hacemos un balance de todo el período, constatamos que, en Francia, después del movimiento estudiantil de 1986, los movimientos sociales tuvieron conquistas parciales. Las más significativas fueron la vinculada a la reforma de los regímenes especiales de 1995 y la vinculada al CPE de 2006. Incluso Macron, que hasta ahora es el neoliberal más determinado de los que llegaron a presidentes en Francia, tuvo que suspender la reforma previsional (y no fue solo a causa de la pandemia). Sin las enormes movilizaciones de diciembre de 2019 y de enero de 2020, la reforma habría pasado como si nada. Por supuesto, nada de esto alcanzó para terminar con el neoliberalismo. Eso habría implicado una alternativa política que, como sabemos, hoy no existe. Pero Francia sigue siendo un país que resiste con fuerza el modelo neoliberal y eso permite proteger ciertas conquistas sociales.

Si decido centrarme en el movimiento de 1986, no es solo a causa de su importancia a nivel social, sino también porque fue la primera experiencia de movilización a gran escala de la que formé parte. Ser actor de un movimiento de masas es definitivamente una experiencia memorable y permite comprender mejor el mecanismo que opera detrás de su desarrollo. Por eso me gustaría contarles cómo viví aquellos acontecimientos. El gobierno de Chirac, que había sido electo hacía poco tiempo en las legislativas de marzo de 1986, planeaba implementar la reforma durante el verano, como hacen todos los gobiernos cuando tienen que aplicar reformas antisociales. Entonces, sabíamos a qué atenernos cuando volviéramos a la universidad. En esa época, yo era miembro de la Unión de Jóvenes Comunistas (vinculada al PCF) y militante sindical de la UNEF (Solidaridad Estudiantil), que terminó fusionándose con la UNEF (Independiente y Democrática) para conformar la actual UNEF. Junto a las otras organizaciones sindicales y estudiantiles de izquierda, habíamos iniciado una campaña para informar y movilizar a los estudiantes. En Nanterre veníamos convocando una asamblea general tras otra desde octubre y, más allá de nuestros esfuerzos, el resultado era mediocre: nunca éramos más de 200, y la cosa no mejoraba en las otras universidades, al menos en las de la región parisina. Decepcionado por la pasividad de los estudiantes, decidí no asistir a una de las asambleas generales que se realizó a fines de noviembre. Al día siguiente, me llamó un compañero: «Te perdiste una importante, el gran anfiteatro de Nanterre [que tenía capacidad para 2000 personas] estaba que explotaba, todos votaron a favor de la huelga...», etc. Por fin, algo había hecho clic.

¿Por qué? Sartre habla del pasaje de un estado de atomización (que denomina serialidad) a un estado definido por la constitución de un grupo unido en el marco de una acción común. Explica el proceso recurriendo a dos mecanismos. El primero, esencialmente reactivo, consiste en la toma de conciencia que se produce cuando estamos frente a una amenaza grave e inminente: si no nos movemos, los hechos nos afectarán directamente. De hecho, llegó un punto en que la reforma Devaquet se hizo muy concreta: la selección en función de las calificaciones y de la solvencia económica empezarían a funcionar desde el año siguiente y realmente no queríamos que eso sucediera. A fin de cuentas, es siempre el adversario el que crea las condiciones para que tome cuerpo una acción colectiva. Son las clases dominantes las que provocan las revoluciones: malinterpretan la «gran paciencia del pueblo» de la que habla Sophie Wahnich,historiadora de la Revolución francesa, y piensan que durará para siempre. 

El segundo mecanismo que opera en la constitución de un grupo es mimético: en un primer momento, imitamos el comportamiento de los otros, tenemos un conocido que participa de las asambleas generales y decidimos participar con él. Estamos tomados por algo de lo que tenemos una percepción todavía confusa, pero sentimos que es algo que nos supera, algo grande que probablemente tendrá efectos. Después intervienen otros procesos, más controlados: la discusión, el acuerdo en torno a objetivos comunes, los medios de acción, la emergencia de una forma de dirección, etc. Pero nada de eso tiene sentido si no se franquea la primera etapa. Las grandes explosiones pueden parecer espontáneas, pero nunca lo son del todo: para que se produzca un clic, tiene que existir un embrión de respuesta colectiva -en este caso, el trabajo preparatorio que habíamos hecho-, ese embrión que lleva a Sartre a afirmar que la espontaneidad absoluta no existe. Toda situación concreta está hecha de una mezcla de serialidad y de grupos, más o menos constituidos, más o menos esclerosados. Pero, cuando está en juego la acción colectiva, nunca tenemos la garantía de que algo vaya a suceder. Toda persona involucrada en una práctica militante desplegada en la duración lo sabe: existen sorpresas milagrosas, pero también grandes decepciones (porque las cosas, más allá de nuestra obstinación, casi nunca arrancan).

El movimiento de 1986 infundió suficiente miedo en el gobierno de Chirac como para que este se batiera en retirada, pero antes fue necesario que Malik Oussekine perdiera la vida en manos de la CRS y que se difundieran las imágenes de los abusos policiales del 4 de diciembre. Inmediatamente después, los trabajadores de los servicios públicos y de las empresas hicieron paro y las confederaciones sindicales llamaron a la huelga, es decir, hubo un principio de unión con el movimiento obrero. De pronto, la atmósfera cambió: revivió el espectro de 1968 -que Chirac y sus funcionarios conocían en carne propia- y el gobierno dio marcha atrás con la ley Devaquet para calmar las aguas. La protesta social resurgió con las huelgas de los ferroviarios, de los trabajadores del transporte, de los enfermeros y de los obreros de SNECMA. Tanta agitación dejó su marca en la coyuntura y permitió sacar a la derecha del poder en 1988, algo difícil de imaginar dos años antes, dada la enorme decepción en la que había culminado el primer quinquenio de la izquierda en el gobierno. Es cierto que fueron Mitterrand y el PS los que asumieron el poder: no había otra carta que jugar. Pero la versión más brutal del neoliberalismo, esa que ansiaba un thatcherismo a la francesa, tuvo que alejarse un tiempo. Hubo que esperar a Sarkozy para que volviera a existir públicamente una «derecha sin complejos», que expresaba la reacción contra la demora que habían impuesto las luchas sociales a la reestructuración neoliberal.

Por lo tanto, las luchas sociales fueron efectivas, aunque no bastaron para cambiar las coordenadas de una situación (como dijimos, para eso hace falta una alternativa política). Pero no menos cierto es que toda alternativa real debe saber nutrirse de las luchas y de las experiencias colectivas. En caso contrario estará condenada a ser una política desencarnada, abstracta, sin fuerza real. Entonces, si bien conviene criticar lo que Daniel Bensaïd denominó «la ilusión social», la creencia en la autosuficiencia de los movimientos, tampoco hay que convertirlos en una pura negación, como hace cierto autonomismo absoluto, pregonado sobre todo por Alain Badiou. Porque la negación contiene en sí misma el comienzo, aunque vago, de una afirmación capaz de operar como un estímulo y un vector para ampliar el horizonte de lo posible. La renovación de una política emancipatoria verdaderamente revolucionaria no surgirá de una burbuja: supone una interacción constante entre la experiencia viva de las luchas de los oprimidos y las oprimidas.

La primavera triste de Grecia

Durante los quince años que siguieron a mi participación en el movimiento estudiantil, nunca dejé de militar Pero, en vez de narrar todo mi recorrido, me limitaré a un solo momento, a la vez el que me marcó más profundamente en lo personal y el más importante en términos sociales. Me refiero a los cinco años (2010-2015) de la «primavera griega», esa secuencia de excepcional intensidad y densidad que culminó en una derrota absoluta: la capitulación del gobierno de SYRIZA frente al diktat de la Unión Europea (UE) en julio de 2015. Yo era miembro del partido y, entre 2012 y 2015, formé parte del comité central. Por lo tanto, viví la derrota en una posición de responsabilidad y eso hace más necesario todavía, tanto frente a mí mismo como frente a los otros, hacer un trabajo de elaboración y reflexión sobre el significado de los acontecimientos. Las preguntas ineludibles no tardan en aparecer: ¿por qué las cosas sucedieron como sucedieron? ¿Era inevitable? ¿Dónde localizar la responsabilidad por lo sucedido? 

Comienzo con una breve reconstrucción del contexto. En la primavera de 2010, Grecia enfrentó una crisis, ligada al crecimiento de su deuda pública y de sus déficits fiscales, que la dejó fuera de los mercados financieros. Como los gobiernos ni siquiera consideraban ir contra el mercado, la única solución era pedir «ayuda» a los «compañeros» de la UE. La Unión Europea, por su parte, apeló a la intervención del FMI para constituir la famosa «Tröika» de los acreedores: UE, BCE y FMI. El organismo acordó una serie de préstamos para refinanciar la deuda, pero impuso condiciones draconianas, formalizadas en los monstruosos «memorándums» que firmó por arriba el parlamento griego (en mayo de 2010 el primero y en febrero de 2012 el segundo). Se impuso así una verdadera «terapia de choque» de una magnitud que solo los países sobrendeudados del Sur y los países del exbloque soviético habían conocido hasta entonces: una mezcla explosiva de austeridad brutal, desregulaciones de todo tipo, privatizaciones, y una tutela de los organismos internacionales sobre la política económica y social destinada a durar varias décadas. 

Enseguida estallaron enormes movilizaciones populares -solo comparables a las de los años 1970- puntuadas por el movimiento de ocupaciones de la primavera de 2011 y por no menos de 34 huelgas generales de 48 horas, realizadas una tras otra durante los primeros dos años del plan de austeridad. Esas movilizaciones chocaron contra un muro de rechazo y represión, pero hicieron explotar el sistema político vigente, fundado en la alternancia entre la derecha y el PASOK, partido socialista convertido al neoliberalismo. En la brecha que se abrió irrumpió SYRIZA, partido de izquierda radical que hasta entonces nunca había obtenido más del 5% de los votos y que se comprometió a romper la jaula de hierro de la austeridad y el tutelaje que ejercía el FMI sobre el país. En los dos escrutinios de la primavera de 2012, SYRIZA obtuvo 17% en el primero y 27% en el segundo, es decir, quedó a apenas dos puntos de la derecha y superó con creces al PASOK, que se derrumbó y pasó de haber sacado 44% en 2009 a sacar un magro 12%. La dinámica desatada era irresistible, y, en efecto, menos de tres años después, SYRIZA ganó las elecciones de enero, se acercó a conquistar la mayoría en el parlamento (no llegó por un escaño) y formó gobierno en alianza con un pequeño partido soberanista de derecha. La esperanza se expandió mucho más allá de las fronteras griegas. SYRIZA se convirtió en una referencia de la izquierda antiliberal europea y mundial.

La reacción de la Troika no se hizo esperar. Desde el 4 de febrero, el BCE empezó a blandir el arma monetaria y bloqueó el principal canal de liquidez que tenían los bancos griegos. El 20 de febrero, después de una reunión con el Eurogrupo, el gobierno de SYRIZA firmó un acuerdo humillante que hacía imposible desarrollar su programa. La humillación siguió durante interminables sesiones de seudonegociación mientras la situación económica del país se degradaba cada vez más. En junio se lanzó un ultimátum y la Comisión Europea planteó un nuevo plan de austeridad. Entonces, Alexis Tsipras, primer ministro y dirigente de SYRIZA, decidió jugar su última carta y convocó a un referéndum que se realizó el 5 de junio de 2015 y arrojó como resultado un «no» masivo (61,3%) al plan de austeridad. Los votantes desafiaron con valentía las amenazas y las extorsiones del bloque económico al que el país estaba sometido de hecho después del bloqueo total de todos los suministros de liquidez. Sin embargo, ocho días después de esa jornada de enorme alegría popular, Tsipras firmó un tercer memorándum con la UE, mucho peor que el que habían rechazado los votantes y que coronaba la «terapia de choque» inaugurada por los acuerdos firmados por los gobiernos anteriores. La primavera griega había terminado. 

¿Cómo explicar esa capitulación en campo abierto? Para decirlo rápidamente, la primavera griega fue derrotada porque no supo, y, a nivel de su dirección política, no quiso defenderse. En este sentido hay que considerar dos elementos fundamentales. El primero, la confrontación con la Unión Europea y sus instituciones no es un juego. El estrangulamiento financiero de Grecia, concretado por la ofensiva contra su sistema bancario iniciada por el BCE pocos días después de la formación del gobierno de SYRIZA, era perfectamente previsible. Sin un plan B con el que responder, estaba claro que, considerando las relaciones de fuerza, la capitulación sería inevitable. Un plan de ese tipo, que debía incluir sin duda la salida del euro y la suspensión del pago de la deuda, no podía ser improvisado. Planteaba evidentemente una elaboración seria y, sobre todo, una explicación paciente de cara a la población. 

En lugar de eso, Tsipras y la mayoría de la dirección de SYRIZA intentaron calmar al pueblo con ilusiones, diciendo que una negociación obstinada permitiría desbloquear la situación y poner en acción al menos una parte del programa. Era la famosa «honestidad política», nunca asumida realmente porque habría implicado abandonar (o suspender por tiempo indeterminado) el programa con el que SYRIZA había llegado al gobierno, pero que los funcionarios cercanos a Tsipras destacaban cuando hablaban en ciertos círculos, especialmente en los que reunían a empresarios y acreedores. El trasfondo de esa ilusión sobre la posibilidad de una salida negociada era la creencia, que la mayoría de SYRIZA compartía casi con la totalidad de la izquierda europea, comprendida su ala radical, de que era posible reformar la Unión Europea desde dentro y que, en cualquier caso, como se trataba de un proceso irreversible, toda idea de ruptura con sus instituciones era inevitablemente reaccionario y nacionalista. Ese «europeísmo de izquierda» siempre fue uno de los obstáculos contra los que impactó todo proyecto serio de alternativa de izquierda, y, desafortunadamente, las cosas no parecen haber cambiado mucho. 

El segundo punto es que un plan de ruptura, denominado con frecuencia como «plan B», debía apoyarse en la movilización popular y al mismo tiempo estimularla. Esa perspectiva no tenía nada de fantasioso porque, como dije antes, el período que había precedido a la victoria de SYRIZA había sido un período de enormes movilizaciones populares. La posibilidad de un movimiento de masas era bien real y las manifestaciones espontáneas que explotaron a comienzos de febrero, después del anuncio de la decisión del BCE, no hicieron más que confirmar esa tesis. Entonces, era posible que se produjera en Grecia lo que había faltado en 1981 en Francia, cuando la izquierda había triunfado a contracorriente, en un momento en que la derrota del movimiento obrero había sido prácticamente concretada. La victoria de Mitterrand no había suscitado la enorme movilización que ciertos sectores esperaban pensando en junio de 1936 y en el Frente Popular.

La hipótesis de la conjunción entre la movilización popular y la perspectiva concreta de una ruptura con los dictados de la Unión Europea mantuvo su validez durante toda la secuencia que condujo al referéndum del 5 de junio de 2015. Cuando Tsipras anunció la consulta popular, pensando sin duda en la derrota y en la posibilidad de legitimar la capitulación que había decidido con anticipación, se desató una dinámica que desbordó completamente las intenciones del gobierno. La convocatoria abrió las puertas a un arrebato popular que se tradujo en importantes movilizaciones y en la amplitud del triunfo del «no», que hicieron caso omiso a las amenazas cotidianas de los gobiernos europeos y al bloqueo económico que impedía incluso que la población retirara dinero de los cajeros automáticos. Los griegos dijeron «no», pero sus dirigentes habían decidido tirar la toalla y su renuncia desorganizó completamente el campo popular y lo arrastró a la derrota. 

Las consecuencias de esa derrota todavía duran: en efecto, más allá de breves excepciones -como el éxito efímero de Podemos, cuyos dirigentes se apuraron a seguir la vía de SYRIZA; el 20% de Melenchon en 2017 o el «momento Corbyn» del laborismo británico- toda la izquierda europea entró en un período de reflujo. No es casual que, en el caso de Corbyn, el movimiento haya fracasado frente a la cuestión del Brexit, es decir, a causa de su incapacidad de plantear una línea de ruptura por izquierda con la UE. La izquierda dejó esa posibilidad, que era mayoritaria entre el electorado popular británico, en manos de la derecha nacionalista y atlantista, que logró hegemonizar esa tendencia para imprimirle una orientación acorde a sus intereses. Por lo tanto, constatamos que, con el fin de la primavera griega, las fuerzas de derecha radical y de extrema derecha lograron apoderarse de la ira popular que recorría Europa. De hecho, ¿por qué los pueblos volverían a depositar su confianza en fuerzas supuestamente distintas a las élites tradicionales, y, en particular, a los socialdemócratas convertidos al neoliberalismo, si apenas llegan al poder no son capaces de hacer nada diferente a lo que hicieron sus predecesores? La prueba definitiva del desastre griego nos obliga a estudiar en detalle esta observación.


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