bitacora
ESPACIO PARA PUBLICIDAD
 
 

6.9.21

La conquista del "desierto" y El Chaco: llaga abierta de la Argentina bicentenaria

imagen

Por Federico Mare (*)

Hacia 1878, Argentina era bastante más pequeña que ahora, y tenía nueve provincias menos. Al sur, toda la Patagonia y el oeste de la región pampeana eran el Desierto, un territorio inmenso que estaba fuera de las fronteras y del control del estado argentino.

Ese territorio, sin embargo, a pesar de lo que ambiguamente podría sugerir la palabra «desierto», no estaba deshabitado. Allí vivían desde hacía miles y miles de años -mucho antes de que llegaran los conquistadores españoles- distintos pueblos y parcialidades indígenas, cuya clasificación y denominación étnicas son materia de fuerte discusión, según las fuentes consultadas, períodos o lugares analizados y perspectivas adoptadas: mapuches, tehuelches, ranqueles, pampas, pehuenches, puelches, etc. (se enumeran indiscriminadamente, a solo título ilustrativo, endónimos y exónimos cuya precisión semántica, grado de generalidad o particularidad, y nivel de coincidencia o divergencia, son variables).

En el nordeste ocurría algo bastante similar, aunque llamativamente poco se lo sepa o recuerde: todo el Chaco era territorio indígena, y la República Argentina no tenía ninguna soberanía efectiva sobre él. Allí habitaban también, desde tiempos inmemoriales, gran cantidad de pueblos originarios: mocovíes, tobas, wichís, chiriguanos, etc.

Todas estas naciones y tribus indígenas vivían en equilibrio con la naturaleza, de la caza y la pesca, la recolección de frutos y semillas... También de la agricultura y ganadería, en algunos casos. Estos pueblos tenían su propia cultura, su propio idioma, sus propias costumbres y valores, sus propias creencias y rituales religiosos, muy diferentes a los del «hombre blanco».

Pero durante el siglo XVI, cuando los conquistadores españoles irrumpieron en el Plata desde distintos puntos cardinales (el este atlántico, el norte altoperuano y el oeste chileno), su modo tradicional de existencia zozobró como una balsa en medio de una tempestad. Tuvieron que defenderse de los invasores blancos y barbudos que venían desde Europa, quienes querían arrebatarles sus tierras, someterlos al rey de España, obligarlos a trabajar para ellos, imponerles tributos, y también forzarlos a que se convirtieran al cristianismo. Muchos pueblos indígenas fueron vencidos y sometidos, pero otros consiguieron mantenerse independientes por bastante tiempo. En lo que hoy es Mendoza, por ej., los huarpes -al norte del río Diamante- fueron conquistados por los españoles, mientras que los puelches y/o pehuenches -al sur- siguieron siendo libres.

Desde entonces, blancos e indígenas -los que seguían siendo independientes- estuvieron en guerra. Los blancos lanzaban ataques contra los indígenas, y estos hacían otro tanto contra los blancos. Los ataques que hacían los indígenas se llamaban malones. Eran sorpresivos y muy rápidos. Usaban caballos, lanzas y boleadoras. Incendiaban las poblaciones blancas de frontera, capturaban bienes y ganado (también personas), y luego se retiraban a toda prisa. Para protegerse de los malones, los españoles construyeron fortines en la zona de frontera, por ej., el Fortín de San Rafael, al sur de Mendoza, o el Fortín de Lobos, al sur de Buenos Aires.

Los malones eran violentos, es cierto. Pero eran parte de una guerra que los pueblos originarios no habían empezado. Recordemos que la guerra la habían empezado los españoles, los blancos, cuando invadieron América. Es importante tener eso en cuenta antes de juzgar la práctica de los malones.
Cuando el Río de la Plata, durante la segunda década del siglo XIX, se independizó del imperio español, el conflicto entre indios y blancos prosiguió. Nada más que ahora, el conflicto ya no era con los súbditos -peninsulares y americanos- de un monarca de ultramar, sino con los criollos y mestizos de una naciente república: las Provincias Unidas, que luego se llamarían Argentina.

Durante casi 70 años (1810-1878), Argentina tuvo problemas para protegerse de los malones, debido a que estaba siempre envuelta en guerras civiles (unitarios contra federales) o exteriores (guerra contra España, guerra contra el Brasil, guerra contra el Paraguay, etc.). A pesar de eso, la frontera se fue extendiendo, corriendo, ampliando. Pero poco y lentamente. El mayor avance lo logró Rosas en 1833-34: la llamada Campaña al Desierto, una violenta acción militar que el neo-revisionismo histórico nac & pop prefiere hoy omitir o minimizar con indulgencia para cargar todas las tintas en Roca (las fuentes discrepan sobre el número de indígenas asesinados y capturados, pero las estimaciones más bajas -por ej., la del periódico rosista porteño La Gaceta Mercantil- hablan de al menos 3 mil muertos y más de un millar de prisioneros... Así y todo, la Campaña de Rosas al Desierto no supuso una gran expansión... La mayor parte de los territorios indígenas del Sur y del Chaco siguieron estando fuera del control de Argentina, y los malones continuaron. Eso generaba inseguridad, pérdidas humanas y también económicas: poblaciones y estancias incendiadas, ganado secuestrado, personas cautivas por las que había que pagar rescate, etc. También los indígenas sufrían inseguridad y pérdidas humanas o económicas, dado que los criollos lanzaban feroces ataques contra ellos, y les usurpaban sus tierras.

En 1876, Adolfo Alsina mandó construir, a lo largo de toda la frontera bonaerense, una extensa línea defensiva de fosas, terraplenes y fortificaciones. Aunque quedó inconclusa (se había proyectado que alcanzara San Rafael, al pie de los Andes), la llamada Zanja de Alsina llegó a medir más de 400 kilómetros, uniendo Nueva Roma al sur (cerca de Bahía Blanca) con Italó al norte (confines meridionales de Córdoba). Pero su eficacia fue muy limitada. Los malones continuaron.

La situación dio un vuelco decisivo con Julio A. Roca, un halcón confeso y militante. Roca era un militar tucumano, un general del Ejército Argentino al que el presidente Avellaneda nombró ministro de Guerra a fines de 1877, tras el deceso de Alsina. Hombre muy racista, sentía desprecio e inquina hacia los pueblos originarios que habitaban en la Patagonia y el oeste de la región pampeana. Tal era su desprecio, tal su inquina, que quería exterminarlos a toda costa. Criticó con acritud la estrategia de Alsina, juzgándola demasiado blanda, pasiva e inconducente. Propuso, en cambio, una ofensiva a fondo, una guerra a muerte, una cruzada sin cuartel en nombre de la «civilización».

"¡Qué disparate la zanja de Alsina! Y Avellaneda lo deja hacer. Es lo que se le ocurre a un pueblo débil y en la infancia: atajar con murallas a sus enemigos. Así pensaron los chinos, y no se libraron de ser conquistados por un puñado de tártaros, insignificante, comparado con la población china... Si no se ocupa la Pampa, previa destrucción de los nidos de indios, es inútil toda precaución y plan para impedir las invasiones.

A mi juicio, el mejor sistema para concluir con los indios, ya sea extinguiéndolos o arrojándolos al otro lado del río Negro, es el de la guerra ofensiva que fue seguida por Rosas que casi concluyó con ellos.

Estamos como nación empeñados en una contienda de razas en que el indígena lleva sobre sí el tremendo anatema de su desaparición, escrito en nombre de la civilización. Destruyamos, pues, moralmente esa raza, aniquilemos sus resortes y organización política, desaparezca su orden de tribus y si es necesario divídase la familia. Esta raza quebrada y dispersa, acabará por abrazar la causa de la civilización".

Roca no era el único que pensaba así. El racismo era un prejuicio generalizado en aquella época (Sarmiento, por ej., también era muy racista). Los indígenas eran considerados «salvajes» y «vagos». Se decía que ocupaban demasiadas tierras y que había que «civilizarlos», o sea, inculcarles la fe cristiana y enseñarles a trabajar de manera más «productiva».

En 1878, Roca lanzó una invasión masiva contra los territorios indígenas del Sur: la llamada Conquista del Desierto. Tropas muy numerosas del Ejército Argentino, equipadas con modernas armas de fuego, avanzaron sobre el interior de la Pampa, y luego sobre la Patagonia. La diferencia tecnológica entre los indígenas y los winkas era tan grande, tan aplastante, que no hubo, en realidad, una guerra. Fue, más bien, una cacería humana. De todos modos, muchos pueblos originarios resistieron con valor y fiereza hasta el final. Un ejemplo conmovedor de este heroísmo numantino fue el cacique ranquel Baigorrita, quien, derrotado y acorralado, prefirió morir de pie, luchando a facón, que rendirse y ser hecho prisionero. El lonko Sayhueque, por su parte, se las ingenió para prolongar la resistencia hasta el 1° de enero de 1885, cuando él y sus más de 3 mil guerreros manzaneros se entregaron a la Segunda División del Ejército, en lo que hoy es Junín de los Andes.

Miles y miles de indígenas (hombres, mujeres, niños y ancianos) fueron masacrados, encerrados en reservas o campos de concentración, evangelizados por la Iglesia contra su voluntad, deportados a las ciudades y estancias como mano de obra virtualmente esclava (haciendo caso omiso de la Constitución, que desde 1853/1860 había prohibido la esclavitud en su art. 15)... Se les quitaron sus tierras y se les impuso otra cultura. Muchos murieron asesinados de forma sistemática, o por enfermedades que trajeron los soldados blancos. Por eso se habla de genocidio y etnocidio.

La actuación de la Iglesia católica en todo este proceso fue más que importante. Justificó abiertamente la conquista como «guerra justa» en nombre de la fe cristiana, y colaboró activamente con los militares, asumiendo el rol de «brazo espiritual» del Ejército Argentino. Particularmente significativo fue el desempeño de los misioneros salesianos. Estuvieron a la vanguardia de la evangelización manu militari. Su contribución al etnocidio difícilmente pueda ser exagerada. Desde luego que hubo salesianos que cuestionaron la extrema brutalidad de los métodos empleados por el Ejército. Pero solo se trató de eso: críticas de forma, no de fondo. La Iglesia católica nunca impugnó la conquista, pues aceptaba y apoyaba sus fines. Se limitó a denunciar con tibieza moralista y biempensante ciertos «abusos» o «excesos» puntuales en la ejecución del plan.

Oficialmente, la campaña de los winkas terminó hacia 1885, con la rendición de Sayhueque. Para entonces, Roca ya era presidente de la Argentina. Llegó a serlo en 1880, precisamente gracias a la conquista del «Desierto». Roca se había hecho célebre con ella. En las elecciones de 1880, la oligarquía lo recompensó con la presidencia. Vale decir que Roca empezó la conquista del «Desierto» como ministro de Guerra de Avellaneda, y la concluyó como máxima autoridad de la República Argentina.

La provincia de Mendoza duplicó su territorio. Todo lo que hoy es San Rafael, Gral. Alvear y Malargüe eran territorio indígena. Rufino Ortega fue el general mendocino que tuvo a su cargo la conquista de esa zona. Otras provincias que ampliaron sus territorios fueron Buenos Aires, Córdoba y San Luis.

Al norte del país se dio un proceso parecido: la Conquista del Chaco, una guerra de anexión y expolio no menos violenta y asimétrica que su homóloga meridional. Miles de indígenas muertos, despojados de sus tierras, encerrados en reducciones, deportados, semiesclavizados, aculturados... La conquista del Chaco, por razones geográficas, resultó más trabajosa y prolongada. Las grandes y densas selvas, los numerosos esteros y el clima tropical favorecieron la lucha guerrillera contra el invasor. La conquista de Chaco empezó antes y terminó después que la del «Desierto». Podemos situarla cronológicamente entre el final de la guerra contra el Paraguay (expedición de Napoleón Uriburu al Bermejo, 1870) y la primera presidencia de Yrigoyen (masacre de Fortín Yunká, 1919), aunque siguió habiendo matanzas contra los pueblos indígenas del Chaco hasta mediados del siglo pasado (la masacre de Rincón Bomba ocurrió en 1947, con Perón de presidente). La provincia de Santa Fe duplicó su extensión. Salta y Santiago del Estero también aumentaron sus territorios. Curiosamente, la conquista del Chaco está mucho menos presente en la memoria colectiva nacional -incluso al interior de la izquierda- que la conquista del «Desierto», una disparidad que merecería ser investigada y explicada por la historiografía y la antropología (1).

¿Qué sucedió con el botín de guerra, con los millones y millones de hectáreas usurpadas a los pueblos originarios en la Pampa Central, la Patagonia y el Chaco? Esas tierras fueron repartidas entre los oficiales de mayor rango del Ejército y los grandes estancieros, que se hicieron más ricos y poderosos que nunca: familias de la oligarquía como los Pereyra Iraola, los Álzaga Unzué, los Luro, los Anchorena, los Martínez de Hoz, etc. También hubo terratenientes o capitalistas extranjeros que se beneficiaron del reparto, ingleses sobre todo.

Una breve digresión: en Norteamérica, la conquista del Far West tuvo un desenlace distinto. No ciertamente para los pueblos indígenas, que también vieron sus tierras usurpadas, sino para la economía y sociedad estadounidenses. Desde 1862, la Homestead Act de Lincoln facilitó la titularización masiva y gratuita de parcelas medianas (65 hectáreas) a favor de más de un millón y medio de pequeños colonos blancos, mayormente inmigrantes pobres de origen europeo. La Homestead Act dio origen a una multitudinaria y pujante clase media rural de granjeros, motor del desarrollo capitalista yanqui durante el último tercio del siglo XIX. En Argentina, por el contrario, la conquista del «Desierto» y el Chaco solo significó el reforzamiento del latifundismo heredado de la Colonia. Aunque hubo honrosas excepciones aquí y allá, la inmigración gringa accedió a la tierra en condiciones precarias de arriendo, no en condiciones estables de propiedad. A diferencia del farmer norteamericano, el chacarero argentino rara vez pudo ser dueño de la parcela que cultivaba. En nuestro país, la Ley 817 de Inmigración y Colonización de Avellaneda sancionada en 1876 resultó ser un pálido reflejo de la Homestead Act. ¿Por qué? Porque, independientemente de todas las facilidades que ofrecía al inmigrante, no le garantizaba el acceso gratuito a la propiedad de la tierra.

Retomemos nuestro hilo conductor. Para administrar y colonizar las regiones conquistadas, el estado argentino creó -siguiendo el modelo que el Tío Sam estaba aplicando en el Lejano Oeste- una serie de territorios nacionales, ocho en total: La Pampa, Neuquén, Río Negro, Chubut, Santa Cruz y Tierra del Fuego en el sur; y Chaco y Formosa en el nordeste (2). Los territorios nacionales eran como «provincias», pero sin autonomía. No tenían Legislatura propia, y sus gobernadores eran nombrados por el presidente. Mucho después, estos territorios nacionales se convertirían en provincias, la mayoría a mediados del siglo XX, con el primer peronismo.

La conquista winka de la Patagonia no fue monopolio de Argentina. Al otro lado de los Andes, casi en simultáneo, Chile también avanzó violentamente sobre los territorios indígenas del sur: la Pacificación de la Araucanía (1861-1883). El Wallmapu, el gran país mapuche, sufrió, pues, una doble invasión: al oeste de la cordillera, en el Gulumapu, el expansionismo chileno; al este de la cordillera, en el Puelmapu, el expansionismo argentino.

Otro tanto sucedió, salvando las distancias, con el Gran Chaco. El Chaco Austral -al sur del río Bermejo- y el Chaco Central -entre el Pilcomayo y el Bermejo- fueron ocupados por Argentina, pero el Chaco Boreal -al norte del Pilcomayo- resultó conquistado por Paraguay, Bolivia y Brasil. En todos estos casos, hubo matanzas y usurpaciones masivas de tierras.

Un párrafo final merece Tierra del Fuego, porque allí la conquista de Argentina y Chile asumió caracteres muy singulares. El Ejército de ambos países y la Iglesia católica, aunque intervinieron en el genocidio y etnocidio, estuvieron lejos de monopolizar el proceso. Hubo otras instituciones y sectores que protagonizaron los actos de violencia material y simbólica a gran escala contra los pueblos originarios. Los colonos blancos (empresarios mineros, estancieros ovejeros y grandes comerciantes, tanto de origen criollo como inmigrante) contrataron mercenarios para exterminar a yámanas y selknam. Fueron estas bandas privadas de paramilitares o sicarios, más que tropas regulares del Ejército Argentino y del Ejército de Chile, las que cometieron las mayores masacres. La colonización de la Isla Grande de Tierra del Fuego se desarrolló al calor de dos ciclos capitalistas: la fiebre del oro y la fiebre del lanar, entre las dos últimas décadas del siglo XIX y el primer decenio del XX. La colonización tuvo un fuerte componente gringo, británico fundamentalmente: McLennan, Bond, Cameron, Hyslop, McRae, Wale... Más de mil indígenas yámanas y selknam perdieron la vida durante el genocidio fueguino. Fueron hambreados, cazados como alimañas, fusilados y envenenados. Otros murieron a causa de las epidemias de origen exógeno. Entre las peores matanzas hay que mencionar las de Springhill y Playa de Santo Domingo. Y si hablamos del etnocidio, del violento y traumático proceso de aculturación que sufrieron los pueblos originarios de Tierra del Fuego, resulta imposible obviar a la South American Mission Society. Los misioneros anglicanos tuvieron un papel protagónico en la evangelización de los yámanas y selknam, desde mediados del siglo XIX. La llegada de los misioneros católicos de la orden salesiana fue bastante tardía (1893).

Al día de hoy, los pueblos originarios de Argentina siguen reclamando la devolución de muchas de sus tierras ancestrales. También exigen que su cultura, su identidad y sus derechos sean respetados, tal como establece en parte, solo en parte, la Constitución Nacional (art. 75, inc. 17). Aspiran, por otro lado, a un mayor grado de autonomía política o territorial. Las luchas indígenas constituyen, además, en más de un caso, la vanguardia de la resistencia popular contra el capitalismo extractivista trasnacional: megaminería a cielo abierto, empresas forestales, agronegocios, etc. La plurinacionalidad, ya reconocida de iure en otros países del mundo y de la región (aunque en los hechos suele ser letra muerta) (3), es una de las mayores deudas pendientes de la democracia argentina en este siglo XXI. Ni neoliberales ni populistas han querido comprometerse con una reforma constitucional en esa dirección.

Es, por ende, tarea de los movimientos indígenas y la izquierda revolucionaria bregar por una Argentina intercultural, plurinacional e igualitaria, no solo en su ordenamiento jurídico formal, sino también -y sobre todo- en su concreta realidad socioeconómica y política (la interculturalidad, la plurinacionalidad y la igualdad ciudadana, como meras ficciones legales o ideales declarativos dentro de una sociedad fácticamente capitalista y racista, sirven de poco y nada). Mientras no se produzca esta refundación estructural e identitaria, las conquistas del «Desierto» y el Chaco seguirán siendo crímenes de lesa humanidad impunes y traumas colectivos irresueltos. Y lo que es peor, una injusticia lacerante de nuestro presente, la mayor llaga abierta de la historia argentina bicentenaria.

Notas:

(1) La disparidad probablemente se deba, en parte al menos, a la hegemonía de Buenos Aires. Como bien me hizo notar Pedro Carimán, un compañero mapuche de Neuquén, la influencia ideológica preponderante de los literatos e intelectuales porteños o aporteñados en la cultura nacional de Argentina, bien pudo haber contribuido a la invisibilización de la conquista del Chaco. Cuando escritores como Echeverría, Sarmiento, Hernández y Mansilla, tan decisivos en la conformación del imaginario argentino decimonónico (sus tradiciones, sus mitos, etc.), tematizan el «problema del indio», lo que tienen en mente, por razones de proximidad o cercanía, son los pueblos originarios del sur, del «Desierto», no los del norte, más distantes. A diferencia de Santa Fe, Santiago del Estero, Corrientes y Salta, Buenos Aires no tenía frontera con el Chaco. Se hallaba sobre el estuario del Plata, e históricamente había interactuado con los pueblos indígenas de la Pampa y Patagonia, cuyos territorios reclamaba como propios desde tiempos coloniales. No es que la conquista del Chaco no esté presente en la memoria colectiva. Lo está, pero a nivel mucho más local o regional que nacional, en aquellas provincias directamente involucradas en dicho proceso histórico: Chaco, Formosa, Santa Fe, etc.

(2) En el NEA, también Misiones se convirtió en territorio nacional. Pero su federalización no fue coletazo de ninguna campaña militar contra indios bravos, como en el Chaco y la Patagonia, sino corolario de su desvinculación de la provincia de Corrientes tras la victoria de la Triple Alianza sobre el Paraguay, en el contexto del creciente litigio fronterizo con Brasil por el Alto Paraná. Las comunidades guaraníes de la zona ya habían sido sometidas y evangelizadas por el imperio español en el siglo XVII, con las misiones jesuíticas. Hacia 1881, cuando se creó el Territorio Nacional de Misiones, la población misionera se hallaba muy fuertemente mestizada, como consecuencia de la inmigración ibérica y criolla: españoles, portugueses, paraguayos, correntinos y brasileños.

(3) El caso de Canadá es muy ilustrativo. Durante años, este país norteamericano se ha jactado de tener una plurinacionalidad modelo. Pero el reciente descubrimiento, en las provincias del oeste (Columbia Británica, Saskatchewan, Alberta, etc.), de centenares de fosas con cuerpos NN de niños y niñas indígenas allí donde, hasta hace no mucho tiempo, funcionaban colegios cristianos -católicos y anglicanos fundamentalmente- con régimen de internado obligatorio para la aculturación de los pueblos originarios, desató una gran ola de protestas que incluyó acciones iconoclastas contra monumentos históricos y quema de iglesias. Durante décadas hubo sospechas y denuncias, pero fueron sistemáticamente ignoradas por las autoridades civiles y eclesiásticas. Sospechas y denuncias de discriminación racista, de castigos corporales y maltratos psicológicos, de abusos sexuales, de hacinamiento y falta de calefacción, de mala alimentación y brotes epidémicos no atendidos, de enterramientos clandestinos... La mentada plurinacionalidad de Canadá ha demostrado ser más un barniz legal que una realidad efectiva.

 

(*) Federico Mare. Historiador y ensayista argentino.

Fuente: www.sinpermiso.info, 25 de agosto 2021


Atrás

 

 

 
Imprimir
Atrás

Agrandar texto

Achicar texto

linea separadora
rss RSS