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24.1.22

Si el Partido Republicano está teniendo éxito es porque no somos una auténtica democracia

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Por Jedediah Purdy (*)

El asalto del 6 de enero [al Capitolio] no habría sucedido en una auténtica democracia.

El ataque fue el síntoma más agudo -hasta ahora- de la crisis política que Donald Trump incitó al negarse a reconocer su derrota en las elecciones de 2020. Pero las raíces de la crisis se hunden en los rasgos antidemocráticos de nuestro sistema constitucional.

Ese arcano plan, que los abogados de Trump tramaron para alterar la certificación del voto por parte del Congreso  y acaso persuadir a las asambleas legislativas de los estados republicanos para que anularan la victoria de Joe Biden en estados como Pensilvania, era concebible solamente debido a que el Colegio Electoral divide las elecciones presidenciales en competiciones separadas en cada uno de los cincuenta estados y el Distrito de Columbia, y sesga los totales hacia los estados pequeños. En un sistema simple de regla de la mayoría, el margen de Biden de más de siete millones de votos habría sido la última palabra. Y si vamos al caso, también lo habría sido el margen nacional de Hillary Clinton, de casi tres millones de votos, en 2016: Trump no habría disfrutado de una dirección en el 1600 de la Avenida de Pensilvania [la Casa Blanca] en la que atrincherarse en 2020.

En un plano más básico, el Partido Republicano de hoy tiene éxito únicamente porque el Colegio Electoral, el Senado y el Tribunal Supremo se inclinan todos a su favor. Ese sistema ha otorgado a los conservadores una mayoría de 6 a 3 en el Tribunal Supremo, a pesar de que solo un republicano ha conseguido el voto popular presidencial desde 1988. Un partido no tiene que convencer a las mayorías de que dispone de la mejor visión para el país. Solo tiene que persuadir a una minoría selectiva de que el otro bando representa una amenaza mortal. Puede que su dominio del poder sea demasiado tenue como para que el partido gobierne eficazmente, pero ha ofrecido a los conservadores una buena percha para debilitar la regulación económica y medioambiental, nombrar jueces conservadores y lanzar ataques contra el propio sistema democrático.

¿Habría lanzado a los alborotadores sobre el Capitolio, de todos modos, la gran mentira de Trump acerca del fraude electoral, aun sin que sus abogados y muñidores tratasen de anular los resultados? Puede ser. Pero no habría habido una maquinaria constitucional que se atascara. Hasta la gran mentira recibió una ingente ayuda constitucional. Gracias al Colegio Electoral, Trump podría haber empatado con Biden y haber forzado la elección en la Cámara de Representantes con sólo darle la vuelta a 43.000 votos en tres estados en disputa [electoral], una brecha lo suficientemente estrecha como para que una serie cualquiera de fábulas tóxicas pueda pretender salvarla.

En un sistema más democrático, los elementos extremistas del Partido Republicano habrían sido expulsados mucho antes de que asaltaran el Capitolio, porque no habrían podido reunir suficientes votos como para ganar unas elecciones nacionales. Por el contrario, han perfeccionado el gobierno de la minoría como vía hacia el éxito político. Un sistema antidemocrático ha generado un partido antidemocrático. El remedio consiste en democratizar nuestra llamada democracia.

James Madison se jactaba de que la Constitución había logrado "la exclusión total del pueblo, en su capacidad colectiva". Su elaborada mecánica política refleja la aversión y la desconfianza de las élites hacia el gobierno de la mayoría que Madison expresó cuando escribió: "Si cada ciudadano ateniense hubiera sido un Sócrates, cada asamblea ateniense habría seguido siendo una turba". La condescendencia de Madison nunca ha desaparecido. Walter Lippmann, quizá el intelectual más destacado del corto Siglo Norteamericano, consideraba que los ciudadanos eran ignorantes, confusos y emocionales. La democracia aportaba "una intensificación de los sentimientos y una degradación del significado" a todo lo que tocaba. Si Madison y Lippmann hubieran podido ver al "chamán de QAnon" irrumpir en el Capitolio y luego deambular como un turista cuyo teléfono ha perdido la señal, habrían murmurado: "A eso se asemeja la democracia".

La democracia retrocedió en el imaginario popular durante las décadas débilmente optimistas que siguieron al final de la Guerra Fría en torno a 1989. Los líderes estadounidenses predijeron que el mundo llegaría inevitablemente a abrazar alguna combinación de elecciones, capitalismo y libertad personal. Pensar seriamente en lo que significaba la democracia, y en lo que podía amenazarla, parecía más cosa de historia intelectual que de política práctica. Vivimos en el naufragio de ese optimismo inmerecido.

El 6 de enero y los cuatro años anteriores fueron un recordatorio forzoso de que la democracia es una tarea, no un derecho de nacimiento. Al haber redescubierto que debemos tomarnos la democracia en serio, tendríamos ahora que ponerla en primer lugar en nuestra política.

Las mayorías populares, y no el Colegio Electoral, tendrían que ser las que pudieran elegir al presidente y decidir quién controla la Cámara y el Senado. Todos los que hacen su vida en los Estados Unidos -incluidas las personas encarceladas, las condenadas por algún delito y las que no son ciudadanos- deberían poder votar.

Tal cosa puede sonar alarmante para los votantes republicanos del interior que se imaginan asediados por una mayoría costera permanente. Pero, en una democracia que funciona, no hay mayorías ni minorías permanentes. Al forjar alianzas en un sistema verdaderamente democrático, los conservadores del interior pronto se encontrarían con nuevos aliados, y no simplemente con aquellos decididos a quebrar la propia democracia.

Algunos de estos cambios probablemente requieran modificar la Constitución. Los cambios difíciles se han producido anteriormente gracias a las enmiendas constitucionales: poco antes de la Primera Guerra Mundial, hubo activistas que presionaron con éxito a las asambleas legislativas de los estados para que ratificaran una enmienda por la que renunciaban a su poder de elegir a los senadores de los Estados Unidos. Tal vez podamos resucitar los movimientos de masas en favor de las enmiendas, empezando por alguno que vuelva más democrático el propio proceso de las enmiendas. Si la opinión pública respalda una enmienda constitucional para limitar el dinero en la política, restringir la manipulación electoral ("gerrymandering") o consagrar el derecho fundamental al aborto, una mayoría comprometida tendría que ser capaz de decir cuál es nuestra ley fundamental mediante el voto popular, en lugar de tener que pasar por el actual y complicado proceso de ratificación de enmiendas a través de las asambleas legislativas de los estados o de docenas de convenciones constitucionales.

Esto puede sonar a algo enloquecido. Pero no ha sido siempre el caso. James Wilson, uno de los artífices más eruditos y reflexivos de  la Constitución, creía, por una cuestión de principio, que "el pueblo" puede cambiar la Constitución "cuando y como guste. Se trata de un derecho del que ninguna institución positiva puede jamás privarlo". Hasta Madison reconocía que si pensamos en la Constitución como carta nacional, en lugar de un acuerdo federal entre estados soberanos, "la autoridad suprema y última" residiría en la mayoría, que tenía el poder de "alterar o abolir su gobierno establecido". Es difícil negar que, desde 1789, la Constitución se ha convertido en una carta nacional en la mente de la mayoría de los norteamericanos.

¿De verdad pensamos que establecer la ley fundamental es demasiado para nosotros, que es algo que solo podían hacer los venerados (o vilipendiados) antepasados? Es más probable que tengamos miedo unos de otros, así como de las decisiones que tomarían las mayorías. Pensadores como Madison asociaban la democracia con la tiranía de la mayoría, pero la historia cuenta una historia diferente. Hasta nuestro legado terriblemente defectuoso es rico en ejemplos de emancipación mayoritaria: los programas del New Deal, las Leyes de Derechos Civiles, la Ley de Derecho al Voto y Medicare. Las mayorías pueden cambiar el mundo para mejor cuando tienen oportunidad. Dándose esa oportunidad, una y otra vez, es como comparten los iguales un país.

Pero ¿estamos dispuestos a conceder, y a aprovechar, esa oportunidad? Quizás, más que temer la tiranía de la mayoría, sospechamos que el país está ya demasiado dividido y desconfiado como para tomar juntos decisiones básicas. Algo que comparten demócratas y republicanos es la creencia en que, para salvar el país, no se debe permitir que gane el otro bando. Cada elección supone una crisis existencial. En nuestro actual clima político, cualquier propuesta para democratizar el sistema sería inmediatamente codificada como partidista, y la mitad del país la rechazaría desde un principio. En un país tan ansioso y receloso, el sistema actual puede contemplarse como una especie de tratado de paz. Tal vez a eso se refería Biden cuando, justo después de jurar su cargo dos semanas después de los disturbios del Capitolio, en un Washington custodiado por 26.000 soldados, alabó "la resiliencia de nuestra Constitución".

Pero la Constitución no logra mantener la paz, está fomentando las crisis. Lejos de ser resiliente, se suma a nuestra fragilidad.

La resistencia vendría de un giro hacia una política más constructiva. Las mayorías tendrían que poder elegir a los partidos y a sus líderes para mejorar su vida cotidiana, empezando por el cuidado de los niños, los permisos familiares, la asistencia sanitaria y el trabajo digno que todavía les resulta esquivo a muchos, incluso en un momento en el que los empresarios se quejan de la dificultad de contratar trabajadores y en que existe una presión al alza de los salarios tras décadas de estancamiento. La democracia es importante, no porque haya algo mágico en el 50% más uno en cualquier votación, sino porque le otorga a la gente el poder de decidir cómo vivir juntos. Si no reclamamos ese poder, el mercado, un tribunal o un gobierno minoritario estarán siempre encantados de arrebatárnoslo.

Aristóteles llamó a la democracia "gobierno de los pobres", y por ahí iba la cosa. La democracia, cuando funciona, pone el máximo poder político en manos de la gente que trabaja, que se preocupa y que desearía poder prometer a sus seres queridos más de lo que ellos pueden. Nos devuelve un poco de nuestro mundo.

Por supuesto, no debemos convertir lo perfecto en enemigo de lo bueno. Nuestra Constitución merece ser defendida contra las mentiras sobre el fraude electoral y los planes antidemocráticos para duplicar el gobierno de las minorías. Pero también merece esfuerzos claros para mejorarla.

Si el 6 de enero fue síntoma de una crisis de la democracia, la mejor respuesta que podemos dar es más democracia. Puede que no seamos capaces de ello, en cuyo caso el futuro es sombrío. Pero la única manera de saberlo es intentándolo.

La vitalidad de la democracia no nos viene dada de lo alto. Viene de gobernar y ser gobernados a su vez, y de aprender a vivir con ambas cosas. Proviene de la búsqueda constante de nuevas mayorías, nuevas coaliciones, nuevas formas de evitar el desastre e incluso de mejorar la vida. Así es como aprendemos a creer, con Walt Whitman, que "cada átomo que me pertenece te pertenece a ti también". La manera de salvar la democracia es hacerla más real.

(*) Jedediah Purdy es William S. Beinecke Professor de Derecho Constitucional en Columbia Law School, materia que impartió anteriormente en la Universidad de Duke (Carolina del Norte). Como jurista, ha colaborado en publicaciones académicas legales como Yale Law Journal, Harvard Law Review, University of Chicago Law Review, Duke Law Journal, Cornell Law Review, Nomos y Ecology Law Quarterly, entre otras. Colaborador asimismo del New York Times, The Atlantic Monthly, Die Zeit o Democracy Journal, forma parte del consejo editorial de revistas como The American Prospect y Dissent. Su último libro es "This Land Is Our Land: The Struggle for a New Commonwealth".

Fuente: The New York Times, 3 de enero de 2022

Traducción: Lucas Antón


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